Quique Hache
El mall embrujado y otras historias Sergio Gómez Ilustraciones de Gonzalo Martínez
— El El Cortado fue el primero.
1 Cortado tenía ese nombre porque trabajó muchos años en ferrocarriles, donde sufrió un accidente en el que perdió el dedo meñique de una mano. Desde ese día le llamaron El Cortado. Estaba retirado y se ocupaba de arreglar bicicletas en un pequeño taller en el patio de su casa. Llevaba un overol y un cigarrillo pegado a la boca. Mientras lijaba el marco de una bicicleta que esperaba pintar, nos contó que después de ferrocarriles le ofrecieron ese trabajo de guardia en el malí recién inaugurado. Él aceptó a pesar de tratarse de un trabajo nocturno. Sólo dos meses después comenzaron los problemas, sobre todo de noche, primero con ruidos extraños, risas y carrerones por los pasillos cuando el malí estaba cerrado. — Por Por las noches el lugar quedaba vacío, entonces hacía mis rondas. A veces escuchaba ruidos, voces que me empezaron a preocupar y a enfermar de los nervios, hasta que un día se me apareció... apar eció...
¿¿El El primero de qué? — El El primero que vio al fantasma del —
mall.
— ¿Qué ¿Qué apareció? — le le preguntamos intrigados con
Julio.
— El El fantasma. — Te Te lo dije, uno de mis antepasados; ahí está la explicación — dijo dijo Julio. — Era Era un figura, un hombre que brillaba, pero a la
vez era transparente, caminaba lentamente por los pasillos. Cuando lo vi me dio tanto miedo que salí corriendo. — Lo Lo mismo que vio don Armando — dije. dije. El Cortado dejó de lijar, se despegó el cigarrillo de la boca, alcanzamos a ver su mano de cuatro dedos antes de que dijera muy serio:
— Mejor Mejor no jueguen con lo que ocurre allí, es algo delicado. Tragamos saliva y salimos del patio-taller. Julio insistió que la explicación para él era muy clara, y para probarlo lo mejor era visitar a su abuelo. En el cielo, nubarrones negros anunciaban que llovería muy pronto; el aire estaba fresco, muy distinto al de Santiago. Nos subimos a una micro muy colorida. c olorida. L a gente arriba conversaba alegre y desde la radio emei gían rancheras y corridos mexicanos; luego, escuchamos a un locutor que imitaba el acento mexicano. A mí eso me pareció muy divertido. Julio me explicó: — Es Es que esa radio la escucha mucha gente, sobre todo en el campo, donde les encanta la música mexicana.
Me contó que sus padres estaban sin trabajo, por eso él había dejado de estudiar, al menos por ese año; trabajaba empaquetando en el supermercado, pero esperaba entrar a estudiar a la Industrial una carrera técnica como mecánica, le gustaban los autos y el olor a aceite a ceite y a bencina. Me dijo que no conocía la capital, pero tampoco le llamaba la atención, pues la gente de Santiago andaba muy apurada y siempre se aprovechaban de los provincianos. A veces lo molestaban por ser mapuche, pero, en general, sentía un orgullo especial por serlo. En su pieza, colgada en la pared de su cama, tenía una gran bandera mapuche con colores muy alegres. Su héroe máximo era Lautaro, un joven guerrero mapuche que había combatido a los españoles con mucha inteligencia, había vivido como un empleado de ellos sólo para estudiar a sus enemigos. Aprendió, por ejemplo, a montar a caballo y, cuando pudo, huyó y se transformó en una pesadilla para los españoles. Pero, como todos los héroes, finalmente fue traicionado, capturado y asesinado. Entonces le pregunté a Julio si él se consideraba chileno o mapuche. Pensó un buen rato, mientras la micro pasaba un largo puente. Abajo corría el río Cautín. Entonces respondió: — Soy Soy más mapuche que chileno — dijo. dijo. Yo hice ahora una larga pausa antes de hablar: — Pero Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos. enemigos. Nos quedamos quedamos mirando mirando como debieron mirarse mirarse Lautaro y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta la risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la
— ¿Cómo ¿Cómo va la investigación? — me me preguntó — . Hay que averiguar sobre ese fantasma, Quique, si no voy a perder definitivamente la pega. — Es Es difícil probar algo así; quiero decir, que existan los fantasmas. — Yo Yo no sé si existen o no, pero que vi algo esa noche nadie me lo saca de la cabeza. Tal vez si se acuerda de algún detalle que me pudiera — Tal servir... Don Armando se rascó la cabeza para hacer memoria. Me senté a escucharlo en una silla cerca de la cama. Esa noche estaba con Ramiro, mi ayudante. Cada — Esa cierto tiempo hacía una ronda por los pasillos, que son largos y con poca luz. Todo era normal al principio. Cuando me acerqué al patio de comida empecé a escuchar unos ruidos como de voces y carreras. Me acuerdo que en ese momento algo me distrajo. En el piso encontré una llave. Pensé que era una de las mías, que se me había caído. Vi cómo c ómo pestañeaban las luces. Entonces, por delante, apareció, a menos de 10 metros, justo adelante, esa figura de luz semitransparente. Corrí con todas mis fuerzas. Pero antes de llegar a la guardia sentí un dolor en el pecho y caí. — Y esa llave que encontró, ¿todavía la tiene? — Esa Esa noche me la eché al bolsillo — el el abuelo abrió el cajón del velador y mostró una llave — . Tengo llaves de todo el malí, pero las mías son de colores y no como ésta. Debió caérsele a alguien, cuando hicieron el aseo no se dieron cuenta y quedó en el piso.
— Me Me la voy a llevar... Dígame, don Armando, ¿a ¿ a quién podría perjudicar el asunto del malí embrujado? He visto que no todos están contentos que exista. mapuches, que alegan porque se construyó sobre un cementerio indígena. También los comerciantes del centro, que no les gusta que la gente acuda al malí y no a sus negocios. ¿Podría hablar con su ayudante? — ¿Podría — No hay problema, Ramiro es de mi absoluta confianza, se quedó a cargo de todo en la guardia; dile que vas de parte mía.
Entonces, don Armando se limpió la boca con una servilleta de género y dijo: — Les Les aviso que esta noche regreso al trabajo. — Pero, Pero, papá, usted está todavía en reposo. — Tengo Tengo que probar que no mentía con lo que me ocurrió, y la única forma es que me enfrente a esa cosa. — Pero Pero esa cosa como la llama usted no existe — dijo dijo Gertru. — Yo Yo creo que es una buena idea — uije. uije. — No te metas, Quique — me me detuvo Gertrudis. Aproveché de ir más lejos y le dije al papá de Gertru: — Quiero Quiero pedirle un favor, don Armando. — Dime, Dime, Quique. — Quiero Quiero acompañarlo esta noche en su ronda nocturna. — De ninguna manera, sobre mi cadáver, primero muerta — dijo dijo Gertrudis.
Nos preparamos con don Armando para la noche. Mientras nos vestíamos de la mejor manera aproveché de hacerle algunas preguntas: — Dígame, Dígame, ¿cuál es el apellido de Ramiro, su ayudante? — Loyola, Loyola, ¿por qué lo preguntas? — Por Por nada — dije. dije. Gertrudis no quiso hablar conmigo y se encerró en su dormitorio a escribir su diario de vida. En realidad no llevaba ningún diario de vida, sólo se le ocurría escribir cuando le sucedían cosas tremendas como la que acababa de ocurrir con Víctor, así se desahogaba. A las nueves de la noche estábamos listos para iniciar el turno de guardia en el Malí Temuco. Cuando llegamos nos quedamos en la oficina ofic ina jugando a las cartas. Ramiro y don Armando eran muy buenos. Después, Ramiro contó algunos chistes que nos hicieron reír. Los tres estábamos un poco nerviosos por lo que vendría, pero tratábamos de que no se notara. En un sillón de la oficina me eché a dormir un rato. Desperté a las dos de la madrugada. Todavía quedaba una hora para la aparición. Entonces nos preparamos. A las tres en punto haríamos una ronda completa por el malí, don Armando y yo. Ramiro se quedaría en la oficina. Cuando llegó la hora le pregunté al a l papá de Gertru si se sentía bien. — Súper Súper — me me respondió, y salimos al pasillo central. Caminamos lentamente con dos linternas. Cuando llegamos hasta el otro extremo del malí, nada extraño había ocurrido. Pero entonces vimos por los ventanales siluetas que corrían por el exterior> Don Armando dijo: — ¿Viste ¿Viste lo que yo vi?
— Es cierto, el Cortado es mi papá. La empresa lo echó y nadie le creyó, por eso aproveché que tenía este equipo de luces de la discote- que para usarlo y hacer creer cr eer en el fantasma otra vez. Mi papá sufrió mucho y quería que se le reconociera. Pero le juro, don Armando, que no era nada contra usted. — Está bien. Ramiro. De todas maneras este trabajo no va a durar mucho más. Si volví a trabajar era para descubrir la verdad, pero veo que ya sabemos lo que ha pasado. -Nosotros nos vamos — dijo dijo Julio con sus amigos, y después de un grito de guerra mapuche nos dejaron a los tres sentados en el banco del centro del malí, pensando en todo ¡o que había ocurrido.
os fueron a dejar a la estación de trenes de Temuco. Afuera todavía llovía y, nos habían advertido, cuando en el sur llueve puede hacerlo hasta quince días seguidos. Estaban tía Nenita y tía Gladis, don Armando y Julio Painemal. Poca gente viajaba esa noche, pero en realidad poca gente lo hacía en estos días en tren. Todo había cambiado muy rápido en la ciudad y seguiría haciéndolo. Nosotros regresábamos a Santiago, donde la vida era aún más rápida, mucho más que en una ciudad de provincia. Julio se acercó a despedirse: Ojalá que puedas volver a Temuco, Quique, para — Ojalá mostrarte más cosas de los mapuches. Voy a volver — le le dije. — Voy — El El abuelo Moisés te mandó este amúlelo, dice que es para sobrevivir en Santiago — me me entregó un amuleto de cuero con una placa de cerámica. Están llamando a abordar — nos nos dijo don Armando.
— Cuídese, Cuídese, papá, no trabaje mucho — le le dijo Gertrudis a su papá después
a ambos. Por su parte, tía Gladis y tía Nenita me volvieron a apretar mi cara como de anunciar: — Gladis Gladis y yo te hicimos algunas cositas para que no pases hambre en e que olía rico. C uando nos despedimos de don Armando me dijo, sólo para que yo escuchara, que nunca más hablaría de fantasmas. Estuve de acuerdo. Subimos al tren. Pero antes, en la escalera. don Armando se acordó de algo más. dijo — , antes de salir a la — Se me olvidaba — dijo estación llegó esta carta para ti, Gertrudis. Le entregó un sobre de color damasco a Gertru. — ¿Una ¿Una carta? ¿Y de quién? — preguntó ella, aunque adivinamos enseguida de quién sería la carta. Venía por mensajero — dijo dijo don Armando — , — Venía de un tal Víctor.
ientras el tren enfilaba hacia el norte comencé a probar esos ricos empolvados empolvados que las dos tías solteronas me habían preparado. Estaban deliciosos. Cerré los ojos y pensé en todo lo que habíamos vivido en esos días en el sur. Cuando los volví a abrir, Gertrudis parecía triste, sobre sus dedos movía la hoja color damasco de la carta. Le pregunté pre gunté despacito, tratando de no molestar: — ¿Qué ¿Qué decía la carta? — La La carta... decía que todo tiempo pasado fue mejor, eso decía... No he vuelto a la ciudad de Gertrudis y ganas tengo este verano o el próximo. Julio Painemal me escribió y me envió una bandera mapuche que tengo ahora en la pared de mi pieza. Poco tiempo después de nuestro viaje ese invierno cerraron el Malí Temuco, los negocios quebraron y fracasaron y el lugar quedó abandonado durante mucho tiempo. Dicen que la propiedad entera la van a vender para levantar edificios de s departamentos. También en la carta, Julio me contó que su abuelo no resistió la ciudad y se fue a vivir al campo, muy lejos, cerca de un lago, donde tiene las mismas gallinas y un chancho. En Temuco ahora hay un malí grande, idéntico a los de Santiago, y esperan seguir construyendo más y más, edificios, tiendas, ampliando las calles. Con esos adelantos la gente en la ciudad está feliz, eso dicen, pero yo, la verdad, es que no creo que tanto.
— Trae Trae mala suerte — respondió respondió ella. ( ba arriba de una de esas micros nuevas, nuevas, de esas que parecen dos pero que en realidad son una sola, largas como gusanos, por avenida Apoquindo hacia el e l oriente. En las esquinas nos detenían los malabaristas que lanzaban al aire desde cuchillos hasta pollos desplumados. Los automovilistas miraban a los malabaristas con caras aburridas. Avanzamos por avenida Las Condes. Bajé del bus antes de llegar a la Clínica Tabancura. En una casa con aspecto de jardín infantil estaba estaba el Hotel de de mascotas Bed and Pet. Entré y enseguida olí algo extraño que venía desde el interior, no era un olor a flores, sino a animales. Una secretaria con espinillas en la cara y chasquillas alzadas como se usaba antes, hace 15 años, me recibió sin despegar la vista de su computador. Buenos días, venía por... — Buenos No alcancé a nada más. La encargada revisó una lista en un computador. dijo. — ¿Nombre de la mascota? ¿Descripción? — dijo. — No venía a eso, sino por el asunto de un gato que tuvieron ustedes hace una semana, el señor Robinson. La secretaria despegó los ojos del computador y por primera vez me observó como como una máquina fotocopiadora. — No me diga que es periodista. No sé cómo dan el cartón a gente tan joven. — En En realidad... — Le Le voy a decir algo, pero no me cite con mi nombre, se lo ruego. Aquí... — miró miró alrededor suyo como si alguien nos pudiera escuchar, pero sólo escuchábamos a lo lejos los ladridos de perros y a un papagayo afónico — en en la empresa están preocupados por el robo de ese gato. La dueña, la
millonaria, la señora Del Río, tiene influencias, y ana demanda hoy no es un chiste. Pero esto se lo cuento a usted nomás, no me vaya a citar en el reportaje. Como no tenía alternativa le seguí el juego. — Sólo Sólo quería que me confirmara un dato: ¿quién vino a retirar al señor Robinson ese día? — ¿No ¿No lo sabe? ¿Quién cree? El señor Del Río. — Pero Pero el señor Del Río está separado de la señora Del Río, su mujer. Además, parece que él vive en el extranjero. — Mire, Mire, señor periodista, aquí en los registros tenemos firmado a un señor Esteban del Río, por eso se lo entregamos a él cuando vino; o sea, la culpa no fue del hotel. Pero cualquiera podría haber venido y dar el — Pero nombre. — Ah, Ah, no sé yo. Se identificó como el señor Del Río, ¿por qué íbamos a dudar? — ¿Pero ¿Pero se acuerda de algo especial en él? Se echó un lápiz marca Bic a la boca antes de responder. — Me Me acuerdo de ese señor porque cojeaba de una pierna. No sé si eso puede servirle, señor periodista.
— El El detective privado — dijo dijo Alamiro, el mayordomo, en la puerta de la bodega. Llevaba una pedazo de madera que parecía un travesaño de arco de fútbol. fútbol. Estaba acorralado. Mientras, arriba en las cajas de cartón, el señor Robinson parecía reírse, contento por todo lo que había causado, pero más contento aún porque no estaba prisionero en la aula. ¿Cómo llegaste hasta aquí? — me me dijo amenazante el — ¿Cómo mayordomo. — Lo Lo seguí. Sospeché de usted el día que lo conocí por la venda que traía. Se observó la mano vendada. — Ese Ese gato me las va a pagar — dijo dijo mirando hacia arriba en las cajas. El primer día tenía la venda en la mano izquierda, — El pero la ocasión que fui a verlo a la casa de la señora Del Río la llevaba en la otra mano, en la derecha; por lo tanto, el gato lo había atacado dos veces. El mayordomo movió la cabeza antes d( responder. re sponder. — Ese Ese gato tenía todos los privilegios en la casa, sólo quería deshacerme de él, no tenía idea lo del collar — del del bolsillo extrajo el collar que antes debió llevar el señor Robinson — . A mí la plata no me interesa como a los Del Río, sólo quería que me trataran dignamente. Volvió a levantar el travesaño amenazante y avanzó hacia a mí. — Te Te voy a encerrar en la jaula y voy a acabar de una vez con ese gato — dijo, dijo, avanzando mientras yo retrocedía. — Quiero Quiero decirle algo... — alcancé alcancé a exclamar antes de que una botella de Fanta le cayera en la cabeza a Alamiro. Detrás apareció Gertrudis Astudillo, con cara de querer
vengarse de todos los hombres, eso incluía al profesor Araneda y a Alamiro. El mayordomo se vino al suelo como si le hubieran puesto anestesia. El ruido debió asustar al a l señor Robinson, dio dos saltos de gato trapecista, se colgó de otras cajas y llegó hasta la misma ventana por donde yo había entrado a la bodega. Lo último que alcanzamos a verle fue su cola blanca.
1 sábado pasado ocurrió algo increíble. Ese día conocí a Alvaro Paz, también conocido como Atún, El sobrenombre venía de algo que pocos sabían, y si yo lo sabía era porque Alvaro Paz, alias Atún, fue mi ídolo sin conocerlo. Hace muchos años antes de que yo naciera, Alvaro se paseaba cerca de la orilla de río Ma- pocho, más o menos a la altura del puente Pío Nono. Se paseaba porque era joven, estaba en el liceo y por las tardes no no hacía nada más más que estudiar y jugar fútbol, que era lo que realmente le importaba en su vida. Era un invierno tremendo, con lluvias e intensos fríos. Esos datos eran e ran importantes, pues el río, que en verano es un hilito de agua entre las basuras y las piedras, en invierno baja imparable desde la cordillera. Ese día en particular el río r ío había amanecido tempestuoso. De la otra orilla, desde la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, alguien comenzó a gritar que la corriente se llevaba a una persona, que probablemente se ahogaría si nadie nadie acudía a sal
misma donde seguía viviendo tal como lo prometió en esa su última y tal vez única entrevista, luego de su último partido. La dirección se la consiguió León, había casi pagado por ella al amigo de un tío de otro amigo que trabajaba como recolector de basura en Recoleta. La obtuvo con mucha suerte porque en el barrio del Atún todos lo recordaban, pero protegían su privacidad de ídolo. El Atún estaba viejo, según le dijeron a León, había pasado por todo lo que debe pasar alguien que está a punto de cumplir c umplir 70 años de edad. Estábamos de vacaciones con León, con pocas ganas de movernos por el calor de mitad de enero en Santiago. Mi papá había pedido sus vacaciones para febrero y en la casa esperábamos viajar en esa fecha hasta El Quisco, a la casa de una madrina de mi papá que siempre nos prestaba una casa durante una semana para que tomáramos sol, para que viviéramos en tacos de automóviles camino a la playa y asados casi todos los días. Pero todos, incluso mi hermana y mi mamá, estábamos de acuerdo con esa semana en el mar y nos preparábamos felices comprando toallas y litros de bloqueador solar factor 60. En Navidad me habían regalado paletas de playa con el hombre araña pintado entre los hoyitos de la madera, pero que debían esperar un mes entero antes de ser usadas. Nos iríamos una semana en febrero a disfrutar a toda velocidad de las vacaciones en familia. Al final de la semana llegaríamos a Santiago tan cansados de descansar que tendríamos que tomarnos otra semana, pero echados en el patio de la casa de calle Juan Moya, debajo de los castaños, sin contestar el teléfono y pasando el calor con una manguera de jardín.
Pero ahora estábamos en enero intentando acortarlo lo más que se pudiera. Por eso cuan do León apareció con esa dirección que se había conseguido en Recoleta, sentí un vacío en el estómago, como si comiera helado y después un litro de café hirviendo. Entonces le dije a León: — Prepárate Prepárate que mañana conoceremos al Atún.
Así regresamos a la casa. León se quedó a dormir en mi pieza esa noche, después de compartir solidariamente el castigo por llegar tarde. Mi hermana sufrió un ataque de nervios cuando vio a Clementina sucia, rayada y oliendo al trasero de León. Le aseguré que le quedaría como nueva, que la lavaría y engrasaría y hasta la pintaría de un color distinto a ese amarillo pato. Ella aceptó todo menos que le cambiara el color. Por la noche, antes de dormir, escuché a León decir, casi como una despedida, un «buenas noches, la pasé bien hoy con la aventura arriba de la bicicleta», pero todo eso resumido en una sola frase: — Y Y todo por amor, madre.
ecibí una carta de Alvaro Paz. Era una carta muy interesante. La recibí tres meses después de la visita que le hicimos al hospital. La carta estaba dirigida a mí y a León. En ella me contaba que el médico por fin le dio de alta. Se sentía muy bien, incluso ahora daba trotecitos por las mañanas. La enfermedad le había hecho cambiar todos sus hábitos. Pero lo más importante, y por eso nos escribía, era para contarnos que dejaba el barrio, después de 50 años era hora de cambiar. Todos los vecinos le hicieron una despedida que duró dos días y donde se sintió muy agradecido del cariño. También llegaron algunos jugadores del Juventud Unión que no veía desde hacía décadas. Finalmente vendió su casa de Recoleta, hizo sus maletas y se fue a la playa a vivir, a Pichilemu, donde todavía conservaba la casa que había construido con su mujer fallecida. Había comenzado a hacer clases de fútbol para niños, decía que probablemente de allí saldrían buenos futbolistas. Asimismo nos contó que habíasubido de peso en las últimas semanas comiendo pasteles de una pastelería donde los hacían deliciosos. Nada más decía, pero era suficiente. Me alegré por el Atún\ por por fin, como un verdadero pez, estaría cerca del mar. Por supuesto que no cumplí mi promesa de no abrir la boca. Sí, a veces no cumplo cumplo mis promesas, promesas, y, en este caso, no no me arrepiento.
1 centro de Santiago es especial. Tal vez es el lugar donde nunca viviría: demasiada gente, demasiados automóviles, demasiado esmog, todo es demasiado allí, pero es imposible no encontrarle un encanto especial, sobre todo los fines de semana. El centro estaba lleno de extranjeros que creen que el país es eso. Artistas y poetas conversan en los cafés cerca del cerro o del Parque Forestal, gente que se viste diferente y que parece pasarla siempre muy bien. Tal vez estoy equivocado y el centro de Santiago representa muy bien el país, porque es distinto a todo, porque es especial. Pero no estaba en ese lugar con León para hacer turismo de ciudad, sino porque Reina, el restaurante italiano, estaba allí, en calle Me Iver con Huérfanos, casi al inicio del paseo de esa calle, en una casa de concreto vieja y sólida como casi todos los edificios del lugar. Dicen que en el centro de Santiago roban a la gente, la engañan y otras barbaridades, pero a mí el centro no me damiedo, sino curiosidad. En algunas ocasiones, papá y mamá nos han llevado de paseo al centro, para recordar los tiempos de ellos, cuando estudiaban y eran novios en el cerro Santa Lucía. Allí nada ha cambiado, sigue lleno de estudiantes be- sadores, dándose vueltas abrazados por el pasto. Entrarnos al restaurante de mesas con manteles de cuadros rojos. En las paredes tenían pegadas fotografías de Sofía Loren y de Marcello Mastroiani, lo único auténticamente italiano del lugar. También en las paredes vimos la fotografía de esa famosa fuente de Roma donde los turistas tiran monedas.
En el lugar comía un hombre gordo mientras leía La no paraba de reírse, como si las noticias trágicas del día fueran de lo más graciosas. Nos sentamos en la mesa, cerca de la puerta por si debíamos ejecutar un plan alternativo que consistía básicamente en salir corriendo. Por supuesto, de todas las meseras del lugar ninguna se parecía a Sally. ¿Qué vamos a hacer? — preguntó León. — ¿Qué — Lo Lo que se hace en un restaurante: comer — dije. dije. respondió León, acariciando su — Buena idea — respondió estómago. Se acercó una mesera a atendernos. Sí — dijo. dijo. — Sí Tercera y
despertado hoy. — A los tres hombres les ordenó — : A la bodega. Nos llevaron hasta la bodega. Dos nocheros cuidaban la puerta. Nos dejaron en una habitación estrecha cerca de la entrada, donde guardaban papeles y máquinas de escribir. Cerraron la puerta con llave. De este lado quedamos nosotros. Escuchamos a los guardias silbar, mientras de una radio salía ahogada una canción de Shakira. — ¿Y ¿Y ahora? — dijo dijo León. La pregunta flotó en el aire sin respuesta; en realidad, no sabía qué haríamos a continuación. Nos sentamos en el suelo a esperar. Una vez vimos en el liceo una obra de teatro que se titulaba Esperando a Godot, uno de los actores lo habíamos visto en una telenovela en un papel secundario, pero aquí era el protagonista. La obra trataba, justamente, de la espera de alguien que nunca llegaba y que tampoco se sabía quién era: su nombre era Godot. Y de tan absurda que parecía la obra, finalmente alguien inteligente bautizó todo aquello como «teatro del absurdo». Esto lo digo porqué en esa situación, prisioneros sin saber realmente por qué, finalmente estábamos esperando a algo parecido a Godot. Entonces, después de un rato, León dijo: — No sé si tú sientes, Quique, lo mismo que yo, pero per o hay un olor como a... Un olor muy malo, como a perro mojado. — Un — A perro, eso es. Y ahí nos quedamos en la semioscuridad, sin saber qué hacer y todo por tomar partido en una causa, la de Sally Mardones, aunque no sabíamos qué causa era. Ahora yo
estaba y ella no estaba. Y de esa forma, tal vez por el aburrimiento o lo absurdo de la situación, es que comencé a quedarme dormido. Desperté cuando la puerta se abrió. Pensé que soñaba, todo había sido un sueño y estaba en mi cama, en mi dormitorio de calle Juan Moya, mirando el techo, soñando que era domingo y que me despertaba a las once de la mañana. Una figura con una linterna nos iluminó directo. Re conocí enseguida su voz: Quique, soy yo, Sally Mardones. — Quique,
Al otro día todo se arregló. O en parte. Finalmente debimos confesar a mis padres nuestra participación en la detención de la banda de traficantes de animales. Me castigaron, me quitaron el talonario de entradas al cine que me habían regalado. Lo peor vino dos días después. Mi hermana me apuntó con el dedo en medio del pasillo, me dijo que estaba en su poder nuevamente, tendría que ser su esclavo un mes seguido; es de cir, debería hacerle la cama durante ese tiempo. Había escuchado, dos noches atrás, una voz d r mujer en mi dormitorio y estaba dispuesta a contarle a mi papá. Me quedé en un sillón de la casa. Gertru estaba en su curso de teatro en la Corporación Cultural de Nuñoa. Mis papás habían ido a despedirse del tío Cacho, que viajaba a Buenos Aires por una semana, lo que era suficiente excusa para celebrar. Estaba solo, pensando que poco había ganado en todo aquello. Aunque si lo analizaba mejor, ahora tenía una nueva amiga, una que admiraba, y de la admiración siempre nacen cosas buenas. Sally Mardones había solucionado sus problemas con sus papás. En la tarde me llamó por teléfono y me invitó a las reuniones del grupo de amigos de los animales. Sabía que a esas reuniones iba gente mayor que yo, así que la invitación me pareció un regalo en agradecimiento por lo que había ocurrido. Cuando le pregunté cómo sabía sabía que yo era realmente un «amigo» «amigo» de los animales, ella me respondió: — Es Es que Gertrudis me contó lo de «Fernando el oso», así que me imaginé que eras de los nuestros. Fin