PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD MANUAL TEÓRICO-PRÁCTICO
CARLO PERRIS PATRICK D. McGORRY (Eds.)
PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD MANUAL TEÓRICO-PRÁCTICO
BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA DESCLÉE DE BROUWER
Título de la edición original: Cognitive Psychotherapy of Psychotic and Personality Disorders. Handbook of Theory and Practice © 1998, John Wiley & Sons Ltd., Chichester, Inglaterra Traducción: Jasone Aldekoa
© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2004 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com
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Printed in Spain ISBN: 84-330-1841-8 Depósito Legal: BI-3238/03 Impresión: RGM, S.A. - Bilbao
Índice
Prólogo Aaron T. Beck . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prefacio Carlo Perris y Patrick D. McGorry
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1. Tratamientos psicoterapéuticos y cognitivo-conductuales para la esquizofrenia: desarrollo de una forma de psicoterapia específica del trastorno para personas con psicosis Larry Davidson, Stacey Lambert y Thomas H. McGlasham . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 2. Definición del concepto de vulnerabilidad individual como base para las intervenciones psicoterapéuticas Carlo Perris . . . . . . . . . . . 43 3. Cuando se dificulta la marcha: terapia cognitiva para los trastornos graves T. Michael Vallis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 4. La evaluación de modelos de trabajo disfuncionales relativos al self y a los otros en pacientes con trastornos graves: un estudio preliminar internacional Carlo Perris, David Fowler, Lars Skagerlind, Oliver Chambon, Lisa Henry, Jörg Richter, José Valls Blanco, Annete Schaub, Massimo Casacchia, Rita Ronconi y Paul Schlette . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
5. Enfoques presentes para el tratamiento de trastornos de procesamiento de información en la esquizofrenia Bettina Hodel y Hans D. Brenner . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 6. Terapia cognitivo-conductual orientada al afrontamiento en la esquizofrenia: un nuevo tratamiento para uso clínico y científico Annette Schaub . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129 7. Opciones y toma de decisiones clínicas en el diagnóstico y tratamiento psicológico de alucinaciones e ideas delirantes Lawrence Yusupoff y Gillian Haddock . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
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8. Comprendiendo lo inexplicable: un enfoque cognitivo individualmente formulado para las ideas delirantes David Fowler, Phillippa Garety y Elizableth Kuipers . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
9. Patogenia y terapia Sandra Sassaroli y Roberto Lorenzini . . . . . . . . . . . . . . 189 10. Intervención precoz en los trastornos psicóticos: una aproximación crítica en la prevención de la morbidez psicológica Jane Edwards y Patrick D. McGorry . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
11. Un enfoque metacognitivo, integrado y de varios niveles para el tratamiento de pacientes con trastorno esquizofrénico o trastorno grave de personalidad Carlo Perris y Lars Skagerlind . . . . . . . . . . . . . . . . 245 12. Intervenciones psicológicas con orientación preventiva en los inicios de la psicosis Patrick D. McGorry, Lissa Henry, Dana Maude y Lisa Phillips . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263
13. La aflicción de la enfermedad mental: contexto para la terapia cognitiva de la esquizofrenia Virginia Lafond . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289 14. Un enfoque de terapia cognitiva sistemática para la psicosis esquizo-afectiva Douglas Turkington y David Kingdon . . . . . . . . . . . . . . . . . 313 15. Enfoques cognitivo-conductuales para el tratamiento de los trastornos de personalidad James Pretzer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327 16. La evaluación del trastorno de personalidad: elementos y direcciones seleccionados Henry Jackson . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 355 17. Estrategias y técnicas terapéuticas menos comunes en la psicoterapia cognitiva de pacientes con trastornos graves Hjördis Perris . . 379 18. Metacognición y sistemas motivacionales en psicoterapia: un enfoque cognitivo-evolutivo para el tratamiento de pacientes difíciles Giovanni Liotti y Bruno Intreccialagli . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 395 19. Un enfoque cognitivo-conductual para la comprensión y manejo del trastorno obsesivo-compulsivo de personalidad Michael Kyrios . 413 20. Proceso interpersonal en el tratamiento de trastornos narcisistas de personalidad Elizabeth Peyton y Jeremy D. Safran . . . . . . . . . . . . . . . . . 439 21. Psicoterapia cognitiva en el tratamiento de trastornos de personalidad en ancianos Lucio Bizzini . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 457
Prólogo Aaron T. Beck
Estoy encantado por disponer de la oportunidad para presentar este trabajo a los diversos tipos de profesionales cuya labor se vincula, de algún modo, con los trastornos psiquiátricos graves: psiquiatras, psicólogos, enfermeras, asistentes sociales, etc. En cierto modo, los capítulos de esta obra reflejan varios aspectos de mi propio trabajo de psicoterapia con los pacientes. Mi primer artículo de psiquiatría, publicado en 1961, se refería a un tipo de intervención cognitiva con un joven esquizofrénico crónico que sufría el delirio de ser perseguido por los hombres del FBI. Mi enfoque práctico con este paciente consistió en tratar de que se esforzara por describir en gran detalle y con toda la exactitud posible las características de sus “seguidores”. Cuando comenzó a operacionalizar su definición de estos individuos, le fue imprescindible observarlos cada vez más de cerca. Al hacerlo, se convirtieron en “personas reales” y no en estereotipos homogéneos. Con el transcurso del tiempo, como trataba de aplicar el perfil de estos supuestos hombres típicos del FBI a las personas que veía, cada vez le resultaba más difícil ajustarlos a estos moldes. Y transcurrido un tiempo llegó a la conclusión de que quizá estaba equivocado en sus identificaciones –realmente, falsas identificaciones– y que se precipitaba en la elaboración de conclusiones sobre personas sin observarlas, realmente, muy de cerca. Otro aspecto de la psicopatología que colaboró en el surgimiento de este delirio era su creencia de ser culpable de varios delitos que había cometido su
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padre. Como consecuencia de esta “culpabilidad prestada” concretizó el castigo en forma de agentes del gobierno que le castigarían a él. Con esta comprensión y, por supuesto, una buena relación terapéutica, el paciente pudo reencuadrar su atención en aspectos más realistas de la vida y los delirios se disiparon gradualmente. Muchos años más tarde volví a tener la oportunidad de revisar las primeras observaciones que había hecho sobre las pruebas empíricas de las propias creencias. En colaboración con un estudiante de medicina (Richard Hall) y uno de los psiquiatras residentes (John Rush), seleccionamos a seis pacientes psiquiátricos que padecían delirios. Descubrimos, en concordancia con nuestras experiencias previas, que el proceso de atención focalizada en las supuestas características de los pacientes “perseguidos” y la aplicación sistemática de criterios para diagnosticarlos, era útil para impulsar al paciente a comprobar la realidad, y al mismo tiempo, para disminuir el impacto de los delirios. Así pues, se convirtió en un doble proceso, primar simultáneamente la capacidad del individuo para someter sus conclusiones a escrutinio racional y empírico y, adicionalmente, aplicar esto a la fenomenología del pensamiento del paciente. Transcurrieron varios años antes de que este trabajo fuera considerado de nuevo y fuera aplicado de forma más sistemática por investigadores como Perris, Kingdon, Turkington, Bentol, Chadwick, Lowe y otros. Motivado por estos otros autores, preparé posteriormente un documento junto con Brad Alford ahondando en su experiencia y en la mía sobre el manejo de los delirios. Otra faceta de mi trabajo ha consistido en el tratamiento de pacientes gravemente depresivos; dentro de este grupo los pacientes que reciben el diagnóstico de “trastorno afectivo bipolar” pueden ser quizá los más difíciles. De particular interés han sido los pacientes con trastorno bipolar de ciclos rápidos. Aunque la sabiduría convencional asevera que los ciclos bipolares se provocan emocionalmente, la misma infraestructura cognitiva, que es de gran importancia, tiende a ser pasada por alto. De hecho, en nuestro trabajo con pacientes bipolares de ciclos rápidos, hallamos que la búsqueda de sentimientos bien de excitación maníaca o depresiva era iniciada subjetivamente por un tipo particular de interpretación. Así, cuando un paciente recibía buenas noticias, las exageraba fantásticamente y cuando las noticias no eran tan buenas, las veía como algo realmente horrible. Una paciente, por ejemplo, tenía este tipo de excitación maníaca sobre el hecho de que iba a tener una reunión familiar con sus hijos adultos y sus nietos. El mismo pensamiento estaba muy romantizado, y los veía sentados o colocados alrededor del piano, como la familia Trapp. Esta excitación maníaca se mantuvo hasta que la familia celebró la reunión. Entonces, cuando los hijos comenzaron a discutir entre sí, tuvo el pensamiento, “Se odian entre sí. Realmente he fracasado como madre
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con ellos”, y comenzó a sentir agudos sentimientos depresivos. Aunque las intervenciones cognitivas en este o en otros casos se produjeron en el contexto de los pacientes que recibían medicaciones como las sales de litio, hallamos que era posible producir cambios más penetrantes en la psicopatología de pacientes a través de las intervenciones cognitivas. También descubrimos que los pacientes bipolares respetaban con mucha más efectividad su medicación cuando sus creencias sobre los efectos y efectos secundarios de la medicación se contemplaban de un modo cognitivo. Así, la atención hacia la creencia durante la fase maníaca de que la medicación privaba al paciente de su originalidad y sus buenos sentimientos y que era un impedimento, y durante la fase depresiva, la creencia de que de nada serviría y que los efectos secundarios eran intolerables también eran un elemento disuasorio. Otra de mis experiencias con estos pacientes se produjo en el contexto del tratamiento interno rápido de pacientes depresivos. Descubrimos que un programa de actividades muy estructurado proporcionaba el marco idóneo para la introducción de una exposición de toda la jornada diaria a técnicas cognitivo-conductuales. Así, se instruía a los pacientes para que completaran cada mañana su programa diario de actividades, reconociendo y evaluando sus pensamientos negativos y respondiendo a ellos. Dos sesiones terapéuticas grupales diarias permitían a los pacientes desarrollar sus destrezas cognitivas y afrontar problemas importantes que experimentaban como la indefensión, los deseos suicidas, los problemas familiares o los problemas ocupaciones o interpersonales. Los pacientes también desarrollaban “tareas para casa” durante el día y tenían sus propias reuniones de grupo dirigidas por un paciente, grupos en los que comentaban sus lecturas o cómo les habían ido sus “deberes”. La aplicación de esta técnica nos permitió reducir el número de días de ingreso de 21 a 7 aproximadamente. Varios autores de los diferentes capítulos de este libro han obtenido resultados satisfactorios en la aplicación de muchos principios que se han derivado a partir de la historia de la terapia cognitiva, y han colaborado en verificar el tratamiento de condiciones como los trastornos disociativos y los trastornos de personalidad.
Prefacio Carlo Perris y Patrick D. McGorry
En los últimos años se ha popularizado el concepto de “enfermedad mental grave” en los países desarrollados, en parte como instrumento para contemplar los presupuestos de salud mental e incluir una serie de recursos fijos, a menudo escasos. En algunos países también se ha empleado este mismo concepto constructivamente como mecanismo para prevenir la desaparición de ayudas económicas a consecuencia de la disolución del viejo sistema estatal hospitalario psiquiátrico, actuando como principio organizador para la distribución de los recursos en un sistema de organización comunitaria. Las personas que padecen trastornos, como la esquizofrenia y el trastorno de personalidad límite que corresponden a esta modalidad, no sólo presentan un perfil severo de morbidez y mortalidad, además han sido tradicionalmente las más abandonadas en lo que respecta a la calidad de las atenciones psiquiátricas recibidas. La esencia del perfil de las enfermedades mentales severas es que un trastorno de este tipo suele brotar durante la adolescencia o durante los primeros años de la edad adulta (Mrazek y Haggerty, 1994) y se asocia con un trastorno generalizado del funcionamiento mental que pone en peligro la trayectoria de una vida normal y la calidad de la vida de la persona. La primera fase de la enfermedad se caracteriza por varios años de recaídas con empeoramiento del clima familiar, sufrimiento y angustia, período en el que se intercalan los episodios o crisis de enfermedad, un riesgo significativo de suicidio (10% como mínimo) y, finalmente, en la mayoría de los casos, una aminoración del trastorno con el paso del tiempo a medida que madura la persona o
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que se reduce la vulnerabilidad. Esto último se contempla a través del grado de daño irreversible sufrido durante los picos de los períodos de crisis de la enfermedad y del riesgo de no sobrevivir a la furia de los primeros años de la enfermedad. Obviamente son muchos los trastornos, no sólo la esquizofrenia, que se caracterizan por este mismo perfil. Ciertamente es un poco irónico que estos trastornos estén recibiendo prioridad ahora por parte de los organismos subvencionadores de los servicios de salud mental, al tiempo que son excluidos otros trastornos y otros pacientes que antes se consideraban más atractivos. Tal corolario innecesario sobre el aumento de énfasis en los trastornos graves crea un nuevo tipo de discriminación. Con todo, queda aún mucho que hacer por las personas que viven con trastornos más severos y generalizados. En el pasado, los centros y servicios de asistencia han estado muy abandonados y han recibido muy escasas subvenciones económicas. En algunos países esto se ha comenzado a resolver a través de programas de desinstitucionalización más sofisticados, pero en otros se han cometido nuevos errores graves. Para algunos, sobre todo para las personas con trastorno de personalidad límite, habitualmente ha sido muy difícil tener acceso a servicios apropiados para su tratamiento. Aunque de dudoso valor en el trastorno de personalidad, los tratamientos farmacológicos para los trastornos psicóticos han sido muy efectivos aunque con graves efectos colaterales y han estado siendo utilizados cruelmente por muchos clínicos. Afortunadamente, durante los últimos tiempos se ha avanzado considerablemente en este campo y en la actualidad existe una nueva generación de antipsicóticos y antidepresivos más eficaces y con menores efectos secundarios. El tratamiento psicoterapéutico para estos trastornos era, si existía, incluso más inapropiado e inefectivo, excesivamente arcaico o demasiado inflexible para satisfacer las necesidades de estos pacientes gravemente enfermos. A pesar de los esfuerzos de pioneros como Fromm-Reichmann, Arieti, Kohut y otros, por adaptar los enfoques psicoanalíticos tradicionales a los grupos de pacientes más severamente trastornados, estos esfuerzos, desarrollados aisladamente de otros enfoques de tratamiento, fracasaron. Las terapias conductuales tuvieron una historia similar de éxitos muy limitados. Los tratamientos psicológicos, en general, adolecieron de presentar un enfoque altamente reduccionista que interfería con el tratamiento biopsicológico integrado. Los ensayos clínicos no lograron demostrar ventajas de la psicoterapia dinámica integrada, y esto, junto con otros factores adyacentes, produjo un escenario destructivo en el que los tratamientos psicológicos se vieron desacreditados e incluso contraindicados en algunos casos. Ciertamente no sobrevivió ningún “anteproyecto” que guiara al terapeuta normal a incluir un enfoque psicológico centrado en la persona para el tratamiento de trastornos psicóticos o de personalidad. Los clínicos se sintie-
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ron inseguros sobre el modo de dirigirse a los pacientes con trastornos graves y se consideraba que la psicoterapia personal ya no era una parte válida del tratamiento. Afortunadamente, en la actualidad existe también una esperanza renovada por este aspecto del tratamiento de los pacientes con trastornos mentales graves. La revolución cognitiva, que se ha derivado y se ha inspirado en los grandes pilares del conductismo y del psicoanálisis, ha llegado durante la pasada década a los puertos de las enfermedades mentales severas. Durante la década de los ochenta, ninguno de nosotros pudo hallar pruebas de investigación o tratamiento con psicoterapia cognitiva para los trastornos psicóticos. Por suerte, en la actualidad existe un amplio cuerpo de actividad que incluye ensayos clínicos experimentales en Europa y Norteamérica demostrando su efectividad, incluso para el tratamiento de casos refractarios. Una situación similar se encuentra en el caso de otros trastornos severos, como el trastorno grave de personalidad, para los que se han desarrollado intervenciones cognitivas. El atractivo de las intervenciones cognitivas reside en su humanismo y respeto hacia la persona. Además, se orientan en teorías clínicamente demostrables con individuos y grupos de pacientes; son completamente compatibles con modelos biológicos de vulnerabilidad y trastorno; son pragmáticas en términos de duración y profundidad de intervención y pueden ser ofertadas como parte de un enfoque de tratamiento multimodal. Dentro del enfoque cognitivo, como podrá verse en este libro, existe una amplia gama de enfoques del paciente. Todos ellos tienen en común, entre sí y con muchas otras formas de tratamiento psicológico, un enfoque humano y optimista hacia el paciente y su trastorno. El cimiento de toda mejoría y progreso es la relación saludable y estable con el paciente, relación que se cuida de forma activa. La comprensión de cada individuo como persona única con series idiosincrásicas de esquemas y construcciones del mundo constituye el siguiente bloque, y esto se combina con el conocimiento de patrones similares en otros pacientes con estos mismos trastornos. El reconocimiento de un mundo interno, algunos de cuyos aspectos se hallan fuera de la conciencia, es otra de las características comunes y que es la que confiere profundidad al enfoque cognitivo. La influencia del constructivismo, reconocida por muchos como una variante de la psicología cognitiva, se observa en varias de las contribuciones de este volumen. Evidentemente, al desarrollar intervenciones cognitivas para pacientes con enfermedades mentales severas, es de indudable valor incorporar otras aportaciones teóricas que amplíen y profundicen el enfoque, siendo otro buen ejemplo de esto la teoría de la vinculación. Esta capacidad pluralista permite al enfoque psicológico coexistir y catalizar elementos biológicos y sociales dentro del programa de tratamiento. Tal pluralismo integrador es esencial sobre todo cuando se
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emplea como parte del tratamiento de trastornos complejos con etiología multifactorial. Sin embargo, frente al paciente, la terapia debe ser flexible y pragmática evitando la superficialidad. Éste es un equilibrio difícil de lograr. En el mundo real, muchos pacientes son jóvenes, inmaduros, no introspectivos ni particularmente comprensivos o especialmente inteligentes. Sus trastornos, a menudo, han deteriorado su capacidad para reflexionar y para contener sus emociones molestas, y en muchos casos también su capacidad cognitiva. Si somos serios al desarrollar un proyecto de psicoterapia personal para pacientes con enfermedades mentales graves, debemos generar un enfoque terapéutico que pueda aplicarse y ser de utilidad para un amplio espectro de personas, y no sólo para una pequeña minoría selecta. Un enfoque presentado con diversos niveles de dominio, tal y como fue propuesto pioneramente por Hogarty y sus colaboradores, es una solución para este problema práctico. Existen varios retos desde un punto de vista teórico. En primer lugar, una importante tarea es la integración de las metateorías que subyacen a las terapias cognitivas con la neuropsicología cognitiva de los trastornos psicóticos en particular y, en general, con otros aspectos neurocientíficos y los paradigmas de las neuroimágenes particularmente. La inclusión de las terapias remediales cognitivas dentro del campo cognitivo facilita tal integración, lo que ha sido examinado con detenimiento por Brenner y sus colaboradores en Berna. En segundo lugar, como ampliamente se reconoce, se requiere una comprensión más satisfactoria de la relación entre la cognición y el afecto por el campo de la terapia cognitivo conductual en general. Éste es un aspecto nuclear de los trastornos más graves y generalizados, en los que se producen mayores trastornos de la relación entre la cognición y el afecto, y el cauteloso estudio de las primeras fases de estos trastornos podría aportar más claves para la comprensión de tales trastornos. Obviamente, en parte a consecuencia de las oportunidades psicológicas especiales disponibles en esta fase de la enfermedad, hemos destinado una atención especial a las fases iniciales del trastorno psicótico como característica de este libro. Los autores de este volumen son parte de un grupo cada vez mayor de clínicos e investigadores que están abordando una de las tareas más difíciles y recompensantes de la psiquiatría, una tarea que fue originalmente concebida como imposible por Kraeplin y Freud, a saber, establecer contacto personal y ayudar a través de métodos psicológicos a personas con las enfermedades más graves. Las contribuciones de este libro, así como otros documentos cada vez más frecuentes, demuestran que esto no sólo es fiable, sino que el modo de hacerlo puede reproducirse y describirse. Quizá el siguiente paso, que es igualmente crítico, consiste en demostrar que éstas son destrezas suficientemente prácticas para uso ordinario de profesionales formados en la salud mental.
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Los editores desean agradecer a todos los contribuyentes de este libro por su excelente cooperación, a todos los pacientes y a sus familias cuyas experiencias y sabiduría han servido para generar el nuevo conocimiento que aquí se presenta. Quisiéramos agradecer sinceramente a nuestros colaboradores, algunos de los cuales han colaborado directamente en la obra, pero también a muchos otros cuya contribución ha sido indirecta pero de gran valor. Nos sentimos agradecidos con Michael Coombs y Lesley Valerio de John & Sons cuya paciencia y dedicación así como su profesionalidad fueron claves básicas en la producción de este libro. También desearíamos mencionar el apoyo y la tolerancia de nuestras familias que nos han permitido completar esta tarea.
Bibliografía Mrazek, P.J. & Haggerty, R.J. (eds) (1994). Reducing Risk for Mental Disorders: Frontiers for Preventive Intervention research. Washington, DC: National Academy Press.
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Tratamientos psicoterapéuticos y cognitivo-conductuales para la esquizofrenia: desarrollo de una forma de psicoterapia específica del trastorno para personas con psicosis Larry Davidson, Stacey Lambert y Thomas H. McGlasham Departamento de Psiquiatría, Escuela de Medicina de la Universidad de Yale, New Haven, CT, USA
Son diversos los factores que han contribuido en la reducción del interés por la potencial utilidad y efectividad de la psicoterapia con personas que padecen trastornos psicóticos. Ciertamente, entre los más influyentes de estos factores se encuentra la aparición de medicaciones psicotrópicas en la década de los cincuenta y el ascenso del paradigma neurobiológico de las enfermedades mentales graves durante los últimos veinte años. Además, los estudios relativos a resultados de la psicoterapia que aparecieron a comienzos de los años ochenta (p.ej., Gunderson et al., 1984) sugerían que las formas intensivas, investigadoras, de la psicoterapia psicodinámica no sólo carecían de eficacia para las personas con estos trastornos, sino que incluso podían perjudicarlas. Recientemente, en las pautas de utilización de algunas organizaciones dedicadas a la salud se ha restringido el acceso a estas formas de psicoterapia a la mayoría de los individuos y han favorecido en su lugar los enfoques psicoterapéuticos de tiempo limitado, centrados en el problema y de base empírica. En su forma actual, la mayoría de estas psicoterapias breves son limitadas en su relevancia y en su efectividad al acometer los tipos de problemática experimentada por las personas que sufren trastornos psicóticos prolongados. En consecuencia, durante los últimos veinte años se ha producido una reducción considerable en la literatura relativa a la psicoterapia para personas con psicosis, y muchos de los estudiantes o profesionales nuevos en el campo han asumido que los esfuerzos en esta línea no parecen dar mucho resultado o que incluso pueden ser perjudiciales para los pacientes.
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A pesar de esta reducción en el interés académico por la psicoterapia para el tratamiento de la psicosis, la mayoría de los profesionales de la salud mental que trabajan con personas que padecen trastornos psicóticos prolongados no son psiquiatras, y consecuentemente no prescriben medicaciones. Aunque deseen seguir atendiendo y asistiendo a estos individuos, llegan a sentir cuán poco pueden hacer por ellos salvo en lo que respecta a los servicios de atención a las necesidades básicas y cotidianas (Milton, Patwa & Hafner, 1978). Por otra parte, muchos profesionales de la salud mental, a pesar de todo, establecen relaciones y hablan con sus pacientes psicóticos. Por lo menos en estos casos, parece que algunos de los principios derivados de la tradición psicoterapéutica siguen persistiendo en los tratamientos convencionales para la psicosis; como si hubieran sido “enterrados” pero manteniéndose implícitos en las prácticas de la “psicoterapia de apoyo” (McGlashan, 1994) y en el “manejo clínico de los casos” (Harris & Bachrach, 1988) lo que constituye el núcleo de los actuales tratamientos no somáticos de esta población. La carencia de investigación que analice la naturaleza y utilidad de estos enfoques en la atención a personas con psicosis puede reflejar más la falta de interés académico por estas modalidades que el descenso real de la práctica clínica diaria. En la medida en que los profesionales que trabajan rutinariamente con tales pacientes sigan tratando de establecer relaciones útiles y de hablar con ellos de un modo cercano sobre sus problemas y preocupaciones, parece evidente que se requiere más investigación, examen y comentarios sobre estos enfoques. Afortunadamente, en los últimos años se han publicado multitud de revisiones sobre tratamientos psicoterapéuticos y psicosociales para personas con psicosis (Bellack & Mueser, 1993; McNally, 1994; Kane & McGlashan, 1995; Penn & Mueser, 1996; Scott & Dixon, 1995), lo que parece indicar un interés renovado por tales esfuerzos. Una línea de investigación que parece ser particularmente prometedora conlleva la aplicación de los principios cognitivo-conductuales al desarrollo de una nueva forma de psicoterapia que contempla específicamente algunos de los síntomas centrales asociados con la psicosis. Aunque en total sólo sea un puñado de estudios empíricos los producidos hasta la fecha y que hayan evaluado este enfoque, existe un cuerpo cada vez mayor de literatura relativa a la potencial utilidad de diversas intervenciones cognitivo-conductuales en el tratamiento de algunos de los síntomas y disfunciones asociadas con la psicosis que han sido refractarias a medicaciones. En el presente capítulo se revisan los elementos centrales y el estatus actual de esta nueva forma de psicoterapia de la esquizofrenia tal y como se está desarrollando en países de habla inglesa. Comenzamos con una breve revisión histórica de la psicoterapia de la esquizofrenia como fondo sobre el que se comentarán los esfuerzos más recientes por introducir aspectos cognitivo-conductua-
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les en el tratamiento de esta población. A continuación se presenta una introducción de los elementos centrales del enfoque cognitivo-conductual para la psicosis tal y como se está empezando a practicar en Gran Bretaña y Estados Unidos. Seguimos el ejemplo de las ideas delirantes a través de cada una de estas interacciones de enfoques psicoterapéuticos con el fin de subrayar sus diferencias y, después, revisamos cada uno de los principales enfoques desarrollados hasta la fecha en los que se aplican principios cognitivo-conductuales al tratamiento de la psicosis. Concluimos el capítulo sugiriendo que en esta fase del desarrollo de este nuevo tratamiento, sería productivo el diálogo entre las tradiciones cognitivo-conductual y de la psicoterapia para examinar los diferentes modos en los que la psicoterapia podría beneficiarse de la atención específica en el trastorno propia del enfoque cognitivo-conductual, pero también de las lecciones aprendidas por la psicoterapia sobre los denominados factores “no específicos” para las intervenciones cognitivo-conductuales con esta población.
Un breve repaso histórico de la psicoterapia de la esquizofrenia Los esfuerzos por desarrollar una “cura mediante la palabra” para la esquizofrenia comenzaron probablemente en los años cincuenta con la “psicobiología” de Adolph Meyer (1950). Meyer sostenía el punto de vista de que el curso de muchos trastornos psiquiátricos, incluida la psicosis, podrían entenderse en el contexto de la historia vital de la persona como reacciones funcionales a los encuentros entre la persona y el entorno. Harry Sullivan (p.ej., 1931, 1953, 1962) elaboró esta perspectiva y la convirtió en una modalidad de tratamiento de psicoterapia interpersonal en su innovadora unidad de pacientes internos para hombres psicóticos del Hospital Sheppard-Pratt durante los años veinte. Sullivan consideraba la esquizofrenia como un trastorno en la capacidad de la persona para relacionarse con los demás que no era de origen biológico, sino que reflejaba la historia de las interacciones del paciente con los otros significativos. Freida Fromm-Reichmann (p.ej., 1960) integró el pensamiento y la terminología psicoanalítica más clásica con la perspectiva interpersonal de Sullivan durante su estancia en Chestnut Lodge durante los años treinta, cuarenta y cincuenta. En su trabajo con los pacientes psicóticos crónicos, desarrolló lo que eventualmente se convirtió en el prototipo de la psicoterapia psicodinámica. En sus formas iniciales, la psicoterapia psicodinámica era muy cercana al psicoanálisis tanto en la teoría como en la práctica. El modelo psicodinámico de la mente considera que la psicopatología está generada por un conflicto psicológico activo y sostenido entre los impulsos de deseo, por una parte, y los
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deseos antitéticos, la realidad o la conciencia por la otra. Este conflicto genera defensas contra el impulso de deseo y tales defensas, a menudo, pueden ser contempladas en forma de síntomas. Además, parte o la totalidad de este drama puede producirse fuera de la conciencia, es decir, inconscientemente. De acuerdo con el modelo de conflicto/defensa, los síntomas esquizofrénicos se generan del conflicto y de la defensa, del mismo como que la psicopatología neurótica. Las diferencias entre la esquizofrenia y las neurosis son de naturaleza cuantitativa, no cualitativa, siendo la esquizofrenia más severa. En la esquizofrenia, el conflicto es más intenso y requiere el uso frecuente de defensas muy primitivas –es decir, evolutivamente anteriores– como la negación y la proyección, que con frecuencia conllevan una ruptura con la realidad. La mente de un paciente esquizofrénico regresa a estadios evolutivamente anteriores o niveles de organización, estando determinado (o fijado) el nivel exacto por el trauma o traumas psicológicos pasados de naturaleza experiencial. Las diferencias entre la esquizofrenia y la neurosis residen en la profundidad de la regresión y en el punto de fijación, que para la esquizofrenia se localizan en la fase preedípica del desarrollo. Dado el modelo de conflicto/defensa, las estrategias terapéuticas de la psicoterapia psicodinámica para pacientes psicóticos reproducen muchas de las descritas para el psicoanálisis clásico de los pacientes neuróticos. Entre éstas se hallan: (a) la posición del terapeuta como explorador neutral del proceso interactivo que busca la verdad sobre la experiencia del paciente, más que el cambio per se (p.ej., “recuperación social”); (b) la centralidad de la relación de transferencia uno-a-uno; (c) la admonición para interpretar la transferencia negativa pero no la transferencia positiva y (d) la importancia de la identificación y eliminación de las defensas. El modelo de conflicto/defensa sugiere también que existe una jerarquía de validez para el material del proceso (es decir, los pensamientos, sentimientos y conductas del paciente durante la sesión). Una mayor profundidad se corresponde con una mayor validez. El significado más auténtico subyace a las defensas, reside tras el conflicto, está más cerca de los impulsos sexuales y agresivos. El objetivo último de este proceso es eliminar las fijaciones evolutivas de la persona a través del insight y de la elaboración, permitiendo así la reaparición del crecimiento emocional normal. Sobre la base de su experiencia en el tratamiento de pacientes psicóticos, Sullivan y Fromm-Reichman modificaron la técnica clásica haciendo que los pacientes se mantuvieran sentados y viéndolos con una frecuencia inferior a la diaria pero actuando más interactivamente con ellos durante las sesiones. Aun así, el tratamiento seguía siendo intensivo, exploratorio y a largo plazo, y la comprensión era la principal tarea de la terapia. La formación de síntomas fue
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considerada como dinámica, es decir, psicológica y propulsada por el estrés que era especialmente significativo en el pasado y en el desarrollo del paciente. Por lo tanto, el tratamiento conllevaba la confrontación, clarificación e interpretación de dicho significado al paciente. La transición de la psicoterapia psicodinámica a la psicoterapia de apoyo comenzó a producirse a finales de los años cincuenta, con la introducción de la clorpromacina para el tratamiento de la psicosis. Los neurolépticos no sólo se añadieron a las modalidades de tratamiento disponibles para la esquizofrenia sino que introdujeron también un cambio de paradigma en la concepción de la esquizofrenia. La efectividad de los nuevos fármacos sugería la existencia de un factor somático en el trastorno, una idea que se vio apoyada por los estudios genéticos que le siguieron. La medicación y la genética produjeron por fin el modelo de mente contemporáneo de vulnerabilidad-estrés, según el cual el trastorno se concibe como la interacción entre la vulnerabilidad biológica a la psicosis y el estrés experiencial que provoca la formación de síntomas psicóticos o colapso del estado mental. La naturaleza y la fuente de la vulnerabilidad biológica son desconocidas, pero a diferencia del modelo psicodinámico, se reconoce la existencia de la vulnerabilidad somática. La naturaleza del estrés en este modelo es también diferente, siendo más genérica y cuantitativa que el estrés personalmente significativo propio del modelo psicodinámico. La investigación empírica de los años sesenta y setenta colaboró en la transición a los tratamientos biológicos y causas biológicas demostrando con claridad la eficacia de los tratamientos farmacológicos y la falta de eficacia de los tratamientos psicoterapéuticos. La clara utilidad de los fármacos remedicalizó la relación en la pareja de tratamiento, el terapeuta-cliente se convirtió otra vez en doctor-paciente. El suministrador cambió de ser un analista que trabaja “con” el paciente a ser el doctor que “apoya” el tratamiento de modo tradicional, definiendo tratamiento como medicación y relación terapéutica como lo que sirve a ese intercambio. El modelo de tratamiento que desde entonces se ha venido denominando “psicoterapia de apoyo” diverge considerablemente de sus raíces psicodinámicas. El proceso de tratamiento es de naturaleza más médica, el doctor/terapeuta ofrece al paciente medicación y apoyo. El estrés que provoca los síntomas es concebido como externo y general, por ello los esfuerzos se destinan a ayudar al paciente a reducir el estrés desarrollando mejores estrategias de afrontamiento, evitando el estrés más efectivamente o eliminando el estrés para el paciente con maniobras que son básicamente custodiales. Los objetivos de este tratamiento son: (a) paliativos, es decir, reducir la intensidad y naturaleza disruptiva de los síntomas y (b) rehabilitadores, es decir, ayudar al paciente a adaptarse y/o afrontar la disfunción existente.
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Tabla 1.1. Objetivos DE APOYO
INVESTIGADORA
Recuperación social Restablecimiento de la homeóstasis Eliminación de síntomas Fortalecimiento de las defensas Precintado
Cambio de personalidad Restablecer el crecimiento emocional Compresión y eliminación de síntomas Defensas más maduras Integración
Como consecuencia de las diferencias en la perspectiva y en la finalidad, la psicoterapia psicodinámica y la psicoterapia de apoyo se diferencian técnicamente en muchos de sus objetivos y en las estrategias del proceso. Una síntesis de estas diferencias se presenta en la Tabla 1.1 (Objetivos) y en la Tabla 1.2 (Estrategias). A pesar de la divergencia en sus modelos etiológicos y en sus finalidades, las psicoterapias psicodinámicas y de apoyo comparten también muchos elementos técnicos y del proceso de tratamiento. Algunas de éstos son: (a) establecimiento de un contrato o relación terapéutica y los detalles específicos de lugar, frecuencia, límites, expectativas, etc., (b) establecer una relación de confianza, (c) elucidar las experiencias del paciente en el aquí y ahora, tanto las sintomáticas como las no sintomáticas, y tolerar lo que el paciente aporte al trabajo sin perder ni la estructura ni la dirección y (d) permanecer disponible, comprometido a la continuación y paciente ante la práctica y la adherencia a la tarea. Estos elementos comunes, combinados con atención a las experiencias vitales formativas y a las necesidades de crecimiento y evolución del paciente, han sido integradas con un foco activo sobre las necesidades básicas y cotidianas del paciente dentro del concepto de “manejo de un caso clínico” que ha trasladado el marco terapéutico desde la consulta del terapeuta hasta los entornos comunitarios donde vive, trabaja y socializa el paciente (Harris & Bachrach, 1988).
El enfoque cognitivo-conductual para la esquizofrenia Siguiendo con la perspectiva histórica, el enfoque cognitivo-conductual de la psicosis puede remontarse a un artículo de Beck (1952) publicado en la década de los cincuenta y titulado “Psicoterapia externa satisfactoria de un esquizofrénico crónico con una idea delirante basada en una culpa prestada”. Aunque se han escrito algunos artículos en los restantes 40 años (p.ej.,
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Tabla 1.2. Estrategias DE APOYO Define la realidad Reconfirmación Da consejo Mantiene contacto familiar Hace a y para el paciente Ignora los síntomas psicóticos Estructura contra la regresión Liberal con fármacos antipsicóticos Se alía a las defensas Fomenta la transferencia positiva Evita la transferencia negativa
INVESTIGADORA Explora la realidad del paciente Abstinencia Se mantiene neutral Investiga los problemas relativos a la familia Lo hace con el paciente Examina los síntomas psicóticos Se toleran las regresiones Sobrio con los fármacos antipsicóticos Examina las defensas No manipula la transferencia Interpreta la transferencia negativa
Hartman & Cashman, 1983; Hole, Rush & Beck, 1979), esta línea de investigación comenzó a considerarse con seriedad en la última década del siglo XX, período en el que se generó un cuerpo de trabajo considerable en diferentes partes del mundo (p.ej., Chadwick & Lowe, 1990; Fowler, Garety & Kuipers, 1995; Hodel & Brenner, 1994; Hogarty et al., 1995; Kingdon & Turkington, 1994; Perris & Skagerlind, 1994; Tarrier et al., 1995; Kingdon & Turkington, 1994; Perris & Skagerlind, 1994; Tarrier et al., 1993a,b). Este trabajo consiste, en primer lugar, en identificar y después reducir los síntomas nucleares básicos y las conductas asociadas con la psicosis como las ideas delirantes y las alucinaciones a través de intervenciones altamente estructuradas. La mayoría de los enfoques son también de tiempo limitado, durando aproximadamente entre 4 y 16 sesiones, y todas ellas tratan de alcanzar el ideal de estar manualizadas, ser empíricamente demostrables y replicables. El modelo de mente empleado por los enfoques cognitivo-conductuales se desarrolló independientemente del pensamiento psicodinámico y de las teorías de la etiología de la psicosis. Un supuesto clave de este modelo es que las personas evolucionan y mantienen series cognitivas o esquemas que les permiten dar sentido a sus experiencias (Beck et al., 1979; Lambert & Davidson, 1997; Meichenbaum, 1977). Los procesos inferenciales, social-cognitivos y de procesamiento de la información no siguen al pie de la letra las reglas de la lógica formal, sino que emplean estos esquemas de forma heurística para representar, limitar y organizar los estímulos perceptuales (Kingdon, Turkington & John, 1994). Tales esquemas se deben necesariamente a la limitada capacidad del cerebro para procesar información, y normalmente son adaptativas y útiles para que la persona pueda navegar a través de su medio social inmediato.
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Desde este punto de vista, la psicopatología se contempla como el resultado de las distorsiones en la formación o uso de esquemas; distorsiones que pueden haber sido generadas a partir de una variedad de mecanismos (Roberts, 1992). Por ejemplo, como inicialmente fue sugerido por Maher (1974), las experiencias perceptuales anormales (como las alucinaciones auditivas) pueden generar –a través de un proceso inferencial que bajo otras circunstancias sería normal– la producción de creencias maladaptativas (como Dios o la CIA me está hablando). Alternativamente, las experiencias perceptuales normales pueden ser distorsionadas a través del uso rígido de esquemas que son inapropiados al contexto y contenido de las experiencias. En este caso, es el proceso inferencial mismo el que se encuentra sesgado, conduciendo a la persona a adoptar creencias limitadas o sesgadas que mantienen sólo una conexión mínima con los factores objetivos o con nuevas experiencias (Meichenbaum, 1977). En cualquier caso, sin embargo, los procesos que subyacen a la generación de tales creencias son considerados como básicamente similares a ésos que subyacen a los procesos cognitivos normales, difiriendo sólo en cuestión de grado (Strauss, 1969, 1991). Como en la depresión, en la que las personas sostienen sistemáticamente puntos de vista negativos sobre sí mismas, sobre el mundo y sobre el futuro, independientemente de las pruebas que desconfirman tales puntos de vista, las creencias delirantes, por ejemplo, son consideradas como el reflejo de series cognitivas inflexibles o excesivamente estrechas que se resisten a la desconfirmación (Alford & Correia, 1994; Hartman & Cashman, 1983) y que, como resultado, conducen a la malinterpretación de nuevos sucesos en concordancia con su sistema de creencias (Lowe & Chadwick, 1990; Roberts, 1992). Un modelo de mente así es coherente con los supuestos de la psicoterapia de apoyo con relación a la psicosis, que se basa en la definición amplia del paradigma de vulnerabilidad-estrés. Este modelo promete desarrollar un grado más el paradigma, generando nuevas técnicas e intervenciones para contemplar aspectos específicos de la psicosis de los que se carece en la psicoterapia de apoyo. Además, este modelo de mente permite una interacción más fluida entre la biología y el contexto mediados por los procesos perceptuales y social-cognitivos. Si se descubrieran déficits neurocognitivos de “alta tensión” en el núcleo de la psicosis, estos déficits asumirían un rol prominente al explicar la producción de esquemas cognitivos distorsionados. En tal caso, la disfunción estructural o neuroanatómica estaría generando una disfunción cognitiva. Por otra parte, también es posible desde este punto de vista que las experiencias perceptuales anormales (bien debidas a causas neurobiológicas o a fuentes ambientales) produzcan esquemas maladaptativos. En cualquier
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caso, la localización de algunos de los síntomas claves de la psicosis al nivel de los esquemas cognitivos sugiere la existencia de focos específicos de intervenciones cognitivo-conductuales. Los focos específicos seleccionados para la intervención han sido identificados a través de la revisión de la literatura descriptiva, fenomenológica, conductual, cognitiva y neurocognitiva, y comprenden una gama de déficits sociocognitivos y conductuales asociados con la psicosis. Entre estos focos se encuentran: la vulnerabilidad a la desorganización aguda; las distorsiones perceptuales; los deterioros en la atención y en la memoria; los deterioros en el razonamiento inferencial y en el juicio social; los trastornos emocionales y deterioros en la regulación del afecto; la incapacidad social y las distorsiones en el sentido del self y de los otros. Quizá lo más útil sea ilustrar los tipos de intervenciones desarrollados para tratar estas áreas problemáticas y subrayar su diferenciación de los elementos técnicos y procesales tanto de la psicoterapia de apoyo como de la investigadora, a través del ejemplo de la conceptualización y del tratamiento de las ideas delirantes. Al mantener su foco de atención en el conflicto interno y en el rol de las defensas, la psicoterapia investigadora se interesa sobre todo por el contenido de las creencias delirantes más que por su forma per se. Este punto de vista presupone que las ideas delirantes son manifestaciones estructurales de defensas primitivas y que la ruta para la resolución de la necesidad de tales defensas reside en la clarificación, confrontación, interpretación y elaboración de los conflictos inconscientes (contenido latente) que subyace al material delirante (contenido manifiesto). La producción de nuevas ideas delirantes sólo se interrumpirá a través del restablecimiento del desarrollo normal que haría avanzar al paciente de la fase preedípica en la que operan tales defensas. En contraste con este enfoque, la psicoterapia de apoyo se interesa sobre todo por la forma y la temporalización de las creencias delirantes más que por su contenido. Aunque se haya prestado escasa atención a la naturaleza de los síntomas específicos como las ideas delirantes dentro de este enfoque, en general se presupone que los síntomas son necesariamente el producto (de forma no específica) de una vulnerabilidad neurobiológica a la psicosis asociada con el suficiente estrés ambiental. A este respecto, los síntomas representan poco más que la emergencia situacional de una patología y se manejan a través de tratamientos biológicos y de la reducción de los estresores precipitadores. Las principales intervenciones utilizadas por los profesionales de la psicoterapia de apoyo son, en consecuencia, la psicoeducación de los pacientes y de sus familias con respecto a los síntomas, la necesidad de medicación y las estrategias para el afrontamiento del estrés. En la medida en que los pacientes opten por
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comentar sus ideas delirantes en el tratamiento, los terapeutas señalan o recuerdan en primer lugar al paciente la naturaleza delirante de dichas creencias y a continuación se esfuerzan por ayudar al paciente a contener las creencias dentro del marco de la relación para reducir su impacto perjudicial en la vida cotidiana del paciente (p.ej., “Si habla de este modo con su jefe, podría verse despedido”). En contraste, tanto con la psicoterapia de apoyo como con la investigadora, el enfoque cognitivo-conductual mantiene su interés por la forma y por el contenido de las creencias delirantes. Se supone que el contenido de las ideas delirantes representa los esfuerzos de la persona por dar sentido a algunas experiencias previas. Estas experiencias pueden ser de naturaleza anormal –como en el caso de los delirios generados como explicaciones de las experiencias alucinatorias– o pueden ser experiencias relativamente normales procesadas de un modo distorsionado. En ambos casos, los procesos de pensamiento implicados en las creencias delirantes se conceptualizan como similares a los procesos “normales” de pensamiento, difiriendo de las creencias no delirantes sólo cuantitativamente sobre un espectro de resistencia a la modificación mediante la desconfirmación de los acontecimientos y de las evidencias (Hole, Rush & Beck, 1979; Strauss, 1969). Mientras que el contenido representa las experiencias a las que la persona necesita dar sentido, la forma representa las posibles distorsiones, sesgos o limitaciones en los modos en los que la persona ha atribuido sentido a tales experiencias. En el enfoque cognitivo-conductual, ambos elementos de forma y contenido se convierten en objetivos para la intervención. La finalidad de la intervención es ayudar al paciente a sustituir sus creencias maladaptativas por creencias más precisas o, por lo menos, por creencias que proporcionan un sentido más adaptativo de las experiencias en cuestión; y, en el proceso, aprender a cuestionar y evaluar sus creencias sobre la base de las pruebas disponibles. Construido sobre la base establecida por la terapia cognitiva, este proceso consiste fundamentalmente en el cuestionamiento socrático y en las comprobaciones conductuales (Beck et al., 1979). El terapeuta comienza el proceso estableciendo una alianza de trabajo con el paciente, alianza caracterizada por la confianza y por un aire de “empirismo colaborador” (Beck et al., 1979; Chadwick & Lowe, 1994; Fowler & Morley, 1989; Kingdon & Turkington, 1994). Esto implica que el profesional adopta la postura de un aliado del paciente más que como su oponente, evitando las confrontaciones directas o los desafíos a las creencias del paciente que puedan amenazar o perjudicar el rapport. En lugar de educación y contención (como en la psicoterapia de apoyo) y en lugar de la interpretación del contenido de la idea delirante (como en
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la psicoterapia investigadora), el terapeuta cognitivo-conductual invita al paciente a examinar con él las pruebas de las creencias delirantes y la posibilidad de explicaciones alternativas para tales evidencias. Si el paciente se resistiera a este enfoque aproximativo e insistiera en la validación del terapeuta de las creencias delirantes, el terapeuta se esforzará por alcanzar un ideal en el que ambos pueden “aceptar que difieren” hasta algún momento posterior en el que pueda resolverse el impás (Kingdom & Turkington, 1994). Este enfoque conlleva múltiples fases. En la fase inicial del tratamiento, el terapeuta dirige una evaluación comprensiva de las ideas delirantes del paciente, incluyendo una evaluación del grado de convicción con que el paciente sostiene cada creencia. Una vez completada esta parte, el terapeuta interviene en primer lugar sobre las creencias que con menos firmeza sostenga el paciente, con el fin de aumentar la probabilidad de éxito y la confianza y la seguridad del paciente en el proceso (Chadwick & Lowe, 1990; Watts, Powell & Austin, 1973). Son dos las estrategias que se emplean para minar la convicción del paciente en estas creencias y para introducir explicaciones alternativas (Beck et al., 1979; Chadwick & Birchwood, 1994; Chadwick & Lowe, 1994; Kingdon & Turkington, 1994). La primera estrategia es la del “desafío verbal”, en la que el terapeuta comienza a sembrar la semilla de la duda en la mente del paciente cuestionando sus pruebas sobre las creencias delirantes y señalando y comentando las discrepancias en la explicación del paciente. Una vez introducida la posibilidad de la duda, el terapeuta también comienza a ofrecer explicaciones alternativas que expliquen las pruebas presentadas y a animar al paciente a que reconsidere las creencias delirantes a la luz de las contradicciones hipotéticas. La segunda estrategia se construye sobre la primera, haciendo que el paciente participe en “experimentos conductuales” o “exámenes planificados de la realidad” para evaluar las pruebas de las creencias delirantes, comparándolas con las explicaciones alternativas. Se anima al paciente a considerar la creencia delirante sólo como una hipótesis posible que debería ser comprobada y a llevar a cabo tales comprobaciones. Los experimentos conductuales específicos pueden ser negociados con el paciente para garantizar su relevancia y significatividad para éste, y que cuentan con potencial para invalidar la idea delirante en caso de que fallen. Por último, los mismos experimentos conductuales pueden ser llevados a cabo mediante comentarios con el paciente relativos a sus implicaciones para el mantenimiento o disolución de las ideas delirantes. La finalidad de este proceso es guiar al paciente para que deje estar gradualmente las ideas delirantes y acepte, en lugar de ellas, explicaciones más adaptativas para su experiencia.
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Formas emergentes de psicoterapia cognitivo-conductual para la psicosis Durante los últimos años en países de habla inglesa se han desarrollado múltiples formas de psicoterapia cognitivo-conductual para personas con psicosis. La mayoría de estos esfuerzos han tenido lugar en Gran Bretaña, a excepción del trabajo de Hogarty y sus colaboradores en Pittsburg. En este apartado, revisaremos brevemente cada uno de los principales enfoques generados y consideraremos las limitadas pruebas empíricas que se han generado para cada forma de tratamiento hasta la fecha. Terapia Cognitiva Quizá la forma de tratamiento más ampliamente desarrollada y más rigurosamente estudiada que se ha generado en Gran Bretaña es la “terapia cognitiva” de Chadwick, Birchwood, Lowe, Drury y sus colaboradores (Chadwick & Birchwood, 1994; Chadwick, Birchwood & Trower, 1996; Chadwick & Lowe, 1990, 1994; Chadwick et al., 1994; Drury et al., 1996a, 1996b; Lowe & Chadwick, 1990). Este grupo de investigadores ha aplicado un modelo común de cambio cognitivo a múltiples poblaciones y entornos diferentes, habiendo desarrollado un enfoque individual para el tratamiento de las ideas delirantes y de las alucinaciones en pacientes crónicos refractarios a la medicación así como un enfoque individual y grupal para el tratamiento de pacientes en episodios agudos. El enfoque de tratamiento individual a las ideas refractarias consiste en la combinación del desafío verbal y de exámenes planificados de la realidad descritos previamente. En el contexto de una relación caracterizada por el espíritu del “empirismo colaborador”, el desafío verbal consiste en comentarios focalizados sobre la naturaleza y fiabilidad de las creencias delirantes, con la introducción gradual de la posibilidad de que existan explicaciones alternativas para las experiencias a las que las ideas delirantes atribuyen sentido. Los exámenes planificados de la realidad consisten en “experimentos conductuales” en los que los pacientes atraviesan pruebas empíricas que debieran aportar evidencias sobre la precisión o falsedad de las creencias delirantes. La mayoría de los estudios de este enfoque han empleado pequeñas muestras de pacientes en diseños de línea base múltiple para determinar la efectividad de esta estrategia combinada y para determinar específicamente cuál de estos dos componentes es el ingrediente activo del cambio terapéutico. En su aproximación a las alucinaciones, estos investigadores han adaptado estos dos mismos principios de intervención para acometer las creencias que sostienen los pacientes sobre sus alucinaciones auditivas persistentes. A través del trabajo exploratorio inicial,
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identificaron las dimensiones relevantes de voces que, a su entender, impactan sobre las respuestas subjetivas a las alucinaciones, incluyendo la identidad, el poder y el significado de las voces y las actitudes de los pacientes con respecto al cumplimiento de las sugerencias de las voces, y a continuación usan el desafío verbal y los exámenes planificados de la realidad para ofrecer a los pacientes explicaciones alternativas a los motivos de sus alucinaciones y sobre el modo de afrontarlas de una forma diferente. Este proceso comienza con la identificación de creencias sobre voces y la prueba usada para generar y apoyar estas creencias, con comentarios sobre los costes en términos de angustia y deterioro de la vida atribuible a estas creencias y con el vínculo entre estos costes y las creencias sobre las dimensiones específicas previamente subrayadas. A continuación se construyen intervenciones similares a las usadas con las ideas delirantes sobre esta base para ampliar el margen de opciones de afrontamiento de las experiencias alucinatorias. Recientemente, este enfoque ha sido ampliado hasta incluir un módulo de tratamiento grupal y ha sido adaptado a las necesidades de pacientes internos en episodios agudos. El paquete de tratamiento agudo para pacientes internos incluye sesiones individuales que conllevan la identificación, desafío y comprobación de las creencias claves tal como se ha descrito anteriormente; la participación en encuentros de pequeños grupos donde los pacientes son animados a considerar la naturaleza adaptativa y maladaptativa de las creencias de sus compañeros, a sugerir explicaciones alternativas para las experiencias ajenas, a aprender nuevas estrategias de afrontamiento y a desafiar sus actitudes negativas hacia la psicosis y aceptar e integrar la discapacidad en sus vidas; un componente familiar que introduce el paradigma cognitivo al tratamiento y elicita la participación de la familia en el estrés y en el manejo de síntomas y un programa estructurado de actividades a desarrollar en el centro, destinadas al desarrollo de destrezas y a la mejora de las relaciones interpersonales. La confirmación empírica para el tratamiento individual de síntomas refractarios (Chadwick & Lowe, 1990, 1994; Chadwick et al., 1994; Lowe & Chadwick, 1990) ha sido obtenida a partir de estudios de pequeñas muestras (un total de 12 pacientes) de línea base múltiple que sugieren que las ideas delirantes son sensibles a una combinación de desafío verbal y exámenes planificados de la realidad, que estas intervenciones son más efectivas en este orden y que el desafío verbal puede incluso ser suficiente en sí mismo para producir un cambio significativo en las ideas delirantes. El examen planificado de la realidad es preferible como complemento al desafío verbal cuando éste no se ha comprobado suficientemente en sí mismo (es decir, para pacientes refractarios). Pruebas adicionales de cuatro pacientes que sufrían alucinaciones persistentes (Chadwick & Birchwood, 1994) sugieren que el desafío verbal y los exá-
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menes de la realidad no sólo producen reducciones clínicamente significativas en la intensidad de estas creencias problemáticas sino también que pueden reducir la frecuencia y la duración de las mismas alucinaciones, sugiriendo un vínculo más sustantivo entre la misma actividad alucinatoria y las dimensiones cognitivas, conductuales y afectivas que originalmente eran consideradas como reacciones a la alucinación. Sin embargo, los resultados de un ensayo controlado del enfoque de tratamiento para pacientes internos en episodios agudos han sido más sorprendentes aún (Drury et al., 1996a, 1996b). Este ensayo conllevaba la distribución al azar de 20 pacientes en los dos paquetes de tratamiento descritos anteriormente, la condición experimental de terapia cognitiva que consistía en el “apoyo informal” y participación en un programa de actividades terapéuticas. Se hallaron efectos significativos para la terapia cognitiva en la reducción de síntomas positivos y en el descenso de la convicción delirante para la séptima semana del tratamiento en comparación con el grupo control. Quizá más importante, la terapia cognitiva mostraba también efectos significativos en la novena semana de seguimiento, con el 95% de los pacientes de terapia cognitiva frente al 44% de los pacientes control que o no manifestaban síntomas positivos o sólo algunos de escasa importancia. Estas diferencias no fueron halladas en los síntomas negativos o desorganizados durante el curso del tratamiento ni en el seguimiento. Por último, además de la remisión de síntomas, la terapia cognitiva conducía a una resolución más rápida del episodio psicótico, disminuyendo el tiempo entre el ingreso y el alta a la mitad o a un tercio el número de pacientes que se habían recuperado del episodio en el sexto mes de seguimiento. Fomento de la estrategia de afrontamiento Este enfoque ha sido desarrollado por Tarrier y sus colaboradores (Tarrier, 1992a, 1992b; Tarrier et al., 1990, 1993a, 1993b) y conlleva la identificación de estrategias de afrontamiento ya implícitamente usadas por los pacientes y la construcción sistemática de éstas para entrenar al paciente en una batería de técnicas de afrontamiento que compensen y/o minimicen los síntomas psicóticos residuales. Usando un modelo biopsicosocial de las alucinaciones y de las ideas delirantes, el fomento de la estrategia de manejo (FEA) persigue la reducción de los síntomas entrenando a los pacientes a afrontar tanto las claves ambientales que precipitan la exacerbación de síntomas como sus reacciones cognitivas, conductuales y psicológicas y los síntomas resultantes. El FEA se practica en un proceso constituido por tres fases, una evaluación de los factores ambientales que mantienen los síntomas psicóticos y sus consecuencias
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emocionales y un esfuerzo por modificar estos factores para reducir los síntomas y los afectos negativos acompañantes: (a) identificar y monitorear los síntomas de voces e ideas delirantes y sus contextos situacionales (sobre la misma base que en los tratamientos cognitivo-conductuales con pacientes ansiosos o depresivos); (b) desarrollar estrategias de afrontamiento en respuesta a estos síntomas y (c) practicar nuevas estrategias in vivo y con sesiones de tareas para casa entre las sesiones. El apoyo empírico para este tratamiento ha sido obtenido a partir de un ensayo clínico controlado que compara el FEA y una aproximación cognitivoconductual para la resolución de conflictos no específica para la sintomatología psicótica. Veintitrés pacientes fueron asignados a ambas condiciones y participaron en dos sesiones semanales durante un período de 5 semanas. El FEA reducía las ideas delirantes a la mitad en un 60% de los pacientes en comparación con el 25% de los pacientes de la condición de resolución de conflictos, y la mayoría de los pacientes retenían esta reducción durante el seguimiento realizado 6 meses después. Terapia cognitivo-conductual para la esquizofrenia usando una justificación normalizadora Dos enfoques similares a una psicoterapia cognitiva-conductual manualizada para la esquizofrenia han sido desarrollados por Kingdon y Turkington (1991, 1994) y Fowler, Garety y Kuipers (1995). Kingdon y Turkington basan su enfoque “normalizador” en la importancia de la premisa cognitivo-conductual de que los síntomas de la esquizofrenia varían sólo cuantitativamente de los procesos “normales” y se producen en un extremo del continuo o espectro que oscila desde lo “normal” a lo “patológico”. Por ejemplo, las creencias delirantes ocupan un extremo en un continuo de grados de convicción en la creencia. Del mismo modo, las alucinaciones se localizan en el extremo del continuo que varía desde los sueños y la imaginación normal a las ilusiones y las alucinaciones, además, incluso los individuos “normales” experimentan alucinaciones durante períodos de privación sensorial o de sueño. La finalidad de este tratamiento es modificar las creencias, las conductas y los síntomas maladaptativos hasta una posición menos extrema en el continuo usando el razonamiento y, además, reducir el miedo, la confusión y la incertidumbre asociados con estos síntomas en las experiencias del paciente relacionándolos con las experiencias normales de las que constituyen exageraciones. Tal y como describen los autores, el objetivo es “el de explicar y desestigmatizar las experiencias confusas y amedrentadoras, sin perder de vista el hecho de que algo es seriamente erróneo” (Kingdon & Turkington, 1994).
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Este enfoque de tratamiento incorpora múltiples fases básicas. Se ejecuta una evaluación global que incluya factores psiquiátricos, psicológicos y sociales y se obtiene una información detallada sobre el período directamente anterior a la adopción de las ideas delirantes. Se identifican los síntomas claves y se ofrecen explicaciones normalizadoras sobre la enfermedad. Esto incluye la psicoeducación sobre el modelo vulnerabilidad-estrés de la esquizofrenia y los déficits típicos sensoriales, perceptuales y comunicativos asociados con el trastorno del pensamiento formal, se cubren intervalos de conocimiento del “mundo real” y comentarios sobre el “ánimo delirante”. El concepto “ánimo delirante” es un elemento significativo de este enfoque cognitivo particular. Se relaciona con el aumento de sugestibilidad que experimentan las personas en situaciones de estrés. Específicamente, el “ánimo delirante” se refiere al fenómeno mediante el cual los pacientes experimentan un aumento de ansiedad, confusión e incluso una aguda exacerbación de los síntomas psicóticos antes de la génesis de una idea delirante. Este incremento de estrés y de sentimientos molestos les hace susceptibles y, consecuentemente, la idea delirante sirve para aliviar la confusión y los sentimientos desagradables, independientemente de su veracidad. Las técnicas de desafío verbal, los experimentos conductuales y la enseñanza de estrategias de afrontamiento, descritas previamente en este capítulo, también se incorporan en esta fase. El enfoque desarrollado por Fowler, Garety y Kuipers (1995) utiliza una base conceptual similar, sugiriendo que los síntomas psicóticos existen en un extremo del continuo cuyo extremo opuesto está formado por los procesos normales y que las ideas delirantes sirven para explicar experiencias aparentemente inexplicables, como las alucinaciones, misteriosas preocupaciones somáticas y confusos estímulos sociales. Este enfoque conlleva seis fases: (a) compromiso y evaluación; (b) enseñanza de estrategias de afrontamiento para el auto-manejo de síntomas psicóticos; (c) elaboración en colaboración de un nuevo modelo de trastorno basado en este modelo conceptual y el modelo de vulnerabilidad-estrés para la psicosis, pero también adaptado al individuo; (d) estrategias cognitivas para contemplar las creencias delirantes; (e) estrategias cognitivas para contemplar los presupuestos disfuncionales y (f) estrategias de manejo para la incapacidad social y para las recaídas. El apoyo empírico para el enfoque de Kingdon y Turkington (1994) se ha derivado de un estudio naturalista del tratamiento de 64 pacientes durante un período superior a 5 años en un área determinada de Gran Bretaña. Se hallan pruebas en el bajo índice de admisión, mejora de síntomas y estatus funcional de los pacientes, y en la falta de sucesos adversos como los suicidios y homicidios. Sin embargo, como otros cambios también fueron introducidos al sis-
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tema durante este período de 5 años, entre ellos la introducción de servicios comunitarios sofisticados, es imposible decir cuál de estos resultados positivos son atribuibles a este tratamiento per se, y los autores desarrollan en la actualidad ensayos controlados para demostrar su efectividad. El apoyo empírico para el enfoque de Fowler, Garety y Kuipers se deriva de los experimentos de caso único (Fowler & Morley, 1989) y de un pequeño ensayo controlado (Garety, 1994). Los primeros experimentos de caso único incluyeron cinco casos y emplearon unas 10 sesiones de terapia cognitivo-conductual (TCC) destinada al cambio de creencias y a la docencia de estrategias de afrontamiento. Estos estudios hallaron sólo una moderada mejoría y sugerían que la modificación de creencias no es necesaria pero genera mejorías más sustanciales. Un estudio posterior (Fowler, 1992) implicó 19 casos y diferenciaba entre sujetos con síntomas predominantemente negativos y ésos con síntomas predominantemente positivos. Los pacientes con síntomas negativos fueron incapaces de participar en la TCC y ninguno de ellos mostró mejoría alguna. Los pacientes con síntomas positivos recibieron una media de 22 sesiones de TCC y tendían a experimentar mejorías significativas. El único ensayo clínico hasta el momento (Garety et al., 1994) implicaba a 12 pacientes que recibían TCC en comparación con 7 pacientes en un grupo control, y se comprobó que los pacientes que recibían TCC mostraban reducciones significativas tanto en la convicción de las ideas delirantes como en la gravedad global de los síntomas. Terapia Personal Esta forma de tratamiento, desarrollada por Hogarty y sus colaboradores (1995, en imprenta) en los Estados Unidos, conlleva principios prácticos específicos del trastorno, la distribución gradual de las intervenciones (más de 3 fases) y la “centralidad de la desregulación afectiva” en la esquizofrenia. Conceptualizada como una modificación de la psicoterapia basada en una comprensión de las disfunciones social-cognitivas y afectivas básicas asociadas con el trastorno, la “terapia personal” pretende cultivar estrategias adaptativas que faciliten el auto-control del afecto y el manejo de la vulnerabilidad neuropsicológica subyacente. El tratamiento comienza con una comprensión de los estadios subjetivos del paciente, incluyendo los afectos intensos y preocupantes y la influencia de estos afectos sobre la conducta, y usa las técnicas conductuales tradicionales de modelado, ensayo, práctica, feedback y asignación de tareas para enseñar a los pacientes las nuevas estrategias de afrontamiento. Las fases del tratamiento son de naturaleza acumulativa y conllevan las siguientes intervenciones y objetivos:
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Fase I:
Intervenciones Vinculación terapéutica (que incluye comunicación, confianza, empatía y esperanza). Establecimiento de un contrato de tratamiento y una dosificación efectiva mínima de medicación. Terapia de apoyo (escucha activa, aceptación, resolución de conflictos y advocación, fomento de la salud y refuerzo de las conductas y percepciones positivas). Psicoeducación, con estrategias para la evitación del estrés y estrategias prosociales de “afrontamiento interno” (es decir, establecimiento de relación inicial entre los estresores como provocadores y exacerbación de síntomas). Reanudación gradual de las responsabilidades relativas al cuidado de uno mismo. Objetivo Estabilización clínica. Fase II: Intervenciones Psicoeducación relativa a la prevención de recaídas y al afrontamiento auto-protector. Enseñanza de estrategias adaptativas para el manejo del estrés y del afecto y fomento de las habilidades de percepción social y reducción de los déficits de conducta social (p.ej., habilidades sociales, técnicas de relajación, resolución de conflictos). Objetivos Adaptación a la discapacidad y reanudación del interés por el trabajo. Comprensión básica de la vulnerabilidad y de los modos de afrontarla y ser proactivo en la evitación de recaídas, así como sobre el modo de manejar los afectos. Fase III: Intervenciones Aplicación de las estrategias básicas e intermedias de afrontamiento en entornos naturalistas. Atención al procesamiento de información y a los déficits cognitivosociales, incluyendo principios avanzados de manejo de la crítica y resolución del conflicto. Objetivos Destrezas avanzadas de “afrontamiento interno” aplicadas en contextos sociales, incluyendo la conciencia sobre el efecto de la conducta y de la expresión sobre los otros. Integración en la comunidad y reanudación de las actividades normativas.
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El apoyo empírico para esta forma de tratamiento (Hogarty et al., en imprenta) se ha derivado de dos ensayos clínicos desarrollados durante un período superior a 3 años y que incluía a 97 pacientes que residían en familias y a 54 pacientes que vivían en soledad. En la muestra combinada, el 8% de los pacientes no superó la fase básica, el 38% alcanzó pero no avanzó en la fase intermedia y el 54% de los pacientes completaron la fase intermedia y avanzaron y/o completaron la fase avanzada. Al igual que los restantes estudios revisados, todos los pacientes recibieron las medicaciones apropiadas. La terapia personal se demostró más efectiva que dos tratamientos de comparación asignados al azar (terapia de apoyo y terapia familiar) en la prevención o reducción de las recaídas durante el primer año para los pacientes que vivían con sus familias, pero no para ésos que vivían solos (posiblemente debido al estrés de las necesidades básicas y a la inestabilidad residencial y clínica). Los efectos más sorprendentes de la terapia personal parecen producirse en el segundo y tercer años, con mejorías significativas tanto en el dominio de adaptación personal como en el de adaptación social en comparación con las terapias de apoyo y de familia. Las mejorías específicas se encontraban en el fomento de la ejecución laboral y de las relaciones con la familia externa para los pacientes que vivían solos, y en la competencia intrapersonal y efectividad interpersonal, así como en la reducción de los síntomas negativos y retirada, para los pacientes que vivían con la familia. Particularmente asombrosa en estos estudios fue la continua mejoría durante el tercer año, sin mostrar ninguna señal de meseta en los logros tal como se observaba en las condiciones de comparación. Los síntomas y déficits residuales que podrían limitar la mejoría se encuentran en el área de cognición social, particularmente en la incapacidad para adoptar el punto de vista de “segunda persona” y para leer las normas y claves sociales informales en contextos nuevos. El trabajo actual con este grupo se centra en estas áreas de problemas residuales.
Comentario final Esta breve revisión de un cuerpo de trabajo desarrollado durante los últimos años sugiere que el enfoque cognitivo-conductual para la psicosis parece prometedor para la reducción de algunos de los síntomas positivos de la esquizofrenia y también para la mejora de la capacidad funcional de los pacientes. Este enfoque representa un paso adelante en la evolución de la psicoterapia para la esquizofrenia, en la medida en que contempla específicamente algunos de los síntomas y déficits claves asociados con el trastorno que otros enfoques anteriores de psicoterapia, como la investigadora o la de apoyo, no habían con-
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templado. Utiliza un marco conceptual claro y empíricamente demostrable para generar nuevas técnicas para la evaluación y para el manejo de estos fenómenos y, de este modo, se convierte en un enfoque más relevante para el trastorno. Tal enfoque puede añadirse al paquete de tratamientos disponibles en la actualidad para los profesionales que trabajan con pacientes psicóticos, porque les aporta pautas concretas para responder a las necesidades y conductas de los pacientes que van más allá de la mera provisión de apoyo. Además, este tratamiento orientado en objetivos y enfocado en el problema, promete combatir el nihilismo terapéutico que experimentan muchos profesionales al tratar a pacientes psicóticos, ofreciendo a pacientes y profesionales la esperanza de que, para recuperarse de la psicosis, puede hacerse algo más que limitarse a esperar que la medicación surta algún efecto. A pesar de los progresos significativos del tratamiento cognitivo-conductual específico del trastorno, sin embargo, es también posible que se esté perdiendo de vista algo importante en el traspaso de la psicoterapia investigadora a la de apoyo y a la cognitivo-conductual. Lo que puede estar diluyéndose es precisamente el énfasis y la atención prestada a lo que han venido denominándose los elementos “no específicos” de la psicoterapia; esos elementos que pertenecen a la creación de un clima de confianza, aceptación, vínculo empático y de apoyo a los pacientes que están aislados y alineados del mundo. Además de ofrecer un contexto para la interpretación, insight y comprensión, esta relación ha sido usada como vehículo para la resocialización y como puente hacia una comunidad humana más amplia. Aunque los enfoques cognitivo-conductuales asumen habitualmente el establecimiento de rapport y la alianza de trabajo como base para la introducción de técnicas más avanzadas, se ha prestado poca atención en esta literatura al modo en que puede establecerse tal relación con los pacientes que padecen psicosis. Los profesionales experimentados con esta población, por contraste, saben cuán complicado y difícil puede ser el proceso inicial de vinculación, cuánto tiempo puede durar (es decir, a medir en años y no es semanas) y cuán avanzadas o complejas deben ser algunas de las destrezas para la fase inicial. Además, estos profesionales conocen la variedad de los problemas y necesidades de la vida diaria que pueden interferir o minar el tratamiento, desde el incumplimiento, el abuso de sustancias, el desempleo, la pobreza y la carencia de domicilio (Lambert & Davidson, 1997). Los enfoques cognitivo-conductuales pueden ser limitados en su efectividad con esta población si no desarrollan un interés más sostenido en estos factores “no específicos” así como si no contemplan las necesidades básicas y el contexto de atención, si no amplían su marco más allá del límite temporal de 4-16 sesiones y si no reparan en las lecciones aprendidas por los psicoterapeutas de investigación y de apoyo y por los asistentes clínicos sobre el modo de rela-
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cionarse y ayudar a las personas con psicosis (p.ej., Lambert & Davidson, 1997). Estas limitaciones sugieren el valor del diálogo entre los diferentes enfoques, de forma que puedan preservarse los puntos fuertes y contribuciones de cada uno de ellos en un enfoque comprensivo de tratamiento que vaya más allá de la atención limitada a uno o dos elementos en aislamiento –bien sean conflictos, síntomas o esquemas cognitivos– para contemplar a la persona en su totalidad con el trastorno en el contexto de su vida cotidiana.
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Definición del concepto de vulnerabilidad individual como base para las intervenciones psicoterapéuticas Carlo Perris Instituto Sueco de Psicoterapia Cognitiva, Estocolmo, Suecia
Introducción En este capítulo se presenta una descripción abreviada de un marco teórico de referencia para el estudio de trastornos mentales y para la planificación de su tratamiento, marco que nuestro equipo de investigadores ha venido desarrollando durante varias décadas. Como algunas presentaciones más detalladas ya han sido publicadas juntamente con los resultados del trabajo de investigación (Perris, 1981a, 1989, 1991a,b; Perris & Perris, 1985, 1997), en este resumen se subrayarán exclusivamente los aspectos fundamentales. En las últimas décadas se ha progresado considerablemente en dirección a una estandarización sistemática de los diagnósticos psiquiátricos. Sin embargo, aunque la estandarización impone la uniformidad y la comparabilidad, tal y como señalaban Zubin, Magaziner y Steinhauer (1983), también puede conducir a la rigidez que podría coartar los hallazgos innovadores y los desarrollos posteriores. El concepto de “enfermedad” de los trastornos mentales, de hecho, sutilmente transmitido por los diagnósticos categoriales operativizados, independientemente de su validez, influye indudablemente en las expectativas que la comunidad y los profesionales de salud mental de diferentes niveles (psicólogos, médicos, terapeutas) sostienen sobre un individuo que haya recibido tal diagnóstico. Otro problema importante derivado del énfasis en los sistemas diagnósticos prácticos operativizados, es que la descripción fiable de un síndrome no
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implica la comprensión válida de la causa subyacente (Zubin & Spring, 1977). Además, mediante el diagnóstico sólo se ofrece una modesta comprensión de los pacientes o de sus requisitos de tratamiento (Carpenter & Strauss, 1979). Zubin y sus colaboradores, Carpenter y Strauss, así como muchos otros (p.ej., Bentall, 1990; Jackson, 1990) se cuestionan la utilidad de un diagnóstico categorial de “esquizofrenia”. Un aspecto que subrayan estos autores, y con el que coincido, es que independientemente del énfasis en los criterios diagnósticos rigurosos, seguimos identificando una amplia gama de psicopatologías y síndromes de enfermedades múltiples bajo la rúbrica de “esquizofrenia”. Como he señalado en otros casos (Perris 1988, 1989, 1993), es muy probable que el término “esquizofrenia”, tal y como se usa ordinariamente, incluya muchos subgrupos etiológicos y patogénicos de trastornos que somos incapaces de discernir. Kety (1973) sugería, en este contexto, que se contemple la probabilidad de que uno esté tratando con varios trastornos diferentes con una sintomatología común. Una opinión similar también ha sido defendida más recientemente por otros autores (Carpenter & Strauss, 1979; Crow, 1980; Jackson, 1990). Una consecuencia lógica de la crítica a la concepción de “esquizofrenia” como entidad de enfermedad discreta debería ser la sustitución coherente del término de “trastorno esquizofrénico” o síndrome por el de “esquizofrenia” con el fin de evitar la imagen de una enfermedad unitaria y muy específica. Tal sustitución colocaría a los trastornos esquizofrénicos a la par de otros “trastornos” contemplados por los actuales sistemas de clasificación, y permitiría evitar los ejercicios diagnósticos acrobáticos que se hacen imprescindibles para separar los síndromes esquizoformes o esquizoafectivos de la “esquizofrenia”. Además, sería más fácil si se prescindiera de las ideas de una enfermedad unitaria y se prestara más atención a la posibilidad de que lo que denominamos “esquizofrenia” existe sobre un continuo juntamente con lo que también venimos denominando conducta normal (Strauss, 1969; Heilbrun, 1973; Ciompi, 1982/1988; Perris, 1988, 1993; Claridge, 1990). Una crítica equivalente relativa a los diagnósticos categoriales aplicada a los trastornos de personalidad se ha publicado en otro documento (Perris & Perris, 1997). En síntesis, si un diagnóstico categorial ofrece sólo una información muy limitada sobre los requisitos reales de tratamiento de los pacientes con diagnóstico de “esquizofrenia” o “depresión severa”, tal información, en todo caso, es menos impositiva para los pacientes que reciben un diagnóstico categorial de un tipo específico de trastorno de personalidad (Perris & Perris, 1997). Millon y Davis (1996) han subrayado recientemente que:
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Los trastornos de personalidad no son, de ningún modo, trastornos en el sentido médico. Los trastornos de personalidad son constructos cosificados empleados para representar varios estilos o patrones en los que funciona maladaptativamente el sistema de personalidad en relación con su medio (p. 86).
El enfoque seguido por Perris y Perris está en línea con esta opinión. De ahí que hayamos señalado una conceptualización más idónea de los trastornos de personalidad, con implicaciones para el tratamiento, que se desplegaría en términos de deterioros duraderos de conducta en las relaciones interpersonales. En particular, sugerimos que una conceptualización significativa de tales deterioros puede establecerse en términos de modelos internos y disfuncionales de trabajo de uno mismo y de los demás, y por lo tanto, en términos de vulnerabilidad que ha desarrollado el individuo a lo largo de su vida (ver abajo). Este tipo de conceptualización, tal y como señalaron Perris y Perris (1997) presenta importantes implicaciones para el tratamiento. De hecho, no hay duda de que el enfoque que se lleva al tratamiento de pacientes que padecen trastornos mentales no sólo depende de los objetivos terapéuticos inmediatos a alcanzar (p.ej., intervenciones de emergencia), sino también de la actitud que presenta quien le atiende ante la naturaleza de los trastornos mentales, sus orígenes y sus resultados esperados. Tomemos como ejemplo los trastornos esquizofrénicos. Si se piensa, como ocasionalmente sucedía a comienzos de la década de los setenta, que la “esquizofrenia” no es un trastorno mental sino meramente un “estilo de vida”, entonces no se realizará ningún esfuerzo por hallar tratamientos apropiados. Por otra parte, si más o menos implícitamente se asume que los trastornos clasificados como “esquizofrénicos” están genéticamente determinados, irrevocablemente con un curso de deterioro progresivo con un final maligno, entonces tal creencia afectará inevitablemente sobre la definición de los objetivos del tratamiento. Marshall (1990) señala que: La idea de que la esquizofrenia es una entidad discreta y la creencia de que es un trastorno de orígenes genéticos se refuerzan mutuamente y, a su vez, ambas colaboran en la transformación de un concepto abstracto e hipotético en una “cosa” (p. 91).
Un reciente ejemplo de la incomodidad inducida por actitudes implícitas ocultas tras un sistema diagnóstico (el DSM –Manual Diagnóstico y Estadístico en sus diversas revisiones– Asociación Psiquiátrica Americana 1980, 1987, 1994), que por lo demás defiende ser “ateórico”, es que algunos autores americanos que tratan de investigar los procesos evolutivos en los trastornos esquizofrénicos (Nuechterlein et al., 1992), decidieron no confiar en los criterios del DSM-III ni en los del DSM-III-R como base diagnóstica de su proyecto. Su explicación para proceder de este modo fue que el uso de un sistema diagnós-
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tico que demande un período continuo de enfermedad de 6 meses o más excluiría el estudio de los primeros meses de sintomatología activa, y tendería a limitar la gama de casos psicóticos a ésos con peor pronóstico, sin arrojar ninguna luz sobre los posibles determinantes de los pronósticos pobres. Obviamente, si el criterio de duración es contemplado como esencial, muchas afirmaciones relativas a las intervenciones iniciales en manifestaciones psicóticas esquizofrénicas, con la esperanza de prevenir empeoramientos progresivos, podrían ser consideradas como discutibles. Además, debe subrayarse que muchos autores coinciden en defender que un resultado pobre no es un resultado definitivo para todos los pacientes que hayan sido clasificados como esquizofrénicos (Bentall, 1990; Bleuler, 1972; Ciompi, 1980, 1982/1988; Harding, Zubin & Strauss, 1987; Perris, 1981b, 1989; Zubin & Spring, 1977). Juntamente con el desarrollo de criterios diagnósticos para uso en la investigación psiquiátrica (Feighner et al., 1972) y las propuestas de clasificaciones multi-axiales de los trastornos mentales (Rutter et al., 1969; Ottosson & Perris, 1973; Perris et al., 1979), que en su debido momento se convirtieron en una fuente de inspiración para el desarrollo del DSM, se ha generado una atmósfera intelectual que contempla la importancia de múltiples factores físicos y psicológicos en la etiología y patogénesis de los trastornos psicológicos. De hecho, con respecto a la etiología de los trastornos mentales, la psiquiatría parece haberse polarizado tradicionalmente en los campos psicológico y biológico. Cada uno de ellos ha defendido la validez esencial de sus enfoques, y dentro de estos dos campos fundamentales han aparecido tribus que se han opuesto entre sí. Incluso aunque hayan existido esfuerzos de integración, la práctica común más extendida es que, con excesiva frecuencia, factores únicos de naturaleza biológica, intrapsíquica o social han recibido una importancia decisiva, siendo la única diferencia el énfasis atribuido a uno u otro tipo de explicación causal, dependiendo de las preferencias arbitrarias del autor particular. Por otra parte, el principal problema es que a cualquiera que lea atentamente las diversas teorías de la “esquizofrenia” presentadas en la literatura, no le queda otra alternativa que la de admitir que en todas ellas existe algo convincente, y que la “esquizofrenia” puede concebirse como un trastorno biológico, o como resultado de procesos intrapsíquicos maladaptativos, o como un fracaso en la lucha contra las fuerzas sociales patogénicas. Sin embargo, el problema es que cada autor sólo ha percibido un aspecto de la verdad y, consecuentemente, ha descrito la “esquizofrenia” (y en algún grado también otras enfermedades mentales) sobre la base de uno de sus múltiples aspectos, con excesiva frecuencia sin considerar que los modelos explicativos sobre la salud y la enfermedad son sólo una submuestra de racionalizaciones que hacen los individuos y los grupos sobre el mundo en general.
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El mensaje del presente capítulo es que las asunciones basadas exclusivamente en psicologías profundas, hipótesis bioquímicas o explicaciones sociales son reduccionistas. Por lo tanto, el concepto de que los genes, el medio y la experiencia vital interactúan para determinar la conducta debe ser incorporado a cualquier teoría que trate de comprender los trastornos mentales. Es crucial la atención a estas interacciones en los modelos que subrayan la vulnerabilidad individual.
El concepto de vulnerabilidad individual Entre los conceptos con los que simpatizamos se encuentran ésos referidos a la aparición de manifestaciones psicopatológicas dentro de un marco teórico centrado en la vulnerabilidad individual. Durante muchos años nuestro grupo de trabajo ha adoptado una actitud crítica ante todos los esfuerzos reduccionistas por explicar la ocurrencia de la mayoría de los trastornos mentales –especialmente los psicóticos– en términos de relaciones causales lineales y simples (Perris & d’Elia, 1964; Perris, 1966, 1987, 1988, 1991a,b, 1993; Perris & Perris, 1985, 1987; Perris, H, 1982; Eisemann, 1985). En nuestra opinión se debería emplear sistemáticamente un enfoque más holístico para la comprensión de los trastornos mentales y para la planificación del tratamiento. El enfoque que proponemos se basa en un marco comprensivo que contemple además de las continuas interacciones que en un contexto cultural determinado influyen sobre la susceptibilidad de un individuo para desarrollar un trastorno psicopatológico, las continuas interacciones dialécticas entre el individuo (“vulnerable”) y su medio. Se ahí que nuestro marco permita incluir la exploración del rol activo del individuo en evolución para crear e interpretar su experiencia (Magnusson, 1983; Magnusson & Omán, 1987; Sameroff, 1975; Lerner, 1982; Scarr, 1992). Como ha subrayado Plomin (1995) la teoría ambiental ha avanzado desde los modelos evolutivos pasivos hacia los modelos que reconocen el rol activo de los niños en la selección, modificación y creación de sus entornos. Esta propuesta, evidentemente, no es nueva (Jaspers, 1913; Freud, 1920; Slater & Slater, 1944; Meehl, 1962) ni única. Se adecua bien a opiniones que cada vez son más aceptadas en los círculos psiquiátricos, especialmente en lo relativo al desarrollo de los síndromes esquizofrénicos y a su curso posterior (Bleuler, 1981; Ciompi, 1982/1988; may, Gritti & Calderisi, 1985; Mirsky & Duncan, 1986; Nuechterlein & Dawson, 1984; Nuechterlein et al., 1992; Zubin, 1987; Zubin & Spring, 1977; Zubin et al., 1983; Gottesman & Shields, 1971, 1982; Brody, 1981) pero también a la aparición y desarrollo de otras
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enfermedades mentales, incluidas las de personalidad (Marsella, 1988; Perris, 1987, 1991b; Perris & Perris, 1997; Hammen et al., 1985; Power & Dalgleish, 1997; Teasdale & Dent, 1987). A continuación se subrayan las características fundamentales del marco de referencia que postula nuestro grupo de trabajo. En el siguiente apartado se presenta, en primer lugar, una definición del concepto de vulnerabilidad individual. En la Figura 2.1 se observa una ilustración del marco de trabajo que proponemos, incluidos los elementos fundamentales del modelo. En el esquema se subraya que dentro de un determinado contexto cultural cada individuo no sólo está determinado por los factores biológicos y psicosociales que contribuyen a su desarrollo como persona, sino que él mismo interactúa también continuamente con tales factores, modificando su impacto. Esta concepción recuerda parcialmente al del “determinismo recíproco” propuesto por Bandura (1978) y también al concepto de “interacción dinámica” tal y como fue usado por Magnusson y Endler (1977). El sustrato teórico del modelo, sin embargo, reside sobre todo en el conocimiento que se va acumulando en el dominio de la psicopatología evolutiva (Sroufe & Rutter, 1984; Cicchetti & Cohen, 1995). También se relaciona con conceptos que originalmente fueron pronunciados por Meyer (1958) y por Bowlby (1969, 1973, 1980, 1988) y que, en relación al último, han sido inspirados por Waddington (1957). Figura 2.1. Ilustración básica de una concepción interaccionista de la vulnerabilidad individual. MATRIZ CULTURAL ACONTECIMIENTOS TRAUMÁTICOS DETERMINANTES BIOLÓGICOS
PSICOLÓGICOS
VULNERABILIDAD INDIVIDUAL
SOCIALES
TRASTORNO PSICOPATOLÓGICO
CURSO POSTERIOR Y RESULTADO DIMENSIÓN TEMPORAL
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La psicopatología evolutiva, como señala Rutter (1988), sirve como medio para aunar una serie de estrategias que han sido poco empleadas hasta el momento y que disponen del potencial para arrojar nueva luz sobre viejos tópicos (p.ej., el uso de las estrategias de investigación genética para identificar dónde se ha de buscar la influencia ambiental; Plomin, 1994, 1995). Ofrece también un marco de trabajo para integrar conocimientos de diferentes disciplinas, contextos y dominios de estudio (Cicchetti & Cohen, 1995). Entre las afirmaciones conceptuales centrales de la psicopatología evolutiva, Cicchetti y Cohen enumeran las siguientes: (a) en cualquier individuo hay múltiples factores contribuyentes a los resultados de trastorno; (b) los factores contribuyentes varían entre los individuos que presentan el trastorno; (c) entre los individuos con un trastorno específico, hay heterogeneidad en las características de su trastorno y (d) existen numerosas vías hacia una manifestación particular de una conducta trastornada (p. 8).
Bowlby, (1973, 1988) extrajo su modelo de vías evolutivas a partir de Waddington (1957). La metáfora básica es la de una rama entre un grupo de ramas crecientes que se desvía de su desarrollo normal. Bowlby (1973) postula el desarrollo humano como algo que ocurre incesantemente entre una u otra de una gama de vías o caminos posibles y discretos. Se supone que todas las vías comienzan conjuntamente, de tal forma que inicialmente el individuo accede a una amplia gama de vías y que puede caminar a lo largo de cualquiera. Así, como señalaba Sroufe (1989), los individuos pueden comenzar todos sobre la misma vía central y, a consecuencia de las subsiguientes “elecciones”, muestran al final patrones bastante diferentes de adaptación. Además, los individuos que comienzan en una vía que se deriva de la calle principal pueden volver a la adaptación a través de subsiguientes cambios correctivos. Por lo tanto, la patología se considera como el resultado de una serie de desviaciones, que siempre alejan a los individuos de los patrones normales de adaptación. Tal concepto de patología está en consonancia obvia con las opiniones sobre psicopatología que la contemplan a lo largo de un continuo en el que también se encuentra la conducta normal, como ya se ha mencionado anteriormente. El modelo presentado en la Figura 2.1 no es reduccionista. Se supone que existe una transacción incesante entre el individuo, por una parte y los factores que pertenecen a los diferentes dominios por otra, que influyen sobre su desarrollo (normal o desviado). Así pues, se supone que lo que se convierte en patogénico es el resultado de tales interacciones y no el efecto de un único factor, incluso aunque las manifestaciones fenotípicas puedan ser muy similares. En particular, ni los factores genéticos, ni las influencias sociales particulares, ni los procesos intrapsíquicos que se produzcan en las primeras etapas de la vida per se son considerados como determinantes necesarios y suficientes de las mani-
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festaciones psicopatológicas que ocurran posteriormente en la vida. En el mismo orden de los conceptos básicos en la genética conductual, las influencias genéticas se comprenden en términos de propensiones probabilísticas más que en términos de genes deterministas (Plomin, 1995; Rende & Plomin, 1995). Un elemento diferenciador del modelo de vulnerabilidad que proponemos consiste en la importancia concedida al contexto cultural, tanto como determinante patogénico del desarrollo de vulnerabilidad (p.ej., el concepto de self vacío, descrito por Cushman, 1990, o el de cultura narcisista descrito por Lasch, 1979) y por el impacto que las características culturales ejercen no sólo sobre el tipo de tratamiento a escoger, sino también, como señala Stern (1995), sobre el desarrollo y mantenimiento sucesivo de la relación terapéutica si se opta por la psicoterapia. Una diferencia adicional entre el modelo de vulnerabilidad aquí planteado y el propuesto hasta el momento por otros autores es que estos últimos consideran la vulnerabilidad casi exclusivamente en relación a algún trastorno mental determinado (p.ej.”esquizofrenia” o “depresión”) y prevalentemente en términos biológicos. Zubin y Spring (1977, p.8), por ejemplo, defienden, por una parte, que su modelo de vulnerabilidad: ... propone que cada uno de nosotros está dotado de cierto grado de vulnerabilidad que bajo las circunstancias apropiadas se expresará en un episodio de enfermedad esquizofrénica.
Por la otra, especifican que la vulnerabilidad a la esquizofrenia ha de ser contemplada como un rasgo duradero y relativamente permanente. Nuestro modelo de vulnerabilidad no se limita a ningún trastorno específico y se extiende a todos los tipos de manifestaciones psicopatológicas (Perris, 1991a, 1993). De hecho, consideramos que si un concepto de vulnerabilidad se limitara sólo a un tipo específico de trastorno mental, al mismo tiempo que la vulnerabilidad hacia ese mismo trastorno fuera considerado como duradero, entonces nos hallaríamos en la trampa de estar obligados a explicar esa vulnerabilidad específica sin ser reduccionistas. En otras palabras, se caería en el riesgo de regresar al viejo concepto de diátesis, ya conocido por los doctores griegos y romanos, que ha sido de uso limitado para el progreso de nuestro conocimiento. Por lo tanto, la primera parte del postulado de Zubin y Spring, a nuestro parecer, debería reformularse del siguiente modo: Cada uno de nosotros está dotado de cierto grado de vulnerabilidad que bajo las circunstancias apropiadas puede expresarse en un trastorno psicopatológico. Tal trastorno podría adoptar las características de un síndrome esquizofrénico.
Además, la inclusión de una dimensión temporal en la Figura 2.1 subraya que no consideramos la vulnerabilidad individual como una condición estática
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e inalterable. Se supone, de hecho, que a consecuencia de las continuas interacciones dialécticas contempladas por el modelo, la vulnerabilidad cambia continuamente a lo largo del curso vital de la persona (Perris, 1989, 1993). Esta posibilidad de cambio, que ha sido subrayada tanto por los psicólogos evolutivos (p.ej., Magnusson, 1983; Sameroff, 1975) como en el campo de la psicopatología (p.ej., Erlenmeyer-Kimling, 1979; Brody, 19981) es un prerrequisito importante en el establecimiento de los objetivos de las intervenciones terapéuticas. Cualquier modelo de vulnerabilidad que contemple los procesos interactivos presta atención a la posible potenciación de varios factores y permite contemplar también la posibilidad de que se produzcan efectos neutralizadores, lo que favorece la resistencia del individuo ante las experiencias negativas (Anthony & Cohler, 1987; Rutter, 1985). El modelo de vulnerabilidad propuesto por Ciompi (1982/1988) es el modelo más próximo al nuestro. De hecho, el modelo de Ciompi no sólo minimiza la importancia del rol de una vulnerabilidad genética “específica” a la esquizofrenia, sino que también contempla la internalización de importantes sistemas de referencia afectivo-lógicos (esquemas o afecto-lógica), que se supone que se equilibran y estructuran a lo largo del curso del desarrollo sobre la base de la experiencia en un proceso circular de asimilación y acomodación a un mundo externo. Estos sistemas de referencia jerárquicamente organizados son equivalentes a nuestra concepción de los modelos internos de trabajo, que serán descritos más adelante. De hecho, se supone que se componen de instrucciones de sentimiento, pensamiento y actuación, y que afectan a la propia conducta una vez activados por ciertos contextos o factores precipitadores. Ciompi no menciona, sin embargo, si este modelo puede considerarse como generalizable a otros trastornos mentales además de los esquizofrénicos para los que ha sido desarrollado. Un aspecto añadido del modelo de la Figura 2.1., que también merece ser comentado, es su énfasis en la conceptualización de los acontecimiento vitales en términos de interacción con el individuo que los experimenta. Repetidas veces se ha demostrado que la vulnerabilidad fomenta la reactividad del individuo a los acontecimientos estresantes, por ejemplo en la investigación sobre depresión (Brown & Harris, 1978; Perris, H, 1982; Paykel, 1982), pero además, también se ha defendido que cada individuo es idiosincrásicamente vulnerable a acontecimientos particulares que podrían no afectar de ningún modo a otro individuo (Erlenmeyer-Kimling, 1979; Perris, H, 1982; Strauss & Carpenter, 1981). Obviamente, esto coincide con lo que cualquier psicoterapeuta cognitivo conoce bien: que es la propia percepción que tiene el individuo del carácter estresante de un acontecimiento lo que define finalmente la gravedad de la carga.
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También está ampliamente reconocido que muchas situaciones estresantes no se producen por casualidad, sino que se derivan de la interacción entre cierto individuo y su medio en cierto momento. Erlenmeyer-Kimling (1979) ha subrayado que “los acontecimientos vitales se manejan o desmanejan obviamente de muy diversas formas por personas diferentes”. El concepto de “vulnerabilidad” tal y como ha sido comprendido por Zubin y Spring, Ciompi y nosotros mismos comprende implícitamente un presupuesto general sobre la crucial importancia de la interpretación subjetiva de los acontecimientos vitales, es decir, el significado que el individuo les atribuye. En este mismo orden, la importancia concedida por el modelo a la interacción entre los diversos factores incluye también la posibilidad de que los factores genéticos influyan sobre el input experiencial (Ginsburg, 1967). En el contexto de los acontecimientos vitales y los trastornos esquizofrénicos, por último, debería hacerse una mención especial a la contribución de Day (1985, citado por Ciompi, 1987), que hacía hincapié en el impacto de una influencia ambiental “tóxica” y prolongada (p.ej., un milieu excesivamente demandante o invasor) en oposición a los acontecimientos vitales únicos. Creemos que una influencia negativa similar podría aplicarse también a otros trastornos, especialmente a los de personalidad. Independientemente del modo en que se conceptualice la vulnerabilidad, son muchos los elementos de acuerdo entre los modelos presentados hasta el momento sobre la crucial importancia de la vulnerabilidad individual a largo plazo y el posible resultado de manifestaciones psicopatológicas tras una crisis inicial (Zubin & Spring, 1977; Ciompi, 1982/1988; Nuechterlein et al., 1992; Perris, 1991; Perris & Perris, 1998). Zubin (1987) señala que el modelo que adoptamos para la “etiología de la esquizofrenia” podría determinar nuestro enfoque de su manejo, porque las formas aceptables de tratamiento para la psicosis siempre han reflejado la concepción dominante de la naturaleza y la causa de los trastornos. En particular, tal y como subrayaban Perris y Perris (1985), una concepción multifactorial de la vulnerabilidad, como el modelo de la Figura 2.1, implica que incluso el tratamiento debería concebirse multifactorial e integradamente.
Hacia una conceptualización más próxima de “vulnerabilidad” Incluso aunque los conceptos de vulnerabilidad descritos hasta el momento implican un progreso hacia una comprensión de la ocurrencia de los trastornos mentales más allá de las concepciones reduccionistas, poco dicen sobre las posibles intervenciones dirigidas a modificar la vulnerabilidad del individuo.
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En la medida en que la vulnerabilidad se concibe como un rasgo relativamente invariante, la mayoría de los procedimientos de tratamiento se dirigen a mejorar la capacidad del individuo vulnerable para afrontar los acontecimientos estresantes, sin pretender modificar la vulnerabilidad misma. Las intervenciones con las familias, dirigidas a influir el nivel de “emociones expresadas” o varios enfoques centrados en el fomento de estrategias de afrontamiento deben entenderse como ejemplos de esfuerzos dirigidos a mitigar el impacto de factores externos, sin alterar la vulnerabilidad. Figura 2.2. Una ilustración ampliada del modelo presentado en la figura 2.1. La vulnerabilidad individual se define por interacciones continuas entre las características biológicas del individuo y los modelos internos de trabajo que él mismo desarrolla. CULTURA
Influencias genéticas pre y posnatales sobre la capacidad para recoger y procesar información Experiencias de crianza parental: Vinculación/separación Posibilidades ambientales
Capacidad innata para recoger y procesar información Construcción activa del mundo Desarrollo de estructuras de significado cognitivo/afectivas Aparición de la propia identidad
Errores perceptuales y procesales sistemáticos
Modelos de trabajo más o menos adaptativos de uno mismo y de los demás
ACONTECIMIENTOS TRAUMÁTICOS (sentido idiosincrásico)
Características biológicas relativamente invariantes
MANIFESTACIONES PSICOPATOLÓGICAS PARTICULARES
V U L N E R A B I L I D A D
I N D I V I D U A L
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En nuestro esfuerzo por alcanzar una definición más próxima de vulnerabilidad desde una perspectiva evolutiva constructivista e interaccionista, nosotros (Perris, 1988, 1991a; Perris & Perris, 1997) hemos elaborado un esquema más comprensivo que se presenta en la Figura 2.2 y que representa una propuesta de criterios para una teoría integrada de los trastornos psicopatológicos y, a partir de la cual, pueden derivarse varias hipótesis a demostrar en diferentes estudios empíricos. En resumen, se supone que la vulnerabilidad individual no es exclusivamente biológica sino que se deriva de las continuas interacciones que se producen durante el desarrollo de los factores biológicos y psicosociales (también en el contexto de las relaciones tempranas) y que generan la internalización de modelos internos de trabajo más o menos adaptativos de uno mismo y de los demás (Bowlby, 1969; Main, 1981; Crittenden, 1990, 1994). Un punto de vista actualmente aceptado en la psicología evolutiva es que el individuo llega al mundo equipado con una serie rudimentaria de estructuras genéticamente determinadas y patrones neuronales ingénitos, junto con sus programas asociados de procesamiento de información que, a su vez, se desarrollan subsiguientemente a lo largo de un curso genéticamente controlado. Estos programas posibilitan que el individuo maneje de un modo adaptativo toda la estimulación que recibe a través de la información a la que está expuesto. Sin embargo debería subrayarse que el desarrollo adicional de estructuras cognitivo-afectivas no representa cambios cualitativos derivados exclusivamente de preformaciones de base madurativa (y genéticamente determinadas) totalmente independientes de las contribuciones experienciales. Ya se ha mencionado previamente que las influencias genéticas y ambientales pueden estar vinculadas de formas diferentes, como efectos genéticos sobre el medio y como efectos de intervenciones ambientales sobre las condiciones genéticas (Rende & Plomin, 1995). Las estructuras del cerebro que permiten las funciones cognitivo-afectivas anteriormente mencionadas requieren de experiencias sensoriales para su maduración. Por lo tanto, la actividad neuronal se convierte en un importante factor para la reorganización de estas estructuras. En la medida en que la actividad neuronal está modulada por señales sensoriales, es obvio que diferentes factores ambientales puedan afectar al desarrollo de la matriz neuronal. Singer (1986) ha defendido que la auto-reorganización del cerebro dependiente de la experiencia debe ser tratada como un diálogo activo entre el cerebro y los elementos que lo rodean. Meyersburg y Post (19799) señalaban que en la primera infancia existe un paralelismo entre las secuencias neuronales y conductuales. De particular relevancia en esta conexión son las interacciones tempranas entre el infante y
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sus cuidadores, de los cuales ésos que subyacen al proceso de vinculación descrito por Bowlby (1969, 1973, 1980) ocupan la plaza más prominente. Obviamente, éste no es el momento para entrar en los detalles que defienden las pruebas de validez de la teoría de la vinculación, ni para profundizar sobre su relevancia en la psicopatología evolutiva y en la psicoterapia. Recientemente se han elaborado revisiones a las que puede recurrir el lector interesado (Sperling & Berman, 1994; West & Sheldon-Keller, 1994; Perris, 1996; Atkinson & Zucker, 1997). En cualquier caso, en este punto deberíamos destinar algunas líneas al concepto de modelos internos de trabajo de uno mismo y de los demás, porque constituyen el núcleo de nuestro concepto de vulnerabilidad individual. Comenzando desde el nacimiento, el infante construye un self a partir de las interacciones con secuencias de maduración innatamente determinadas y con acontecimientos ambientales. Al describir el desarrollo del self, los psicólogos evolutivos se refieren a un proceso dual de desarrollo que incluye tanto lo que sucede dentro del niño como lo que se produce entre el niño y la persona que le atiende. Stern (1985) por ejemplo, mantiene que incluso un niño muy joven dispone de algunas capacidades para abstraer, generalizar y representar la información preverbalmente. Stern etiqueta las primeras experiencias interactivas generalizadas y preverbalmente representadas como “RIGs”, que son Representaciones de Interacciones que han sido Generalizadas. Los RIGs constituyen así, defiende Stern, una unidad básica del núcleo del self y pueden ser conceptualizadas como bloques básicos de construcción a partir de los cuales se elaboran los modelos de trabajo, tal y como describe Bowlby. Bowlby (1969, 1973) mantenía que la figura de vínculo debe ser accesible y debe mostrar disposición a responder de un modo apropiado para que se produzca un vínculo seguro. La teoría del vínculo afectivo postula que la confianza en la disponibilidad de figuras de vínculo, o su carencia, se construye lentamente durante los años de inmadurez y, que independientemente de las expectativas generadas durante esos años, tiende a persistir relativamente inalterable a lo largo del resto de la vida. Bowlby subraya que las diversas expectativas de accesibilidad y responsividad de las figuras de vinculación que generan diferentes individuos son reflejos tolerablemente precisos de las experiencias realmente vividas por esos individuos. Bowlby proponía que cada individuo construye representaciones mentales complementarias del mundo y de sí mismo en él –modelos internos de trabajo de sí mismo y de los demás– con cuya ayuda percibe acontecimientos, predice el futuro y construye sus planes. En el modelo de trabajo del mundo que construye cada persona una característica clave es su noción de quiénes son las figuras de vínculo, dónde pueden encontrarse y cómo puede esperarse que respon-
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dan. Del mismo modo, en el modelo de trabajo del self una característica clave es su idea de cuán aceptable o inaceptable es esa misma persona a los ojos de las figuras con las que establece los vínculos afectivos. Así, como señalaba Crittenden (19944), un modelo interno de trabajo es una estructura mental que consiste en una representación individual de (a) uno mismo (en el contexto de una relación específica de vínculo ); (b) la figura con la que está establecido el vínculo (en el contexto de la relación con el self) y (c) el afecto asociado con la relación. El afecto es especialmente importante porque, según Bowlby, el afecto ata ciertos tipos de situaciones con ciertos tipos de respuestas. En otras palabras, el afecto funciona, según Crittenden, como un sistema de valoración primitivo, rápido y eficiente. Las cogniciones funcionan para mediar las relaciones entre la percepción, el afecto y la conducta. Se supone que todos los modelos de trabajo se modifican por la misma información recibida. Deben ser constantemente actualizados, adaptados y readaptados por mecanismos de asimilación y acomodación. Sin embargo, se supone que los más centrales para el propio auto-concepto y para la concepción de las relaciones de uno con los otros (estructuras centrales) son modelos más resistentes al cambio (Bowlby, 1973; Liotti, 1987). Para defender la relativa estabilidad de los modelos de trabajo y su efecto sobre la personalidad posterior, Bowlby (1973) mantiene que no sólo son las presiones ambientales las que tienden a mantener el desarrollo sobre una vía particular. Reconoce también que las características estructurales de personalidad, una vez desarrolladas, disponen de sus propios medios de auto-regulación que tienden a mantener la actual dirección del desarrollo. Bowlby subraya particularmente que los actuales modelos de trabajo determinan: ...lo que se percibe y lo que se ignora, cómo se construye una nueva situación y qué plan de acción se elaborará probablemente para manejarla (1973, p. 417).
La aparición de errores perceptuales y procesales sistemáticos, señalado en la Figura 2.2, contribuye a través de los procesos sesgados de auto-verificación a la relativa estabilidad de las estructuras nucleares. Pero siempre debería tenerse presente el potencial para la modificación, aunque parcial, de los patrones evolutivos mediante experiencias correctivas (p.ej., psicoterapia satisfactoria). Es este potencial de cambio el explotado por el enfoque metacognitivo de la psicoterapia descrito en los capítulos de Liotti y Intreccialagli y en el de Perris y Skagerlind del presente libro. Los enfoques metacognitivos persiguen la reestructuración de estructuras centrales. Si las intervenciones han sido satisfactorias, entonces la vulnerabilidad del individuo tratado se reduce sustancialmente.
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Para concluir, debería señalarse que nuestra atención sobre los modelos internos de trabajo de uno mismo y de los demás que son disfuncionales como rasgos centrales de la vulnerabilidad individual no se contrapone a conceptos de psicopatología centrados en los trastornos de procesamiento de información. En línea con Ciompi (1987), suponemos que el concepto de modelos disfuncionales de trabajo de uno mismo y de los demás (o sistemas deteriorados de referencia afectivo-cognitiva, en la terminología de Ciompi) establece una conexión lógica entre la vulnerabilidad y el procesamiento de información al mismo tiempo que integra muchas posibles causas parciales, tanto biológicas como psicosociales, innatas y adquiridas. Bibliografía American Psychiatric Association (1980-1994). Diagnostc and Statistical Manual of Mental Disorders (3rd-4th edns). Washington, DC: American Psychiatric Association. Anthony, E.J. & Cohler, B.J. (eds) (1987). The Invulnerable Child. New York: Guilford. Atkinson, L. & Zucker, K.J. (eds) (1997). Attachment and Psychopathology. New York: Gullford. Bandura, A. (1978). The self system in reciprocal determinism. American Psychologist, 33, 344-358, Bentall, R.P. (1990). The syndromes and symptoms of psychosis. In R.P. Bentall (ed.), Reconstructing Schizophrenia. London: Routledge, pp. 23-60. Bleuler, M. (1972). Die schizophrenen Geistesstirungen im Lichte langjähriger Krankenund Familien geschichten. Stuttgart: Thieme. Bleuler, M. (1981). Einzelkrankheiten in der Schizophreniegruppe? In G. Hober (ed.), Schizophrenie: Stand und Entwicklungstendenzen der Forschung. Stuttgart: Schattauer. Bowlby, J. (1969). Attachment and Loss. Vol. 1, Attachment. London: Hogarth. Bowlby, J. (1973). Attachment and Loss. Vol. 2, Separation. London: Hogarth. Bowlby, J. (1980). Attachment and Loss. Vol. 3, Loss. London: Hogarth. Bowlby, J. (1988). Developmental psychiatry comes of age. American Journal of Psychiatry, 145, 1-10. Brody, E.B. (1981). Can mother-infant interaction produce vulnerabilty to schizophrenia? Journal of Nervous and Mental Disease, 169, 72-81. Brown, G.W. & Harris, T. (1978). Social Origins of Depression. a Study of Psychiatric Disorder in Women. London: Tavistock. Carpenter, W.T. & Strauss, J.S. (1979). Diagnostic issues in schizophrenia. In L. Bellak (ed.), Disorders of the Schizophrenic Syndrome, pp. 291-319. New York: Basic Books. Cicchetti, D. & Cohen, D.J. (eds) (1995). Developmental Psychopatholog. (2 Vols). Chichester: Wiley. Ciompi, L. (1980). Ist die chronische Schizophrenle ein Artefakt? Argumente und Gegenargumente. Fortschritte der Nelirologie und Psychiatrie, 48, 237-248. Ciompi, L. (1982/1988). Affektlogik. Stuttgart: Klett Verlag. Also in English: The Psyche and Schizophrenia. The Bond between Affect and Logic (1988). Cambridge, MA: Harvard University Press.
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Cuando se dificulta la marcha: terapia cognitiva para los trastornos graves T. Michael Vallis Centro Queen Elizabeth II de Ciencias de la Salud, Universidad de Dalhousie, Halifax, Nueva Escocia, Canadá
El desarrollo de la terapia cognitiva durante las dos últimas décadas es algo remarcable. La atenta consideración de la terapia cognitiva por parte de los profesionales de muchas disciplinas (psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, enfermeras, etc.), teóricos y académicos, así como del público, ha generado una asombrosa cantidad de respuestas positivas de todos los sectores. La terapia cognitiva se ha convertido en una de las formas más prominentes, si no la más prominente, de psicoterapia de tiempo limitado. Virtualmente todas las unidades de servicios clínicos ofrecen terapia cognitiva como enfoque terapéutico para una amplia gama de problemas. Del mismo modo, la terapia cognitiva es uno de los temas troncales del currículum de la mayoría de los programas de formación en psicología (p.ej., Howes et al., 1996). Testimonio del crecimiento de la terapia cognitiva es el número de las diferentes variantes que se han identificado. En 1988, Mahoney enumeraba 17 formas diferentes de terapia cognitiva. Aunque la diferenciación específica de la modalidad ha pasado de moda (a favor del acercamiento e integración de las diferentes modalidades) este dato, aunque viejo, refleja el extendido interés en la terapia cognitiva. Al mismo ritmo que el desarrollo de técnicas de intervención se ha producido el número de distintas áreas problemáticas sobre las que se aplica la terapia cognitiva. Entre los problemas para los que la terapia cognitiva parece ofrecer resultados positivos se incluyen la depresión (Elkin et al., 1989; Hollon & Najavits, 1989; Shea, Elkin & Hirshfield, 1989; Vallis, 1992), la ansiedad (Barlow, 1988; Chambless & Gillis, 1996), los trastornos alimentarios (Garner
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& Bemis, 1985; Garner, Fairburn & Davis, 1987), el dolor (Eimer, 1989; Miller, 1991; Turk, 1996), el síndrome del colon irritable (Payne & Blanchard, 1995) y las dificultades maritales (Epstein & Baucom, 1989; Margolin, 1987). Recientemente también se ha prestado atención al uso de la terapia cognitiva para el tratamiento de problemas como el trastorno por estrés postraumático, duelo, depresión post-parto, psicosis y disfunción familiar (véase Alford & Correia, 1994; Dobson & Craig, 1996; Vallis, Howes & Miller, 1991). Desafortunadamente, los datos empíricos que validan la eficacia de la terapia cognitiva no se han producido al mismo ritmo con el que se ha extendido la implementación de los principios de la terapia cognitiva (véase Howes & Vallis, 1996). Dados los positivos datos relativos a la eficacia podría concluirse que la terapia cognitiva ha llegado a la “mayoría de edad”. La terapia cognitiva parece ser muy útil para problemas o áreas problemáticas que definen la mayoría de la gama de experiencias afectivas y, por lo tanto, de la angustia (p.ej., tristeza, miedo, ansiedad, ira y dolor). La terapia cognitiva es además eficiente en el tiempo y, dada la naturaleza central de la relación colaboradora y de la fenomenología, es llevadera para el cliente (Vallis, 1991). Sin embargo, debemos tener presente la necesidad de demostrar, y no asumir, la eficacia, especialmente en las nuevas áreas en las que se implemente. Del mismo modo, cualquier profesional experimentado conoce la frecuencia con que los pacientes individuales presentan problemáticas difíciles que contravienen a la eficacia de incluso los métodos mejor validados. Los casos “difíciles” son, precisamente, el centro de atención del presente capítulo. Específicamente, la finalidad de este capítulo es presentar un meta-modelo de terapia cognitiva que pueda guiar al terapeuta ante el tratamiento de casos que se salgan de los límites tradicionales de la terapia cognitiva. Se comenta la aplicación de la terapia cognitiva al tratamiento de la esquizofrenia y los trastornos de personalidad como forma para ilustrar el uso de este modelo. Este meta-modelo se aprecia mejor en el contexto de la historia evolutiva de la terapia cognitiva. Por lo tanto, comenzaré la presentación por dónde hemos estado, dónde estamos en la actualidad y hacia dónde nos dirigimos en la terapia cognitiva.
¿Dónde hemos estado? La mejor ilustración del modelo científico-práctico de la práctica clínica es la terapia cognitiva. En primer lugar las bases teóricas que subyacen a los modelos cognitivos de psicopatología y cambio han sido claramente operativizados y comprobados (véase Goldberg & Shaw, 1989; Rush & Giles, 1982).
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Sin lugar a dudas, la cognición, en los niveles de contenido, proceso y estructura (Hollon & Kriss, 1984), desempeña un rol significativo pero no exclusivo (Riskind & Steer, 1984; Silverman, Silverman & Eardley, 1984) en la mediación del afecto, la conducta e incluso la motivación1 (p.ej., Prochaska, DiClemente & Norcross, 1992). También, dentro de la terapia cognitiva, el cambio parece producirse a través del proceso de reestructuración cognitiva, aunque no siempre exclusivamente (Simons, Garfield & Murphy, 1984). En segundo lugar, las estrategias de intervención de la terapia cognitiva han sido especificadas y evaluadas. Las técnicas específicas de la terapia cognitiva combinan las técnicas puramente cognitivas con otras conductuales e incluyen técnicas de programación de actividades, dominio y placer, asignaciones de tareas graduales, role play, ensayo cognitivo, experimentación, reestructuración racional y reatribución, entre otros (Beck et al., 1979; J. Beck, 1995). La terapia cognitiva fue, quizá, la primera de las psicoterapias en disponer de un “manual” de terapia (Beck et al., 1979). Tales manuales han sido reconocidos como criterios necesarios para la legitimación terapéutica. Por ejemplo, con el fin de satisfacer los criterios para la inclusión en el listado de la Asociación Psicológica Americana de “tratamientos empíricamente defendidos” debe disponerse de un manual detallado de terapia (Chambless, 1993). En tercer lugar, el modelo de terapia cognitiva ha sido evaluado en estudios de resultados controlados y seleccionados al azar y ha demostrado ser efectivo (Shea, Elkia & Hirschfield, 1989; Hollon & Najavits, 1989). En cuarto lugar, se han desarrollado modelos de formación intramurales y extramurales para facilitar el desarrollo de la competencia del terapeuta (p.ej., en los Centros de Terapia Cognitiva en Filadelfia y California, USA). En quinto lugar, se han generado las metodologías para evaluar la adherencia y competencia del terapeuta y han sido usadas como predictores de resultados (DeRubeis et al., 1982; Dobson, Shaw & Vallis, 1985; Vallis, Shaw, Dobson, 1986). Por ejemplo, dentro del Programa de Tratamiento de la Depresión del Instituto Nacional de Salud Mental (1980-1985) los formadores en terapia cognitiva usaron una escala de competencia (la Escala de Terapia Cognitiva; Donsono, Shaw & Vallis, 1985; Vallis, Shaw & Dobson, 1986) para determinar la disponibilidad de los estudiantes en fase de prácticas para participar en la fase principal de resultados del ensayo como terapeutas cognitivos competentes. Además, durante la fase principal de resultados se evaluó la competencia y se 1.
El modelo transteórico de los estadios del cambio de Prochaska, estrechamente vinculado a los factores cognitivos, proporciona un marco para la evaluación e intervención sobre la motivación para el cambio de conducta. Los constructos claves en la evaluación e intervención son de naturaleza cognitiva, incluyendo la auto-eficacia, el equilibrio al adoptar decisiones (pros y contras del cambio y del no cambio) y las auto-percepciones.
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establecieron criterios para implantar supervisión remedial cuando la competencia fuera inferior a un nivel predeterminado (el concepto de “línea roja”; Shaw, 1984). En sexto lugar, se han identificado los señaladores del proceso para guiar la implementación de las técnicas de intervención. Safran (Greenberg & Safran, 1987; Safran & Muran, 1996) ha dirigido gran parte de este trabajo proponiendo conceptos como “cognición caliente”, inmediatez afectiva y “ruptura de la alianza” para guiar la implementación de la terapia cognitiva. Por último, se han identificado criterios apropiados que faciliten la selección de las personas que son más propensas a responder a la intervención (Safran et al., 1990a,b, 1993). Parece obvio que la terapia cognitiva no es idénticamente idónea para todos los individuos. Los criterios que parecen estar asociados con la idoneidad de la terapia cognitiva basada en un protocolo incluyen la accesibilidad de la cognición y el afecto, la responsabilidad personal ante el cambio, la potencial alianza y las operaciones de seguridad, entre otras (véase Safran et al., 1993). Este listado de credenciales científicas es impresionante y, con toda probabilidad, no ha sido igualado por ninguna otra área de la psicología. La tremenda cantidad de trabajo invertido en el desarrollo y validación de la terapia cognitiva como forma de terapia ha ocupado la atención de científicos y clínicos durante más de una década. Este trabajo de base puede considerarse como el primer estadio (o primera generación) de la terapia cognitiva. Ha sido extremadamente valioso y ha ofrecido a los terapeutas unos cimientos sólidos sobre los que seguir construyendo. Sin embargo, sugeriría que este estadio del desarrollo ha alcanzado su techo, y en la actualidad nos hallamos en el segundo estadio (o segunda generación de la terapia cognitiva).
¿Dónde nos hallamos ahora? Había una vez una terapia cognitiva limitada a pequeños grupos especializados (bien grupos especializados de terapeutas o de pacientes), en primer lugar en instituciones académicas, después en clínicas elitistas. Éste ya no es el caso. En virtud de su éxito, la terapia cognitiva a pasado a ser de “orden público”. En la actualidad la gran mayoría de los psicoterapeutas están familiarizados con la terapia cognitiva. Esto tiene su parte buena, pero también sus inconvenientes, porque la familiaridad no garantiza la competencia. En el mejor de los casos, la sociedad se beneficia de la disponibilidad de una forma altamente efectiva de intervención en las diestras manos de una amplia comunidad terapéutica. En el peor de los casos, los terapeutas familiarizados con el lenguaje y el potencial de resultados de la terapia cognitiva que implemen-
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tan intervenciones con escasa o ninguna formación, comprometen el beneficio que la sociedad extrae de la terapia cognitiva. Recuerdo mi propia ambivalencia personal a mediados de los ochenta tras impartir durante años seminarios sobre terapia cognitiva para la depresión (en colaboración con el Dr. Brian Shaw). Con el paso del tiempo encontrábamos individuos que se consideraban terapeutas cognitivos formados tras una o dos de estas sesiones (competencia por aclimatación), que no incluían supervisión directa ni oportunidades de aprendizaje experiencial. Yo estaba comprometido a promover la diseminación de la terapia cognitiva pero comencé a preocuparme del peligro que conllevaba tan escasa competencia en combinación con el entusiasmo y el exceso de confianza. Mi ambivalencia se agudizó cuando reflexioné sobre mi experiencia como formador de terapia cognitiva en el Programa de Investigación Colaboradora para el Tratamiento de la Depresión del Instituto Nacional de Salud Mental. En este programa no acreditábamos a un terapeuta como competente hasta que éste no hubiera completado satisfactoriamente un seminario de tres días y entre 100 y 150 horas semanales individuales y mensuales grupales de supervisión a lo largo de un período de como mínimo 18 meses, durante los cuales fueran tratados entre cuatro y seis pacientes. Independientemente de las ventajas y desventajas que presenta la popularidad de la terapia cognitiva, se han producido bastantes cambios que han influido sobre la práctica de la terapia cognitiva. En primer lugar, los entornos en los que se implementa la terapia cognitiva se han ampliado desde la práctica clínica, a pacientes externos que acuden a consultas clínicas, a entornos de régimen interno, unidades de salud mental y a la práctica privada. En segundo lugar, los problemas clínicos a los que se aplica también han variado. Los pacientes ya no son seleccionados para que se adapten a la terapia, siendo ésta una condición necesaria en la evaluación empírica de la terapia cognitiva (p.ej., pacientes externos unipolares, depresivos no suicidas que no abusen de sustancias). En lugar de esto la terapia se adapta a las situaciones clínicas en las que trabajan los terapeutas. Así, probablemente sea más apropiado hablar de psicoterapia cognitiva que de subtipos específicos de terapia cognitiva (p.ej., terapia cognitiva para la depresión, terapia cognitiva para la bulimia, etc.). En tercer lugar, los que nos llamamos terapeutas cognitivos disponemos de experiencia suficiente en la implementación de terapia cognitiva “estándar” (p.ej., el formato de 20 sesiones basadas en el protocolo y sintetizadas por Beck et al., 1979) hemos comenzado a apreciar sus limitaciones. De esto se han derivado las revisiones de la teoría y de la técnica. Esto constituye, en mi opinión, el resultado más significativo de la segunda generación de terapia cognitiva. Los constructos fundamentales que pautan estas revisiones
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incluyen: el afecto, el desarrollo, el proceso interpersonal y la relación terapéutica, el constructivismo y la psicoterapia de integración. La experiencia colectiva, basada en décadas de investigación en psicoterapia, muestra unánimemente que los modelos de terapia “causa-única, efectoúnico” son inadecuados. Decir que la depresión está selectivamente “causada” por falsas cogniciones y que el cambio terapéutico está exclusivamente mediado por la “reestructuración cognitiva” no es correcto y ha sido poco útil para el campo. Este enfoque reduccionista ha conducido a la mentalidad de “carreras de caballos” de la evaluación psicoterapéutica (véase Elkin et al., 1985). Es decir, los esfuerzos por descubrir qué terapia es superior a las demás y cuáles son los ingredientes efectivos de una terapia (el malogrado análisis de los componentes) no han producido resultados sólidos en su mayor parte. A pesar de la enorme cantidad de trabajo destinado a estos objetivos, los resultados han sido bastante desmotivadores (en el mejor de los casos) y conducentes a errores (en el peor). Pongamos, por ejemplo, la conclusión general de la literatura comparativa sobre resultados de psicoterapia que “todos han ganado, y todos merecen premios” (Luborsky, Singer & Luborsky, 1975). Ésta es una conclusión falsa que pudiera tener consecuencias directas en el actual clima económico de restricción y recortes sociales. Es más exacto concluir que, probablemente, existe una eficacia diferencial de las diversas psicoterapias. El problema ha residido en la metodología. Investigación reciente basada en el proceso, que contempla las interacciones entre la persona, la situación y la intervención, podría confirmar la eficacia diferencial (Safran & Muran, 1996; Rice & Greenberg, 1984). El trabajo de integración de las psicoterapias ha sido muy influyente (Norcross & Goldfried, 1992). La integración conduce necesariamente a un eclecticismo teórico que supera los límites técnicos tradicionales. Sería corto de vista por parte de los terapeutas cognitivos ignorar este influyente trabajo y tratar de “defender el fuerte” a favor de la terapia cognitiva de protocolo. De hecho, se me ocurre sugerir y espero demostrar, que la terapia cognitiva podría ocupar un puesto de liderazgo entre los modelos integracionistas de intervención. No se puede negar el rol central que desempeña el afecto en la psicoterapia. Sin embargo, los enfoques iniciales de terapia cognitiva colocaban el afecto en una posición secundaria, como un problema a superar más que como un proceso que merece ser reconocido por propio valor (véanse Greenberg & Safran, 1987; Mahoney 1985, 1988). Reconocer la importancia de la experiencia emocional per se en el proceso de cambio ha generado modificaciones en el estilo terapéutico. Pongamos por caso, los señaladores de una cognición caliente y los cambios afectivos que se producen durante la sesión (Greenberg & Safran, 1987). Saber que la cognición y el afecto son inseparables (Greenberg & Safran,
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1987; Leventhal, 1984; Lang, 1979) aumenta la importancia de prestar atención directamente a la emoción. El reconocimiento del papel central del afecto hace que la exploración misma se convierta en una intervención tan importante como la reestructuración racional, el rol play, el ensayo conductual, etc. De hecho, el examen del material afectivamente cargado conduce muchas veces a la descentración, que es una revaloración espontánea, no basada en la racionalidad sino en la elaboración (véase Guidano & Liotti, 1983; Greenberg & Safran, 1987). Inicialmente, la terapia cognitiva adoptó una instancia ahistórica (Beck et al., 1979). La evolución se veía como algo secundario a la experimentación del momento. Sin embargo, la experiencia clínica ha llevado a los terapeutas cognitivos a reconsiderar el rol de la evolución en la disfunción cognitiva, especialmente en relación al procesamiento esquemático. Guidano y Liotti (1983) presentan un excelente modelo de enfoque evolutivo para la terapia cognitiva. Su enfoque se cimenta sobre la teoría evolutiva (Bowlby, 1985) y los modelos estructurales del conocimiento. Distinguen el conocimiento tácito del explícito y subrayan el importante papel del auto-conocimiento en el bienestar y disfunción emocional. Además, Guidano y Liotti (1983), así como otros (Safran et al., 1986; Meichenbaum & Gilmore, 1984) distinguen los acontecimientos cognitivos nucleares de los periféricos. Los acontecimientos cognitivos nucleares se definen por ser centrales a la experiencia del self, a menudo con aparición a comienzos del proceso evolutivo (véase la idea de Young sobre los esquemas maladaptativos tempranos, 1990). Por contraste, los acontecimientos cognitivos periféricos no son centrales a la experiencia del self (véase Safran et al., 1986). Como tal, se considera que los cambios en los procesos cognitivos nucleares conducen a un cambio clínico mayor y más duradero. Las intervenciones destinadas a modificar la estructura cognitiva nuclear están embebidas dentro de una reconstrucción evolutiva e incluyen: el examen/reconstrucción en profundidad de los estadios evolutivos que conducen a la formación de la estructura profunda self-conocimiento (Guidano & Liotti, 1983); la exploración emocional para producir la descentración y diferenciación cognitiva (Safran & Segal, 1990) y el uso de la relación terapéutica para promover el cambio cognitivo (Rothstein & Robinson, 1991). El proceso interpersonal y la naturaleza de la relación terapéutica también se han convertido en elementos fundamentales de los terapeutas cognitivos. Los conceptos de Safran (1990a;1990b) sobre los esquemas interpersonales y los ciclos interpersonales abren nuevas avenidas para la práctica del terapeuta cognitivo. Un esquema interpersonal es “...una representación cognitiva genérica de los acontecimientos interpersonales...” (Safran, 1990a, p. 89) que es “...abstraída sobre la base de las interacciones con las figuras de vínculo y
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que permite al individuo predecir interacciones de un modo que aumente la probabilidad de mantenerse vinculado a esas figuras...” (p. 93, Safran, 1990a). Con estos esquemas interpersonales como base, Safran subraya la naturaleza interpersonal del funcionamiento y de la angustia del individuo y ha desarrollado intervenciones terapéuticas dirigidas a facilitar el cambio, a nivel central, en los esquemas interpersonales. Muchas de estas intervenciones se basan en la exploración detallada de la interacción paciente-terapeuta y su relación con la angustia y los esquemas sobre sí mismo del paciente. La incursión de terapeutas/teóricos cognitivos en áreas externas a los límites tradicionales de la primera generación de terapia cognitiva ha sido muy productiva. Retrospectivamente pueden distinguirse dos modelos conceptuales de terapia cognitiva, cada uno con su propia serie de presupuestos sobre la naturaleza de la cognición en la psicopatología y cada una con su propia serie de pautas de intervención. Estos modelos han sido denominados por Mahoney (1988) como el modelo racionalista y el modelo constructivista de terapia cognitiva. Este trabajo representa el segundo estadio o segunda generación de la terapia cognitiva. Es esencial señalar que la distinción de los enfoques racionalistas de los constructivistas no sólo implica que uno sea mejor que otro. La situación es mucho más equivalente a la evolución que a la revolución. Al distinguir entre estos dos enfoques Mahoney (1985, 1988) subraya las diferencias en la conceptualización de la naturaleza de la realidad (ontología) así como los presupuestos sobre la naturaleza del conocimiento y de los procesos de cambio (epistemología). Los racionalistas contemplan la realidad como algo mayormente externo y estable, algo que puede ser confirmado y validado (p.ej., recogida de datos y búsqueda de evidencias para corregir las distorsiones cognitivas). Por contraste, los constructivistas contemplan la realidad como algo totalmente subjetivo e idiosincrásico, con un énfasis especial en la creación activa de la realidad (Mahoney, 1988). Así, las diferencias relativas en el punto de vista de la realidad pueden encontrarse entre los modelos de terapia influidos por las perspectivas racionalistas (modelos de Beck y Ellis, 1977 ) y los influidos por las perspectivas constructivistas (modelos de Guidano & Liotti y de Mahoney). Los racionalistas y los constructivistas también difieren en sus puntos de vista relativos a la naturaleza del conocimiento y del proceso de cambio. Según la perspectiva racionalista, el conocimiento se valida mediante la lógica y la razón, dando prioridad al pensamiento sobre la emoción. De esto se deriva la idea del control de las emociones mediante el control de los pensamientos. Por contraste, el constructivismo mantiene que el conocimiento es una experiencia cognitivo-conductual-afectiva (Mahoney, 1988). Los racionalistas y los constructivistas difieren también en sus nociones sobre el cambio humano, donde el cambio procede según las relaciones
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de causa-efecto, caracterizadas por el asociacionismo (racionalismo) o vía diferenciación estructural, donde las representaciones mentales se transforman y refinan de un modo evolutivo (constructivismo; Mahoney, 1988). En síntesis, la terapia cognitiva ha superado varias fases evolutivas. En la actualidad existen varios marcos de trabajo diferentes en los que desarrollar conceptualizaciones cognitivas y, a partir de los cuales, planificar las intervenciones. Como resultado, puede identificarse un meta-modelo explícito de terapia cognitiva con teorías de base racionalista y teorías de base constructivista como principales pautas teóricas (Vallis, 1991). Este meta-modelo puede aportar a los terapeutas alternativas sistemáticas a las que recurrir en la conceptualización cognitiva de un caso específico (Howes & Parrot, 1991; Howes & Vallis, 1996).
¿Hacia dónde nos dirigimos? Los terapeutas cognitivos contemporáneos se encuentran en disposición de aprovechar los beneficios de los tremendos esfuerzos productivos realizados durante la primera y la segunda generación de terapia cognitiva. Sin embargo, para ser conscientes de este potencial se requiere de una meta-perspectiva sobre terapia cognitiva. De lo contrario, es posible que los modelos cognitivos se aíslen rígidamente o pierdan su identidad con el eclecticismo metodológico. Una meta-perspectiva permite a los terapeutas cognitivos mantener la fidelidad conceptual/teórica y al mismo tiempo combinar los modelos racionalistas y constructivistas para maximizar la flexibilidad y contemplar elementos de la cognición, el afecto, el desarrollo y la relación. Esto es particularmente importante cuando se trabaja con casos difíciles. Tras la presentación de un meta-modelo de terapia cognitiva, trataré de ilustrar su valor en relación a la terapia cognitiva para la esquizofrenia y los trastornos de personalidad. Estas dos condiciones clínicas son fáciles de yuxtaponer porque parece que la esquizofrenia y los trastornos psicóticos se enfocan mejor siguiendo pautas de un modelo de base racionalista flexible y los trastornos de personalidad mediante un modelo de base constructivista flexible. Terapia Cognitiva: Un meta-modelo Quizá el beneficio más tangible del trabajo pasado sobre terapia cognitiva es la disponibilidad de marcos de trabajo conceptuales para guiar la evaluación y el tratamiento y sin embargo mantener la fidelidad al tratamiento (Howes & Vallis, 1996; Howes & Parrot, 1991). Se han identificado cinco
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Figura 3.1. Niveles de conceptualización en la terapia cognitiva Racionalista CONTENIDO
TRIPARTITO
NUCLEAR VERSUS PERIFÉRICO
CONSTRUCTIVISTA
INTERPERSONAL
Constructivista
series conceptuales específicas: conceptualizaciones basadas en contenido cognitivo exclusivamente; contenido cognitivo versus proceso contenido versus estructura cognitiva (la conceptualización tripartita); procesos cognitivos nucleares versus periféricos; procesos constructivistas y evolutivos y, por último, procesos cognitivo-interpersonales (véase Figura 3.1). Las conceptualizaciones basadas en el contenido se centran en el contenido accesible de la experiencia del paciente; es decir, sus auto-afirmaciones, fuente de conciencia o pensamientos automáticos (p.ej., Meichenbaum, 1977). Existe un considerable apoyo empírico sobre la eficacia de las intervenciones dirigidas al contenido cognitivo en los trastornos de depresión, ansiedad, dolor, ira e impulsividad conductual (véase Hollon & Najavits, 1989). Las intervenciones terapéuticas que emplean este modelo conceptual tienden a ser reduccionistas y basadas en el aprendizaje, con predominio del auto-monitoreo y de la modificación de auto-afirmaciones. Estas intervenciones pueden ser extremadamente efectivas al trabajar con problemáticas cuya naturaleza es muy específica, donde las cogniciones son accesibles, las respuestas observables (p.ej., tolerancia al dolor, control de impulsos) y la alianza de trabajo está intacta (objetivo, tarea y componentes de vínculo; Bordin, 1979). La conceptualización al nivel de los contenidos presenta las ventajas del acceso al material cognitivo que
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influye directamente sobre el afecto y sobre la conducta y de permitir la construcción de un modelo idiosincrásico de la fenomenología del paciente que es inmediatamente verificable para el paciente. Ésta es una ventaja particular al trabajar con poblaciones no tradicionales, donde a priori no existen modelos cognitivos. La principal desventaja reside en que la conceptualización basada en el contenido no contempla procesos o estructuras cognitivas no accesibles. En las conceptualizaciones tripartitas, el contenido, el proceso y la estructura cognitiva constituyen la base de la evaluación y de la intervención (Hollon & Kriss, 1984; Turk & Salovey, 1985). Este modelo se ilustra en el tratamiento de la depresión de Beck y sus colaboradores (Beck et al., 1979). La conceptualización tripartita amplia nuestra comprensión de los problemas del paciente incluyendo elementos cognitivos no conscientes (estilos de procesamiento de información erróneos, presupuestos disfuncionales relativos a la valía personal) pero es limitado porque no incluye la importancia diferencial de unos elementos cognitivos sobre otros, y no contempla factores evolutivos e interpersonales (Howes & Parrot, 1991). El mayor número de intervenciones específicas de terapia cognitiva corresponde a este modelo. Una vez más, la ilustración más clara es la ofrecida en el protocolo de Beck et al. (1979) para el tratamiento de la depresión. J. Beck (1995) publicó un manual claro y detallado sobre el modo de implementar intervenciones cognitivas estándar tanto conductuales (asignación de tareas graduales; role play, etc.) como cognitivas (reestructuración cognitiva; pruebas empíricas, etc.). La conceptualización al nivel de la cognición nuclear se desarrolló a partir del interés por la estructura cognitiva, especialmente de los auto-esquemas. La distinción entre las cogniciones de nivel superficial (periférico) y de nivel profundo (nuclear) ha sido tremendamente útil para guiar a los terapeutas en la selección de objetivos de intervención (Guidano & Liotti, 1983; Safran et al., 1986). Las cogniciones nucleares difieren de las periféricas en que pueden ser usadas para predecir las respuestas emocionales/conductuales del paciente en diferentes situaciones. Se cree que los esfuerzos por modificar las creencias nucleares o centrales generan mucha ansiedad pero también cambios más duraderos (Guidano & Liotti, 1983; Safran et al., 1986). Las conceptualizaciones nucleares parecen facilitar la evaluación y el tratamiento mediante la identificación de las estructuras cognitivas que podrían servir a una función organizadora para el individuo y, por lo tanto, identificar constructos cognitivos (contenido, proceso, estructura) que son estables y generalizables. Las intervenciones asociadas con este modelo conceptual son menos reconocibles que las de los modelos de contenido o tripartito como intervenciones cognitivas estándar, y conllevan la exploración (entrevistas significativas, elaboración de la relevancia del self) y la descentración. Como tales, estas intervenciones tien-
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den a estar más centradas en el afecto que en la técnica. Este enfoque puede ser útil para guiar el tratamiento con poblaciones de pacientes más difíciles, dado su idiosincrásico foco de atención. Entre las desventajas que presenta este enfoque se podrían mencionar que el acceso a las estructuras cognitivas nucleares requiere mucho tiempo y puede no ser apropiada en algunas situaciones terapéuticas; que las creencias nucleares son constructos hipotéticos y que la fiabilidad de la distinción nuclear-periférico es cuestionable, dada la carencia, por el momento, de validación empírica de este enfoque (Howes & Parrot, 1991). Como se ha mencionado previamente, Guidano y Liotti (1983) han desempeñado un rol básico al proponer una conceptualización evolutiva-constructivista de la terapia cognitiva. Este enfoque considera las estructuras profundas como elementos que están a disposición de una base evolutiva. Es decir, los sucesos evolutivos tempranos contribuyen a las estructuras cognitivas nucleares. Así pues, es importante prestar atención al desarrollo cognitivo y emocional del paciente durante la evaluación y el tratamiento. Las intervenciones asociadas con este modelo van más allá de los límites terapéuticos, aunque sigan siendo fundamentalmente cognitivas. Es decir, las características del significado y de la valoración son básicas para estas intervenciones. El cambio en la estructura profunda requiere un examen en profundidad de los estadios evolutivos que han conducido a la formación de la estructura profunda del conocimiento. En consecuencia, los terapeutas influidos por estas ideas dedican grandes cantidades de tiempo a elementos históricos y procesales en comparación con los terapeutas centrados en la solución de problemas y resolución de síntomas. Los defensores de la conceptualización interpersonal, como Safran (1990a,b; Safran & Segal, 1990), subrayan el valor del modelo interpersonal de Sullivan (1953) para la teoría cognitiva. Safran reconoce la importancia del “ciclo cognitivo-interpersonal” y afirma que los factores cognitivos, interpersonales e interaccionales (p.ej., “patrones yo-tú”) están relacionados entre sí y que el procesamiento de información en el mundo real conlleva “cogniciones calientes” (es decir, cogniciones con carga emocional; véanse Greenberg & Safran, 1987; Safran, 1984). Jacobson (1989) también promueve el uso de la relación terapéutica como medio para evaluar, examinar y ayudar al paciente a modificar las creencias nucleares. Una conceptualización interpersonal requiere que el terapeuta preste mayor atención a las cogniciones, conductas y afectos del paciente durante la sesión terapéutica, así como a sus propios sentimientos y respuestas que evoca el paciente (Jacobson, 1989; Rothstein & Robinson, 1991). La relación terapéutica puede ser útil para la identificación de cogniciones nucleares pero también puede convertirse en el medio para desarrollar relaciones interpersonales más sanas. El terapeuta puede centrarse más espe-
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cíficamente en el “aquí y ahora”, puede hacer uso de más técnicas gestálticas para ayudar a manejar las “cogniciones calientes” y puede recurrir estrategias conductuales como el modelado y el rol play dentro del contexto de la relación, así como técnicas cognitivas más estandarizadas (véanse Rothstein & Robinson, 1991; Safran & Segal, 1990). Estos modelos conceptuales conforman una jerarquía de complejidad que puede guiar al terapeuta cognitivo en su trabajo con pacientes que padecen trastornos severos. A medida que se avanza desde los modelos centrados en el contenido hacia los modelos evolutivos e interpersonales, son muchos los elementos que cambian. Estos cambios incluyen tanto aspectos conceptuales como de procedimiento. Conceptualmente, se produce una ampliación desde manejar una cognición accesible (“¿Qué pasa por su mente en este preciso momento?”) a una cognición no accesible (“Usted parece actuar como si necesitara de la aprobación de todos para confirmar que su persona vale la pena”), hasta el afecto, la evolución y las relaciones (“¿Puede ver que su experiencia como niño indefenso ha contribuido a que se considere una persona sin poder y que se relaciona con sus sentimientos de dependencia de mí y de la terapia?”). Procedimentalmente, observamos un movimiento desde las técnicas específicas de la terapia cognitiva (entrenamiento en auto-afirmación, reestructuración cognitiva, etc.) hasta las intervenciones más generales, a menudo combinadas con otros modelos de terapia (p.ej., exploración afectiva, técnica de las dos sillas de la Gestalt). La disponibilidad de múltiples marcos de trabajo permite al terapeuta aproximarse a la conceptualización de un modo flexible, seleccionando el marco que mejor se adapte a las dificultades individuales del paciente. Estos modelos conceptuales, y las intervenciones que les siguen, constituyen un meta-modelo de terapia cognitiva. Este meta-modelo permitirá al terapeuta implementar la terapia cognitiva de una manera muy flexible y mantener la fidelidad al tratamiento incluso cuando se enfrente a elementos que lo dificultan(resistencia). Estos modelos conceptuales deben ser considerados desde el contexto en el que fueron desarrollados. No se excluyen mutuamente sino que son transformaciones evolutivas basadas en los atributos positivos asociados con modelos evolutivamente anteriores. Los terapeutas deberían sentirse motivados a emplear estos modelos como plantillas para guiar el proceso de evaluación, conceptualización y planificación del tratamiento/intervención. Esto es particularmente útil al trabajar con casos difíciles, resistentes al tratamiento o en nuevas áreas en las que el modelo de intervención se encuentra en sus orígenes (p.ej., esquizofrenia o trastornos de personalidad). La plantilla maximiza las opciones del terapeuta porque le permite adoptar alternativas informa-
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das con relación al manejo de la cognición, el afecto, el desarrollo y las relaciones (dentro y fuera de la sesión). En todo caso, el principio de la parsimonia puede ser útil. Salvo que uno tenga pruebas de lo contrario, se puede comenzar por trabajar a partir de modelos basados en el racionalismo. Estos modelos se basan en el aprendizaje y las intervenciones que aplican son de fácil evaluación empírica y su administración es de tiempo limitado. En la medida en que las intervenciones basadas en estos modelos no sean productivas, o en los casos en los que una conceptualización comprensiva requiera ir más allá de la cognición, el terapeuta podría ampliar su modelo para incluir más plenamente el afecto, el desarrollo y las relaciones. A menudo sucede que las intervenciones basadas en el racionalismo ofrecen una eficacia tan limitada que los terapeutas abandonan el modelo cognitivo y adoptan otro modelo teórico, como la terapia dinámica de tiempo limitado, o derivan a los pacientes a farmacoterapia. Aunque otros sistemas de terapia cuenten con puntos fuertes, los terapeutas cognitivos deben saber que existen modelos cognitivos que permiten ser fiel a la terapia y combinar, al mismo tiempo, intervenciones racionalistas y constructivistas. En la Tabla 3.1 se presenta una síntesis esquemática de este meta-modelo de terapia cognitiva. Se identifica la gama de objetivos terapéuticos, entre los que se incluyen la cognición, el afecto, el desarrollo y el funcionamiento interpersonal; además para cada uno de ellos se contrastan el modelo racionalista y el constructivista en términos de contenido conceptual y de enfoque de intervención. Tabla 3.1. Un meta-modelo de terapia cognitiva Constructo
Modelo
Cognición
Pensamientos distorsionados vs. representaciones continuas del self
Afecto
Un problema a resolver vs. un proceso esencial a conocer No importante en relación al presente vs. esencial para la actual experiencia del self Relación terapéutica técnica vs. relación terapéutica como lugar seguro de cambio cognitivo
Desarrollo Funcionamiento interpersonal
Intervención Auto-control para corregir las distorsiones vs. exploración para producir descentración y diferenciación Auto-control vs. exploración Contemplado de un modo global vs. reconstrucción detallada del proceso de desarrollo Atención al contenido externo a la sesión, los problemas reflejan resistencia vs. atención al contenido de la sesión, los problemas son parte necesaria del cambio
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Es de esperar que los terapeutas presten más atención al contenido y al proceso cognitivo que a la estructura cognitiva cuando siguen una perspectiva de base racionalista. Esto se derivaría de considerar el conocimiento como algo validado por la lógica y la razón, dando prioridad al pensamiento sobre la emoción (cuando la persona cambia el modo de pensar, esto mismo cambia su modo de sentir). Por contraste, se esperaría que los terapeutas que adoptan una perspectiva basada en el modelo constructivista presten más atención a la estructura cognitiva que al contenido o al proceso cognitivo. Así, la terapia cognitiva aplicada según una perspectiva racionalista tiende a centrarse en el contenido, es estructurada y está orientada hacia la educación y adquisición de destrezas. En contraste con la terapia basada en una perspectiva racionalista, la terapia basada en el modelo constructivista presta más atención a la estructura cognitiva y a su desarrollo, dentro del contexto de la relación terapéutica. Como se ha señalado anteriormente, Guidano y Liotti (1983) ilustran en detalle este enfoque. El suyo es un enfoque menos didáctico, estructurado y educativo que el de Beck et al. (1979), Meichenbaum (1977) o Rehm (1981). Aunque se pretende un alivio de los síntomas, inicialmente no constituye el centro de atención. En lugar de esto la terapia se orienta hacia la identificación de los esquemas organizativos nucleares. Los terapeutas destinan gran parte de su tiempo a tratar de comprender la fenomenología de los pacientes, entresacar vis-á-vis estos esquemas nucleares (estructura profunda vs. estructura superficial; Arnkoff, 1980). Las intervenciones del terapeuta tienden a ser menos visibles que las derivadas de la perspectiva racionalista. El trabajo del terapeuta ayuda a los pacientes a llegar a apreciar (no aprender) el modo en que se ven a sí mismos y el modo en que esto influye sobre su angustia. Esto se realiza de un modo experiencial (véase Guidano & Liotti, 1983; Mahoney, 1988; Safran & Segal, 1990). Se concede bastante importancia a la descentración (siendo capaz de observar los propios procesos de pensamiento y de apreciar su impacto), frente al desarrollo de estrategias específicas de manejo (p.ej., registros, enfrentarse a los pensamientos negativos automáticos, uso de “tarjetas”; véase Young & Beck, 1982). Además, al seguir una perspectiva constructivista, los terapeutas cognitivos examinan con más detalle el contexto evolutivo del paciente. Tal foco de atención se destina a servir de ayuda para identificar las creencias disfuncionales nucleares y para el proceso de descentración. Así, se concede más peso al proceso terapéutico que a las técnicas de intervención. Los terapeutas que siguen un modelo constructivista, a menudo, hacen más uso de su propia relación con el paciente durante la terapia que los terapeutas guiados por las ideas racionalistas (Jacobson, 1989; Safran & Segal, 1990).
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Como consecuencia de la conceptualización del terapeuta, la terapia cognitiva basada en el constructivismo tiende a ser más flexible y a integrar más terapias no cognitivas que la terapia cognitiva basada en el racionalismo. Sin embargo, corre el riesgo de ser una forma menos sobresaliente de terapia. Este meta-modelo puede aplicarse con énfasis en el proceso terapéutico; es decir, requiere atención para los señaladores que se producen durante la sesión. Como toda psicoterapia se cimienta en la relación terapéutica, éste es el primer elemento a considerar. ¿Puede el paciente relacionarse con el terapeuta de un modo estable, manteniendo límites (entre los dominios cognitivo y cognición-afecto) y basa la naturaleza del intercambio terapéutico en la educación y el pensamiento racional? En tal caso, es probable que las intervenciones de base racionalista sean efectivas; en caso negativo, serían más apropiadas las intervenciones propias de modelos más constructivistas. Aquí se requiere del cauteloso examen de los patrones relacionales pasados del paciente, especialmente las relaciones terapéuticas pasadas. En segundo lugar, para intervenir productivamente sobre la cognición con intervenciones específicas de la terapia cognitiva, el paciente debe ser capaz de acceder a la cognición y de diferenciar las cogniciones asociadas con diferentes afectos y las cogniciones de intensidad variable. En tercer lugar, la capacidad del paciente para experimentar y moderar el afecto es extremadamente importante. Los pacientes capaces de diferenciar entre las emociones (contenido e intensidad) y los capaces de trabajar con el afecto (experimentan la emoción sin amenaza excesiva para que puedan sostener la atención sobre ella y aprender algo) tienden a beneficiarse de las intervenciones con base racionalista. Aunque la responsabilidad científica nos pide que sigamos demostrando, mediante la experimentación controlada, que las aplicaciones novedosas de terapia cognitiva son eficaces, el modelo presentado previamente nos proporciona un marco valioso para guiar la intervención terapéutica en áreas novedosas y para trabajar con casos difíciles. Las áreas más retadoras para la adaptación de la terapia cognitiva son, probablemente, los trastornos psicóticos y los trastornos de personalidad. A primea vista, se podría evitar tratar estos problemas mediante terapia cognitiva. Esto podría justificarse con opiniones equivalentes a: “como la psicosis, por definición, conlleva la pérdida del contacto con la realidad, la terapia cognitiva no tiene nada que ofrecer”. En este mismo sentido, “como los trastornos de personalidad son, por definición, crónicos y de naturaleza evolutiva, los enfoques dinámicos son preferibles a los enfoques cognitivos”. Ciertamente el tratamiento de estos problemas con terapia cognitiva conlleva sus retos, pero el meta-modelo de la terapia cognitiva permite al terapeuta alcanzar dichos retos. Central a esto es la voluntad del terapeuta cognitivo para ser flexible. En la medida en que el terapeuta se
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aferra a un modelo de terapia cognitiva (p.ej., el modelo auto-instructivo de Meichenbaum) o insiste en mantener un protocolo específico (p.ej., el protocolo estándar de 20 sesiones de Beck para el tratamiento de la depresión), la terapia cognitiva tiende a ser de uso limitado para el tratamiento de la psicosis y de los trastornos de personalidad. El terapeuta cognitivo flexible, sin embargo, se encontrará con mucho más que ofrecer al trabajar con casos de psicosis o trastornos de personalidad. A continuación nos referiremos por separado a cada uno de estos problemas. Tratamiento de la esquizofrenia La aplicación de la terapia cognitiva a la esquizofrenia constituye un importante avance. Tradicionalmente, la esquizofrenia ha sido el límite del tratamiento psiquiátrico, con medicación antipsicótica como principal intervención y rehabilitación psicosocial como secundaria (Bellack & Mueser, 1993; Penn & Mueser, 1996). Como tal, las intervenciones psicosociales se han centrado en el entrenamiento en habilidades sociales y en la terapia familiar. Estos dos modelos de intervención se han demostrado efectivos y son componentes importantes en el tratamiento comprensivo de la esquizofrenia. Sin embargo ninguna de estas intervenciones (fármacos anti-psicóticos, entrenamiento en habilidades sociales, terapia familiar), ni su combinación, es suficientemente poderosa como para obviar la necesidad de intervenciones adicionales. Los síntomas positivos resistentes a los fármacos son habituales en la esquizofrenia (véase Tarrier et al., 1993), como también las secuelas psicosociales crónicas. La terapia cognitiva ofrece un gran potencial centrándose específicamente en los aspectos cognitivos del funcionamiento. Sin embargo, convendría señalar que las intervenciones cognitivas deberían ser consideradas como medidas adjuntas al “tratamiento usual” y no como intervenciones alternativas. Para las finalidades de este capítulo el tratamiento de la esquizofrenia es una buena ilustración del modo de implementar la terapia cognitiva flexible de base racionalista (modelos de contenido y tripartito de conceptualización). Las intervenciones de terapia cognitiva para el tratamiento de la esquizofrenia son relativamente recientes y pueden categorizarse como basadas en el proceso (déficits cognitivos) o como basadas en el contenido (sesgos cognitivos). Los enfoques basados en el proceso atienden a las capacidades cognitivas desde una perspectiva neuropsicológica; es decir, atención, concentración y memoria. Estos modelos de intervención suelen ser conocidos como “rehabilitación cognitiva”. Las intervenciones conllevan normalmente el entrenamiento repetitivo en micro-capacidades conceptualizadas como deficientes en
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las habilidades cognitivas de los esquizofrénicos (véase Bellack, 1992, para un comentario crítico relativo a la validez de los déficits cognitivos especificados). Los esfuerzos de rehabilitación cognitiva han sido equiparados con la rehabilitación cognitiva empleada en los casos de daños cerebrales traumáticos (véase Spring & Ravdin, 1992). El potencial de rehabilitación cognitiva ha sido subrayado por diferentes autores (Spring & Ravdin, 1992; Brenner et al., 1992; Liberman & Green, 1992)2. Las intervenciones basadas en el contenido son más familiares para la terapia cognitiva. Alford y Correia (1994) revisan la terapia cognitiva para la esquizofrenia y sugieren que entre las características claves para un intervención satisfactoria se encuentran la atención especial al mantenimiento de una relación terapéutica de trabajo, el auto-concepto vinculado a la experiencia de síntomas psicóticos y las intervenciones directivas que subrayen la adopción de una perspectiva (descentración) sobre el desafío de la validez de las creencias. Aunque sean escasos los estudios relativos a la aplicación de la terapia cognitiva a la esquizofrenia (especialmente a los síntomas psicóticos positivos), de muchos estudios pueden extraerse elementos motivadores. Chadwick et al. (1994) compararon la comprobación empírica de creencias (examen de realidad) con el desafío verbal de síntomas psicóticos en un pequeño diseño (n = 1, línea base múltiple de diferentes sujetos) y hallaron pruebas de que el desafío verbal era más efectivo que la comprobación empírica (en contra de la opinión general dentro de la terapia cognitiva). Curiosamente, la comprobación empírica era más efectiva cuando iba seguida de desafío verbal que cuando iba precedida por éste (Chadwick et al., 1994). Bentall, Haddock y Slade (1994) proponen un modelo cognitivo de alucinaciones auditivas en el que los sucesos mentales son erróneamente atribuidos como externos al self en el contexto de creencias y expectativas específicas, todas ellas objetivos de la terapia cognitiva. Presentan datos preliminares que defienden la eficacia de 2.
Brenner et al. (1992) describen el Tratamiento Psicológico Integrado, que conlleva cinco fases jerárquicas: diferenciación cognitiva, percepción social, comunicación verbal, habilidades sociales y resolución de problemas interpersonales. La diferenciación cognitiva implica el aprendizaje de discriminación de estímulos, formación de conceptos y estrategias sistemáticas de investigación. El entrenamiento en percepción social conlleva el entrenamiento gradual en discriminación social. La comunicación verbal se destina a los aspectos receptivos y expresivos de la comunicación, el uso de la repetición, el parafraseo y las técnicas de comunicación interactiva. Los dos últimos elementos del programa, las habilidades sociales y la resolución de problemas interpersonales, conlleva el uso de métodos estandarizados de terapia conductual (modelado, role play y feedback directivo) con especial énfasis en los componentes cognitivos de estas tareas. Brenner et al. manifiestan haber recogido datos positivos, aunque preliminares, que defienden la eficacia del Tratamiento Psicológico Integrado para el fomento de la atención, la formación de conceptos y el pensamiento abstracto (aunque véase Bellack, 1992; Hogarty & Flesher, 1992).
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terapia de focusing (auto-monitoreo, análisis detallado de la forma y del contenido de las alucinaciones, reatribución) con un pequeño número de esquizofrénicos. Tarrier et al. (1993) compararon el entrenamiento en destrezas de afrontamiento con la terapia de resolución de problemas con respecto a su eficacia para los síntomas residuales positivos. Ambas intervenciones producían cambios, a diferencia del período de tiempo de espera para los sujetos control, con algunos datos que sugieren que el entrenamiento en habilidades de afrontamiento era superior a la resolución de problemas. Las intervenciones no producían cambio en los síntomas negativos y las expectativas de beneficio del tratamiento no desempeñaron ningún rol en el resultado de este estudio (Tarrier et al., 1993). Garety et al. (1994) hallaron datos sobre un ensayo preliminar controlado que comparaba la terapia cognitiva con el tratamiento usual en un pequeño grupo de esquizofrénicos. El protocolo de terapia cognitiva era complejo e individualizado, incluyendo los siguientes componentes: reducción de la angustia secundaria a la experiencia de síntomas psicóticos (Strauss et al., 1989), aumento de la comprensión de la enfermedad y el desarrollo de la motivación para el auto-control y la reducción de la indefensión. Las intervenciones específicas incluían la reestructuración cognitiva estándar para afrontar los síntomas positivos (à la Beck et al., 1979), reclasificación y educación (terapia de normalización; Kingdon & Turkington, 1994), establecimiento de objetivos y modificación de creencias delirantes y presunciones disfuncionales. Los resultados de todos estos estudios, aunque no concluyentes, son motivadores y sugieren que la terapia cognitiva puede desempeñar un papel importante en el tratamiento de la esquizofrenia y de trastornos psicóticos vinculados a ella. El meta-modelo de terapia cognitiva previamente identificado es ideal para guiar a los terapeutas cognitivos en esta dirección. Los estudios disponibles señalan que en la implementación de la terapia cognitiva con esquizofrénicos se requiere una atención especial a la relación terapéutica, a la flexibilidad, a la reestructuración cognitiva basada en la exploración, a la diferenciación, a la funcionalidad (no en comprobaciones de la validez externa) y a la reconstrucción evolutiva (Garety et al., 1994). Aunque los primeros datos, particularmente los de Meichenbaum y Cameron (1973) promovieron la conceptualización basada en el contenido de la terapia cognitiva (es decir, entrenamiento auto-instructivo) para la esquizofrenia, la réplica de estos datos no ha sido muy alentadora (Bellack, 1992). En lugar de esto, predomina un modelo tripartito de conceptualización, con una atención particular al contenido y a la estructura. La necesidad de flexibilidad es mayor, dado que la naturaleza de los síntomas (p.ej., la ideación paranoide) deteriora fácilmente la relación terapéutica (son frecuentes las rupturas de
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alianzas; véase Safran & Muran, 1996) y algunas de las intervenciones confrontadoras pueden elicitar síntomas (p.ej., la generación alternativa y el cuestionamiento socrático pueden aumentar la paranoia). El manejo de la relación terapéutica requiere una atención especial, dirigido menos por el terapeutacomo-educador y más por la idea del examen colaborador. La temporalización de las intervenciones sobre la base de la calidad de la alianza, es un factor crítico. El terapeuta debe ser capaz de alternar las actividades de reestructuración cognitiva con las actividades de normalización y con la exploración de un formato extremadamente flexible. Si se contempla la terapia cognitiva como un meta-sistema, y no como un protocolo, se maximiza esta flexibilidad. El único modo de conservar este grado de flexibilidad consiste en mantenerse centrado en el proceso (“en el momento”) y no centrado en el contenido. Es probable que el trabajo desde un protocolo de modelo único sea insuficientemente flexible para el tratamiento de la esquizofrenia. Los modelos exclusivamente racionalistas pueden ser excesivamente rígidos, porque la naturaleza de la relación terapéutica se basa en el modelo “estudiante y profesor”. Este rol diferencial puede ser idóneo en algunos momentos, pero en otros podría evocar sospechas y amenazar la confianza. Del mismo modo, un modelo exclusivamente constructivista podría exagerar la exploración. Con los problemas del tipo neurótico, la exploración atenta (guiada por la inmediatez y centralidad afectiva) conduce, a menudo, a la diferenciación cognitiva, a la descentración y a la revaloración espontánea. La cognición psicótica no suele estar asociada a la revaloración espontánea y suele requerirse un atento reanálisis (es decir, reestructuración cognitiva) para que se produzca el cambio. La terapia normalizadora requiere también el ensayo guiado, preferentemente desde la perspectiva racionalista. Garety et al. (1994) ilustran el modo en que debe incorporarse el papel del desarrollo a la terapia para la esquizofrenia. En su descripción de intervenciones destinadas a presupuestos disfuncionales subrayan que: ...para contemplar tales presupuestos el terapeuta comienza por clarificar la naturaleza de estos presupuestos. La mayoría de las veces lo hace mediante una evaluación longitudinal, un proceso que conlleva el cuestionamiento sobre los orígenes de los presupuestos y el modo en que influyeron sobre la vida de la persona desde el momento en que comenzaron a estar presentes. Una vez clarificados los presupuestos disfuncionales, se emplean los procedimientos de la terapia cognitiva para reestructurar tales presupuestos y para desarrollar una auto-valoración más adaptativa y positiva... (p. 263).
La importancia de la reconstrucción evolutiva es obvia para esta terapia y se encuentra entre los enfoques más comprensivos de la terapia cognitiva para el tratamiento de la esquizofrenia.
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Se requiere aún investigación conceptual y empírica para evaluar el valor de la terapia cognitiva para el tratamiento de la esquizofrenia y los trastornos psicóticos en general. Aun así parece obvio que independientemente del protocolo o protocolos que se empleen, éste o éstos han de ser extremadamente flexibles, han de tener un foco de atención muy especial en la relación y en el mantenimiento de la alianza terapéutica para el trabajo, y han de ofrecer intervenciones de reatribución (normalización), reestructuración y exploración. El meta-modelo de terapia cognitiva aquí presentado será útil tanto para dirigir estudios de investigación a gran escala en el proceso de determinación del protocolo como también para dirigir al terapeuta individual en el trabajo de áreas novedosas o en casos particularmente difíciles. Tratamiento de Trastornos de Personalidad Es opinión bastante generalizada que los individuos con trastornos de personalidad tienden a presentar casos terapéuticos difíciles. La naturaleza de los trastornos mismos, en términos de cronicidad, generalidad y auto-percepción dificultan el cambio, sobre todo el cambio duradero. Sin embargo, es importante considerar la terapia cognitiva al tratar el trastorno de personalidad por múltiples razones. En primer lugar, las personas con trastorno de personalidad muestran muchos de los síntomas para los que la terapia cognitiva se ha demostrado altamente efectiva (depresión, ansiedad; véanse Mavassakalian & Hamann, 1988; Millon, 1981; Shea et al., 1987). De hecho, cuanto más severo sea el trastorno de personalidad, más probable es que el individuo muestre síntomas clínicos de angustia (Millon, 1981). En segundo lugar, dado que la terapia cognitiva ha recibido un intenso apoyo empírico en el tratamiento de muchos síntomas, merece la pena implementarla con los trastornos de personalidad sobre la base exclusiva del impacto. Debe manifestarse, sin embargo, que casi no existen datos empíricos que validen la terapia cognitiva como tratamiento para los trastornos de personalidad. La eficacia debe ser demostrada y no asumida. Algunas de las características específicas de la terapia cognitiva que ofrecen potencial para el tratamiento del trastorno de personalidad son: su foco fenomenológico, que puede ser útil en el desarrollo de una fuerte alianza terapéutica, obviamente algo que constituye un reto al tratar trastornos de personalidad; el desarrollo activo del auto-control, un gran déficit en la mayoría de los individuos con trastornos de personalidad; la flexibilidad terapéutica que permite combinar las estrategias de resolución de problemas con atención a los procesos disfuncionales subyacentes y los recientes avances teóricos que se adaptan particularmente bien al trastorno de personalidad.
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El trabajo con los trastornos de personalidad ilustra el valor del metamodelo previamente presentado. En contraste con la esquizofrenia, a la que se adaptan apropiadamente bien los modelos conceptuales de contenido y tripartito, los modelos conceptuales constructivista-interpersonal son los más idóneos para los trastornos de personalidad. La flexibilidad, basada en el proceso terapéutico inmediato, es básica para este trabajo. Se requiere flexibilidad tanto en la conceptualización como en la intervención. Estos enfoques de terapia cognitiva para los trastornos de personalidad que especifican modelos cognitivos altamente diferenciados para cada uno de los diferentes trastornos de personalidad (modelos que sirven como piedras angulares para la intervención) pasan por alto lo que se conoce sobre la naturaleza de los trastornos de personalidad como categorías diagnósticas (Beck et al.,1990; Young, 1990). Existen múltiples pruebas de que los diagnósticos de trastorno de personalidad constituyen prototipos dimensionales y no categorías discretas (Cantor & Genero, 1986; Cantor et al., 1980; Frances & Widiger, 1986; Millon, 1986; Widiger et al., 1987). Los prototipos describen un ideal teórico o estándar contra el que las personas reales no pueden compararse e incluyen la mayoría de las características comunes de los miembros de una categoría (Millon, 1986). Dentro de un modelo prototípico, las categorías no son homogéneas, no presentan límites distintivos y las características que los definen varían con respecto a su validez (Frances & Widiger, 1986). Como tal, uno puede esperar una enorme variabilidad en la presentación entre individuos con el mismo diagnóstico de trastorno de personalidad y un mayor solapamiento entre los diagnósticos (es decir, una mayor proporción de diagnósticos mixtos de trastorno de personalidad). El aumento de variabilidad que se deriva del modelo prototípico de trastorno de personalidad implica la necesidad de un enfoque altamente ideográfico al trabajar con esta población. En el mejor de los casos el perfil cognitivo de cualquier categoría de trastorno de personalidad es prototípico. Hasta disponer de datos validantes, parece más apropiado centrarse en las adaptaciones estándar del protocolo cognitivo basadas en el proceso, que recurrir a intervenciones sobre conceptualizaciones categoriales cuya validez no ha sido demostrada aún. La implementación satisfactoria de las intervenciones cognitivas estandarizadas requiere que el paciente presente las siguientes características: capacidad para ver los problemas de un modo que sea compatible con la justificación de la terapia cognitiva; voluntad para aprender estrategias de afrontamiento y aceptar al terapeuta como educador; capacidad para implementar las técnicas de la terapia cognitiva (p.ej., monitorear y registrar pensamientos disfuncionales, recoger pruebas, role play, desafío de pensamientos negativos) y capacidad para seguir un enfoque estructurado. Muchos estudios recientes han confir-
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mado que estas características son básicas para la eficacia de la terapia cognitiva (Fennell & Teasdale, 1987; Persons, Burns & Perloff, 1988). Curiosamente, Persons, Burns y Perloff también manifiestan que la presencia del trastorno de personalidad era un predictor significativo de la terminación prematura en su estudio con pacientes depresivos externos que acudían a consulta privada. Safran et al. (1990a, 1993), hallaron que la idoneidad de la terapia cognitiva de corta duración (evaluada mediante la escala de entrevista de la Idoneidad para la Terapia Cognitiva de Corta Duración) predecía los resultados en un grupo mixto de ansiosos-depresivos3. Muchos, si no la mayoría, de los individuos con trastornos de personalidad presentarían puntuaciones muy bajas en los ítems de esta escala, sugiriendo una escasa idoneidad para la terapia cognitiva. Datos recientes recogidos por Vallis, Howes y Stande (en imprenta) lo confirman. En este estudio, el grado de disfunción de personalidad se evaluaba mediante el Personality Disorders Examination [Prueba de Trastornos de Personalidad; Loranger, 1988] y la idoneidad para la terapia cognitiva se evaluaba mediante la Escala de Idoneidad sobre un grupo de pacientes psiquiátricos mixtos. Los resultados confirmaban una relación negativa entre el grado de disfunción de personalidad y la idoneidad para la terapia cognitiva estándar en varias de las categorías de trastorno de personalidad del DSM-III-R. Parece haber un conflicto entre lo que se sabe sobre las características generales de los individuos con trastornos de personalidad y lo que se conoce sobre la terapia cognitiva basada en el protocolo y su forma de funcionamiento. Los individuos con trastornos de personalidad presentan, por definición, problemas duraderos que deterioran su funcionamiento adaptativo a diferentes niveles, incluyendo factores relativos a sí mismos, al funcionamiento interpersonal y a la adaptación de roles. La presencia de estas características tiende a interferir con muchas de las características de la terapia cognitiva orientada en la estructura y en las técnicas. Esto sugiere que la terapia cognitiva debería ser adaptada para incluir los problemas particulares presentados por los individuos con trastornos de personalidad. Obviamente, un criterio importante sobre el que juzgar la validez de los actuales modelos cognitivos para la terapia cognitiva con el trastorno de personalidad es el grado en que estos elementos son contemplados. Existen varios modelos de terapia cognitiva propuestos para el tratamiento del trastorno de personalidad. Los modelos pueden dividirse en basados en el contenido frente a los basados en el pro3.
Esta escala evalúa: la accesibilidad a los pensamientos automáticos; la conciencia y diferenciación de las emociones; la aceptación de responsabilidad personal para el cambio; la compatibilidad con la justificación de la terapia cognitiva; el potencial de alianza (dentro y fuera de la sesión); la cronicidad de los problemas; las operaciones de seguridad y el optimismo/pesimismo del paciente.
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ceso. Los enfoques basados en el contenido han sido presentados por Beck et al. (1990), Young (1990) y Turner (para el Trastorno de Personalidad Límite, 1989) y han sido revisados por Howes y Vallis (1996). Aunque muy descriptivos y, por lo tanto, clínicamente valiosos, estos modelos se ven amenazados por su cuestionable validez diferencial de las mismas categorías del trastorno de personalidad. Los enfoques basados en el proceso han sido propuestos por Vallis y sus colaboradores (Howes & Vallis, 1996; Rothstein & Vallis,1991; Vallis, 1991) para los trastornos de personalidad en bloque y por Linehan (1993) para tratar el trastorno de personalidad límite. El modelo de Vallis y sus colaboradores ilustra el meta-modelo de terapia cognitiva. Como los individuos con trastorno de personalidad presentan dificultades para seguir muchas de las tareas específicas de la terapia cognitiva, ésta se implementa mejor dentro del contexto de un modelo conceptual que integre la técnica con las variables del proceso (como el desarrollo de las auto-creencias disfuncionales, los esquemas interpersonales y el significado de la relación terapéutica). Esto requiere adaptaciones conceptuales, procedimentales y procesales de muchas de las prácticas habituales de la terapia cognitiva. Conceptualmente, la terapia cognitiva debe ser considerada como una forma de psicoterapia sistémica, integrada, donde la atención principal de la terapia resida en las creencias disfuncionales relativas al self y al propio mundo (es decir, creencias nucleares; Safran et al., 1986), y en la que la conceptualización del terapeuta incluya procesos cognitivos, tanto conscientes (pensamientos automáticos) como no conscientes (esquemas disfuncionales; Turk & Salovey, 1985). Los modelos constructivista-evolutivo e interpersonal de terapia cognitiva, descritos previamente, sirven como guía para la intervención. Los constructos contemplados por estos modelos coinciden estrechamente con los problemas presentados por los pacientes con trastorno de personalidad. La integración del modelo constructivista-evolutivo en la terapia cognitiva para el tratamiento de trastornos de personalidad presenta muchas ventajas. En primer lugar, hay una mayor flexibilidad que permite al terapeuta seguir más de cerca al paciente. En segundo lugar, hay una mayor atención destinada a los elementos evolutivos. En tercer lugar, se presta más atención al proceso de la terapia, incluyendo el significado de la misma relación terapéutica. Esto permite incluir una amplia gama de elementos del problema, como la confianza, intimidad y resistencia. Procedimentalmente, se requiere la modificación de la estructura de la terapia cognitiva por la dificultad de los pacientes con trastorno de personalidad para aspectos como la compatibilidad con la justificación de la terapia cognitiva, la capacidad para implementar tareas de casa, etc. Se recomiendan las siguientes adaptaciones estructurales: la terapia cognitiva no debería estar
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guiada por un límite estricto sobre el número de sesiones y la estructura de una sesión individual debería orientarse por los aspectos relevantes del proceso, frente al protocolo estándar. La atención al proceso de la terapia cognitiva es importante porque el desarrollo y el mantenimiento de la alianza terapéutica de trabajo con estos pacientes suele ser algo tenue en ocasiones. El terapeuta debe ser muy sensible al estado de la alianza y el establecimiento y mantenimiento de la alianza funcional requiere mucho esfuerzo (Jacobson, 1989). Por esta razón el terapeuta debería estar preparado para desviarse de las intervenciones continuas o programadas, con el fin de mantener la alianza. De hecho, la relación entre el paciente y el terapeuta se convierte en un importante instrumento terapéutico (Jacobson, 1989; Safran & Segal, 1990; Rothstein & Robinson, 1991; Young, 1990). Como parte de la relación, el examen de la resistencia como forma de auto-protección constituye a menudo un foco terapéutico. Rothstein y Vallis (1991) apuntan las estrategias generales para implementar la terapia cognitiva centrada en el proceso con pacientes con trastorno de personalidad, que está compuesta por dos fases principales. La primera fase conlleva el desarrollo de una conceptualización cognitiva comprensiva del problema y la segunda fase el uso de estrategias activas de intervención basadas en esta conceptualización. Al desarrollar la conceptualización del caso es esencial tener presentes varios elementos y su significado. Entre los elementos a considerar se incluyen: la comprensión de los síntomas presentados por el paciente en el contexto de su situación presente y su historial evolutivo (p.ej., la disfunción presente puede reflejar patrones persistentes que fueron funcionales en un momento pasado de su desarrollo); la consideración del proceso terapéutico y el modo en que puede usarse para generar una conceptualización comprensiva (p.ej., examen detallado de las reacciones del paciente ante el proceso de evaluación/tratamiento, y cómo se relaciona esto con los procesos inter e intrapersonales importantes); la exploración de los procesos cognitivo-evolutivos (p.ej., trazado del origen y mantenimiento de las creencias sobre sí mismo) y, por último, la conceptualización de los esquemas nucleares. Al implementar este enfoque de terapia cognitiva basado en el proceso y guiado por el modelo constructivista, son importantes las estrategias cognitivas y las conductuales, pero éstas no son la única característica definitoria. El peso del esfuerzo terapéutico inicial reside en ayudar al paciente a identificar, apreciar y reevaluar los procesos disfuncionales nucleares. Las estrategias para conseguirlo consisten en una exploración de los pensamientos, creencias y presupuestos del paciente, las cogniciones nucleares y periféricas del paciente, las relaciones afecto-cognición y la capacidad de descentración del paciente (véanse Rothstein & Vallis, 1991; Safran & Segal, 1990). Las intervenciones incluyen las
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estrategias cognitivo-conductuales estándar de cambio, así como el uso de la relación terapéutica para facilitar la revaloración de los esquemas sobre uno mismo y sobre las relaciones interpersonales, y la atención al contexto evolutivo del paciente para facilitar la revaloración de los esquemas sobre sí mismo.
Resumen En este capítulo se ha tratado de presentar un meta-modelo de terapia cognitiva que permite alcanzar diversos objetivos. En primer lugar, este modelo integra una tremenda cantidad de conocimiento científico acumulado sobre la validez del enfoque de terapia cognitiva para la evaluación y tratamiento de la psicopatología. En segundo lugar, la vinculación de los modelos conceptuales cognitivos disponibles con una dimensión racionalista-constructivista maximiza la flexibilidad de la terapia cognitiva. Un resultado importante de este vínculo es que el terapeuta cognitivo puede ser flexible y mantenerse, al mismo tiempo, fiel al tratamiento. En tercer lugar, los usos de esta meta-modelo se ilustran en dos áreas de intervención relativamente novedosas y relativamente difíciles: la esquizofrenia y los trastornos de personalidad. Estas dos condiciones clínicas se podrían yuxtaponer porque parecen requerir que el terapeuta haga un uso pleno del meta-modelo; centrado en los modelos de contenido-tripartitos al trabajar con la esquizofrenia y en modelos constructivistas al trabajar con trastornos de personalidad. El meta-modelo no pretender implicar que no haya una combinación entre modelos y un movimiento de un modelo al siguiente. Precisamente esta fluidez constituye uno de los puntos fuertes del modelo. Es obvio que debemos prestar atención a los estudios empíricos de la terapia cognitiva en aplicación a poblaciones no tradicionales. Si los resultados de los estudios de la primera generación de la terapia cognitiva sirven como indicadores, el futuro de la terapia cognitiva que se avecina es brillante.
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La evaluación de modelos de trabajo disfuncionales relativos al self y a los otros en pacientes con trastornos graves: un estudio preliminar internacional Carlo Perris, David Fowler, Lars Skagerlind, Oliver Chambon, Lisa Henry, Jörg Richter, José Valls Blanco, Annete Schaub, Massimo Casacchia, Rita Ronconi y Paul Schlette Instituto Sueco de Psicoterapia Cognitiva, Estocolmo, Suecia
Muchas de las contribuciones de este libro han subrayado que un aspecto fundamental de las adaptaciones conceptuales de la psicoterapia cognitiva (PTC), que han sido necesarias para tratar a pacientes severamente dañados con un trastorno de personalidad, son los puntos de vista básicos sobre el self y sobre los otros y las creencias nucleares básicas (Freeman & Leaf, 1989; Beck et al., 1990; Rothstein & Vallis, 1991; Wessler, 1988). En suma, podría decirse que uno de los principales elementos del tratamiento de tales pacientes son los auto-esquemas disfuncionales y su reestructuración. El término auto-esquema “disfuncional” se deriva de teóricos que han empleado conceptos como auto-esquemas (Markus, 1977; Fong & Markus, 1982), modelos internos de trabajo de sí mismos y de los demás (Bowlby, 1969; Main, 1991; Guidano & Liotti, 1983; Perris, 1993; Perris & Perris, 1998), esquemas interpersonales (Safran & Segal, 1990) y esquemas maladaptativos tempranos (Young, 1990) para describir estructuras cognitivas asentadas en la memoria, a las que se accede mediante señales de amenaza y que supuestamente representan los resultados de aprendizajes socio-emocionales tempranos y de la adaptación a las amenazas emocionales. Además, en lo que respecta a la psicoterapia cognitiva (PTC) con pacientes que padecen esquizofrenia, el objetivo último de un enfoque metacognitivo, tal y como manifiestan Perris y Skagerlind (en el presente volumen), es lograr la
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reestructuración o, como mínimo, una modificación sustancial, de los modelos internos disfuncionales de trabajo sobre uno mismo y sobre los demás. Sin embargo, a pesar de tal énfasis sobre los esquemas nucleares en la PTC de pacientes con diagnosis de trastorno de personalidad o de esquizofrenia, casi se carece por completo de investigación relativa a la evaluación sistemática de los esquemas disfuncionales en este tipo de pacientes. Refiriéndose a este hecho, Hammen (1993) ha señalado que aunque haya ciertas especulaciones sobre los contenidos y las características de los esquemas sostenidos por personas con diferentes trastornos, y en particular con los trastornos de personalidad, los esfuerzos por verificar o medir tales constructos han sido escasos. Schmidt et al. (1995) coinciden con esta opinión. Estos autores manifiestan que a pesar del rol central que se presupone desempeñan los esquemas en la conceptualización cognitiva y en el tratamiento de los trastornos de personalidad, existen pocas pautas sobre la identificación y la evaluación de esquemas. Hammen subrayaba particularmente que, aunque el concepto modelo de trabajo sugerido por Bowlby es muy importante, por ejemplo para una definición de vulnerabilidad a la depresión, todavía estamos en espera del desarrollo de medidas de representaciones sobre los otros y sobre uno mismo en las relaciones. Una consideración similar se aplica al concepto de esquemas interpersonales propuesto por Safran y Segal (1990). Los cuestionarios de auto-informe, a pesar de sus limitaciones (Segal, 1988; Hammen, 1993), siguen constituyendo aún el modo más popular de operativizar conceptos de auto-esquema. El instrumento más habitualmente utilizado para evaluar presupuestos disfuncionales asociados con emociones disfóricas es la Escala de Actitudes Disfuncionales [Dysfunctional Attitude Scale (DAS; Weissman, 1979; Weissman & Beck, 1987)]. Se supone que la Escala de Actitudes Disfuncionales identifica los presupuestos que subyacen al pensamiento idiosincrásico típico de la depresión (Beck, 1984), incluso aunque su especificidad haya sido cuestionada (véase más abajo). Originalmente, se desarrollaron dos formatos paralelos de 40 ítems (DASA y DAS-B), que se suponían equivalentes. Sin embargo, las repetidas investigaciones (p.ej., Parker, Bradshaw & Blignault, 1984; Oliver & Baumgart, 1985) no han logrado defender la hipótesis de la equivalencia, porque las dos formas parecen medir diferentes constructos. Aparentemente se ha prescindido de la DAS-B y sólo se ha usado la DAS-A en los trabajos de investigación, especialmente en estudios relativos a la vulnerabilidad cognitiva para la depresión y al efecto de la PTC sobre los trastornos depresivos. La DAS-A presenta una razonable fiabilidad y validez de constructo. Los resultados obtenidos en diferentes muestras de pacientes depresivos con esta
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escala han sido coherentes, con puntuaciones medias de 140-150 en diferentes estudios (Dobson & Shaw, 1986; Parker, Bradshaw & Blignault, 1984; Hollon, Kendall & Lumry, 1986; Peselow et al., 1990; Fava et al., 1994). En controles sanos se han hallado puntuaciones significativamente inferiores (valores medios 100-115) (Weissman, 1979; Parker et al., 1984; Dobson & Shaw, 1986; Peselow et al., 1990; Hollon, Kendall & Lumry, 1986). Por otra parte, se ha observado repetidas veces una reducción significativa en las puntuaciones medias, con valores medios dentro del intervalo normal, en pacientes depresivos que responden a tratamiento farmacológico (para una revisión, véase Blackburn, 1988). Tal reducción en la puntuación de la DAS en relación a cambios en la gravedad de la depresión, independientemente de cualquier tratamiento con psicoterapia cognitiva, sugiere que las puntuaciones altas en la DAS son más dependientes del estado, que de una variable de rasgo que podría considerarse como señalador de vulnerabilidad para la depresión (Hollon, Kendall & Lumry, 1986; Blackburn, 1988; Dohr, Rush & Bernstein, 1989; Peselow et al., 1990; Fava et al., 1994; Miranda & Persons, 1988). Por otra parte, Reda et al. (1985) demostraron que, aunque muchos de los 37 ítems del DAS que habían sido incluidos en un estudio longitudinal de creencias depresivas en pacientes tratados con antidepresivos tricíclicos mostraban un cambio significativo hacia el final del episodio depresivo de cada paciente, cinco parecían ser las creencias más resistentes al cambio, persistiendo incluso un año después. Las creencias que no cambiaban sugieren una actitud hacia uno mismo correspondiente a lo que en términos de los modelos de trabajo interno de Bowlby sería denominada confianza compulsiva en sí mismo. El hallazgo de Reda y de sus colaboradores es muy importante porque permite apreciar la necesidad de diferenciar entre los presupuestos más centrales (presupuestos nucleares), que se considerarían resistentes a cambios en los niveles de psicopatología y las actitudes más periféricas que podrían ser consideradas como más dependientes del estado. Sin embargo, que sepamos, no se ha publicado ninguna réplica de ese estudio. En este mismo orden, se ha hallado escasa especificidad de la DAS en comparaciones realizadas entre poblaciones depresivas y esquizofrénicas (Hollon, Kendall & Lumry, 1986), sugiriendo que en lugar de sonsacar una estructura cognitiva única de los depresivos, las puntuaciones de la DAS podrían reflejar simplemente una angustia general o un factor de auto-valía asociado al trastorno psiquiátrico (Segal & Shaw, 1986; Segal, 1988). En la literatura no hemos podido localizar estudios que hayan empleado la DAS con pacientes que sufren un trastorno de personalidad. Hollon, Kendall y Lumry (1986) encontraron puntuaciones altas en la DAS (media
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154.3) en un pequeño grupo de pacientes esquizofrénicos no depresivos. Este resultado es coherente con otro de un estudio publicado por Silverman, Silverman y Eardley (1984), quienes hallaron una media de 148.1 en un grupo de controles esquizofrénicos no depresivos. Resultados no publicados aún y obtenidos en pequeñas series de pacientes esquizofrénicos por Fowler y sus colaboradores (media 145.6, DS 23.3, n = 14) y por Skagerlind y Perris (media 138.2, DS 37.5, n = 28) apuntan también hacia las puntuaciones medias que son superiores a las medias normativas de sujetos no pacientes, y muy cercanas a las obtenidas por pacientes depresivos. Como sugería Segal (1988) muy probablemente, una puntuación total en la DAS es una medida bruta para evaluar cogniciones disfuncionales específicas de cualquier trastorno mental. Por otra parte, ni en el estudio de Silverman, Silverman y Eardley (1964), ni en el de Hollon, Kendall y Lumry (1986) se ha ejecutado un análisis detallado de los ítems. Por lo tanto, es imposible decidir si los grupos de ítems particulares diferenciarían pacientes esquizofrénicos de pacientes depresivos. Young y sus colaboradores (Young, 1990; Schmidt et al., 1995) han descrito un Cuestionario de Esquemas [Schema Questionnaire (SQ)] para evaluar “esquemas maladaptativos tempranos” considerados como relevantes para los trastornos de personalidad. El SQ es un inventario de auto-informe de 205 ítems diseñado para medir 16 esquemas maladaptativos tempranos que Young (1990) supone “se desarrollan durante la infancia en las relaciones visà-vis con las personas significativas”. Estos 16 esquemas se agrupan en seis áreas de funcionamiento de mayor orden: (a) “inestabilidad/desconexión”; (b) “autonomía deteriorada”; (c) “indeseabilidad”; (d) “auto-expresión restringida”; (e) “gratificación restringida” y (f) “límites deteriorados”. En un estudio analítico de factores, desarrollado con sujetos sanos, 13 de las 16 escalas originalmente propuestas por Young fueron recuperadas. Esas escalas mostraban un nivel adecuado de fiabilidad test-retest (oscilando entre 0.50 y 0.82) y unos coeficientes alfa de coherencia interna satisfactorios. Las aplicaciones del SQ con poblaciones psiquiátricas, sin embargo, han sido limitadas hasta el momento. Schmidt et al. (1995) han usado el Cuestionario Diagnóstico de Personalidad –Revisado [Personality Diagnostic Questionnaire– Revised (PDQ-R; Hyler & Rieder, 1987)] como medida de criterio para evaluar la validez del SQ. Los autores han dividido 163 pacientes en puntuaciones PDQ-R altas y bajas según una media. Los sujetos del grupo de puntuación PDQ-R alta mostraban también valores significativamente más altos en todas las escalas del SQ que los sujetos del grupo de PDQ-R bajo. Estos resultados fueron interpretados por los autores como favorables al punto de vista
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de que las puntuaciones altas en las escalas SQ pueden obtenerse en pacientes con trastornos de personalidad. Sin embargo, no permiten extraer conclusiones definitivas ni respecto a la especificidad del SQ para los trastornos de personalidad ni sobre la independencia de las puntuaciones SQ a partir de los niveles de psicopatología. Beck et al. (1990) han publicado un listado de “contenidos de esquemas en trastornos de personalidad” como apéndice de su libro. Este listado es una ampliación de otro listado similar previamente publicado por Freeman y Leaf (1989). Incluye “creencias típicas” supuestamente asociadas con cada trastorno específico de personalidad considerado en el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, con excepción del tipo límite. La razón que formulan los autores para excluir el trastorno de personalidad límite es que este trastorno es menos específico que los otros con respecto al contenido. Aunque el listado presentado por Beck et al. (1990) puede ser sugerente, no está muy claro si se refiere a los esquemas “nucleares” o “condicionales”, ni en qué medida incluye puntos de vista básicos sobre uno mismo y los demás. Como todos estos conceptos han sido usados por los autores al comentar la conceptualización de casos con trastornos de personalidad en la PTC (Beck et al., 1990, Tabla 16.1, p. 352), sería útil especificar sobre la base de qué se supone que difieren los “puntos de vista básicos sobre uno mismo y los demás” de los “esquemas nucleares”. En este mismo orden, también sería útil que en el listado se diferenciaran los esquemas nucleares de las presunciones más secundarias. Westen (1991) considera las conceptualizaciones sugeridas por Freeman y Leaf (1989) y Beck et al. (1990) como muy preliminares y, en gran medida, como representativas de una mera traducción de los criterios del DSM-III-R en esquemas lingüísticos. Por otra parte, e independientemente de cualquier opinión crítica sobre el estatus de las creencias incluidas en el listado de “contenidos de esquemas en trastornos de personalidad”, aún no se ha publicado ningún trabajo de investigación que verifique la aparición y la supuesta especificidad de dichas creencias en los diferentes trastornos de personalidad. El modelo de vulnerabilidad-estrés de psicopatología propuesto por C. Perris (presente volumen) sugiere que la vulnerabilidad individual debería ser entendida como el resultado de una continua interacción entre las características biológicas individuales y los modelos internos de trabajo de uno mismo y de los demás que son disfuncionales. Este modelo no sólo subraya que cada individuo está determinado por múltiples factores biológicos y psicosociales que contribuyen a su desarrollo como persona (es decir, con su “vulnerabili-
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PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD
dad” específica), sino también que cada individuo interactúa con esos factores modificando su impacto. Este marco conceptual predeciría las diferencias idiosincrásicas en el contenido de los presupuestos sobre el self y sobre el mundo entre diferentes personas en general y en los grupos esquizofrénicos y grupos de personas con trastornos no psicóticos, o trastornos de personalidad, en particular, (Perris & Perris, 1998). A continuación nos referiremos a los resultados preliminares de la aplicación en diferentes naciones de un instrumento nuevo: la Escala de Modelos de Trabajo Disfuncionales [Dysfunctional Working Models Scale (DWM-S), desarrollada por Perris et al., 1996, 1998]. La DWM-S fue inicialmente ideada para evaluar el contenido de los modelos internos de trabajo disfuncionales de uno mismo y de los demás (esquemas nucleares) en pacientes severamente trastornados con esquizofrenia o trastorno de personalidad.
Descripción de la escala de modelos de trabajo disfuncionales: DWM-S La DMW-S es un cuestionario de auto-informe compuesto por 35 ítems. La selección de los ítems a incluir en la escala fue decidida por C. Perris y D. Fowler. Treinta de los ítems, seleccionados de una serie inicial más amplia, reflejan representaciones disfuncionales de uno mismo y de los demás en las relaciones que han sido identificadas por los autores en el curso de su experiencia en PTC con pacientes que sufren esquizofrenia o trastorno de personalidad. Posteriormente se añadieron cinco ítems adicionales, sobre todo reflejando una actitud perfeccionista, levemente modificados de la DAS, hasta completar los 35. El formato de la DWM-S es similar al de la DAS. Cada ítem se puntúa sobre una escala de siete puntos que oscila entre “Completamente de acuerdo” a “En total desacuerdo”. Los ítems están formulados de tal modo que en algunos de ellos, el acuerdo total sugiere disfuncionalidad, mientras que en otros lo contrario. La puntuación mínima es de 35 y la máxima de 245. Las investigaciones preliminares llevadas a cabo en muestras convenientes de pacientes y controles sanos en Suecia (n = 150; Perris et al., 1998) sugieren que la DWM-S presenta una coherencia interna satisfactoriamente alta (alfa = 0.97) y los coeficientes test-retest también satisfactorios tanto en sujetos sanos como en pacientes (coeficientes rho = 0.90 y 0.86 respectivamente). Los resultados de la DWM-S no se ven influidos por el sexo y no muestran ninguna correlación significativa con la edad. Las comparaciones entre gru-
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pos han ofrecido diferencias significativas entre los sujetos sanos y todos los grupos de pacientes y entre los pacientes no psicóticos del Eje I y los pacientes con trastorno de personalidad y esquizofrenia. Por otra parte, no se halló ninguna diferencia significativa entre los esquizofrénicos y los pacientes con trastorno de personalidad. De este último hallazgo se pueden extraer muchas explicaciones. Una de ellas es que el grupo de trastorno de personalidad que participó en el estudio estaba comprendido por pacientes de las clases A o B de trastorno de personalidad. En consecuencia, se desconoce si la inclusión de pacientes con trastorno de personalidad de la clase C hubiera producido resultados diferentes. Otra posible explicación derivada de la práctica clínica es que existen similitudes pronunciadas en las experiencias aversivas y patrones deteriorados de vínculo en la infancia y en la adolescencia, ambos en pacientes con trastorno esquizofrénico y en pacientes con trastorno de personalidad severo. Estas experiencias pueden conducir al desarrollo de modelos de trabajo de uno mismo y de los demás igualmente disfuncionales, en la mayoría de los casos expresando miedo a la cercanía y escasa auto-estima. Los resultados mencionados hasta el momento fueron obtenidos en muestras de pacientes suecos. Sin embargo, no se podía extraer ninguna conclusión sobre la generabilidad de los hallazgos para pacientes de otros contextos culturales. Además, no se había desarrollado ninguna investigación en la muestra sueca sobre la posible correlación entre los resultados de la DWM-S y los niveles de psicopatología. Para hallar una respuesta a estas dudas se ha programado un estudio multinacional más amplio, coordinado por el WHO, Centro Colaborador para la Investigación y la Formación en Salud Mental de Umea. Este estudio, que aún se encuentra en progreso, ha comprendido hasta el momento seis centros, uno de cada uno de los siguientes países: Francia (Lyon), España (Córdoba), Italia (L’Aquila), Australia (Melbourne) y dos centros de Alemania (Munich y Rostock). En cada centro han sido seleccionados, como mínimo, 30 pacientes de ambos sexos con diagnóstico de esquizofrenia (DSM-IV o ICD-10). Además, también se deja abierta la posibilidad de que cada centro incluya a otros pacientes con diferentes diagnósticos, siempre que sea factible. Sin embargo, el foco de interés principal del estudio ha estado dirigido hacia los pacientes esquizofrénicos. Se han seguido dos procedimientos para comprobar la posible relación entre las puntuaciones de la DWM-S y los niveles de psicopatología. Una ha consistido en estudiar las posibles correlaciones con las valoraciones de psicopatología. A este fin, se valoró a los pacientes con la Escala
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de Valoración Psiquiátrica Breve [Brief Psychiatric Rating Scale (BPRS, Overall & Gordham, 1962)] en el momento en que completaban la DWM-S. El otro enfoque consiste en calcular las posibles correlaciones entre las puntuaciones en la DWM-S y la duración de la enfermedad (en años) desde la primera aparición de psicopatología manifiesta. Se podría sospechar, de hecho, que una mayor duración de la enfermedad podría haber influido negativamente en el punto de vista sobre uno mismo y sobre los demás reflejado en la DWM-S. En este momento del estudio se ha recogido un total de 289 pacientes (150 hombres y 139 mujeres) en los seis centros, 185 con diagnóstico de esquizofrenia (96 hombres y 89 mujeres). Los restantes 104 constituyen un grupo misceláneo de pacientes (en su mayoría alemanes e italianos) con representaciones excesivamente escasas de las diferentes categorías diagnósticas como para permitir la creación de un subgrupo diagnóstico significativo. Los resultados obtenidos en todas las series y en el grupo completo de pacientes esquizofrénicos se muestran en la Tabla 4.1, mientras que la distribución de los resultados en las series de los diferentes centros se observa en la Tabla 4.2. Ni en la serie total ni en el grupo de pacientes esquizofrénicos se apreciaron diferencias significativas entre pacientes masculinos y femeninos. Tampoco se observó correlación significativa con la edad, ni en la serie total (n = 289, rho = 0.10) ni en el grupo esquizofrénico (n = 185, rho = 0.10). En todos los centros se hallaron coeficientes de coherencia interna altamente significativos (véase Tabla 4.3). Tabla 4.1. Medias y desviaciones estándar para las diversas medidas en la serie completa y en el grupo de pacientes esquizofrénicos Total n
Hombres n
Media
Mujeres
Media
DE
Serie total EDAD BPRS DWM-S EDAD APARICIÓN
289 34,4 211 34,7 289 138,8 163 26,8
11,7 15,8 40,7 10,0
150 35,4 101 35,1 150 137,1 74 26,5
11,3 16,3 39,2 10,3
139 37,6 12,2 110 34,3 15,3 139 140,6 42,4 89 27,0 9,7
Esquizofrénicos EDAD BPRS DWM-S EDAD APARICIÓN
185 33,5 140 33,7 185 130,6 105 24,8
10,2 17,9 38,6 6,7
96 68 96 43
9,9 18,7 34,5 5,3
89 34,8 10,6 72 32,4 17,3 89 135,3 42,7 62 25,9 8,1
32,4 35,1 126,0 23,7
DE
n
Media
DE
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Tabla 4.2. Medias y desviaciones estándar para varias medidas en la serie completa y en el grupo de pacientes esquizofrénicos de los diversos centros. EDAD
BRPS
Media DE
Media DE
Serie total Francia: Australia: España: Alemania 1: Italia: Alemania 2:
25 29 35 30 82 88
34,8 23,0 34,7 38,0 39,2 38,9
10,6 3,5 9,3 10,3 11,4 12,4
25 29
Esquizofrénicos Francia: Australia: España: Alemania 1: Italia: Alemania 2:
25 27 35 30 36 32
34,8 10,6 23,2 3,5 34,7 9,3 38,0 10,3 36,3 10,2 32,8 9,9
25 27
30 82 45
30 36 22
DWM-S
EDAD de APARICIÓN
Media DE
Media DE
47,8 8,1 7,5 5,7 — — 36,3 11,1 42,5 11,7 29,6 8,3
25 29 35 30 82 88
134,5 100,3 118,4 110,4 136,0 173,1
31,4 29,0 33,5 31,4 31,1 33,8
16 29 — 30 88
27,8 9,0 21,3 3,2 — — 26,7 8,4 — — 28,5 11,5
47,8 8,1 7,6 5,8 — — 36,3 11,1 45,8 14,4 26,1 7,0
25 27 35 30 36 32
134,5 101,7 118,4 110,4 138,8 174,2
31,4 29,5 33,5 31,4 32,1 28,3
16 27 — 30 — 32
27,8 9,0 21,5 3,3 — — 26,7 8,4 — — 24,9 6,2
Tabla 4.3. Coeficientes alfa de Cronbach en los diversos centros. Centro Francia: Australia: España: Alemania 1: Italia: Alemania 2: Todos los centros:
n
Coeficiente alfa
25 29 35 30 82 88 286
0,86 0,91 0,86 0,90 0,87 0,94 0,93
Como se observa en la Figura 4.1, no hay diferencia significativa en la puntuación media DWM-S entre pacientes esquizofrénicos de varios centros y las puntuaciones previamente registradas en Suecia (U Mann-Whitney = 4475.1; z = -1.73; p = 0.08). Por otro lado, se producen diferencias significativas entre pacientes de varios centros. En particular, los pacientes australianos muestran las puntuaciones inferiores (aunque no significativamente diferentes de las puntuaciones obtenidas por lo pacientes españoles y los alemanes 1) y los ale-
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manes 2 las más altas (significativamente diferentes de todos los demás grupos). Los altos valores de la muestra alemana 2 no pueden explicarse mediante los valores más altos en las puntuaciones BPRS de esta muestra (véase Tabla 4.2). No se han hallado correlaciones significativas ni en toda la serie, ni en el grupo esquizofrénico, entre las puntuaciones DWM-S y las puntuaciones BPRS. Además, tampoco aparece correlación significativa en el grupo esquizofrénico entre las puntuaciones DWM-S y la duración de la enfermedad en años (Tabla 4.4). Ni en la serie australiana con la edad media más baja y la puntuación media más baja en el BRPS, ni en la serie alemana 2 con la puntuación media más alta en la BRPS existía una correlación significativa entre las puntuaciones DWM-S y BPRS (rho Spearman =n 0.27 en la serie australiana y 0.18 en la serie alemana 2). Los resultados preliminares de este estudio multinacional presentados en este capítulo defienden la perspectiva de que los hallazgos previamente obtenidos en Suecia son generalizables a los contextos culturales estudiados. En este mismo sentido, parece que las presunciones nucleares que pueden evaluarse mediante la DWM-S son relevantes para los pacientes esquizofrénicos de los diversos centros. Al igual que en el estudio sueco previo, no se ha demostrado que existan influencias significativas derivadas de la edad o del sexo en las puntuaciones de la DWM-S. Además, ni el nivel de psicopatología del momento, evaluado mediante el BPRS, ni la duración de la enfermedad parecen tener ningún impacto sobre las puntuaciones de la DWM-S. Estos resultados contradicen el presupuesto según el cual los resultados obtenidos mediante la DWM-S podrían ser dependientes del estado, por lo menos en los pacientes esquizofrénicos. Unos pocos casos publicados en el artículo previo, que mostraban una mejoría observable tras dos años de tratamiento con psicoterapia cognitiva centrada en esquemas, mostraban cierta reducción en las puntuaciones de la DWM-S. Este tipo de reducción, si se verifica en series mayores, defendería el punto de vista ya subrayado por Bowlby (1969), según el cual la psicoterapia puede facilitar la de los modelos internos de trabajo de uno mismo y de los demás. Para validar este presupuesto, sin embargo, será necesario demostrar, como en el estudio de Reda et al. (1985) que los esquemas nucleares no cambian como consecuencia de la mera reducción del nivel de psicopatología.
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Figura 4.1 Puntuación DWM-S en pacientes esquizofrénicos en el material sueco y en el presente. 180 160 140 120 100 80 60 40 20 0
Suecia 119.57 46.76
Media DWN Desviación Estándar
Todos los países 130.46 38.84
220 200 180 160 140 120 100 80 60 40 20 0
Media DWN Desviación Estándar
Suecia 119.67 46.76
Francia Australia España Alemania 1 Italia Alemania 2 134.52 101.7 118.37 110.4 138.83 174.19 31.37 29.52 33.48 31.37 32.1 28.33
Tabla 4.4 Coeficientes rho de Spearman entre puntuaciones DWM-S y puntuaciones BPRS, y entre las puntuaciones DWM-S y la duración de la enfermedad. DWM-S con BPRS
Serie total del grupo esquizofrénico
DWM-S con duración de la enfermedad (años)
Grupo esquizofrénico
NS = no significativo
rho 0.08 rho 0.14 rho 0.13
ns ns ns
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LA EVALUACIÓN DE MODELOS DE TRABAJO DISFUNCIONALES RELATIVOS AL SELF
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Enfoques presentes para el tratamiento de trastornos de procesamiento de información en la esquizofrenia Bettina Hodel y Hans D. Brenner Departamento de Psiquiatría, Universidad de Berna, Berna, Suiza
Contexto teórico y empírico El término “deterioro cognitivo” en la esquizofrenia se usa para referirse a las disfunciones en el procesamiento de la información (Spaulding, 1992) y para los trastornos del pensamiento como las alucinaciones o ideas delirantes (Kingdon & Turkington, 1994; Yusupoff & Haddock, presente volumen). En este capítulo se comentará el primero de los aspectos, es decir, las denominadas disfunciones cognitivas y los métodos para tratarlas. Resultados de estudios experimentales recientes muestran que en la esquizofrenia las disfunciones cognitivas son comunes a consecuencia de los déficits de atención (Spaulding et al., 1997; Bellack, 1996). De todos modos, otros trastornos como la activación deficiente de las experiencias almacenadas o una planificación conceptual deficiente de la conducta también desempeñan un papel significativo (Hemsley, 1994; Magaro, 1980). La gravedad de estos trastornos en el procesamiento de la información varía de unos pacientes a otros (Freedman & Chapman, 1973; Spring, Leman & Fergesono, 1990) y también puede fluctuar en los mismos pacientes a lo largo del tiempo (Corrigan et al., 1994). Estos trastornos han sido detectados antes de la aparición de un episodio psicótico agudo (Nuechterlein et al., 1992) e incluso pueden ser anteriores a la edad adulta (véanse los estudios de Schreiber et al., 1992, sobre adolescentes y los estudios de Medninck, 1996 sobre niños). En síntesis, se supone que estos trastornos constituyen un “déficit psicológico nuclear” (Hemsley, 1987, 1993; Nuechterlein et al., 1992).
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En los últimos años se han extendido los comentarios sobre la etiología de los trastornos del procesamiento de información. Las especulaciones actuales sobre este particular siguen varias líneas: algunos autores postulan que existe una “capacidad limitada” como déficit subyacente básico, que a su vez se relaciona probablemente con déficits de la diferenciación neuronal del neocórtex (van den Bosch, Rombouts & van Asma, 1993; Green, 1993). Sobre la base de hallazgos de estudios experimentales, Hemsley (1994) propone que tanto las anormalidades conductuales como los típicos síntomas psiquiátricos de los pacientes con esquizofrenia están relacionados con un deterioro en el vínculo entre la experiencia almacenada y el input entrante. En la cognición normal, la información contextual –espacial y temporal– controla la activación de los materiales apropiadamente almacenados y produce “expectativas o sesgos de respuesta”. En la esquizofrenia, los procesos cerebrales disfuncionales, sobre todo irregularidades espaciales y temporales, conducen al debilitamiento en la influencia de los recuerdos sobre la percepción actual. El resultado es una deficiencia en la evaluación rápida y automática de la importancia de los aspectos del input sensorial entrante. Basándose también en datos científicos, Spaulding et al. (1994) trataron de crear un modelo conceptual unificado para optimizar las intervenciones terapéuticas y los esfuerzos de rehabilitación. Propusieron tres factores como deterioros básicos de la esquizofrenia: el primer factor se vincula a la vulnerabilidad y puede detectarse bien antes de la aparición de la esquizofrenia o bien en sujetos vulnerables que nunca han podido experimentar un episodio agudo. Se presupone que el origen del factor se encuentra en trastornos de las estructuras límbicas periventriculares (véase Bogarts, 1989). Esto conduce a deterioros que supuestamente son insensibles a las fluctuaciones del estado mental, así como a cambios en el curso de la enfermedad. El primer factor representa los deterioros cognitivos moleculares, como los procesos preatencionales que pueden ser medidos en tareas de encubrimiento pasado y lapsos de aprensión. Además, se supone también que este factor producirá efectos generalizados sobre los niveles molares: formación de conceptos, resolución de problemas y funcionamiento ejecutivo. El segundo factor se relaciona con los síntomas y se detecta por primera vez durante los episodios de exacerbación psicótica. A continuación, cuando la psicosis remite, vuelve a reducirse hasta los niveles anteriores al episodio. El segundo factor representa los deterioros cognitivos molares en la formación y modulación de conceptos, en la memoria a corto plazo o de trabajo y en las capacidades para la resolución de problemas. Se supone que este factor es una consecuencia bastante directa de los procesos neurofisiológicos asociados con las recaídas psicóticas. Por lo tanto, parece ser un indicador clínico importante en el contexto de la rehabilitación. El tercer factor es cualita-
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tivamente similar al segundo, pero es más residual que vinculado al episodio y aparece posteriormente en el proceso. En contraste a las vulnerabilidades preexistentes o empeoradas que se observan bajo la degeneración límbica progresiva, el tercer factor no es acumulativo ni progresivo pero constituye un proceso neurofisiológico deteriorado que simplemente requiere más tiempo para normalizarse que los procesos asociados al segundo factor. Hace muchos años, Brenner (1989) ideó un modelo fundamentalmente heurístico que será brevemente descrito por dos razones. La primera, porque trata de explicar los trastornos cognitivos manifestados en la esquizofrenia desde un enfoque comprensivo, y la segunda razón porque contempla las interrelaciones entre los procesos neuronales, cognitivos y emocionales del control conductual. La base del modelo es la excitación y el sistema de activación del cerebro humano. El substrato neuroquímico del sistema de activación representa vías neuronales recíprocas norepinefrinérgicas y serotonérgicas. Su actividad neuronal está estrechamente vinculada al procesamiento perceptual de la información y al control externo. El sistema de excitación, por otra parte, está regulado mediante circuitos neuronales nigroestriales y mesolímbicos-mesocorticales así como por sus interconexiones. Mediante su actividad, la atención se dirige al control interno. Por lo tanto, se corresponde con actividad de procesamiento de información conceptual. En ambos sistemas existe un mecanismo de feedback regulador negativo. Las vías neuronales norepinefrinérgicas activadoras del sistema de excitación se habitúan al input sensorial repetido y garantizan que los acontecimientos novedosos o inesperados puedan cambiar el procesamiento de información, ofreciendo así un control externo. La actividad neuronal se corresponde fundamentalmente, por lo tanto, con la nueva información y algo menos con la información que está activada mediante la memoria de trabajo. El sistema de activación dopaminérgico, por otro lado, ofrece una redundancia que incrementa rápidamente la información. La actividad neuronal, por lo tanto, se refiere básicamente a la información que ya está representada y, de ahí, que favorezca el control interno. En las primeras fases del afrontamiento de una situación compleja, es necesario procesar una gran cantidad de información nueva, sin haber pasado aún por las estructuras que son relevantes para la organización cognitiva. Aquí, las propiedades del control perceptual del sistema de excitación, con su sesgo hacia la habituación, constituye una ventaja. Permiten la representación global de una amplia gama de estímulos. En una fase posterior del procesamiento, el sesgo del sistema de activación hacia la redundancia resulta más beneficioso. Permite limitar la información procesada y así constituye la base para diferenciar la situación de sus elementos específicos.
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Sin embargo, los patrones de conducta no sólo dependen de los procesos neuronales y cognitivos descritos, sino también de procesos emocionales. Los procesos emocionales se distinguen en participatorios y episódicos (cf. Pribram & McGuiness, 1975). Los procesos participatorios se caracterizan por la implicación y relación con los estímulos externos. Las correlaciones entre el procesamiento perceptual de información y el sistema de excitación son también características de los procesos participatorios. Toleran la incongruencia durante un período breve de tiempo entre la percepción de situaciones y los valores aprendidos, de forma tal que un estímulo externo nuevo o relevante pueda ser reconocido y procesado como tal. Si los estímulos ambientales nuevos o sorprendentes son juzgados como relevantes –si, en otras palabras, se puede esperar que la percepción intensificada reduzca la incongruencia, controlando, en consecuencia, la situación– surgen sentimientos optimistas. Existe una conexión entre creer que el éxito es posible y el interés, esperanza y apoyo social. Todos estos sentimientos sirven como incentivo para comportarse de un modo que cambia las situaciones. Los procesos episódicos, sin embargo, tienden a alcanzar un tipo de estabilidad relativamente duradera mediante la vuelta a las formas previas de control. Las correlaciones entre el sistema de activación y el procesamiento conceptual de la información son características de los procesos episódicos. Tienden a ser relativamente estables en el tiempo y se derivan de los niveles anteriores de organización. Los estímulos externos se procesan y seleccionan sólo si son relevantes para los procesos internos y si no interfieren con ellos. Si son molestos, serán considerados como irrelevantes y serán excluidos. De este modo se conservan las configuraciones internas. Si se espera que la percepción de una situación no puede ser usada para reducir la incongruencia, surgen los sentimientos negativos como el pesimismo o la consternación. Se emparejan con la conciencia de la escasa competencia, con el miedo y con la alineación social. En la esquizofrenia la constante sobreestimulación del sistema de activación y su sesgo inherente hacia la predominancia del control interno conduce a la percepción rígida y a la planificación conductual. Por lo tanto, los pacientes esquizofrénicos se “congelan” fácilmente en un estado de expectativas negativas de resultados. Esto puede intensificarse aún más a través de la auto-imagen negativa y un pronunciado locus de control externo, ambos habituales en la esquizofrenia. Los esfuerzos por modificar esta situación mediante la conducta activa suelen ser raros y de corta duración. Los procesos participatorios y episódicos, así como el procesamiento perceptual y conceptual de información, cada vez se disocian más y más. En consecuencia, el paciente esquizofrénico se aleja progresivamente de la realidad y se relaciona con su medio de una manera cada vez más fragmentaria e irregular.
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Intervenciones terapéuticas Intervenciones para mejorar el procesamiento cognitivo de la información La importancia de desarrollar intervenciones específicamente dirigidas a reducir el procesamiento disfuncional de la información para la rehabilitación de pacientes con esquizofrenia ha sido postulada hace sólo unos pocos años (Carpenter & Schooler, 1988; Möller, 1988; Häfner, 1988). Hay múltiples razones que justifican el retardo en la conversión de los hallazgos científicos en acción terapéutica. Una de ellas podría ser la dificultad al operativizar el procesamiento disfuncional de la información, porque tal procesamiento varía en la esquizofrenia de un sujeto a otro y dentro del mismo sujeto también (Corrigan et al., 1994). Otra razón podría ser que los enfoques iniciales para el tratamiento de los trastornos del procesamiento de la información mostraban sólo efectos aislados y poco duraderos, debido a las limitaciones metodológicas de los respectivos estudios (Spaulding et al., 1986; Brenner, Hodel & Merlo, 1995; Hodel & Brenner, 1996a). Sin embargo, durante los últimos 10 años se han llevado a la práctica multitud de investigaciones para mejorar el procesamiento de información en la esquizofrenia. En la actualidad existen cuatro tipos fundamentales de intervención: combinación directa, indirecta y combinada, así como intervenciones para mejorar el procesamiento emocional (cf. Hodel & Brenner, 1994). Intervenciones directas Las intervenciones directas se destinan a reducir trastornos o déficits cognitivos aislados del procesamiento de información. Normalmente incluyen tareas cognitivas de ensayo para mejorar las funciones atencionales y mnemónicas (el enfoque de estimulación; véase Green, 1993). Los esfuerzos iniciales en el entrenamiento atencional, por ejemplo, pueden atribuirse a Rosenbaum, Mackavey y Grisell (1957), que usaban el castigo y a Meiselman (1973) que usaba el refuerzo contingente para mejorar la actuación en el tiempo de reacción. Wagner (1968) entrenó a pacientes esquizofrénicos a observar un campo visual instruyéndoles sobre el modo de combinar estímulos de tarea y de prueba. Wishner y Wahl (1974), así como también Benedict y Harris (1989), optimizaron las habilidades atencionales selectivas en el reconocimiento de letras en entrenamientos bajo condiciones de distracción auditiva. Hammond y Summer (1972) y Larsen y Fromholt (1976) mejoraron las funciones de la memoria a corto plazo mediante una serie de ensayos de sílabas y palabras. Algunos de los métodos más modernos para el entrenamiento de habilidades cognitivas tratan de replicar o especificar los resultados obtenidos con
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los métodos anteriores. Por ejemplo, Classen y Laux (1989) replicaron el estudio de Meiselman (1973) sobre el refuerzo contingente de las reacciones correctas. En línea con Hammond y Summer (1972), Mussgay, Olbrich e Ihle (1991) entrenaron a pacientes en el modo de reconocer y reproducir estímulos visuales y el modo de distinguir entre elementos relevantes e irrelevantes entre ellos. Además, Jaeger y Douglas (1992) ofrecieron entrenamiento sistemático en tareas de recuerdo atencional y recuerdo a corto plazo. Delahunty, Morice y Frost (1993) entrenaron a pacientes en el modo de mantener y modificar la atención sostenida y en el modo de estructurar con lógica la información dependiente del tiempo. Otros estudios recientes se han centrado en funciones conceptuales mediante el entrenamiento de procedimientos en la WCST (Wisconsin Card Sorting Task; Neaton & Pendelton, 1981). Goldberg et al. (1987) –los primeros investigadores en dirigir entrenamientos repetidos con WCST y con pacientes esquizofrénicos– observaron sólo una tendencia a la mejoría tras el entrenamiento, que era a corto plazo y además reversible. Por contraste, Bellack et al. (1990) hallaron una ejecución significativamente mejorada en una prueba mediante el refuerzo contingente para las respuestas correctas. Summerfelt et al. (1991) y Green et al. (1992) hallaron logros significativos ofreciendo una combinación de refuerzo contingente e instrucciones para la resolución de problemas. En estudios de caso único, Hellmann et al. (1992) hallaron incluso que esta combinación generaba logros duraderos. Avances aún más recientes de intervenciones directas incluyen los programas de entrenamiento computerizado. Lamberti, Wieneke y Brauke (1988) hallaron cambios positivos en la atención visual selectiva tras el entrenamiento atencional. Gestrich y Hermanutz (1991) tuvieron éxito en la reducción del tiempo de reacción de pacientes esquizofrénicos en tareas de aprendizaje que conllevaban estímulos visuales y auditivos computerizados. Gansert y Olbrich (1992) y Olbrich (1996) se refirieron a experiencias positivas con entrenamiento computerizado para mejorar las habilidades atencionales, mnemónicas y conceptuales (verbales y no verbales). Tras finalizar la fase instructiva en procesamiento computarizado de textos, Schöttke (1993) no halló mejoría en las funciones atencionales. Sin embargo, se observó una relación entre el número de errores y la gravedad del procesamiento atencional disfuncional. Intervenciones indirectas Los enfoques indirectos en el tratamiento de disfunciones cognitivas de la esquizofrenia se centran sobre todo en la mejora de las habilidades sociales pobres y en el control de la conducta. Sin embargo, las disfunciones cognitivas también son contempladas. Las disfunciones cognitivas y conductuales se
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remedian mediante cambios circunscritos en la planificación de la conducta (el enfoque de modificación de la conducta; véase Green, 1993). Uno de los primeros métodos indirectos usados para normalizar los procesos atencionales/perceptuales y conceptuales en pacientes esquizofrénicos fue ideado por Meichenbaum y Cameron (1973). Estos autores entrenaron a los pacientes en técnicas de auto-instrucción para mejorar la focalización de la atención y su mantenimiento en ejercicios de concentración. Estos procedimientos también conllevaban técnicas de auto-motivación en los casos de fracaso. Posteriormente, Díaz y Colon entrenaron a pacientes esquizofrénicos en el método de auto-monitoreo de Kanfer (1977), un procedimiento de auto-instrucciones en el cual la situación presente se compara con la deseable. Aquí las auto-instrucciones son un medio de focalizar las destrezas atencionales en situaciones sociales específicas. Los nuevos avances en la modificación cognitivo-conductual prestan atención a los datos empíricos según los cuales, en la esquizofrenia, las disfunciones cognitivas desempeñan un rol central en la adquisición de habilidades sociales (Teuber y Liberman, en preparación). Liberman (1988) desarrolló módulos de entrenamiento que proporcionan a los pacientes las habilidades sociales y de resolución de problemas que sean necesarias para poder disfrutar de una vida independiente y satisfactoria en la comunidad. Los módulos incluyen áreas como el auto-manejo de síntomas o la recreación para el ocio. Sobre la base del concepto de entrenamiento de Wallace (1982), todos los módulos son muy estructurados e incluyen los tres principios de resolución de problemas (definición del problema, definición de la meta y generación de una solución). Bellack et al. (1990) elaboraron procedimientos similares para el entrenamiento en habilidades sociales con pacientes esquizofrénicos. Su entrenamiento no sólo incluye una preparación cognitiva de la situación que se producirá posteriormente sino también intervenciones para mejorar habilidades motoras y no verbales, así como procedimientos para corregir la cognición y la percepción social (Bellack, 1986, 1989, 1996; Bellack & Morrison, 1982). Los procedimientos actuales de entrenamiento se centran adicionalmente en las disfunciones cognitivas usando para ello el principio del sobreaprendizaje como la repetición de pasos y para ello emplean diversos medios como grabaciones, video, etc. Sobre los efectos de tales métodos de entrenamiento en habilidades sociales, los logros en el aprendizaje de habilidades y la utilización de las mismas se siguieron observando en el seguimiento realizado un año después e incluso en el segundo año (Eckman et al., 1992; Vaccaro et al., 1992; Wallace et al., 1992). Otros conceptos de entrenamiento contemplan los déficits en la percepción e interpretación de estímulos afectivos (Bellack, 1996). En particular, se entrenan las habilidades necesarias para discriminar niveles de una emo-
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ción, como la crítica benevolente de la negativa. Sin embargo, no se han ideado procedimientos graduales que incorporen estos conceptos y, hasta la fecha, tampoco se han ejecutado estudios evaluativos relevantes (Bellack, 1996). Intervenciones combinadas Los procedimientos combinados para el tratamiento de los déficits cognitivos en la esquizofrenia se caracterizan por la combinación de la estimulación, la modificación de la conducta y los enfoques de sustitución-transferencia. Esto último implica que las tareas específicas de entrenamiento generan procesos compensatorios en el nivel tratado que son transferibles a otros niveles del funcionamiento (véase Green, 1993). Adams et al. (1981) constituyeron uno de los primeros grupos de investigación en presentar resultados de las intervenciones combinadas. Ofrecían a un paciente con ideas delirantes graves entrenamiento tanto en las tareas atencionales ideadas por Wagner (1968) como en auto-instrucción, con el fin de focalizar su atención en la realidad. Adicionalmente, le enseñaron a comprender las creencias de un modo relacionado con la situación. El entrenamiento no sólo era efectivo para reducir los síntomas psicopatológicos, sino también para mejorar el funcionamiento cognitivo global y la conducta abierta. En recientes estudios de caso único se ha demostrado que los procedimientos de entrenamiento en habilidades sociales son más efectivos si van precedidos de un entrenamiento en atención (Massel et al., 1991; Wong & Woolsey, 1989). El Tratamiento Psicológico Integrado (TPI) para pacientes esquizofrénicos podría considerarse como un enfoque combinado (Brenner et al., 1987, 1990, 1994; Roder et al., 1988, 1992, 1995). Se basa en un modelo de dos círculos viciosos interactivos entre las disfunciones cognitivas y las conductuales. Un círculo vicioso es un circuito de feedback positivo en el que los elementos del circuito se exacerban entre sí de tal modo que los déficits empeoran continuamente. Un primer círculo vicioso describe el modo en que los déficits en los procesos cognitivos elementales y más complejos se degradan entre sí. El segundo círculo vicioso muestra el modo en que los déficits cognitivos impiden la suficiente adquisición de habilidades de afrontamiento interpersonal. Los postulados de este modelo son: en primer lugar, que los deterioros elementales de las funciones cognitivas tienen un efecto generalizado sobre niveles más complejos de funcionamiento cognitivo; en segundo lugar, afirma que las funciones elementales y complejas deterioradas tienen una influencia negativa en la adquisición y utilización de habilidades sociales (Brenner et al., 1992). El TPI traduce el corolario opuesto de este modelo en intervenciones terapéuticas: no sólo contempla los déficits cognitivos, sino también su impacto sobre la com-
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petencia social, y proporciona un entrenamiento paso a paso en habilidades para grupos de entre cinco y siete pacientes a lo largo de cinco subprogramas. El entrenamiento procede siempre desde las demandas cognitivas hasta las habilidades sociales más complejas. Incluso aunque el contenido de este programa terapéutico se centre en la combinación de déficits cognitivos y conductuales, los aspectos emocionales implicados reciben también atención secundaria. Por ejemplo, los conceptos con carga emocional, como el agravamiento y la tristeza, son analizados, se interpretan recursos visuales donde se reflejan situaciones sociales emocionalmente cargadas, y se ensayan habilidades sociales y habilidades para la resolución de problemas para que los pacientes aprendan a afrontar interacciones sociales con carga emocional de un modo adaptado. Los resultados de varios estudios muestran que el TPI tiene un impacto positivo sobre el funcionamiento social y reduce los síntomas psicopatológicos en la esquizofrenia (para revisiones, véase Brenner, Hodel & Merlo, 1991; Roder et al., 1992; Blumenthal et al., 1993). En este mismo orden, estos estudios de evaluación también han revelado que la angustia emocional puede reducir los logros en las habilidades cognitivas y en la conducta social y puede dificultar el progreso posterior (Brenner, 1989; Hodel, Brenner & Merlo, 1990). Esta breve revisión de los estudios empíricos sobre procedimientos de entrenamiento cognitivo muestra que, especialmente en los procedimientos que se emplean en la actualidad, se puede aprender y mantener una amplia gama de habilidades cognitivas en la esquizofrenia. Tales resultados reflejan una comprensión más diferenciada del papel que desempeñan las disfunciones cognitivas en la esquizofrenia. Sin embargo, en estos estudios empíricos rara vez se comentan las correlaciones entre los trastornos cognitivos y la sintomatología. Nuechterlein et al. (1992) y Liberman et al. (1993) presentaron un cuerpo considerable de pruebas empíricas y clínicas que sugieren que la angustia emocional puede conducir a un aumento de las disfunciones cognitivas y conductuales también en la psicopatología. Intervenciones para mejorar el procesamiento emocional de la información En la esquizofrenia, las disfunciones cognitivas conducen a fallos en la producción y en el control de las secuencias conductuales. En consecuencia suele generarse angustia. La cual, a su vez, puede influir negativamente sobre el procesamiento emocional de la información. La naturaleza exacta de los trastornos en el área del procesamiento emocional de la información es incluso más difícil de determinar que las disfunciones cognitivas. Los primeros esfuerzos fueron desarrollados por Gjerde (1983). Demostró que la angustia emocional puede agravar los déficits en el procesamiento de información típicos
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de los pacientes esquizofrénicos. Braff (1991) halló que bajo situaciones de tensión emocional una persona esquizofrénica reacciona incluso con peor funcionamiento atencional. Gaebel y Woelwer (1992), Hellewell, Connell y Deakin (1994) y Bellack (1996) creen que –independientemente de la angustia situacional– una percepción emocional deficiente se basa en las disfunciones atencionales. Nuechterlein et al. (1992) revisaron un considerable cuerpo de investigaciones y concluyeron que el estrés emocional intenso y duradero puede sobrecargar completamente la limitada capacidad del paciente para procesar información y provocar así subsiguientes episodios psicóticos. Existen sólo unos pocos estudios empíricamente probados para la modificación de la angustia emocional en la esquizofrenia. Uno de los primeros enfoques para el tratamiento del procesamiento emocional deficiente, es decir, procesamiento atencional deficiente bajo estrés emocional, incluía las auto-instrucciones. Meichenbaum y Cameron (1973) enseñaron a pacientes a autoinstruirse para afrontar situaciones ansiosas de un modo efectivo. Una década después, Fallon (1987) entrenó a un paciente a reducir sus estados de excitación mediante el uso de la técnica del bloqueo de pensamientos. Kraemer, Dinkhoff-Awiszus y Möller (1988) y Kraemer, Zinner y Möller (1991) desarrollaron también un método gradual para mejorar la conducta de resolución de problemas en situaciones estresantes. Recientemente hemos desarrollado el Entrenamiento en Manejo Emocional (EME) para pacientes esquizofrénicos. Mediante este entrenamiento los pacientes aprenden a afrontar emociones de un modo adaptado y, concomitantemente, de una manera individual (Hodel & Brenner, 1996a, 1996b). El EME consiste en dos subprogramas fragmentados en múltiples fases. Ha sido sometido a evaluación en un estudio de multicentros con 67 pacientes esquizofrénicos crónicos (Hodel et al., 1997). Sus efectos del tratamiento fueron comparados con un entrenamiento anti-estrés (Andres, Brenner & Bellwald, 1992) y con un programa de tutoría para mejorar los procesos básicos de información (Roder et al., 1995). Se descubrió que el EME producía un impacto significativamente más sustancial sobre el funcionamiento cognitivo (por ejemplo, memoria a corto plazo) y sobre la psicopatología (Hodel et al., 1997).
Comentarios finales Las intervenciones terapéuticas para reducir los trastornos en el procesamiento de información constituyen uno de los principales temas de interés de los procedimientos presentes de rehabilitación en la esquizofrenia. Las contribuciones existentes podrían sintetizarse en los siguientes apartados:
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1. Los resultados positivos de los entrenamientos rara vez son generalizables a procesos más altos o más complejos como el nivel general de funcionamiento cognitivo o las habilidades para la competencia social o la vida independiente (Mussgay, Olbrigh & Ihle, 1990; Hellman et al., 1992; Bellack, 1992; Bellack & Mueser, 1993; Corrigan & Green, 1993; Green, 1993). Sin embargo, los siguientes hallazgos podrían ampliar la perspectiva de la generabilidad: Spaulding (1992) postulaba que los logros aislados y de tiempo limitado en el dominio cognitivo son comparables en relevancia a las mejorías cognitivas que son duraderas y que han sido adquiridas directamente. Esto se debe al hecho de que los logros de tiempo-limitado ayudan a estabilizar los efectos de las subsiguientes intervenciones psicosociales. Según Kern, Green y Satz (1992), Corrigan, Wallace y Green (1992) y Corrigan et al. (1994), la memoria verbal se relaciona con la mejoría de las habilidades sociales. Supuestamente, tal interrelación podría incluir efectos generalizables de mejorías mutuas. Por ejemplo, Eckman et al. (1992) y Wallace et al. (1992) observaron que los efectos del entrenamiento en habilidades sociales eran generalizables a varias funciones cognitivas. 2. Las intervenciones para reducir las disfunciones cognitivas se usan de un modo relativamente indiferenciado, incluso aunque haya pruebas evidentes de que las disfunciones cognitivas difieren de un individuo a otro, tanto cualitativamente como en términos cuantitativos (Green, 1993; Spaulding et al., 1994). Los corolarios terapéuticos de los siguientes hallazgos podrían usarse para mejorar la diferenciación de las intervenciones. Como se ha mencionado al comienzo de este documento Spaulding et al. (1997) diferenciaron tres factores en las disfunciones cognitivas. El primer factor está causado por las anormalidades neuropsicológicas y está vinculado a la vulnerabilidad. Incluso es más detectable en los familiares de primer grado y en los niños de “alto-riesgo” (véase Green, 1993). Por contraste, los segundo y tercer factores se relacionan con los síntomas y pueden caracterizarse como vinculados al episodio o residuales. Las diferenciaciones como éstas podrían ser útiles para ayudar a la comunidad terapéutica a adaptar y operativizar las intervenciones terapéuticas para la esquizofrenia. 3. La efectividad de las intervenciones para reducir los déficits cognitivos depende de factores motivacionales. En multitud de estudios se ha revelado que la gravedad de los déficits en el tiempo de reacción o en el recuerdo puede estar influida por la motivación (Koh et al., 1981; Summerfelt et al., 1991; Hodel, 1993). El procedimiento de evaluación dinámica, sin embargo, ha abierto nuevos puntos de vista para diferenciar factores moderadores como la motivación del paciente sobre su capacidad de aprendizaje o las mejorías en el funcionamiento (Guthke & Wiedl, 1996). Esta eva-
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luación incluye tres fases. En la primera se administran las pruebas sin ninguna ayuda. En la siguiente, se presentan las mismas pruebas juntamente con instrucciones relevantes para la tarea. En la última fase, las repeticiones de la prueba muestran los efectos del aprendizaje. Las variaciones en la ejecución durante los procedimientos subsiguientes de prueba constituyen la gama de varianza causada por factores motivacionales. La evaluación de las intervenciones de tratamiento cognitivo y los esfuerzos por mejorar su efectividad también deberían contemplar aspectos no cognitivos de la enfermedad y factores ambientales. Ejemplos de factores que producen un impacto importante sobre el curso de la enfermedad son la cantidad y calidad de la reaparición de los síntomas, el cumplimiento del paciente y el modo en que los pacientes y sus familiares afrontan la enfermedad (Gjerris & Kissling, 1994). Sus posibilidades para afrontar emocionalmente la enfermedad parecen desempeñar un papel importante en los resultados (Hogarty et al., 1995; Wiedl, 1997). Considerar tales factores podría fomentar los avances futuros en la rehabilitación cognitiva de pacientes esquizofrénicos. Sobre la base de lo previamente comentado, se podrían formular las siguientes hipótesis (véase también Hodel & Brenner, 1994): 1. Las intervenciones para reducir los trastornos cognitivos podrían mejorarse prestando más atención al procesamiento emocional. 2. Las mejorías podrían ejecutarse determinando la conveniencia del uso de la terapia grupal o individual para remediar el aspecto cognitivo: las intervenciones terapéuticas en entornos grupales parecen más apropiadas para tratar los trastornos cognitivos vinculados a la vulnerabilidad que se hallan en diferentes individuos. Sin embargo, la terapia individual sería preferible en los casos de trastornos cognitivos relacionados con síntomas, vinculados a episodios o residuales (Spaulding et al., 1997). 3. Los enfoques que aportan una combinación de tratamiento directo y/o indirecto para los trastornos de procesamiento de información deberían recibir más atención, porque se ha comprobado que la combinación de intervenciones es más efectiva (Brenner, Hodel & Giebeler, 1995). 4. Debería prestarse más atención a aspectos diferentes a los cognitivos, como a la reaparición de síntomas, al cumplimiento de la terapia, etc. Éstos no sólo contribuyen a la efectividad de un tratamiento específico sino también al curso general de la enfermedad. 5. Los resultados de la investigación psicobiológica, sobre todo los pertinentes al estudio del cerebro, y que han ampliado nuestra comprensión de las relaciones entre las anormalidades estructurales o funcionales y los trastornos cognitivos, podrían fomentar la especificidad y efectividad de futuros procedimientos de entrenamiento.
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Se podrían proponer muchas más ideas sobre los desarrollos futuros del tratamiento cognitivo para pacientes esquizofrénicos. Incluso así, sobre la base de las direcciones mencionadas previamente, las más prometedoras aparentemente son los enfoques multimodales que proporcionan rehabilitación psiquiátrica para las diferentes áreas de disfunción y que incluyen también aspectos no cognitivos de la enfermedad como los factores ambientales.
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Terapia cognitivo-conductual orientada al afrontamiento en la esquizofrenia: un nuevo tratamiento para uso clínico y científico Annette Schaub Departamento de Psiquiatría, Universidad de Munich, Alemania
En los últimos años la terapia cognitiva ha ganado prominencia en el tratamiento de la esquizofrenia, siendo las intervenciones de proceso y de contenido los dos enfoques generales para el enfoque de las disfunciones cognitivas (Spaulding et al., 1986). Las intervenciones de proceso persiguen remediar las habilidades de procesamiento de la información que sirven como señaladores de vulnerabilidad para futuros episodios, mientras que los enfoques de contenido se concentran en el cambio de la naturaleza, o de la propia respuesta, de los pensamientos disfuncionales y se hace más hincapié en el manejo del estrés. La terapia cognitiva orientada al afrontamiento trata de modificar las creencias disfuncionales sobre la enfermedad, el self y el medio (p.ej., Perris & Skagerlind, presente volumen), las creencias sobre los síntomas (p.ej., Fowler, Garety & Kuipers, presente volumen) y de enseñar estrategias de afrontamiento más adaptativas (para una revisión, véase Schaub & Böker, 1997). Investigación sobre el afrontamiento en la esquizofrenia La investigación reciente sobre el afrontamiento en la esquizofrenia indica que los pacientes emplean una amplia gama de estrategias activas de afrontamiento en las diferentes fases de la enfermedad (para una revisión, véase Böker & Schaub, 1997). Los estudios muestran que una proporción alta de pacientes esquizofrénicos es consciente de algunas señales tempranas de recaída así como de las situaciones que la provocan (Herz & Melville, 1980).
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Algunos modos específicos para manejar la enfermedad parecen ser más beneficios que otros en lo que respecta a los resultados, incluyendo: (a) la conciencia de las señales preventivas tempranas combinadas con la cooperación de los profesionales de la salud mental (Heinrichs, Cohen & Carpenter, 1985); (b) las estrategias específicas de afrontamiento, por ejemplo el cambio de las expectativas con respecto a los objetivos de la vida, el mantenimiento de una moral positiva, el cumplimiento del tratamiento (Schaub, 1994); (c) un amplio repertorio de estrategias de afrontamiento (Thurm & Häfner, 1987; Schaub, 1994; Mueser, Valentiner & Agresta, 1997). Se han hallado correlaciones significativas entre los síntomas básicos (es decir, fenómenos discretos percibidos por uno mismo) y las reacciones de afrontamiento orientadas al problema (Süllwold, 1977; Böker et al., 1984; Brenner et al., 1987). Sólo Wiedl (1992) encontró una relación entre los niveles altos de síntomas negativos y las vías de afrontamiento menos cognitivas y más orientadas a la emoción (Wiedl, 1992). El afrontamiento observado en los familiares puede también desempeñar un rol importante, porque los familiares con más conocimiento de la esquizofrenia usan más estrategias de afrontamiento y manifiestan mayores niveles de eficacia de afrontamiento (Mueser, Valentiner & Agresta, 1997). La efectividad de las estrategias de afrontamiento se evalúa normalmente en términos del curso de la enfermedad, angustia subjetiva y eficacia de afrontamiento, aunque también deberían ser consideradas la integración social y la calidad de vida.
Programas para el manejo de la enfermedad en la esquizofrenia Durante los últimos 15 años, los programas de tratamiento grupal psicoeducativo y orientados al afrontamiento combinados con farmacoterapia se han convertido en más frecuentes para el tratamiento de la esquizofrenia (Wienberg, 1995; Schaub & Böker, 1997). El limitado efecto de los neurolépticos sobre los síntomas negativos y el funcionamiento psicosocial, los problemas relacionados con el cumplimiento de la medicación y la reducción de la duración del internamiento han intensificado la búsqueda de programas de tratamiento psicosocial más efectivos. Los conceptos actuales sobre la esquizofrenia, como modelo de afrontamiento de la vulnerabilidad y del estrés (Zubin & Spring, 1977) y sus modificaciones (Nuechterlein & Dawson, 1984; Liberman et al., 1986) que subrayan las interacciones entre la vulnerabilidad biológica, los estresores y los factores protectores, así como las últimas investigaciones sobre el afrontamiento, han desempeñado papeles importantes en el desarrollo de estos programas.
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El término “psicoeducativo” fue usado por Anderson, Hogarty y Reiss (1980) para referirse a la educación sobre la esquizofrenia en el contexto de la terapia familiar. Aunque la comunidad terapéutica solía ser algo reacia a informar a los pacientes sobre su enfermedad, en la actualidad la educación sobre la esquizofrenia se acepta de forma muy extendida como medida estándar de tratamiento. Pero, además de las intervenciones familiares (p.ej., Falloon et al., 1985; Hogarty et al., 1991), también se ofrece información sobre la esquizofrenia a los mismos pacientes en contextos grupales e individuales. La oferta de información sobre la esquizofrenia y su tratamiento basada en el modelo de vulnerabilidad-estrés desmitifica la enfermedad y genera una comprensión más constructiva de ésta. Los programas centrados en la educación y en el fomento de las estrategias de afrontamiento para el manejo del estrés y de los deterioros vinculados a la enfermedad se denominan programas “orientados al afrontamiento”. Aunque la influencia de los sucesos vitales, de los estresores (p.ej., estilos de comunicación familiar) y del afrontamiento sobre el curso de la esquizofrenia ha sido documentada repetidas veces (Bebbington et al., 1993; Norman & Malla, 1993; Schaub, 1994), son sólo unas pocas las intervenciones psicosociales que han subrayado específicamente la mejora de la competencia del paciente para afrontar estos estresores. En la Tabla 6.1 se observan algunos de los actuales programas de manejo de la enfermedad para los que se dispone de pautas (Schaub, Andres & Schindler, 1996). Los programas individuales que se centran en el afrontamiento de síntomas positivos persistentes (p.ej., Tarrier et al., 1993) han sido excluidos. A pesar de las diferencias respecto a los grupos de referencia (es decir, si incluyen pacientes, familias o ambos), objetivos de tratamiento, contexto (individual vs. grupal), marco temporal y estructura (muy estructurado vs. flexible), todos estos programas se basan en el modelo de vulnerabilidadestrés y emplea principios de aprendizaje conductual. Todos ellos incluyen elementos psicoeducativos y el paciente es contemplado como un compañero activo en el proceso de tratamiento. Entre los manuales de intervención familiar se encuentran los de Anderson, Reiss y Hogarty (1986), Falloon, Boyd y McGill (1984), Mueser y Glynn (1995) y Hahlweg, Dürr y Müller (1995). El Módulo de Manejo de la Medicación (Liberman, 1986) y el Módulo de Manejo de Síntomas (Liberman, 1988) tuvieron un gran impacto sobre el desarrollo de los programas de tratamiento en Alemania (p.ej., Kieserg & Hornung, 1996; Wienberg, Schünemann-Wurmthaler & Sibum, 1995; Bäuml, Pitschel-Walz & Kissling, 1996). La mayoría de los programas ayudan a los pacientes a identificar y manejar las señales de alarma de recaída, desarrollan un plan de emergencia y manejan los aspectos médicos. El Módulo de Manejo de Síntomas (Liberman, 1988) es el único formato grupal que se centra en los
Información sobre el modelo de vulnerabilidad-estrés Señales de prevención temprana y plan de emergencia Afrontamiento de síntomas persistentes Entrenamiento es habilidades sociales Resolución de problemas Manejo de la medicación Manejo del estrés Contexto Internado (i) Atención externa (e) Hospital de día (d) Número de sesiones
Bäuml et al. (1996)f
Schaub et al. (1997); Schaub (1997)g
Pacientes
Pacientes y familiares
Pacientes y familiares
Pacientes
Pacientes
No
No
Sí
Sí
Sí
Sí
Sí
No
Sí
Sí
Sí
Sí
Sí
Sí
No Sí Sí Sí No i/e/d
Sí Sí Sí No No i/e/d
(No) Sí Sí Sí Sí i/e
No No No Sí (No) e/d
No No No Sí (No) i/e
(No) No No Sí (No) i/e
(No) Sí Sí Sí Sí i/e
20-25
20-25
94
14
15
16
24/16
Foco de atención
Pacientes y Pacientes y familiares familiares
Wienberg et al. (1995)e
a Módulo de Manejo de Medicación (MMM; versión alemana; Brenner, 1989). b Módulo de Manejo de Síntomas (MMS; versión alemana; Brenner, 1990). c Terapia Personal (TP)(contexto individual). d Entrenamiento psicoeducativo para pacientes esquizofrénicos. e Terapia psicoeducativa grupal para personas que padecen esquizofrenia y psicosis esquizo-afectiva (PEGASUS). f Grupos psicoeducativos para pacientes y sus familiares (PIP) con 8 sesiones para pacientes y para familiares separadamente. g Programa de tratamiento orientado al afrontamiento para pacientes esquizofrénicos y esquizo-afectivos que incluye a sus familiares. Los paréntesis implican un uso menos explícito del elemento de tratamiento.
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Liberman Liberman Hogaty Kieser & (1986)ª (1988)b et al. (1995)c Hornung (1996)d
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Tabla 6.1. Síntesis de programas de manejo de la enfermedad en la esquizofrenia
Tabla 6.2. Estudios controlados sobre programas de manejo de la enfermedad descritos en la Tabla 6.1. Estudio
Condiciones de tratamiento
Entrenamiento de habilidades en síntomas (MMS) + manejo de medicación (MMM) Terapia de apoyo grupal (TAG) Buchkremer & “Terapia Cognitiva”, psicoeducación Fiedler (1987) sobre prevención de recaídas (TC) Lewandowski, Entrenamiento Habilidades Buchkremer & Sociales (HHSS) Stark (1994) Tratamiento estándar extendido (TES) con psicoeducación y manejo de medicación Todos incluyen grupos para familiares
Hornung et al. (1995) Buchkremer et al. (1997) Kissling et al. (1995) Bäuml et al. (1996) Hogarty et al. (1995)
Entrenamiento psicoeducativo para manejo de la medicación (EPM) EPM+ Psicoterapia cognitiva (PC) EPM + Consejo a persona clave (CPC) EPM +PC + CP Grupo de ocio (GO) Grupos psicoeducativos para pacientes y familiares (PE) Tratamiento estándar (TS) Terapia personal (TP) Tratamiento estándar (TS)
Resultados
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20 2 sesiones semanales Logro y retención de destrezas: durante 6 meses post-tratamiento: MMM + MMS > TAG (p <0.0001) (50 sesiones aprox.) 6 meses: MMM + MMS > TAG (p <0.0001/ p <0.02) 1 año: MMM + MMS > TAG (p <0.0001/ p <0.005) 21 10 sesiones Rehospitalización: semanales 1 año: TC (6%**) < HHSS (37%) < TES (42%**) (** p = 0.009) 21 2 año: TC (27%) < HHSS (61%) < TES (42%+) 24 (+p = 0.08) 5 año: TC (27%) < HHSS (61%) (p<0.05 ) Recaída: 1 año: TC (22%*) < HHSS (53%) < TES (54%*) (* p = 0.04) 2 año: TC (33%) < HHSS (53%) < TES (54%) (n.s.) 32 EPM: 10 sesiones Rehospitalizazión: PC: 10 sesiones 1 año: EPM +CPC+ PC (15%)< GO (23%)< EPM + 34 CPC: 10 sesiones CPC (27%) < EPM (31%) < EPM + PC (32%) (n.s.) 35 GO : 25 sesiones 2 años: EPM +CPC+ PC (24%*)< EPM + CPC (39%) 33 < EPM + PC (44%) = EPM (44%) < GO (50%*) 57 (* p <0.05) 80 8 sesiones para Rehospitalización: pacientes y 1 año: PE (21%) < TS (38%) (p = 0.03) 83 familiares durante 2 años: PE (41%)< TS (58%) (p = 0.03) 3 meses 54 3 sesiones/mes Recaída: durante 1 año 3 años: TP
TS
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Eckman et al. (1992)
n Frecuencia y duración del tratamiento
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síntomas crónicos (véase capítulo de Fowler, Garety y Kuipers, presente volumen). Todos los programas alemanes se centran en el desarrollo de un concepto constructivo de la enfermedad (Süllwold & Herrlich, 1992) ofreciendo información sobre el modelo de afrontamiento de vulnerabilidad-estrés y su tratamiento. La terapia personal de Hogarty et al. (1995) trata de aportar una conciencia cada vez mayor de la vulnerabilidad personal, incluyendo “claves internas” de desregulación del afecto mediante la enseñanza de estrategias de afrontamiento graduales e internas. El programa de Schaub et al. (1997) también hace hincapié en la enseñanza de estrategias de afrontamiento, similares a las de los programas de Süllwold y Herrlich (1992) y Wiedl (1994). En contraste con las intervenciones familiares psicoeducativas cuya efectividad se ha demostrado en múltiples estudios (Penn & Mueser, 1996), sólo hay unos pocos estudios controlados sobre los programas de manejo de la enfermedad ofrecidos sólo a los pacientes o a éstos en combinación con sus familias (véase Tabla 6.2). Los Módulos de Medicación y Manejo mostraban que se pueden aprender las habilidades vinculadas a la enfermedad y que se puede aumentar el locus de control interno (Eckman et al., 1992; Schaub et al., 1998a). Los primeros resultados del estudio de Hogarty et al. (1995) han sido alentadores, una de las conclusiones parece indicar que se reducían las recaídas y que se producía un aumento en la adaptación personal y social durante los 3 años del tratamiento. En Alemania, dos centros de Münster (Buchkremer & Fiedler, 1987; Lewandowski, Buchkremer & Stark, 1994; Hornunng et al., 1995; Buchkremer et al., 1997) y Munich (Kissling, Bäuml & Pitschel-Walz, 1995; Bäuml, 1997) evaluaron sus programas, incluyendo a pacientes y a sus familiares. Ambos programas se centran en la mejora de la comprensión de la enfermedad y en la mejora del cumplimiento del programa mediante el manejo de los problemas vinculados a la medicación. En estudios controlados se ha observado un menor índice de recaídas en el seguimiento del segundo año e incluso del quinto año.
Un programa de tratamiento orientado al afrontamiento para la esquizofrenia Justificación e implementación del programa de tratamiento En contraste con el tratamiento puramente psicoeducativo, el programa descrito en la Tabla 6.3 hace hincapié en el manejo del estrés y en el desarrollo de actividades reforzantes (Schaub & Möller, 1990; Schaub et al., 1997; Schaub, 1997). Se desarrolló pensando en los pacientes estables que sufren esquizofrenia y trastorno esquizo-afectivo. El programa incluye elementos psicoeducati-
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Tabla 6.3. Descripción del programa de tratamiento orientado al afrontamiento 1. Educación sobre la esquizofrenia y opciones de tratamiento sobre la base del modelo de afrontamiento de la vulnerabilidad-estrés • Proporcionar información sobre la esquizofrenia (síntomas, curso de la enfermedad) • Aportar información sobre las opciones de tratamiento (farmacoterapia; ventajas y efectos secundarios; intervenciones psicosociales, p.ej., terapia conductual) • Identificación, monitoreo y afrontamiento de las señales de alarma de recaída 2. Afrontamiento de estresores • Identificación de situaciones estresantes vinculadas a la psicopatología y al funcionamiento psicosocial • Reconocimiento de señales de estrés, es decir, aspectos psicofisiológicos, cognitivos y emocionales • Manejo del estrés: técnicas de relajación, resolución de problemas, entrenamiento en habilidades sociales, reestructuración cognitiva y fomento de la estrategia de afrontamiento 3. Mejora de la calidad de vida • Identificación de situaciones agradables • Aprendizaje de formas para participar en situaciones agradables
vos y principios de aprendizaje cognitivo-conductual. El manual fue conceptualizado como una guía que favorece la flexibilidad al dialogar con los participantes, pero con una estructura para la transmisión de la información esencial. Se explica a los pacientes los principios terapéuticos así como el contenido y el marco temporal de las sesiones. La versión larga del programa dura una media de 24 sesiones durante dos meses y medio, y la versión breve requiere 16 sesiones, de las cuales 4 son programadas en estancia de régimen externo. En este programa de tratamiento desempeña un papel muy importante la enseñanza de un concepto de la enfermedad que permita al paciente comprender la naturaleza de su enfermedad y el modo en que puede influir sobre su curso y gravedad. Con respecto al modelo de afrontamiento de la vulnerabilidad-estrés, se enseña a los participantes las interacciones que existen entre la vulnerabilidad, los estresores, el afrontamiento, el deterioro del bienestar y la recaída, así como también se les ofrece información sobre el tratamiento y el afrontamiento. Según el concepto transaccional de afrontamiento de Lazarus (1991), el estrés se produce cuando demandas específicas internas o externas son valoradas como exigentes o excesivas para los recursos de la persona y es posible que perjudiquen a la auto-estima de la misma. El afrontamiento se refiere a los esfuerzos cognitivos y conductuales de la persona por manejar (reducir, minimizar, dominar, tolerar) el estrés. Son muchos los estresores que pueden producir un empeoramiento de los síntomas o la recaída.
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Por lo tanto, los participantes deben aprender a reconocer sus señales personales de estrés, a identificar las situaciones estresantes, a evitar las situaciones muy estresantes y a afrontar con más efectividad las experiencias estresantes. El manejo del estrés hace referencia tanto al hecho de acoger desafíos como a la prevención de la excesiva estimulación. Los pacientes aprenden a sensibilizarse sobre su propio nivel individual de estimulación y a vivir una vida en la que mantengan un buen equilibrio entre el cumplimiento de demandas y los momentos de ocio y de recreo. La definición de estrés no sólo incluye el exceso de estimulación sino también el defecto de estimulación. Esto apunta hacia la importancia de ayudar a los clientes a estructurar su tiempo con actividades significativas pero no excesivamente demandantes. En toda sesión se destina atención a los estresores así como a la mejora del bienestar. Mientras que los enfoques anteriores de tratamiento trataban de evitar las situaciones emocionalmente cargadas o las relacionadas con la enfermedad o los temas privados en los grupos terapéuticos con clientes que padecían esquizofrenia, este programa contempla estos temas con el fin de ayudar a los clientes a manejar mejor estas situaciones cuando se las encuentran en sus vidas diarias. El programa puede implementarse en terapia individual, aunque el formato grupal presenta múltiples ventajas, como oportunidades para el aprendizaje por observación de otros pacientes y la oportunidad de compartir experiencias con la enfermedad. El programa debería ser ofrecido en combinación con un tratamiento comprensivo que incluya el manejo del caso y terapia familiar psicoeducativa breve que también puede presentarse a grupos de familiares. Las familias reciben información sobre la esquizofrenia, su tratamiento y pautas para el manejo del estrés. Esta información puede ayudar a las familias a aliviar los sentimientos negativos que experimentan a menudo con relación al miembro enfermo, la ansiedad, la culpabilidad o la depresión. El entrenamiento en comunicación puede ser útil para mejorar las habilidades sociales para expresar sentimientos positivos y negativos. En cooperación con el paciente, se desarrolla un plan de emergencia en caso de que se produzca una crisis. Los grupos de familiares deberían incluir también un mínimo de ocho sesiones y cuatro sesiones como mínimo cuando las familias son acogidas de forma individual. Descripción del programa de tratamiento orientado al afrontamiento El programa de tratamiento orientado al afrontamiento consiste en tres subprogramas (véase Tabla 6.3). El primer subprograma se centra en la educación sobre la esquizofrenia y en su tratamiento sobre la base del modelo de afrontamiento de la vulnerabilidad y el estrés. Los participantes comparten
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sus ideas, información y experiencias con la esquizofrenia. El terapeuta les informa del modelo de afrontamiento de la vulnerabilidad-estrés. Se explican los síntomas psicóticos como resultado del cese del afrontamiento cuando una persona vulnerable afronta demandas excesivas. Se enseña a los participantes que su vulnerabilidad se refleja en procesos como los trastornos en el metabolismo cerebral y los problemas en el procesamiento de información. El estrés puede empeorar esta vulnerabilidad y los factores estabilizadores como las propias competencias de afrontamiento, la auto-eficacia, las redes sociales y el tratamiento pueden minimizar los efectos negativos del estrés sobre la vulnerabilidad. Durante el comentario del modelo, se invita a los participantes a presentar ejemplos de su propia experiencia. Se les pregunta cuáles han sido los estresores que han provocado la actual o la anterior exacerbación y qué les ha sido útil para afrontar la crisis. Con respecto a sus experiencias, se comentan temas como el diagnóstico, los síntomas positivos y negativos, el curso de la enfermedad y el tratamiento. Se informa a los participantes sobre los neurolépticos, sus efectos y sus efectos secundarios, así como sobre la psicoterapia conductual (p.ej., terapia familiar y entrenamiento en habilidades sociales). Se subrayan los beneficios que pueden aportar estos tratamientos, sobre la base del modelo de vulnerabilidad-estrés (p.ej., el modo en que el consumo de neurolépticos puede influir sobre el riesgo biológico del estrés). Con el fin de evaluar las señales tempranas de recaída, se pregunta a los participantes qué cambios en el pensamiento, sentimiento, sensaciones corporales y conductas experimentaron antes de su última recaída. Los participantes identifican sus propias señales usando el listado diseñado a tal fin por Herz y Melville (1980). Este listado se complementa con cambios individuales no incluidos y afirmaciones sobre cambios al tomar la medicación. Si el participante accede, se pregunta a los otros significativos sobre sus observaciones. Los participantes monitorean la gravedad y frecuencia de estas señales a lo largo del tratamiento y se les alienta para que continúen haciéndolo después de concluir el tratamiento. En colaboración con los otros significativos, así como con los asistentes sanitarios, se establecen contratos sobre la base de las señales de advertencia, contratos en los que se identifican pasos a adoptar si se producen las señales y se elabora un plan de emergencia. El segundo subprograma se refiere al afrontamiento de los estresores. En primer lugar se pide a los participantes que identifiquen las situaciones estresantes en diferentes áreas de la vida y que las clasifiquen con respecto a la enfermedad y al funcionamiento psicosocial. Con los pacientes con graves síntomas negativos o psicosis muy crónicas, para quienes puede ser difícil identificar los estresores, el terapeuta facilita el comentario de las situaciones personales que han experimentado el paciente y los otros. Los estresores pueden
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derivarse de la enfermedad, como los síntomas negativos (p.ej., escucha voces), del tratamiento (p.ej., efectos colaterales de la medicación) y del funcionamiento psicosocial (p.ej., asociados con las relaciones con otras personas, el trabajo, la situación vital, etc.). El desarrollo de una jerarquía de situaciones estresantes ilustra la cantidad de carga experimentada por cada paciente en diferentes aspectos de la vida. A muchos pacientes del grupo les preocupa la recaída. También temen enfrentarse a estereotipos y prejuicios en conversaciones sobre la enfermedad. Con respecto al funcionamiento psicosocial, manifiestan problemas en el establecimiento de relaciones íntimas, pérdida de amigos y colegas de trabajo, falta de tolerancia de los otros y soledad. En su opinión, las disputas (especialmente con los progenitores) se basan muchas veces en discrepancias entre sus recursos y las expectativas de los otros significativos. Con respecto al trabajo, los pacientes se quejan de estar bajo excesiva presión por demandas excesivamente altas (especialmente de límites de tiempo). Se quejan de las críticas de sus supervisores, de la competitividad entre colegas, de los problemas para mantener el puesto de trabajo, del desempleo y de un futuro incierto.
A continuación, se pide a los participantes que reconozcan y analicen las situaciones estresantes según un esquema que incluye el acontecimiento activador, las creencias elicitadoras, los cambios psicofisiológicos, cognitivos y emocionales, así como las reacciones de afrontamiento y sus consecuencias. Según Lazarus (1991), las emociones están influidas por diferentes procesos, incluidas las condiciones ambientales e internas que producen una relación especial persona-medio, el proceso mediador de valoración de tal relación, el proceso de afrontamiento, así como la respuesta misma. Los cambios físicos pueden referirse a quejas “psico-vegetativas” en general (p.ej., sudores, temblores, escalofríos), a un órgano específico (p.ej., palpitaciones cardíacas) o a dolores musculares (p.ej., tortícolis). Los cambios en el pensamiento pueden diferenciarse en contenido de la cognición (p.ej., valoraciones o monólogos internos que posiblemente se refieren a creencias contraproducentes o formas irracionales de pensamiento) y en procesos (p.ej., escasa concentración, tendencia a la distracción, bloqueo del pensamiento). Los cambios del estado anímico pueden estar vinculados a la indefensión, la irritabilidad, la ansiedad y la depresión. Ejemplos de cambios de conducta son el alejamiento o los problemas de comunicación debidos a habilidades de escucha pobres, la incapacidad para expresarse o a las conductas no verbales inapropiadas (p.ej., escaso contacto ocular). También se pide a los participantes que cumplimenten un “cuestionario de estrés” sobre situaciones estresantes, pensamientos y reacciones en estas situaciones y actividades que pueden reducir el estrés y las estrategias de afrontamiento que quieren aprender y las que quieren desaprender.
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Para ilustrar este enfoque el Sr. B, un paciente de 30 años de edad con psicosis esquizo-afectiva, describe una situación estresante. Lugar, tiempo, acción: se sintió estresado en el trabajo. Valoraciones, monólogo interno: pensó que no podía cumplir las expectativas de su jefe. Sentimientos: se preocupó por ello. Sensaciones corporales: su espalda comenzó a tensarse. Procesos cognitivos: su pensamiento era lento y repetitivo. Conducta de afrontamiento: se alejó más y más, catastrofizó sobre lo que podría pasar y comenzó a fumar excesivamente. Consecuencias de la situación: a largo plazo se sintió insatisfecho y no supo qué hacer.
El manejo del estrés conlleva una amplia gama de técnicas diferentes. Al comienzo de cada sesión de este subprograma se presentan técnicas de relajación, como una forma breve del entrenamiento en relajación muscular (Jacobson, 1938) o como las técnicas de respiración (Tausch, 1996), combinadas con imaginería positiva. Se hace hincapié en la mejora de la resolución de problemas, en el entrenamiento en habilidades sociales (es decir, conducta auto-asertiva y habilidades de comunicación) y en la identificación y modificación de las cogniciones maladaptativas (es decir, reestructuración cognitiva). La resolución de problemas incluye la enseñanza de diferentes pasos, como la definición precisa del problema, la búsqueda de posibles soluciones, el comentario de los pros y contras, la decisión de la solución más efectiva y la planificación de su implementación. Las situaciones estresantes descritas por los participantes son comentadas en el grupo y se generan y evalúan diferentes ideas para manejar las situaciones. Cuando es posible los participantes interpretan la respuesta que consideran mejor. Con respecto al entrenamiento en habilidades sociales, se elabora un listado de competencias personales y déficits en las habilidades sociales, así como otro listado de estrategias a aprender y a desaprender para las situaciones sociales. Para el entrenamiento en habilidades sociales es importante explicar los objetivos de estos ejercicios, aportar información sobre los principales elementos de asertividad y establecer situaciones individualizadas que puedan ser usadas en interpretaciones para la práctica de la habilidad (Bellack et al., 1997). Las situaciones estresantes también pueden haber sido provocadas por cogniciones disfuncionales que impiden la conducta asertiva y el logro de los objetivos personales. En la reestructuración cognitiva se enseña a los participantes a confrontar sus patrones irracionales de pensamiento, como “No debería cometer errores” o “Todo el mundo debería quererme” y se buscan alternativas en grupo. En relación con la situación estresante previamente descrita por el Sr. B, los miembros del grupo propusieron las siguientes soluciones para la resolución del problema: (a) dejar de tomar medicación; (b) reducir la dosis de medicación; (c) no dejar que los demás te presionen excesivamente; (d) pedir al jefe menos trabajo; (e) hablar con el jefe sobre tu situación presente; (f) buscar un trabajo menos exigente; (g) contratar a otra persona para trabajar conjuntamente con
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ella; (h) aceptar un salario inferior. El Sr. B decidió que aceptaría la tercera y la cuarta propuestas. Sin embargo, expresó sentir ansiedad respecto a hablar con su jefe. Por lo tanto, se representó la situación. El Sr. B agradeció al grupo por su apoyo tras esta reunión. En la siguiente sesión manifestó que había hablado con su jefe y que había llegado a un acuerdo. La charla salió mucho mejor de lo que había supuesto. Parecía muy aliviado.
Además, se ayuda a los participantes a aprender estrategias de afrontamiento específicas. Las estrategias de afrontamiento pueden clasificarse como beneficiosas o maladaptativas, así como preventivas o vinculadas a estresores a largo y corto plazo. Las estrategias maladaptativas se refieren a las conductas inefectivas, como el consumo de alcohol y drogas, la rumiación, las conductas agresivas y también las conductas excesivas (p. ej., abuso de cafeína o nicotina, comer en exceso, dormir en exceso y la evitación de situaciones específicas). Se pregunta a los participantes qué estrategias les resultan útiles en las situaciones estresantes y qué planifican hacer en el futuro si vuelven a estresarse. Juntamente con los otros participantes, se identifican estrategias efectivas de afrontamiento y se elabora un plan de acción (cf. Mueser & Gingerich, 1994). Se pregunta a los participantes de qué conductas recreativas han prescindido más bajo situaciones de estrés y qué podrían hacer para restablecerlas. En siguientes sesiones se pide feedback a los participantes sobre la utilidad de las estrategias identificadas. Se les sugiere que sigan identificando y monitoreando situaciones estresantes, de forma que lleguen a ser más conscientes de estresores y de formas para manejarlos. Las posibles estrategias cognitivas de afrontamiento incluyen el establecimiento de expectativas razonables, las auto-instrucciones positivas y la planificación de actividades recreativas. Posibles estrategias conductuales de afrontamiento son la ejecución regular de ejercicio físico, la práctica de técnicas de relajación y la estructuración de actividades cotidianas. Posibles estrategias sociales de afrontamiento incluyen la comunicación directa sobre el estrés y la petición de apoyo y ayuda a otras personas. Al final de este subprograma el foco de atención cambia del manejo de la crisis al de la prevención de recaídas. El concepto de señales preventivas o de alarma vuelve a colocarse encima de la mesa y juntamente con el paciente se desarrolla un análisis más detallado de su recaída más reciente. Se evalúan el desarrollo de los síntomas, las condiciones bajo las que se producen y las estrategias de afrontamiento. Se pregunta a los participantes cómo evolucionó la crisis, qué sucedió inmediatamente antes de la crisis, cómo trató de superar la crisis y qué estrategias pensó que serían útiles y cuáles no. Con el fin de aprender de las experiencias pasadas, se pregunta a los participantes qué podrían haber hecho que hubiera podido ser útil y qué programan hacer en
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el futuro. Sin embargo, el manejo exclusivo de la crisis no es suficiente. La prevención de recaídas y la conducta sana son también elementos fundamentales para mejorar el curso de la enfermedad. El objetivo del tercer y último subprograma, mejora de la calidad de vida, es fomentar los recursos personales positivos y desarrollar un estilo de vida que promueva la salud y el bienestar. Se ayuda a los pacientes a desarrollar un concepto de sí mismos que no esté exclusivamente definido en términos de enfermedad, sino que se base en una concepción de su individualidad y en las restantes posibilidades de su vida. Del mismo modo que se procede para el análisis de los estresores, los pacientes son alentados para que identifiquen situaciones agradables, de forma que lleguen a adquirir conciencia de estas situaciones en las que se sienten bien. Se les anima a que participen en actividades que les aporten placer (p.ej., crear intereses, organizar y planificar tiempo de ocio). Informe de caso Para ilustrar el programa, se presenta el informe de un caso: El Sr. K era un profesor de 35 años de edad que padecía su tercer episodio de esquizofrenia paranoide. Había estado enfermo durante 12 años y había sido hospitalizado durante 6 meses. Los estresores que parecían precipitar su recaída más reciente eran los problemas laborales y la dificultad para establecer relaciones cercanas. Por una parte, presentaba dificultades para manejar el estrés vinculado a su trabajo como profesor; por otra, no quería abandonar su profesión porque se había esforzado muchísimo para lograrla. Al comienzo del grupo, el Sr. K hablaba con total franqueza sobre sus experiencias y síntomas como las sospechas, compulsiones y falta de concentración, así como sobre sus problemas para establecer relaciones cercabas. A continuación manifestó sentirse estresado a consecuencia de esta apertura. Tras decírsele que se le permitía compartir experiencias o también reservarlas, manifestó sentirse aliviado. Acudía al grupo regularmente y se convirtió en un participante activo y muy interesado. Le parecía que el modelo de vulnerabilidad-estrés era útil para comprender su enfermedad. Manifestó que entre sus señales de alerta se encontraban los problemas de sueño, la irritabilidad, las situaciones de ira incontrolable, alejamiento social y escasa concentración. Optó por trabajar con su hermana para desarrollar un plan de emergencia basado en estas señales. Con respecto al manejo del estrés, se centró en sentirse bajo un exceso de presión. Era capaz de analizar su patrón de pensamiento disfuncional, “Tengo que ser perfecto” y cambiarlo por “Se me permite cometer errores”. Al final del grupo había cambiado sus expectativas con respecto a sus objetivos de vida y decidió buscar un trabajo menos exigente. A menudo se ofrecía voluntario para participar en role plays y comentaba que le resultaban útiles para lograr una mayor confianza en sí mismo y para conocer los puntos de vista de las demás personas. Se centró
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en afrontar la rumiación y descubrió que la parada del pensamiento y la relajación, así como las auto-instrucciones positivas eran muy útiles. Al comienzo de las sesiones grupales, dedicaba la mayor parte de su tiempo de ocio a leer la Biblia y a rezar, pero hacia las últimas sesiones dedicaba más tiempo a trabajar en el jardín y a hablar con otras personas. Al comienzo sus progenitores se quejaban de su holgazanería, incapacidad para resolver sus propias necesidades y dificultad para mantener un nivel adecuado de higiene personal, problemas que creían se hallaban bajo su control voluntario. Para los progenitores el modelo de vulnerabilidad-estrés fue útil para comprender la enfermedad y para reconocer que esas conductas eran síntomas comunes de la esquizofrenia. El trabajo con la familia comenzó por ayudar a los progenitores a procesar sus lamentos porque su hijo no satisfacía sus expectativas de convertirse en un profesor de éxito. Los comentarios se centraron posteriormente en las pautas para una resolución efectiva de problemas y en el manejo del estrés. En las sesiones finales manifestaron que creían que su hijo había comprendido más y que ya se comportaba de una manera aceptable. Estaban satisfechos con su nuevo hobby de jardinería. En el feedback del Sr. K al grupo, manifestó que había aprendido mucho sobre su enfermedad y había adquirido más auto-confianza para afrontarla y para manejar los problemas cotidianos. Lo que más valoraba del grupo era la oportunidad de manejar sus conflictos y era una fuente de comodidad y aprecio de los demás. En el seguimiento realizado dos años después, no había recaído aún y había logrado un nivel más alto de funcionamiento psicosocial.
Resultados finales En muchos estudios se ha demostrado la fiabilidad clínica de este programa de tratamiento (Schaub & Möller, 1990; Schaub et al., 1997). Un estudio controlado con 20 pacientes y realizado en la Universidad de Berna, con el apoyo de la Fundación Nacional de Suiza comparó el programa de tratamiento orientado al afrontamiento (n = 11) con un grupo control de apoyo (N = 9) en un estudio de seguimiento de dos años (Schaub et al., 1997). Quince de los pacientes fueron diagnosticados como esquizofrénicos, sobre todo paranoides, y cinco pacientes como esquizo-afectivos. La media de edad de los pacientes era de 32.20 años (DS = 16.85); la duración media de la enfermedad: 8.03 (DS = 5.95); el número medio de hospitalizaciones era de 5.85 (DS = 3.75); la duración media de la hospitalización: 97.27 semanas (DS = 68.50); los años de educación: 9.93 (DS = 1.400). En contraste con el procedimiento estructurado y manualizado del grupo experimental, el grupo de apoyo dedicó sus sesiones a comentar sin estructura definida los temas seleccionados por los participantes. Semanalmente se desarrollaban dos sesiones de hora y media, y en total fueron 24 sesiones, lo que equivale a 2 meses y medio aproximadamente. Además, se ofrecieron cuatro sesiones adicionales a cada fami-
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lia. Antes y después del tratamiento se evaluó la psicopatología mediante la Escala de Valoración Psiquiátrica Breve (Overall & Gorham, 1962) y la Escala de Evaluación de Síntomas Negativos (Andreasen, 1981). Se administró el Cuestionario de Afrontamiento del Estrés (Janke, Erdman & Kallus, 1985) para identificar las estrategias de afrontamiento habitualmente usadas y la Escala de Auto-concepto de Frankfurt (Deusinger, 1986) para evaluar aspectos relevantes sobre el auto-concepto. El conocimiento de la enfermedad fue evaluado mediante la Prueba de Conocimiento sobre la Psicosis (Schaub et al., 1997) y la calidad de vida mediante el Esquema de Entrevista Social (Hecht, Faltermaier & Wittchen, 1987). No hubo diferencias en la reducción de síntomas psicopatológicos en ninguno de los grupos tras el tratamiento. Ambos grupos habían aumentado su conocimiento sobre la psicosis y el tratamiento, sin embargo, este aumento era más pronunciado en el grupo orientado al afrontamiento. Desde el pretratamiento hasta el postratamiento la puntuación de respuestas correctas aumentó del 79% al 87% y era estable en este mismo nivel en los seguimientos realizados 6, 12 y 18 meses después. Con respecto a la calidad de vida (Hecht et al., 1987) ambos grupos mejoraron sus condiciones de vida y actividades de ocio. Los pacientes del grupo experimental manifestaron disponer de contactos sociales más cercanos en su red social y un aumento en el bienestar mientras que en el grupo control se redujo el apoyo social. Con respecto a la auto-confianza, los pacientes participantes en el programa de tratamiento lograron significativamente más asertividad en los contactos sociales que los participantes en el grupo control (Deusinger, 1986). Las estrategias de afrontamiento no mostraban diferencias significativas entre los dos grupos. Comparados los días de hospitalización un año antes y un año después del tratamiento, los pacientes del grupo experimental mostraban una duración significativamente menor de hospitalización que los del grupo control. Estos resultados fueron confirmados en un estudio ampliado realizado con 33 pacientes de los cuales 17 participaron en el tratamiento orientado al afrontamiento y 16 pacientes en un grupo control. Desde 1995 se ha evaluado el programa de tratamiento orientado al afrontamiento en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Munich (Schaub et al., 1998c). Hasta la fecha son 119 los pacientes esquizofrénicos y esquizo-afectivos que han participado en el grupo y el 78% de éstos han cumplimentado cuestionarios de feedback al concluir el tratamiento. El 91% valoraba el programa como útil o muy útil con respecto a su contenido así como con respecto a la estimulación y apoyo mutuo de los restantes participantes. Más de dos tercios de los pacientes manifestaban sentirse instruidos sobre la psicosis y que sus estrategias de afrontamiento habían mejorado. También manifestaban que el programa había sido útil para generar una mayor sensa-
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ción de control sobre su enfermedad y su curso. Los pacientes favorecían los temas como la prevención de recaídas, la etiología y el curso de la enfermedad, las opciones de tratamiento, el reconocimiento de los umbrales individuales de estrés y el fomento de las estrategias de afrontamiento. Hubo una reducción significativa de los síntomas psicopatológicos y un aumento significativo en el conocimiento sobre la enfermedad y su tratamiento en una submuestra de 45 pacientes. Hasta la fecha, se han localizado 42 pacientes para la evaluación del seguimiento un año después, y entre éstos el índice de recaída ha sido el 21%. Este resultado es idéntico al de la intervención psicoeducativa de Bäuml et al. (1996) en comparación con el índice de recaída del tratamiento estándar que es del 38%. Durante el seguimiento, la mayoría de los pacientes de este estudio tenían una comprensión más amplia de la enfermedad, cumplían con el tratamiento y sabían mucho más sobre el manejo del estrés y afrontamiento de las primeras señales. Estaban satisfechos con su situación laboral y vital así como con sus actividades de ocio; sin embargo, se quejaban de sus escasos ingresos. La mayoría de los pacientes seguían las pautas de tratamiento recomendadas por la clínica, y la medicación más prescrita eran los antipsicóticos atípicos. En Munich se ha localizado a 37 pacientes para participar en un estudio controlado cuya finalidad es la evaluación del curso de la enfermedad, la integración social y la calidad de vida en un estudio longitudinal de tres años de duración. Comentarios finales Según Goldstein (1992) los programas psicoeducativos tratan aspectos muy enraizados de identidad personal y del propio rol en la unidad familiar que no deberían de ser ignorados. Se requiere añadir estrategias terapéuticas alternativas para que el enfoque psicoeducativo sea efectivo en el fomento de las estrategias de afrontamiento y de las habilidades sociales. Se han extendido considerablemente las intervenciones que ofrecen información sobre trastornos psiquiátricos y su tratamiento a pacientes y a sus familiares, así como pautas para el manejo del estrés. Las investigaciones controladas que recientemente se han desarrollado con respecto a estas intervenciones parecen indicar que se puede ser optimista, pero con cautela, sobre el impacto de estas intervenciones en el curso de la enfermedad. El programa de tratamiento con formato grupal orientado al afrontamiento para pacientes esquizofrénicos o esquizo-afectivos tras un episodio agudo, aporta información sobre la enfermedad y su tratamiento, así como estrategias para el manejo más efectivo de los estresores y para la prevención de recaídas. En un estudio controlado,
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pacientes tratados en el programa de tratamiento orientado al afrontamiento mostraban más logros de tratamiento con respecto al conocimiento sobre la psicosis, la calidad de vida y la competencia social que el grupo control. Se requiere evaluar los resultados a largo plazo para determinar si el programa ayuda a la prevención de recaídas y de rehospitalizaciones. En este punto se desconoce si los posibles efectos del tratamiento se deben a la mejora en el cumplimiento, en la atmósfera familiar, en la capacidad para afrontar el estrés o a la modificación de las creencias disfuncionales sobre la enfermedad. Aunque los programas estandarizados conllevan la enseñanza de una serie predeterminada de información y destrezas, siempre es necesario adaptar el programa a las necesidades específicas de los pacientes. Los pacientes se sienten más motivados cuando pueden relacionar los contenidos del programa con sus propias vidas personales. Cuando existe la posibilidad de ofrecer rehabilitación en régimen externo, los pacientes deberían ser acogidos tan pronto como sean capaces de acudir a las sesiones. Para facilitar la generalización de las destrezas a los entornos naturales de los pacientes deberían incluirse sesiones compensatorias de forma externa. La incorporación de familiares al tratamiento es un componente esencial. Se alivian los sentimientos negativos que experimentan muchos familiares al tratar a un miembro enfermo de la familia y al mismo tiempo los familiares se sienten apoyados en su función de cuidadores que refuerzan las mejorías de los pacientes. Se requieren estudios adicionales para determinar el grado en que las destrezas de afrontamiento adquiridas se generalizan a los entornos de la “vida real”. Es urgente la necesidad de elaborar procedimientos adecuados para medir la transferencia de destrezas psicosociales y de afrontamiento del entorno de formación a contextos naturalistas de la comunidad. Estos procedimientos deben incorporar diversas perspectivas (es decir, la del paciente, la familia, los profesionales). También es necesario prestar atención a una gama más amplia de posibles resultados, incluido el funcionamiento vocacional, la calidad de vida, el bienestar y satisfacción familiar, etc. También sería conveniente disponer de datos sobre qué pacientes se benefician de qué programas de tratamiento con el fin de establecer recomendaciones diferenciales de tratamiento y adaptar las intervenciones para satisfacer las necesidades específicas de los pacientes (véase Schaub et al., 1998b). A medida que los avances biológicos sigan contribuyendo a una mejor comprensión de la etiología y tratamiento farmacológico, es probable que mejore aún más el papel de las intervenciones psicológicas en el fomento del funcionamiento social, el afrontamiento de la esquizofrenia y la reintegración de los pacientes en su comunidad.
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Opciones y toma de decisiones clínicas en el diagnóstico y tratamiento psicológico de alucinaciones e ideas delirantes Lawrence Yusupoff Consulta privada, Manchester, GB Gillian Haddock Departamento de Enfermería, Universidad de Manchester, GB
La respuesta estándar de los servicios médicos a los pacientes que presentan síntomas psicóticos es la prescripción de medicación neuroléptica. Desde su aparición durante los años cincuenta, los neurolépticos han revolucionado el tratamiento de la psicosis, aunque siga existiendo un número de pacientes medicados cuyos síntomas persisten (Curson, Patel & Liddle, 1988). Además, los efectos secundarios asociados a este tipo de medicación impiden o limitan su uso para con algunos pacientes. Como consecuencia de estas observaciones, ha sido necesario el desarrollo de tratamientos psicosociales complementarios o alternativos para pacientes psicóticos. Los recientes avances en el tratamiento psicológico de la psicosis sugieren su introducción como servicios rutinarios para la mayoría de pacientes. Los enfoques psicológicos evaluados hasta el momento incluyen intervenciones familiares (Barrowclough & Tarrier, 1992), la intervención temprana y el monitoreo de señales de alerta (Birchwood, 1996), así como los tratamientos psicológicos destinados a reducir la aparición y la angustia asociada a los síntomas positivos persistentes (Sellwood et al., 1994). Este último será el tema sobre el que versará el presente capítulo, y en él se subrayarán los elementos clínicos específicos y se presentará una revisión de la evaluación y de las opciones de tratamiento disponibles para los profesionales que atienden a pacientes con alucinaciones e ideas delirantes.
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Evaluación Toma de decisiones y planificación inicial La evaluación de individuos con alucinaciones e ideas delirantes persistentes debe ser estructurada y comprensiva para determinar si la terapia cognitivo-conductual es una prioridad clínica y, cuando se le ofrece al paciente, si produce cambios cualitativos en la calidad de vida. El escenario cognitivo-conductual tradicional del paciente y del terapeuta colaborando para reducir síntomas específicos puede aplicarse también a los síntomas psicóticos; sin embargo, se requiere un marco de trabajo ampliado. Las necesidades de esta población son complejas muchas veces (Fowler, Garety & Kuipers, 1995) y los “deterioros intrínsecos” asociados a la esquizofrenia (como las ideas delirantes, los déficits cognitivos y los síntomas negativos) pueden complicarse adicionalmente por sus consecuencias secundarias, sociales y psicológicas, como la falta de armonía en la familia, la dependencia y la escasa auto-estima (Birchwood, Hallett & Preston, 1988). Utópicamente, una evaluación inicial debería subrayar los aspectos clínicos que pueden afectar a las decisiones relativas a si se ofrece o no terapia psicológica, y en caso afirmativo, las adaptaciones que requerirá y que reflejarán los aspectos únicos de cualquier caso. A continuación se presenta una serie de preguntas que pueden aportar alguna idea sobre la amplitud y el tipo de información necesario para la adopción de decisiones relativas a la naturaleza, temporalización y límites de la posible intervención. 1. ¿Existen necesidades sociales, financieras o médicas prioritarias que, si se resolvieran, influirían directamente sobre los síntomas psicóticos o liberarían al paciente para participar más plenamente en la terapia? 2. ¿Hay estados clínicos o síntomas no psicóticos que sería recomendable resolver antes de iniciar el tratamiento de los síntomas psicóticos? 3. ¿En qué medida han adaptado los miembros de la familia o los responsables del paciente sus estilos de vida y roles para que se acomoden a las necesidades persistentes del paciente y qué implicaciones tendría sobre ellos que el paciente fuera menos sintomático? 4. ¿Cuáles son los límites potenciales, en términos de resultados, de una terapia centrada en los síntomas para el individuo, dado su nivel premórbido de adaptación social y psicológica? 5. ¿Qué consecuencias tendría para el paciente un resultado clínico no satisfactorio? 6. ¿Cuál es el historial de recaídas del paciente y en qué medida expone al paciente algún aspecto de la terapia al tipo de estresores previamente asociados con los episodios agudos?
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7. ¿Comprenden los restantes profesionales implicados en este caso lo que conlleva la terapia y están de acuerdo en que se desarrolle ésta? 8. ¿Intervienen otros profesionales con el mismo paciente y son sus intervenciones contradictorias con la terapia psicológica? 9. ¿En caso de recaída durante la terapia activa, se han establecido planes conjuntos con el equipo multidisciplinar sobre la estrategia terapéutica a seguir? 10. ¿Una vez concluida la terapia, qué recursos puede requerir el paciente para mantener los logros clínicos? 11. ¿Existe historial de trauma psicológico, y de qué modo podría apoyarse al paciente para que pueda tolerar el estrés provocado por las memorias reactivadas, si los síntomas psicóticos se relacionan con el trauma? 12. ¿Qué modalidades terapéuticas adicionales, por ejemplo entrenamiento en habilidades sociales, terapia familiar, etc., podrían ser útiles para apoyar a la terapia centrada en los síntomas y cómo y por quién deberían ser ofrecidas éstas? 13. ¿Cuáles serán las posibles consecuencias a corto y largo plazo del paciente si no recibe terapia individual para los síntomas y de qué manera se equilibran estos riesgos con los riesgos asociados con el curso de la terapia? Algunos de los aspectos planteados por estas preguntas suelen preceder al examen formal de estas áreas; pero el objetivo es el mismo, y se trata de prestar atención a las diversas condiciones y contextos que deben ser incluidos en los modelos clínicos de cambio terapéutico para este grupo de clientes. En consecuencia, son imprescindibles una coordinación inteligente de los esfuerzos terapéuticos y la elección de un modelo apropiado para el manejo del caso (p.ej., Lancashire et al., 1997). Habiendo mencionado algunas consideraciones preliminares que influyen sobre las primeras decisiones clínicas y sobre la planificación, a continuación se presentan las opciones específicas de evaluación. Elicitación de síntomas Los informes de los pacientes sobre sus experiencias y creencias psicóticas suelen ser, a menudo, incompletos salvo que se formulen cuestiones específicas diseñadas para elicitar estos síntomas. Se recomienda el uso de esquemas de entrevista psiquiátrica fiables, como el Examen del Estado Presente (Wing, Cooper & Sartorius, 1974), para generar un perfil completo de los síntomas psicóticos y no psicóticos. El número de síntomas puede variar considerablemente y, con frecuencia, es necesario negociar la selección inicial de un síntoma apropiado de toda la gama de fenómenos angustiosos. Esta selección puede basarse en las
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prioridades del paciente, en la discreción de la ocurrencia de un síntoma y en que exista la posibilidad de seleccionar un fenómeno clave cuyo tratamiento pudiera generar un “efecto de dominó”, es decir, que otros síntomas se disipen automáticamente interviniendo sólo sobre ése. Otra posibilidad es clasificar jerárquicamente los síntomas para minimizar la angustia o reducir la amenaza asociada con la posibilidad de cambio de síntomas, cuando los factores motivacionales son complejos (véase el apartado sobre la evaluación y la motivación). Escalas de valoración y dimensiones de los síntomas psicóticos El desarrollo de instrumentos de evaluación para las alucinaciones e ideas delirantes ha perseguido, sobre todo, fines diagnósticos, porque estos síntomas normalmente han sido clasificados en términos de su presencia o ausencia. El foco de interés del terapeuta, sin embargo, se encuentra en el síntoma mismo y en la evaluación de sus correlatos conductuales y cognitivos de cara a intervenir a este nivel. Para el monitoreo de los cambios y para la medición de resultados se requiere, por lo tanto, de escalas que nos informen de la naturaleza de las dimensiones individuales de síntomas y del modo en que éstos covarían como resultado del tratamiento (Garety, 1992). Por ejemplo, un paciente que experimenta una reducción en el volumen de las alucinaciones como resultado del tratamiento puede no mostrar cambio alguno en la frecuencia o en la duración de las mismas, por ello la mejoría podría no ser recogida en las medidas estándar de gravedad. Existen dos escalas que se han desarrollado para medir la gravedad de varias dimensiones diferentes de alucinaciones auditivas e ideas delirantes (la escala de valoración de alucinaciones auditivas [Auditory Hallucination Rating Scale, AHRS;] y la escala de valoración de ideas delirantes [Delusions Rating Scale, DRS]; Haddock et al., 1997). El entrevistador elicita trece dimensiones de alucinaciones auditivas (frecuencia, duración, cantidad de angustia, intensidad de la angustia, localización, convicción de creencias relativas al origen, disrupción, controlabilidad, volumen, cantidad de contenido negativo, grado de contenido negativo, número, forma) y seis dimensiones de las ideas delirantes (cantidad de preocupación, duración de la preocupación, cantidad de angustia, intensidad de la angustia, convicción, disrupción) en una escala de cinco puntos que especifica puntos clave. Estos instrumentos pueden usarse al comienzo, durante y al final del tratamiento para observar los cambios con el transcurso del tiempo y para evaluar cambios específicos en las dimensiones individuales.
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Evaluación de la motivación Las alucinaciones e ideas delirantes persistentes suelen ser angustiosas y la motivación de los pacientes por completar el curso de la terapia puede estar vinculada a la necesidad de obtener alivio psicológico. Sin embargo, la implicación terapéutica puede no ser directa; los pacientes pueden tener motivaciones competitivas que podrían impedir la obtención de buenos resultados. Las actitudes hacia los síntomas pueden ser mixtas en términos de sus desventajas y de las ventajas percibidas que el clínico puede ignorar por lo menos inicialmente. Existen algunas pruebas según las cuales los pacientes en régimen psiquiátrico interno que manifiestan que sus voces se asocian con ventajas, incluso aunque experimenten angustia, son más propensos a continuar alucinando después del tratamiento (Miller, O’Connor & DiPasquale, 1993). Las actitudes pueden no ser estáticas y los procedimientos de evaluación que permiten a los pacientes comentar abiertamente los méritos y desméritos de sus experiencias psicóticas, pueden ser cruciales para el establecimiento de las alianzas terapéuticas. La práctica de “entrevistas motivacionales” descritas para el tratamiento de individuos con dependencia alcohólica (Miller, 1983; Miller & Rollnick, 1991) pueden ser también relevantes para los pacientes con síntomas psicóticos persistentes. En cualquier caso, los métodos de evaluación simples pueden ser suficientes en muchos casos (p.ej., pedir a los pacientes que cumplimenten listados de aspectos favorables y desfavorables) siempre que los pacientes sepan que el terapeuta espera escuchar ambas caras de su historia. Un aspecto vinculado a lo anterior es qué hacer con las expectativas de los pacientes sobre las consecuencias de la pérdida y cambio de síntomas. Un análisis motivacional inicial podría sugerir que el paciente favorece sin ninguna duda el cambio de síntoma, pero podrían existir también miedos a los que no se haya referido. Una vez más, es recomendable pedir sistemáticamente al paciente que subraye los efectos imaginados de la reducción de la sintomatología, incluidos los perjudiciales. Un temor común es que una vez que el síntoma esté ausente o sea menos problemático, cese la ayuda financiera recibida de la Seguridad Social; si este temor se elicita, suele ser fácil de disuadirlo. Igualmente, algunos pacientes creen que su garantía para seguir disfrutando de apoyo psiquiátrico del centro o de los asistentes sociales es contingente con la presencia de síntomas angustiosos. En la descripción del siguiente caso se aprecia el valor de contemplar los factores motivacionales durante la evaluación: Un joven de 27 años de edad con un historial de 5 años de alucinaciones auditivas persistentes y varias ideas delirantes solicitó ayuda para su angustia sobre un sistema delirante en particular. Estaba convencido de que en su ojo izquierdo había sido implantada una cámara de video en miniatura por seres supremos,
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durante un breve período de inconsciencia algunos años atrás. Creía que la cámara estaba conectada a un electrodo que se encontraba en su nuca, que controlaba algunas de sus funciones orgánicas y que también transmitía imágenes de la cámara a millones de hogares en Europa a través de un sistema de satélite. No sabía con certeza por qué habían hecho esto los seres supremos. Cuando se le pidió que especificara los beneficios que imagina se producirían si le eliminaban quirúrgica o psicológicamente el aparato electrónico (prefería la última opción), creía que sus síntomas restantes, incluidas las voces, desaparecerían, como también sus problemas de concentración, ansiedad y estado anímico bajo. Espontáneamente no se refirió a ningún efecto negativo. Se alentó al paciente para que pensara en ello. Se le dijo que si su explicación era verdadera, entonces sería una figura internacional bien conocida y que tras la eliminación del aparato podría sentirse alguien ordinario sin ningún rol importante en la vida; reconoció que era un riesgo. Entonces se refirió a un riesgo mucho mayor de pérdida del síntoma; recordó que el equipo electrónico había sido implantado cuando él, de hecho, había muerto, en oposición a sólo estar inconsciente, lo que podría significar que el cambio del síntoma podría conducir a su muerte. El terapeuta aceptó esta preocupación y reconoció que el riesgo de muerte del paciente podría interferir con el proceso terapéutico. Entonces el paciente empezó a ser consciente del ángulo humorístico de este comentario, y habiendo sido ayudado en la identificación de algunos factores cognitivos que mantenían el síntoma, llegó a su segunda sesión terapéutica habiendo perdido el sistema delirante en cuestión.
Las consideraciones motivacionales van más allá de la evaluación inicial y los terapeutas deberían contemplar estos aspectos bien en puntos clave de la terapia o después de un cambio terapéutico importante. En cualquier estadio, se recomienda que el profesional formule hipótesis sobre las implicaciones del cambio de síntomas y que las compruebe con el paciente; el terapeuta puede ser proactivo a este respecto porque muchas veces el paciente puede no tener acceso a estas cogniciones. Una implicación merecedora de examen, sobre todo en pacientes crónicamente preocupados por sus experiencias psicóticas, es el reconocimiento de que sus creencias carecen de fundamento y, en consecuencia, pueden sentir que “han perdido años” (Chadwick, 1992; Yusupoff & Tarrier, 1996). Bajo tales circunstancias el paciente puede estar muy interesado en mantener los síntomas, salvo que este elemento sea contemplado sensiblemente y las experiencias psicóticas re-legitimizadas, por ejemplo, señalando que el paciente carecía de opción con respecto a los factores que generaron la primera aparición de la psicosis. Otra implicación del cambio de síntomas para los pacientes es la renovación del bloque percibido para el éxito social y ocupacional –“Si no experimentara X, entonces sería capaz de...”. Los procedimientos cognitivo-conductuales son potencialmente poderosos y el paciente puede reconocer rápidamente que el cambio del síntoma es obtenible; esto podría ser amenazador si el individuo percibe que ya no dispone de razón para “fallar”. Quizá pueda
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haber un miedo más fundamental al éxito asociado con el auto-concepto de la persona (Epstein, 1987) o sólo por las demandas percibidas de tener que aprender nuevas destrezas y de adaptarse a un nuevo rol. La identificación de estas creencias aporta al terapeuta algunas opciones; ayudar al paciente a reconsiderar los objetivos terapéuticos, bajo una luz más “realista”, a menudo es más alentador que desmoralizador. Una alternativa consiste en recomendar al paciente que vaya logrando objetivos de un modo pausado y referirse a ello desde la perspectiva del funcionamiento global más que desde un punto de vista de todo-o-nada de los resultados terapéuticos. El uso juicioso de la paradoja podría ser también útil; en un caso se sugirió al paciente que permaneciera “un poco en alerta” hacia el final de la terapia cuando expresaba un miedo intenso a perder su delirio persecutorio crónico. Entrevistas cognitivo-conductuales Los aspectos generales de la evaluación cognitivo-conductual se describen en otros documentos (p.ej., Kirk, 1989), sin embargo, existen algunas entrevistas estructuradas o semiestructuradas especialmente diseñadas para síntomas psicóticos, como el Esquema Maudsley para la Evaluación de Ideas Delirantes [Maudsley Assessment of Delusions Schedule (MADS; Buchanan et al., 1993)] y la Entrevista de Antecedentes y Afrontamiento [Antecedent and Coping Interview (ACI; Tarrier, 1992)]. El MADS es una entrevista estructurada, diseñada para elicitar información del paciente sobre sus ideas delirantes en términos de un gran número de variables, por ejemplo, las conductas asociadas con la creencia, las pruebas que defiende el paciente y que contribuyen a su convicción, etc. El ACI es una entrevista estructurada destinada a elicitar determinantes de síntomas (p.ej., antecedentes ambientales y cognitivos), reacciones emocionales y las consecuencias asociadas a cualquier síntoma psicótico, y al uso de estrategias de afrontamiento. Por ejemplo, una creencia delirante puede estar siendo mantenida por determinada secuencia particular de conductas. Un paciente paranoico puede atender selectivamente a pruebas coherentes con su idea de que su comunidad local está contra él, y sus acciones (que siguen a la activación de esta idea) pueden ser coherentes con sus inferencias delirantes, de tal forma que huya rápidamente a lugares seguros. Un análisis detallado de esto es esencial para disponer de las bases de intervención, que podrían conllevar el hecho de ayudar al paciente a reconsiderar su interpretación de los hechos y a experimentar con respuestas alternativas no persecutorias. Muchas veces, un prerrequisito para un trabajo clínico efectivo suele ser una buena justificación experiencial y generalmente se recomienda que cuanto más detallada sea la descripción más precisa será la intervención. La obten-
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ción de explicaciones fenomenológicas detalladas también puede favorecer el rapport. Curiosamente, algunos pacientes manifiestan que, a pesar de las diversas entrevistas psiquiátricas que hayan tenido durante el transcurso de su enfermedad, gran parte de su experiencia subjetiva de los síntomas no se había expresado con anterioridad a la primera entrevista cognitivo-conductual, y es habitual que se produzcan cambios clínicos durante la evaluación inicial, antes de la intervención psicológica formal. Un rapport suficientemente bueno y una disposición favorable a hablar de sus experiencias por parte del paciente suele posibilitar una mayor profundidad en la entrevista, incluso para ir más allá de los detalles habituales expuestos en las entrevistas. La finalidad de esto es implicar al paciente en un diálogo no ensayado sobre aspectos de la experiencia, aspectos en los que antes no había pensado plenamente ni que había procesado conscientemente. Tal procedimiento puede elucidar las “reglas” que gobiernan lo posible y lo imposible en la realidad alternativa del paciente y las conductas que el paciente puede ejecutar libremente (Brehm, 1976), con el fin de construir tareas apropiadas para la comprobación de la realidad. Además, al obtener tan detallada explicación es posible que se generen incoherencias que pueden ser comentadas al revisar conjuntamente las pruebas que defienden algunas creencias particulares. Con respecto a las ideas delirantes, entre los ejemplos se pueden incluir el cuestionamiento sobre las motivaciones de los persecutores para perjudicar al paciente, cuál es su objetivo, su fuente de financiación (si pertenecen a una organización) y los mecanismos mediante los cuales se logran cosas inusuales (p.ej., “¿Cómo controla tus acciones el electrodo de tu nuca?... ¿Cómo está conectado a las neuronas?... ¿Cómo lo han logrado?”). En suma, los “hechos” informados por el paciente no son aceptados, como tales, por el entrevistador, quien, mediante las preguntas, modela un estilo de pensamiento lógico y normalizador, que potencialmente deteriora los procesos de pensamiento habituales del paciente que mantienen los síntomas (Kanfer & Schefft, 1988). En un caso, el paciente había asumido siempre que el individuo nombrado que lo había poseído durante años, y que le obligaba a cometer agresiones indecentes, sólo estaba motivado para infligir sufrimiento y perjudicar al paciente. El cauteloso cuestionamiento condujo al paciente a seguir creyendo que estaba poseído, pero que su posesor también era una víctima, controlada por fuerzas más poderosas. Aunque sutil, este tipo de modificación altera potencialmente el significado personal de la experiencia psicótica, de modo que se reduzca la angustia y se genere un nuevo escenario de funcionamiento social para el paciente. Este estilo de entrevista debe ser dirigido con suma sensibilidad, porque las respuestas de los pacientes varían considerablemente; algunos pueden respon-
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der con expresiones de sorpresa o alivio y puede ser muy relevante introducir elementos de humor, para facilitar el proceso terapéutico. Otros, sin embargo, que tienen motivaciones mixtas con respecto al cambio de síntomas, pueden emplear el proceso para fortalecer sus convicciones bien extendiendo las reglas para acomodar la información incoherente (Brett-Jones, Garety & Helmsley, 1987), minimizando la relevancia de las incoherencias o incorporando al terapeuta al sistema delirante, e invalidando así su contribución, atribuyendo también a éste intenciones malévolas. Tan pronto como se observe esto, el entrevistador puede cambiar de estilo, refiriéndose a asuntos más generales, dedicando más tiempo a clarificar las motivaciones competidoras o continuar con otros aspectos de la entrevista (p.ej., elicitando síntomas determinantes). Evaluaciones in vivo La evaluación de los síntomas psicóticos se ve potencialmente fomentada por la activación de las experiencias claves durante una sesión, una vez que se determina que el paciente será capaz de tolerar la reacción emocional resultante. Esto puede lograrse pidiendo al individuo que “traiga” las voces (Fowler & Morley, 1989) o mediante el uso de la imaginería guiada para recordar el último episodio importante de aparición de síntomas durante esa semana. Las cogniciones “calientes” son más fácilmente accesibles bajo tales circunstancias como también lo son los cambios fisiológicos, conductuales y afectivos sutiles. Serán directamente observables los aspectos relativos a la reacción emocional, los cambios posturales, el ritmo respiratorio y la expresión facial, información que puede ser devuelta al paciente y comentadas las cogniciones acompañantes. Otro modo de evaluación in vivo consiste en acompañar al paciente a las situaciones externas al entorno clínico, a los lugares donde normalmente se experimentan los síntomas. Un ejemplo es el del paciente que era incapaz de recordar con precisión su reacción a las creencias y voces delirantes durante las sesiones, pero mientras caminaba por una calle concurrida acompañado por el terapeuta fue capaz de dar una descripción detallada de los elementos que provocaban su reacción, de la interpretación de los acontecimientos y de la respuesta emocional. Evaluación y monitoreo durante el tratamiento Algunos instrumentos como el AHRS y el DRS pueden ser usados a lo largo de todo el tratamiento para seguir de cerca los efectos de la terapia a lo largo del tiempo. Además, también se pueden emplear otros instrumentos para comprobar las hipótesis generadas por una formulación. Por ejemplo,
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una evaluación temprana puede revelar que las voces de un individuo están asociadas con ciertos tipos de interacciones o sucesos. Puede ser útil para el paciente monitorear concurrentemente estas situaciones registrando, para ello, los sucesos antecedentes y los consecuentes que se producen alrededor del síntoma, en términos de factores conductuales, fisiológicos y cognitivos. Esto podría ayudar al terapeuta y al paciente a identificar los tipos de pensamientos y emociones que contribuyen a la aparición o empeoramiento del síntoma y que aportan claves importantes para la intervención. Un paciente que manifieste ideas persecutorias puede utilizar este tipo de instrumento de monitoreo para mantener un registro objetivo de las pruebas recogidas en los momentos en los que defiende la idea más firmemente, para poder revisarla durante las sesiones terapéuticas. Los instrumentos de monitoreo también pueden desempeñar un papel importante en la intervención misma con pacientes que experimentan alucinaciones auditivas; se ha señalado repetidas veces que el monitoreo concurrente puede reducir la gravedad de los síntomas (Reybee & Kinch, 1973). La atención dirigida a las voces puede reducir la angustia asociada a ellas (es decir, sirve a un desensibilizador) y permitir a los pacientes examinar el contenido, los pensamientos y los sentimientos que les provocan así como extraer las creencias subyacentes que pueden estar contribuyendo en la generación de la angustia (Chadwick & Birchwood, 1996). Estrategias útiles para este tipo de enfoque de atención centrada ya han sido descritas en detalle por Haddock y sus colaboradores (Bentall, Haddock & Salde, 1994; Haddock, Bental & Slade, 1996) y se resumen en el apartado correspondiente al tratamiento. Evaluación informal y observacional Es poco probable que las decisiones clínicas efectivas se basen exclusivamente en los procedimientos de evaluación formal descritos hasta el momento. Puede requerirse una adaptación sensible del contenido, de la estructura y de la temporalización de las sesiones para esta población clínica. La tolerancia al estrés de algunos pacientes psicóticos puede estar por debajo de los casos típicos de terapia cognitivo-conductual, y el resultado podría ser el alejamiento prematuro de la terapia. El contenido del síntoma psicótico también puede influir directamente sobre la calidad de la relación paciente-terapeuta. No es infrecuente que las voces de los pacientes comenten aspectos relativos al terapeuta, algunas veces incluso los sistemas de las ideas persecutorias pueden ampliarse hasta incluir al terapeuta. Es por estas razones que deberían observarse atentamente los cambios de estado producidos durante las sesiones (discurso más incoherente, somnolencia, agitación, actitud de alerta, etc.)
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y deberían establecerse las razones de tales cambios y si fuera necesario actuar sobre los mismos. Se debería acordar con el paciente la duración de la sesión, bien acortar la misma o bien que la parte correspondiente al comentario de temas sensibles se postergue, o si se ofrece un entrenamiento en manejo para los estados incómodos que se producen durante las sesiones. Las citas a las que no acuda el paciente también podrían alertar al terapeuta y hacerle formular hipótesis sobre la posible relación de esto con el contenido y/o estilo de la sesión.
Formulaciones y significado de los síntomas Una formulación psicológica representa una reorganización conceptual de la información obtenida durante la evaluación para explicar la aparición y el mantenimiento de los síntomas. El grado de complejidad de la formulación varía en cada caso, como también lo hace el ritmo de su comunicación. Una formulación incluye habitualmente un modelo cognitivo-conductual individualizado de mantenimiento, es decir, una explicación del modo en que las ideas relativas a los síntomas y a los cambios fisiológicos, conductuales y afectivos se relacionan recíprocamente de modo que persiste la experiencia. Se pueden ofrecer explicaciones relativas a los síntomas que sean coherentes con el historial narrativo del paciente, lo que podría incluir experiencias tempranas, conflictos relacionales previos, traumas psicológicos, situaciones de duelo y otros acontecimientos vitales significativos producidos durante la época de la primera aparición de la psicosis. Romme y Escher (1996), por ejemplo, describen varios estudios de caso en los que los pacientes fueron ayudados a vincular su contenido alucinatorio con conflictos que habían experimentado en su vida y, resolviendo éstos, se observaron reducciones en la gravedad de las voces. La selección de racionalizaciones personalmente significativas extiende potencialmente el significado subjetivo de los fenómenos psicóticos para el paciente. También es posible que se produzcan beneficios terapéuticos si se reconoce la relevancia del contenido de los síntomas vinculándolos con aspectos claves de la historia vital del paciente. Cuanto más fuerte sea el vínculo para el paciente, mayor será la probabilidad de la colaboración terapéutica; la convicción delirante puede ser tal que la desaparición de su perspectiva de realidad podría ser excesivamente amenazadora salvo que se legitime de un modo personalmente significativo. En un caso, una mujer de 30 años de edad, con diagnóstico de trastorno esquizo-afectivo, describió una idea angustiosa según la cual se sentía responsable, de algún modo, de acontecimientos universales catastróficos, incluidas
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guerras y graves cambios climáticos; esta creencia central parecía relacionarse con una serie de creencias secundarias, incluidas algunas ideas persecutorias. El tema central de la “hiper-responsabilidad” del paciente fue usado como plantilla para examinar su historia personal. Evidentemente, había una serie de acontecimientos pasados relevantes. La madre de la paciente había muerto cuando ella sólo tenía 5 años de edad y la paciente había sido agredida sexualmente por un desconocido algunos meses después; se obtuvieron índices relativamente altos de creencia de que ella misma era responsable de ambos sucesos. Además, había sufrido un intento posterior de agresión durante la adolescencia; recordaba haber comentado este acontecimiento a su marido algunos años antes y sólo un día después de comentárselo, la institución en la que trabajaba, apareció en los noticiarios nacionales con motivo de un suceso grave. La paciente atribuía el “problema” a sí misma y a su propio comentario. Los vínculos simbólicos entre el síntoma presente y los sucesos significativos previos fueron incluidos en la formulación. Inicialmente, el trabajo terapéutico conllevó una revaloración de su sensación de responsabilidad para los sucesos iniciales, utilizando técnicas de terapia cognitiva, que produjo una reducción rápida de la sintomatología psicótica. Una formulación también puede incluir lo que el síntoma representa para el individuo en términos de funcionamiento futuro esperado y calidad de vida comparada con los objetivos vitales previos. Por ejemplo, el síntoma podría estar asociado con que la imaginería individual es superada por el síntoma en algún momento futuro y, por implicación, la vida se ha convertido en intolerable. La inclusión de este tipo adicional de significado sintomático sugiere algunas intervenciones cognitivo-conductuales útiles, entre las que se encuentra el reentrenamiento en imaginería.
Opciones de tratamiento con alucinaciones e ideas delirantes En la actualidad disponemos de protocolos de tratamiento cognitivo-conductuales para las psicosis (Perris, 1989; Kingdon & Turkington, 1994; Fowler, Garety & Kuipers, 1995; Chadwick, Birchwood & Trower, 1996), por lo tanto, a continuación se presenta un breve resumen de algunas opciones terapéuticas y se subrayan dos enfoques en particular, la del “focusing” y la del “fomento de la estrategia de afrontamiento”. Una vez explicitada una formulación (con la condición de que pueden requerirse reformulaciones posteriores), esto sirve como estructura para que el terapeuta y el paciente negocien la dirección de la intervención, guiados por los problemas específicos subrayados en la formulación. El tratamiento puede
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contemplar el síntoma mismo, sus correlatos fisiológicos o cognitivos o puede incluir estados clínicos psicóticos, que pudieran estar contribuyendo en el empeoramiento de los síntomas psicóticos. Focusing frente a distracción por voces Con respecto a las alucinaciones auditivas, existen dos temas fundamentales con respecto a la orientación de la intervención: (a) técnicas diseñadas para ayudar al individuo a focalizarse o prestar más atención a las voces. Las técnicas de distracción se han demostrado efectivas para algunos individuos, aunque sus beneficios se limitan habitualmente al tiempo de uso y a que la generalización a otras situaciones suele ser mínima (Margo, Hemsley & Salde, 1981; Nelson, Thrasher & Barnes, 1991). Se ha supuesto que estos enfoques tengan éxito en la reducción de la actividad alucinatoria por su capacidad para bloquear la subvocalización, un fenómeno que ha sido vinculado a la ocurrencia de las alucinaciones auditivas. Las técnicas de distracción más frecuentemente empleadas son las de escuchar música o un discurso mediante un estéreo personal, el recuento subvocal, la lectura en voz alta, el canturreo o incluso el acto de hacer gárgaras. Obviamente, existen limitaciones sociales relativas al uso de estas técnicas, en la medida en que impiden al individuo mantener simultáneamente una interacción social. La generalización también resulta problemática, aunque ésta pueda mejorarse ayudando al individuo a integrar las técnicas óptimamente en su vida cotidiana y a seleccionar las técnicas que menos le cueste implementar. Por ejemplo, se ha comprobado que una forma de distribución de actividades (Haddock, Bentall & Slade, 1996) optimiza el uso de las técnicas de distracción (y puede ser especialmente útil si el individuo también presenta problemas de motivación o depresión). Conlleva el monitoreo cauteloso de las actividades cotidianas u organizadas para descubrir los enfoques de distracción que más efecto producen sobre la gravedad de las voces. Los datos obtenidos a través de este ejercicio de monitoreo pueden usarse para elaborar un plan de actividades que incorpore las actividades que más impacto tienen sobre la gravedad de las voces individuales. El individuo puede valorar la efectividad de cada técnica o actividad cuando se implemente, de modo que pueda refinarse el plan hasta optimizar las técnicas que sean más efectivas. Los enfoques cognitivos como el “focusing” (Bentall, Haddock & Slade, 1994) tratan de examinar el contenido de las voces individuales y de relacionarlo con sus creencias sobre las voces y sobre sí mismo. El enfoque combina el monitoreo con un programa de desensibilización, y conlleva que el paciente se exponga gradualmente cada vez a más aspectos emotivos de las
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voces. Inicialmente, se pide al paciente que monitoree sólo las características físicas de sus voces. Cuando el paciente se siente cómodo con esto, puede progresar hasta monitorear el contenido y sus pensamientos resultantes, y a prestar atención a las creencias que se activan como resultado de las voces. El sombreado verbal o escrito (repitiendo inmediatamente en voz alta o por escrito el contenido) puede favorecer la atención sobre el contenido y los pensamientos y ayudar al paciente a comentar sus creencias. Este tipo de “focusing”, en sí mismo, puede reducir la gravedad de las voces ayudando al individuo a identificar correctamente la naturaleza del síntoma y comentar su contenido, al tiempo que mantiene la excitación bajo niveles mínimos. El contenido se relaciona muchas veces con aspectos personales significativos y podría estar vinculado a las preocupaciones presentes del individuo o a sus recuerdos pasados. El cuestionamiento profundo podría revelar temas comunes del contenido de las voces del paciente, cogniciones y creencias sobre sí mismo o sobre el mundo. Chadwick y Birchwood (1996) han demostrado que la angustia asociada con las voces se relaciona más con las creencias que el individuo tiene sobre las voces que con el contenido real de las mismas. Las creencias pueden examinarse, modificarse y conducir a la reinterpretación de las voces; esto, a su vez, puede reducir la ansiedad, la frecuencia y el carácter intruso de la voz. Los pensamientos negativos automáticos que acompañan a las voces, así como las voces mismas, pueden ser monitoreadas y se puede ayudar al paciente a evaluarlas y a practicar respuestas alternativas. Ideas delirantes Las intervenciones cognitivo-conductuales pueden aplicarse satisfactoriamente a las ideas delirantes; tales procedimientos de modificación de creencias y pruebas de realidad han sido descritos por Watts, Powell y Austin (1973) y recientemente revisados por Chadwick y Lowe (1990). El enfoque conlleva la atenta identificación de las características individuales de las creencias y el cuestionamiento para la elicitación de las pruebas que subyacen a la creencia. Esto puede conducir posteriormente a la colaboración entre el terapeuta y el paciente para diseñar una serie de experimentos conductuales con el fin de comprobar las pruebas sobre las que subyace la creencia. Este tipo de enfoque ha sido satisfactoriamente usado para reducir la convicción de las creencias y la angustia asociada. Como con cualquier intervención basada en los síntomas, tanto para modificar una idea delirante como para modificar las creencias que rodean a una voz, es esencial la evaluación atenta de la función a la que sirve la creencia para el individuo antes de introducir métodos que puedan reducir la apa-
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rición del síntoma. Esto puede ser relevante cuando la creencia es de naturaleza grandiosa, pero otros síntomas pueden estar preservando alguna función de auto-estima (Chadwick, Birchwood & Trower, 1996). A continuación pueden organizarse intervenciones alternativas o preparar adecuadamente al paciente para que los cambios sintomáticos sean tolerables y pueda beneficiarse de ellos. Fomento de las estrategias de afrontamiento Un enfoque terapéutico pragmático tanto para las alucinaciones como para las ideas delirantes persistentes es el entrenamiento en las estrategias de afrontamiento. Esto se basa en el hallazgo de que los pacientes, muchas veces, desarrollan conductas de afrontamiento de forma natural para manejar sus síntomas o la angustia resultante (Fallon & Talbot, 1981; Breier & Strauss, 1983; Cohen & Berk, 1985; Tarrier, 1987; Carr, 1988). Los pacientes pueden beneficiarse de un entrenamiento sistemático para fomentar estrategias parcialmente efectivas, para promover su uso más coherente y para añadir nuevas técnicas a los repertorios ya existentes. En la muestra de Tarrier (1987) de sujetos sintomáticos, las estrategias de afrontamiento elicitadas se clasificaron en cuatro modalidades: cognitivas (p.ej., distracción o auto-instrucción), conductuales (p.ej., aumento de actividades sociales o independientes), fisiológicas (p.ej., relajación) o sensoriales (p.ej., escuchar grabaciones musicales). En un ensayo previamente controlado (Tarrier et al., 1993a) se ofrece apoyo empírico para este enfoque y existen indicaciones de que los pacientes que habían generado repertorios de afrontamiento más efectivos disfrutaban de reducciones satisfactorias en su sintomatología (Tarrier et al., 1993b). Acaba de completarse una segunda investigación a mayor escala y en la actualidad se está procediendo con el seguimiento de uno y dos años de postratamiento de los pacientes. Los resultados iniciales favorecen claramente el enfoque del fomento de las estrategias de afrontamiento frente a las condiciones de atenciones psiquiátricas rutinarias y de apoyo. En la práctica, el enfoque del fomento de las estrategias de afrontamiento requiere el análisis cognitivo-conductual cauteloso de los síntomas y las intervenciones varían considerablemente; en algunos casos pueden ser preferibles los procedimientos de modificación de creencias y un modelo de afrontamiento puede no ser relevante si la intervención inicial genera una mejora sintomática tal que el individuo sienta que ya no necesita el afrontamiento. El actual enfoque para el fomento de las estrategias de afrontamiento ha sido descrito en detalle por Yusupoff y Tarrier (1996), y las opciones terapéuticas tienden a corresponder a alguna de las siguientes categorías:
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1. Entrenar al paciente para manipular los determinantes de los síntomas. En un caso, las preocupaciones persecutorias de un paciente fueron activadas al escuchar programas radiofónicos excitantes, que después producían un aumento en la excitación fisiológica, que se asociaba cognitivamente con el historial de agresiones violentas que había sufrido el paciente y con su miedo a perder el control otra vez. Entonces se animó al paciente a experimentar modulando su estado fisiológico mediante los cambios en el volumen de la radio o escuchando sólo la mitad de los programas deportivos excitantes. 2. Entrenamiento para modificar los componentes de la reacción emocional a la activación producida por las voces o por las ideas delirantes. Esta opción es relevante cuando se sospecha que la respuesta habitual del paciente a los fenómenos psicóticos es supuestamente un factor de mantenimiento. Entonces se dirige al paciente a experimentar sus respuestas cognitivas, fisiológicas o conductuales típicas pero de forma exagera o reduciéndola significativamente, monitorear los efectos y, a continuación, practicarlos como tarea para casa en situaciones reales. 3. Eliminar las estrategias de afrontamiento maladaptativas. Esto es especialmente relevante cuando la estrategia del paciente es efectiva a corto plazo, pero a largo plazo puede estar contribuyendo al mantenimiento del síntoma. Una estrategia maladaptativa se define como aquella que usa el individuo para protegerse del peligro inminente o riesgo personal inaceptable. Así, se resiste al síntoma a toda costa y, por lo tanto, el paciente nunca se encuentra en posición para evaluar el auténtico riesgo. Un paciente que siempre responda gritando a sus voces, como si sus acusaciones y directrices tuvieran el potencial real de amenazar su integridad psicológica o causar un daño físico real, puede experimentar alivio temporal contraatacando de este modo, especialmente si su respuesta se asocia con la parada temporal del síntoma. La intervención terapéutica podría ser paralela al tratamiento cognitivo-conductual para pacientes obsesivo-compulsivos (Salkovskis, 1989) y conllevar el entrenamiento de no respuesta para facilitar la comprobación de la realidad. Tal entrenamiento podría ser favorecido mediante el uso de role plays con simulación de síntomas, tal y como se describe en la siguiente opción. 4. Provisión de condiciones realistas de entrenamiento. Esto se refiere a las estrategias destinadas a maximizar la adquisición de habilidades bien generando el síntoma in vivo (Fowler & Morley, 1989), por ejemplo, instruyendo a los pacientes a “traer las voces” o simulando aspectos de la experiencia psicótica. El role play de simulación de síntomas puede ser una técnica terapéutica poderosa (Tarrier et al., 1990). Conlleva que el terapeuta interprete las voces, asegurándose de que interpreta correctamente todos los parámetros relevantes de los síntomas (p.ej., contenido de la voz, tono, volumen, etc.). La inversión de roles también es un elemento importante de esta técnica,
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de forma que el terapeuta pueda interpretar la respuesta emocional estándar del paciente y modelar posibilidades alternativas más efectivas. Otra versión consiste en que el paciente grabe en una cinta sus propias imitaciones de las voces, que posteriormente se escuchan para elicitar cogniciones calientes, entrenar el modo racional de responder ante ellas o usar la grabación para ensayos graduales de exposición. Las ideas delirantes también se adaptan a estos métodos, una vez que el paciente haya adquirido las habilidades requeridas para evaluar sus creencias. Las deliberaciones del paciente pueden ser probadas mientras el terapeuta actúa de abogado del diablo presentando evidencias favorables a la interpretación delirante de los acontecimientos y, a continuación, intercambiando roles. Se pueden reproducir los escenarios delirantes reales. Un ejemplo podría ser el del hombre cuyas preocupaciones persecutorias eran provocadas al ver farolas de color naranja, representando para él la sombra púrpura posterior a su primer episodio psicótico inducido por LSD, 20 años atrás. Sus pensamientos automáticos se relacionaban normalmente con la idea de que estaba recayendo y que acabaría siendo ingresado en una institución, separado de su esposa y habiendo perdido el respeto de su familia. Su repertorio de afrontamiento incluía algunas respuestas racionales débiles. La simulación de síntomas requirió el oscurecimiento del despacho (para recrear las farolas de la calle) y el terapeuta recitaba en voz alta los pensamientos típicos del paciente mientras éste podía practicar y reaprender respuestas racionales más efectivas. Los métodos teatrales como éstos son más fáciles de recordar para los pacientes que las habituales charlas terapéuticas y además son también más idóneos para la generalización de las destrezas a contextos no clínicos. 5. Secuencias de estrategias múltiples. Las estrategias simples de afrontamiento pueden ser inefectivas y el paciente podría beneficiarse de un entrenamiento para combinar estrategias individuales en una secuencia determinada. El entrenamiento auto-instructivo podría ser usado para organizar conductas de afrontamiento efectivas. Se usarían simulaciones de síntomas, graduando cuidadosamente la intensidad de síntoma, para determinar que el individuo ha adquirido realmente la destrezas y puede aplicar sus secuencias estratégicas bajo condiciones de prueba. A este fin, también pueden ser útiles las instrucciones escritas y las tarjetas, tanto durante el entrenamiento como en la práctica “sobre el terreno”. 6. Empleo de la recurrencia de síntomas para señalizar los cambios adaptativos en la conducta interpersonal y en el estilo de vida. Esta opción se hace posible sólo hacia el final de la terapia, y normalmente es relevante para los pacientes que han alcanzado un modelo psicológico bastante sofisticado de sus síntomas psicóticos. Un ejemplo es el de la mujer a quien se enseñó a usar el comienzo
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de cualquier período de exacerbación de síntomas como señal para formularse una serie de cuestiones de auto-ayuda; se basaban en los insights relativos a los esquemas maladaptativos (Young, 1994), previamente adquiridos en la terapia. Entre las cuestiones se encontraban: (a) ¿Hay alguna necesidad emocional que no esté reconociendo (o estoy poniendo a cualquier otra persona primero)?; (b) ¿Qué ajuste relevante puedo hacer a mi estilo de vida en este momento?; (c) ¿Hay algo que quisiera decir a alguien, pero a lo que no me he arriesgado aún?; (d) ¿Qué solicitudes específicas puedo hacer a los otros para modificar la situación?; (e) ¿Estoy usando aún las estrategias específicas de afrontamiento de síntomas aprendidas durante la terapia? Comentarios finales Los principios y las prácticas de las psicoterapias de orientación cognitiva parecen aplicables a la psicosis. En los apartados anteriores se ha ilustrado el modo de adaptar nuestros métodos tradicionales a las voces y a las ideas delirantes. La psicosis es un nuevo campo para el terapeuta cognitivo-conductual y el paisaje no parece muy uniforme. Si nos mantuviéramos dominados por el marco conceptual generado por los sistemas diagnósticos psiquiátricos, entonces seguiríamos creyendo erróneamente que un paciente con voces e ideas delirantes es etiológicamente equivalente al siguiente. La disponibilidad de protocolos psicológicos claros para los síntomas psicóticos es un avance importante y, en la actualidad, disponemos de la posibilidad de apreciar la diversidad humana representada en la población de pacientes que denominamos “psicóticos”.
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Comprendiendo lo inexplicable: un enfoque cognitivo individualmente formulado para las ideas delirantes David Fowler Unidad de Política y Práctica Sanitaria, Universidad de East Anglia, Norwick, GB Phillippa Garety Departamento de Psicología Clínica, Hospital de San Tomas, Londres, GB Elizabeth Kuipers Departamento de Psicología, Instituto de Psiquiatría, Londres, GB
Introducción La propuesta de tratar las ideas delirantes con terapia psicológica constituye aún un enfoque relativamente radical para quienes se han formado en la psiquiatría occidental. Son muchos los que todavía consideran que las ideas delirantes no pueden comprenderse desde un punto de vista psicológico y que se derivan directamente de algún tipo de trastorno orgánico. Esta perspectiva sugiere que son vanos los esfuerzos por dar sentido a las ideas delirantes en colaboración con el paciente y los esfuerzos por modificar tales ideas mediante la conversación. Sin embargo, hay razones de peso para adoptar un punto de vista más flexible sobre el grado en que las ideas delirantes pueden entenderse y el grado en que pueden ser sensibles a la intervención psicológica. Presentaremos brevemente la perspectiva psiquiátrica sobre los delirios y revisaremos las recientes observaciones que sugieren la necesidad de un nuevo enfoque de pensamiento al respecto. A continuación se subrayarán los problemas clínicos claves asociados con las ideas delirantes y describiremos las bases para una formulación psicológica de las mismas. Presentaremos lo que consideramos como cuatro factores claves y responsables para el cambio en el pensamiento delirante a través de la terapia cognitiva. Tales factores son el establecimiento de una relación terapéutica de trabajo con el cliente, los comentarios colaboradores de una formulación compartida de las ideas del
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cliente, la reestructuración cognitiva de interpretaciones delirantes específicas y el trabajo sobre las evaluaciones negativas de uno mismo y de los demás. Por último se describen dos casos que ilustran el proceso de la terapia cognitiva con las ideas delirantes.
La perspectiva psiquiátrica sobre las ideas delirantes Los esquemas de clasificación psiquiátrica definen las ideas delirantes como creencias fijas, inmutables e inexplicables, que son defendidas con mucha convicción y que se resisten a la argumentación (APA, 1994). La teoría psiquiátrica sugiere que tales creencias se derivan directamente del trastorno biológico (Kraepelin, 1919/1971; Berrios, 1991). Por lo tanto, conviene revisar las razones para la elaboración de los esquemas de clasificación y el estatus científico de las hipótesis psiquiátricas respecto a los delirios. De las clasificaciones de los delirios, como serie de anomalías del discurso inexplicables (o incomprensibles), las más influyentes han sido las de Jaspers (1963) y Schneider (1959). Las observaciones atentas y detalladas de personas con trastornos psiquiátricos subrayaban la presencia de una serie de experiencias que, se sugirió, no podían entenderse en términos ni del historial del paciente, ni de sus circunstancias presentes. Estos síntomas incluían delirios de inserción de pensamiento (pacientes que creían que los pensamientos llegaban a su mente desde una fuente externa); delirios de control (pacientes que creían que sus acciones estaban siendo controladas por una fuerza externa) y delirios de referencia (en los que se cree que las acciones y los gestos de otras personas tienen una relevancia especial para el individuo). Frith (1992) señala que, aunque clasificados como delirios, tales síntomas presentan las características de experiencias anómalas. La sugerencia teórica fue que, como tales experiencias no podían entenderse, era probable que fueran síntomas primarios derivados de causas más orgánicas que psicológicas. Ésta no es una hipótesis irracional, dada la naturaleza de los fenómenos, sin embargo, es sólo una hipótesis que, además, no ha sido demostrada, aunque las teorías neuropsicológicas cognitivas recientes aportan una nueva perspectiva sobre estas ideas y son coherentes con los hallazgos experienciales (véanse Frith, 1992; Hemsley, 1993). El término “delirio” no sólo se refiere a las experiencias delirantes –obviamente lo habitual es que se refiera a las ideas delirantes más sistematizadas de la paranoia, la culpabilidad y la grandiosidad. Es curioso que Kraepelin (1919/ 1971), Jaspers (1963) y Bleuler (1950) sugirieron explícitamente que tales creencias sistematizadas eran síntomas secundarios que frecuentemente parecían derivarse del esfuerzo del individuo por dar sentido a su vida y a sus ex-
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periencias. Los primeros teóricos psiquiatras sugirieron entonces que había dos tipos de delirios: delirios secundarios que eran explicables y que parecían derivarse de procesos similares a las creencias normales y delirios primarios. Esta postura teórica sobre la naturaleza de los delirios ha provocado la búsqueda de clasificaciones y definiciones que tratan de establecer unos límites claros entre los síntomas primarios y secundarios. Desafortunadamente, el fenómeno de los delirios se resiste a una categorización tan simple. Los teóricos psicológicos y sociales han sugerido que las dificultades en la categorización de los delirios, sobre la base de su contenido, podrían deberse a la imposibilidad de ser plenamente objetivo sobre el criterio de la comprensibilidad (Maher, 1988). Defienden que los juicios sobre si las creencias son comprensibles o no, dependen de la propia perspectiva social. Lo que algunos consideran como extraño e inexplicable, es considerado como metafórico o juzgado como significativo por otros. Laing (1960) presentó una ilustración de esta idea describiendo una perspectiva alternativa sobre el significado de los delirios de uno de los casos de Kraepelin. Las críticas sobre la clasificación de los delirios no invalidan el cuestionamiento de los modelos de enfermedad. Sugiere que no deberían aceptarse a priori las opciones sobre la naturaleza inexplicable, fija e inmutable de los delirios. En suma, desde la perspectiva científica el grado en que los diferentes tipos de fenómenos delirantes están abiertos a la modificación es una cuestión abierta aún que requiere de investigación adicional. La aceptación de la opinión según la cual todos los delirios son fijos, inmutables, inexplicables y resistentes a la terapia psicológica ha dificultado la comprensión de estos importantes síntomas. Además, incluso si se acepta la posibilidad de que algunas experiencias delirantes puedan derivarse de causas biológicas (y parece que existen algunas evidencias que defienden esta hipótesis) existe un consenso bastante amplio, que incluye a Kraepelin entre muchos otros teóricos, sobre la comprensibilidad en términos de procesos psicológicos de muchos delirios sistematizados. Precisamente es la posibilidad de entender los delirios la que abre la puerta a la terapia psicológica.
Pruebas empíricas sobre los delirios ¿Qué revelan las observaciones detalladas sobre la naturaleza de los delirios? Los estudios longitudinales sugieren que las creencias delirantes crecen y decrecen naturalmente a lo largo del tiempo y residen en un continuo con ideas excéntricas y exageradas (Strauss, 1969; Chapman & Chapman, 1988). Además, las diferentes dimensiones de la experiencia delirante, es decir, la
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convicción (el grado de creencia), fijación (el grado en que pueden considerarse perspectivas alternativas) y la preocupación (el grado en que alguien piensa sobre la creencia) varían independientemente en el tiempo (Garety, 1985; Brett Jones, Garety & Hemsley, 1987). El examen exhaustivo del contenido de las ideas delirantes sugiere que existen amplias similitudes entre el contenido de creencias muy extendidas en la población (creencias sobre hipnosis, contacto telepático, influencias espirituales de fuerzas malévolas) y las creencias delirantes de pacientes psiquiátricos (para una revisión véase Kingdon & Turkington, 1994). Otros estudios han hallado que importantes subgrupos de población no psiquiátrica manifiesta anomalías de experiencia con mucha frecuencia (experiencias esquizotípicas como el deja vu, alucinaciones visuales y auditivas y otras percepciones extrañas) (Chapman & Chapman, 1988; Romme & Escher, 1989). En estudios similares se ha observado que los individuos que presentan tales experiencias muestran sesgos en el procesamiento cognitivo similares a los de las personas con experiencias psicóticas (Claridge, 1985). Existen razones para defender la posible continuidad entre las creencias normales y los delirios, y que las ideas delirantes tan firmemente defendidas puedan ser puntos de un continuo en el que también se hallan las ideas sobrevaloradas y las creencias normales. Pertinente a la idea de la modificación de los delirios son las pruebas de los estudios de intervención. Se dispone ya de ensayos bien dirigidos en los que se demuestra que los delirios pueden ser objeto de modificación. En ellos se incluyen los experimentos de caso único (Fowler & Morley, 1989; Chadwick & Lowe, 1990; Lowe & Chadwick, 1990; Fowler, 1992) y los ensayos controlados (Garety et al., 1994; Kuipers et al., 1997, 1998). Estos estudios demuestran que la terapia psicológica puede influir sobre las valoraciones de convicción de ideas delirantes en auto-informes de los pacientes y sobre las escalas de valoración de los síntomas. Aunque estos estudios justifican los esfuerzos de intervención con pacientes que sufren delirios, nuestro conocimiento sobre el impacto de la terapia psicológica sobre los delirios es aún escaso. Es necesario seguir investigando para examinar cuáles pueden ser los objetivos de una intervención y para explorar los límites de la comprensión y de la terapia.
La experiencia clínica en el trabajo con pacientes con delirios Aunque las pruebas previamente mencionadas parecen predecir buenos tiempos para los terapeutas interesados en los delirios, es importante saber con claridad qué se ha logrado hasta el momento. Desde la perspectiva clínica es demasiado fácil leer un estudio referido a cambios significativos y con-
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cluir que todos los delirios pueden modificarse fácilmente mediante la terapia psicológica. Esto no es así. No todos los pacientes cambian. Se deben contemplar los casos de abandonos y de fracasos del tratamiento. Además, las intervenciones satisfactorias se caracterizan normalmente más por la reducción de los síntomas que por la cura. Los cambios se logran sólo después de muchas sesiones de intervención psicológica durante un período de meses. No podemos predecir fiablemente el éxito, aunque haya indicadores según los cuales los individuos más propensos a responder sean ésos que presentan flexibilidad cognitiva sobre sus delirios en los estadios iniciales (Sharp et al., 1996; Garety et al., 1997). Se requiere avanzar mucho más en la búsqueda de las personas que cambian y las razones por las que lo hacen. La terapia satisfactoria con personas que padecen delirios requiere compromiso y persistencia y la capacidad para afrontar retos durante las sesiones, como el manejo de pensamientos paranoides sobre el terapeuta, situaciones que rara vez se encuentran al trabajar con otros tipos de clientes. La experiencia inicial al trabajar con pacientes con delirios, especialmente para quienes tienen poca experiencia en el trabajo con pacientes psicóticos, puede llevar al terapeuta a recordar la perspectiva psiquiátrica de los delirios como extraños, inexplicables, fijos e inmutables. Normalmente la experiencia suele ser la de encontrarse con personas que defienden ideas extrañas que son obvia y patentemente incorrectas. A pesar de esto, tales personas pueden aferrarse tenazmente a sus ideas y pueden mostrarse reacias a considerar otras alternativas. El análisis inicial del contenido de las creencias puede ser muy confuso y es poco frecuente que durante la primera sesión se comprenda el modo en que tales creencias puedan tener alguna conexión sensata con los sucesos reales de la vida de la persona. Las personas con delirios también pueden presentarse algunas veces como amenazadoras y con dificultad para implicarse en la relación terapéutica. Los esfuerzos prematuros por aportar alguna comprobación de la realidad conducen casi inevitablemente al rechazo. Es raro que un paciente de este tipo, cuando se le sugiere directamente que padece una enfermedad mental o que sus creencias son probablemente incorrectas, comience a modificar su perspectiva y a ganar insight. Algunos ejemplos ilustran las experiencias típicas de la primera sesión: Andrew se presentó atemorizado diciendo, “Todo el mundo está contra mí, veo la maldad en todas las personas que me rodean, me miran. Me están influyendo. Lo puedo sentir en mi cuerpo, están modificando las sensaciones de mi estómago”. Andrew miró sospechosamente al terapeuta; éste trataba, sobre todo, de mantener calmado al paciente. El reto de los momentos iniciales con Andrew consistía simplemente en contener su severa ansiedad y evitar que su temor se extendiera hasta el terapeuta.
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Jane se presentó como una persona grata y amigable. Sin embargo, pocos minutos después del encuentro, comenzó a decir que su nombre era Anne, que era la hija de la Reina y que el Príncipe Felipe la había embarazado y que sus hijos le habían sido arrebatados y escondidos. Dijo también que era rica y que le habían negado el acceso a su dinero. Describía ver a personas de su alrededor que conspiraban contra ella. Durante la sesión presentó al terapeuta una hoja de papel que consistía en una carta dirigida a la Reina. Ninguna frase tenía sentido –incluía un listado de ideas y frases confusas. Jane parecía pensar que se trataba de un fragmento de prosa razonable. El desafío inicial consistía en dar sentido a todas estas afirmaciones extrañas y en buscar algún sentido en su discurso. En algunos momentos costaba no cuestionarse si merecía la pena permanecer sentado y atender a lo que parecía ser un discurso absurdo. Paul se presentó muy enfadado. Dijo “Hay un complot contra mí. Las personas de mi trabajo me han organizado un complot. He acudido a la policía y al médico. No necesito terapia, sólo necesito que pare esto. ¿Por qué me hacen esto? ¿Qué va a hacer usted al respecto?” El terapeuta se sintió atacado.
Durante los contactos iniciales con estos pacientes no es habitual que los delirios tengan sentido. Es fácil que el terapeuta deje de esforzarse y recurra a la idea de que los delirios son inexplicables e insensibles a la intervención psicológica. Nuestra experiencia clínica sugiere, sin embargo, que lo que inicialmente parece muy poco claro, tras un cuestionamiento colaborador y detallado puede recobrar sentido si se observan los hechos desde el punto del vista del paciente. Los terapeutas que trabajan con estos pacientes deberán aplicar con flexibilidad habilidades terapéuticas sofisticadas asociadas a la contención de la ansiedad y a la creación de relaciones terapéuticas. Necesitan también un marco terapéutico que les permita extraer sentido de algunas de las ideas y conductas extrañas que han de afrontar. En el siguiente apartado se describen las características básicas de la formulación psicológica de los delirios.
Descripción de una formulación psicológica de los delirios En una reciente revisión describíamos el modo en que diferentes tipos de procesos psicológicos pueden contribuir a la formación y al mantenimiento de las ideas delirantes y de otros síntomas psicóticos (Fowler, Garety & Kuipers, 1995). La literatura ofrece muchas teorías competitivas para explicar los delirios. Teóricos como Hemsley (1993) y Frith (1992) han sugerido que algunas de las anomalías primarias de la experiencia asociada con los delirios puede ser el resultado de déficits cognitivo-neuropsicológicos y probablemente algún tipo de disfunción cerebral. Otros han sugerido que los delirios pueden surgir como explicaciones de experiencias anómalas (Maher, 1988) o pueden ser conside-
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rados como metáforas no señalizadas (Banister, 1983). Cameron (1959) sugirió que los delirios pueden aparecer como resultado del aprendizaje social y Southard (1912) como malinterpretación de experiencias orgánicas. Otros teóricos sugieren que los delirios paranoides y de grandiosidad pueden generarse como reacción a amenazas emocionales y pueden servir a la función de defensa de las amenazas contra la auto-estima (Freud, 1915; Bentall, Kinderman & Kaney, 1994). Hemos defendido que no hay vías únicas hacia los delirios sino que las diferentes creencias delirantes pueden derivarse de procesos diferentes (Garety & Hemsley, 1994). En algunos casos, la atenta evaluación puede sugerir que un tipo de proceso puede explicar satisfactoriamente la presencia del delirio, pero, en la mayoría de los casos, los delirios parecen ser el producto o meta común de diversos procesos interactuantes y también puede haber vinculados procesos biológicos, psicológicos y sociales. En la práctica clínica, un punto de partida útil es que las creencias de personas con delirios pueden haberse derivado del modo en que tales personas han tratado de dar sentido a sus vidas y a sus experiencias. Como nosotros, las personas con delirios son objeto de diversos sesgos en su juicio y razonamiento, sesgos que pueden llevarles y llevarnos a defender firmemente creencias con escaso apoyo racional. A diferencia de la mayoría de nosotros, algunas personas con delirios presentan episodios con experiencias inusuales anómalas. Tales experiencias, a menudo, se viven con un gran significado personal para el individuo y normalmente requieren explicación y sugieren a la persona que el mundo ha cambiado, no ella. Incluso estas presunciones iniciales aportan bases para la comprensión. La implicación clínica para el terapeuta, que dispone de la comprensión psicológica sobre el modo en que los sesgos normales y anormales influyen sobre el pensamiento y sobre la formación de creencias, consiste en buscar sentido a aquello que para el ciudadano común sería absurdo. Nuestra experiencia clínica sugiere que, en casi todos los casos, con el tiempo puede emerger algún sentido cuando uno está dispuesto a examinar atentamente la historia y las experiencias del individuo. En terapia, la adopción de un enfoque evolutivo o histórico para los delirios es un punto de partida útil. Esto conlleva empezar por el punto en que los pacientes se formaron por primera vez la creencia y, a partir de aquí, examinar sistemáticamente las bases de pruebas que la apoyan.
De la teoría a la práctica La comprensión psicológica puede abrir el camino de la intervención psicológica para los delirios. Una perspectiva psicológica sugiere que las creen-
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cias delirantes pueden localizarse en el contexto de la experiencia vital de un individuo. La teoría cognitiva favorece la comprensión de las anomalías de la experiencia y las malinterpretaciones como productos de los procesos cognitivos. El uso de tales perspectivas en la terapia facilita la búsqueda de sentido de los delirios en colaboración con los pacientes y permite también ayudar a éstos a adoptar nuevas perspectivas de sus problemas para que sean menos angustiosos y además les permitan manejar sus dificultades vitales de un modo más adaptativo. Implica un enfoque de terapia cognitiva que se basa en la comprensión y en la búsqueda de sentido de los delirios y que es más colaborador que argumentativo. Aún no sabemos con certeza qué se necesita, ni qué es suficiente para lograr el cambio de creencias, pero opinamos que probablemente el éxito de la terapia cognitivo-conductual se enraíza en su capacidad para ofrecer comprensión y en su atención a los siguientes cuatro factores. Construcción y mantenimiento de una relación terapéutica empática La efectividad clínica de cualquier terapia depende, en gran medida, de la capacidad del paciente para implicarse en la alianza terapéutica y de la capacidad del terapeuta para favorecerla. Esto es válido para cualquier tipo de terapia pero es particularmente importante en la terapia con personas que padecen psicosis. Algunas personas con psicosis, aunque no todas, pueden ser difíciles de implicar en alianzas de trabajo. Consideramos que la clave para resolver estos problemas es el establecimiento de una relación en la que el cliente se sienta entendido e implicado. Lograrlo puede ser problemático, sobre todo con clientes paranoicos, con quienes suelen producirse diferencias en el punto de vista del terapeuta y del paciente sobre sus predicamentos. La solución se derivará de un enfoque flexible de terapia que sea sensible a las interpretaciones y a los cambios en el estado mental del paciente, y comienza a trabajar a partir de la perspectiva del paciente. El punto de partida es una postura neutral por parte del terapeuta en la que éste escucha atentamente y trata de desenredar las circunstancias vitales y los sucesos actuales particulares que constituyen el contexto para la formación y mantenimiento de la creencia. Sin embargo, puede ser necesario que el terapeuta monitoree las señales existentes de interpretaciones paranoicas respecto a su figura durante las sesiones y trate de manejar tales problemas de un modo que favorezca la comprobación de la realidad, pero que sea menos amenazante para la persona.
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Búsqueda del sentido de los delirios de forma colaboradora en el contexto de la historia vital de la persona y de las vulnerabilidades individuales Previamente hemos señalado que la terapia cognitiva se caracteriza muchas veces por su esfuerzo para modificar creencias. Esto puede entenderse como que la terapia consiste en discutir con el paciente para tratar de eliminar creencias. De hecho, la dirección de la terapia puede ser la contraria. Sugerimos que la terapia cognitiva efectiva consiste en construir un nuevo modelo de acontecimientos juntamente con el paciente. Un aspecto importante de nuestro enfoque para la terapia cognitivo-conductual es la atención que destina a comprender las creencias de los pacientes y el hecho de colocar el desarrollo de las creencias en el contexto de las historias vitales y las vulnerabilidades individuales. El trabajo en esta línea se suma al trabajo anterior. La escucha atenta favorece al análisis detallado de los sucesos desde la formación de creencias, incluidos los sucesos precipitadores y las experiencias psicóticas presentes y pasadas. La experiencia en las evaluaciones cognitivo-conductuales estructuradas puede ser muy útil para ayudar al terapeuta en este proceso. Dos aspectos son fundamentales en la evaluación cognitivo-conductual de los delirios. El primero, la importancia de recoger un buen historial para identificar los posibles factores de vulnerabilidad, sucesos precipitadores y experiencias psicóticas en episodios pasados. El examen detallado de las circunstancias que rodean a la aparición inicial de las ideas delirantes es particularmente importante. Tal evaluación clarifica muchas veces las pruebas que defienden la creencia y el contexto en que apareció. En segundo lugar, es importante analizar en detalle las experiencias e ideas delirantes presentes y sus precipitadores y consecuencias. Tal evaluación conlleva un proceso colaborador centrado en la búsqueda de sentido del desarrollo de creencias delirantes desde la perspectiva del paciente. Hay muchas historias evolutivas diferentes conducentes a delirios pero, normalmente, las personas al recordar la aparición de ideas delirantes se refieren a un período de crisis acompañado de disforia que empeora posteriormente y puede ir acompañado por diferentes experiencias psicóticas. La experiencia de sorpresa y de convulsión emocional suele ser muy común. El terapeuta trata de identificar una vertiente de significado que vincule el historial del individuo, el contexto específico en que se formó el delirio, la convulsión emocional y los temas de los delirios. Estas ideas son compartidas y comentadas con el paciente. Compensar los sesgos y las distorsiones cognitivas al interpretar los acontecimientos Probablemente la serie más familiar de técnicas de terapia cognitiva sea la asociada con la reinterpretación de valoraciones de sucesos específicos; estos
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son los métodos de reestructuración cognitiva usados en la terapia cognitiva de la depresión (Beck et al., 1979). Los delirios se mantienen, a menudo, mediante la malinterpretación diaria de sucesos específicos. Hay diversas razones para ello. El mero hecho de disponer de un sistema de creencias puede conducir a la tendencia a buscar pruebas confirmatorias para dicha creencia, es decir, interpretar los sucesos en términos de la creencia, en lugar de buscar interpretaciones alternativas. En algunos casos las malinterpretaciones pueden haber sido facilitadas por la tendencia a presentar sesgos de razonamiento, como el estilo de razonamiento de “saltar a las conclusiones” (Garety & Hemsley, 1994). Las interpretaciones delirantes de sucesos también pueden haber sido facilitadas por sesgos de procesamiento emocional, tal y como fue sugerido por Bentall, Kinderman y Kaney (1994). Por lo tanto, la compensación de tales malinterpretaciones constituye un aspecto importante de la terapia cognitiva. Habitualmente esto conlleva la identificación de interpretaciones delirantes específicas de sucesos y, a continuación, la búsqueda de explicaciones alternativas. Las técnicas usadas suelen ser aplicaciones directas de las técnicas de reestructuración racional ampliamente descritas para otros tipos de problema psiquiátrico (véase Hawton et al., 1989). Tratamiento de las auto-evaluaciones negativas Las auto-evaluaciones negativas (p.ej., creer que uno mismo es el diablo o que no tiene ningún valor) están estrechamente vinculadas con las creencias delirantes y pueden subyacer a algunos aspectos de la reacción emocional ante los delirios. Las auto-evaluaciones negativas también pueden estar estrechamente asociadas al contenido de las alucinaciones. Algunas veces es posible establecer vínculos significativos entre el contenido de los delirios y las alucinaciones y las características de sucesos amenazantes o traumáticos en la vida del paciente. Cuando hay presentes auto-evaluaciones negativas es muy importante contemplarlas. Habitualmente, el primer paso consiste en identificar el contenido de la auto-evaluación negativa. A continuación el terapeuta trata de ayudar al paciente a revisar y reevaluar tales evaluaciones sobre la base de una valoración realista de las circunstancias del paciente. En individuos que han experimentado vidas difíciles, la revaloración puede realizarse ayudando al individuo a encuadrar sus retos vitales como los de alguien que lucha contra la adversidad o incluso como “uno mismo, el héroe ante la tragedia”, en lugar de la valoración de “alguien que no merece la pena” o “una mala persona que necesita ser castigada”. Josephs (1988) ha descrito un enfoque similar desde la perspectiva psicoanalítica en un documento titulado “Testigo de la Tragedia”.
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A continuación se describen dos casos en los que se presenta una ilustración más detallada del proceso terapéutico en la terapia cognitivo-conductual para los delirios. Caso 1- Andrew: Tratando de ser bueno ante la cara del diablo Contexto. Andrew fue enviado a consulta porque sentía que estaba siendo influenciado por fuerzas malévolas. Presentaba estas creencias durante los últimos 12 años desde una crisis nerviosa que sufrió mientras se hallaba en la universidad. Desde entonces se había rehabilitado gradualmente tras acudir diariamente a un centro de día durante varios años. En el momento presente se describía como experimentando sentimientos de paranoia casi todo el tiempo tanto en casa como en el trabajo, e interpretaba muchos de los acontecimientos cotidianos como pruebas de una conspiración contra él. Trabajaba pero se encontraba bajo amenaza de despido por su gran número de ausencias. Vivía con un compañero que también era cliente del servicio. Procesos terapéuticos durante las primeras sesiones. Andrew se presentaba atemorizado en las primeras sesiones. Al describir sus creencias sudaba, temblaba y miraba a su alrededor con temor. Tras observar esto el terapeuta hizo un comentario empático al respecto. Suavemente animó a Andrew a que describiera sus miedos relativos a la sesión. En un momento Andrew manifestó que le preocupaba hablar con el terapeuta porque hablar de sus problemas con alguien podía empeorar su situación y podría ser incluso más peligroso para el terapeuta. Este elemento se convirtió en el foco de atención de los siguientes comentarios. En primer lugar el terapeuta empatizó con el dilema de Andrew y reconoció explícitamente sus temores. A continuación adoptó una postura neutral, sin presionar a Andrew para que hablara, pero animándole a que examinara las ventajas y desventajas de comentar sus temores en la terapia. Andrew manifestó que creía que había personas malévolas capaces de dañar a Andrew y al terapeuta y que le estaban diciendo que dejara de hablar. El terapeuta señaló la dificultad del dilema en que los conspiradores estaban poniendo a Andrew. El terapeuta también señaló que era difícil entender el sentido del problema sin conocer exactamente cuál era el problema. También dijo que aceptaba correr el riesgo de escuchar los problemas de Andrew para poder descubrirlos. El terapeuta sugirió que podían proceder lenta y cautelosamente, y observar conjuntamente las amenazas y dejar de hablar si las amenazas empeoraban. La decisión de contar o no el problema y la cantidad de detalles se dejó en manos de Andrew. Estos comentarios parecieron tranquilizar algo a Andrew y entonces comenzó a hablar. El terapeuta usó un enfoque de escucha abierta, clarificando y reflejando la perspectiva de Andrew y tratando de extraer una historia coherente de los acontecimientos vinculados a la creencia desde su aparición inicial. Durante esta fase se preguntaba a Andrew frecuentemente si se sentía amenazado sobre lo que estaba hablando. Se revisaron regularmente las ventajas y desventajas de su apertura. Andrew seguía preocupado sobre la posible amenaza asociada a su apertura. Los temores parecían contrarrestados por sus sentimientos de alivio por poder hablar con alguien que estuviera deseando escuchar en detalle su punto de vista sobre los sucesos. Debido a los temores de Andrew el terapeuta ofreció que si éste se sentía amenazado
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entre las sesiones podía establecer contacto telefónico con él. Andrew sólo hizo uso una vez de esta oferta, una breve llamada telefónica le ayudó a contener sus preocupaciones en aquella ocasión. Factores implicados en el desarrollo del delirio. Andrew identificó varios factores implicados en el desarrollo de sus creencias relativas a la amenaza diabólica. Al describir su niñez, dijo que había tenido una relación muy estrecha con su hermano mayor quien le protegía. Los sentimientos de ser diferente y extraño siguieron existiendo cuando acudió a la universidad. Aquí comenzó a dudar sobre su orientación sexual. Los sucesos precipitadores que condujeron a su primera experiencia psicótica incluían los problemas sexuales y relacionales con una novia nigeriana y la muerte de su hermano. También comenzó a tomar anfetaminas. Recordaba que durante este período se sentía como “con pánico de mí mismo” y una intensa ansiedad. Entonces experimentó un episodio psicótico pleno y fue ingresado con convulsiones en un hospital. En este episodio experimentó delirios de referencia, voces críticas y abusivas y sentimientos de interferencia de pensamiento y de estar controlado por fuerzas externas. La experiencia inicial de esto fue de terror y perplejidad pero, manifestó que progresivamente comenzó a estar más convencido de que estas experiencias estaban siendo causadas por una conspiración diabólica contra él. Creía que esto se debía a la influencia de su novia, a quien consideraba una hechicera, y a su madre, que también estaba vinculada en el complot de forma telepática. El quehacer de Andrew también se aclaró en ese momento: tenía que luchar para estar bien y poder sobrevivir. Describió esto como una batalla personal con el demonio. Andrew seguía creyendo desde entonces. Regularmente experimentaba también otros síntomas psicóticos menos intensos y había sufrido dos episodios psicóticos graves. Fomento de una perspectiva alternativa. Durante la descripción de Andrew sobre la aparición de la creencia, el terapeuta se dedicó a empatizar con la difícil lucha del paciente para dar sentido a sus experiencias y para afrontar el estrés que sentía. Tras cuatro sesiones el terapeuta comenzó a ofrecer una explicación alternativa para el predicamento de Andrew. A partir de lo que el paciente había descrito, el terapeuta sugirió que parecía haber dos aspectos de vulnerabilidad en Andrew para desarrollar problemas psicóticos. En primer lugar estaba su vulnerabilidad emocional: lo que Andrew describía como sus sentimientos de inseguridad sobre sí mismo y sobre su sensibilidad. Esta sensibilidad parecía estar compuesta por sus dudas sobre la orientación sexual. En segundo lugar, el terapeuta subrayó lo que probablemente era una vulnerabilidad biológica que había sido provocada o exacerbada por el abuso de drogas y particularmente de la anfetamina. Tras subrayar estos aspectos en términos generales el terapeuta preguntó a Andrew si creía que podría ser útil ahondar sobre el modo en que factores como éstos podrían explicar las experiencias de Andrew. El paciente aceptó seguir comentando estas posibilidades pero siguió mostrando dudas sobre la posibilidad de explicar así sus experiencias. En sesiones posteriores se dedicó atención a tratar de explicar la naturaleza de algunas experiencias psicóticas que habían sido personalmente significativas para Andrew durante su episodio psicótico inicial. Andrew repetía continuamente que la única explicación posible de tales experiencias era en términos de
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las fuerzas maléficas y el contacto telepático. El terapeuta empatizó con el punto de vista de Andrew y particularmente sugirió que era lógico y racional que el paciente entendiera su experiencia de ese modo. Añadió explícitamente que casi cualquier persona confrontada con experiencias similares vería las cosas de un modo similar. Sin embargo, junto con esto, el terapeuta continuó sugiriendo que podría haber otro modo de mirar a estos sucesos y preguntó al paciente si estaría interesado en comentarlo. Decidieron destinar algunas sesiones a tratar de buscar explicaciones de las experiencias psicóticas. Inicialmente el terapeuta preguntó a Andrew si creía que alguna otra persona tenía tales experiencias. A continuación describió brevemente algunos otros casos que manifestaban experiencias similares a las de Andrew. Para estimular el interés del paciente, se le presentaron descripciones bibliográficas de experiencias similares, incluidas descripciones autobiográficas, que podía leer durante las sesiones. Los comentarios se centraron en las implicaciones de esas otras personas que manifestaban experiencias similares y en si Andrew creía que esas otras personas estaban perseguidas por el demonio. Andrew se mostraba interesado en estas conversaciones pero recurría a su creencia cada vez que se le presionaba. El siguiente foco de atención de las conversaciones fue el modo en que los cambios en la forma de trabajar la mente pueden conducir a tales experiencias. En primer lugar, el terapeuta presentó una descripción general de un modelo cognitivo sobre el modo en que la mente forma experiencias conscientes, subrayando que los sucesos se modelan mediante la interpretación. Siguiendo el modelo de Frith (1992) el terapeuta explicó que se podían producir síntomas como los delirios de control e interferencia del pensamiento. Gran parte de la conversación sobre estos aspectos adoptó la forma de experimento de pensamiento, pidiendo a Andrew que pensara cómo serían sus experiencias si alguno de estos procesos cognitivos básicos que subyacen a la percepción estuvieran alterados. Uno de los aspectos claves de estas conversaciones fue el repetido énfasis en que, aunque las experiencias hayan podido generarse de la crisis en ciertos procesos cognitivos fundamentales, nada había que dijera a Andrew que esto hubiera sido así. Su experiencia hubiera sido que el mundo ha cambiado, no él mismo, y que las ideas que creaba en aquel momento eran las más lógicas a juzgar por la información de que disponía. Andrew estaba intrigado e interesado en estas ideas. Se subrayó que había buscado sentido en las cosas con el fin de afrontarlas, para dar sentido a su vida y para sobrevivir, pero que lo que inicialmente había sido útil era ahora negativo y que quizá ya era hora de dejar esto atrás y de buscar un nuevo modo de encarar su vida. Se sugirió a Andrew que quizá fuera conveniente examinar qué explicación era la más útil para él, la de la conspiración demoníaca o la de las malinterpretaciones. La formulación de la posibilidad de otra explicación general para las experiencias de Andrew condujo a una fase en la que el principal foco de atención fue la revisión de las experiencias delirantes específicas y los sucesos, tanto los ocurridos en el pasado como los presentes. Andrew interpretaba muchos sucesos presentes en términos de su creencia. El análisis cognitivo-conductual de sus pensamientos paranoicos revelaba que entre los estímulos aceleradores típicos se hallaban las ambigüedades menores o las malinterpretaciones sociales, los cotilleos en el trabajo y particularmente las conversaciones con su madre. El análisis
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atento de tales situaciones revelaba que la mayoría de tales situaciones estaban acompañadas de sentimientos levemente aversivos, es decir, comentarios críticos de su madre, comentarios adversos de sus colegas de trabajo y situaciones ambiguas. Se pidió a Andrew que monitoreara diariamente tal pensamiento y que trajera a terapia los sucesos y los pensamientos específicos para poder comentarlos. Éstos eran reevaluados de un modo similar a los pensamientos negativos automáticos en la terapia cognitiva de la depresión. Se subrayó que las creencias de Andrew se mantenían mediante la profecía auto-cumplida de la expectativa y de la evidencia. Andrew gradualmente empezó a ser más consciente de los factores responsables del desarrollo de lo que llegó a denominar su “mito” de una conspiración demoníaca. Llegó a ser capaz de subrayar explícitamente las ventajas y desventajas de continuar con su mito. Entre las ventajas se encontraban la excitación y la estima asociada con estar implicado en una lucha personal contra el demonio, frente a vivir una vida más rutinaria. En la fase inicial de esta etapa el terapeuta sugería que no necesitaba abandonar todas sus creencias a la vez y que siempre podría volver a la creencia, pero que podría ser útil salir de vez en cuando de su cascarón y contemplar una perspectiva alternativa. Gradualmente Andrew fue más capaz de identificar por sí mismo alternativas para su pensamiento delirante, y su preocupación y convicción en las creencias relativas a la conspiración demoníaca se debilitaron considerablemente. En las últimas fases, el terapeuta contempló la vulnerabilidad emocional de Andrew. Parecía que el pensamiento delirante se producía en situaciones en las que el paciente se sentía amenazado o vulnerable. Un ejemplo de esto era la tendencia de Andrew a sentirse amenazado en situaciones y por ello evitaba las situaciones laborales y familiares cuando se sentía centro de atención. El análisis de este elemento reveló que Andrew se sentía amenazado porque, aunque fuera un hombre vital y gregario, pensaba que era inapropiado y por ello temía actuar con seguridad y hacer chistes. El comentario de este aspecto se centró en la validez de su creencia de que siempre era inapropiado e incorrecto ser una persona cercana, abierta e incluso que hablara en voz alta. La terapia conllevó 22 sesiones durante un período de 9 meses. Al final de la terapia Andrew ya no experimentaba delirios aunque aún ocasionalmente presentaba experiencias esquizotípicas suaves, incluyendo voces murmurantes regulares. Seguía sin experimentar delirios en el seguimiento que se hizo 18 meses después y en el seguimiento realizado 5 años más tarde. Caso 2 – Paul: víctima airada de una incriminación dolorosa Contexto. Paul relató que, algunos años atrás, había sido incriminado por las personas con quienes trabajaba. Decía que estas personas saboteaban su trabajo para hacerle enfermar y para que abandone su puesto. Los sabotajes fueron de diferentes tipos y grados e incluso llegaron a sugerir que él estaba envuelto en un asesinato. En el momento presente meditaba continuamente sobre estas ideas hasta tal grado que no podía pensar en ninguna otra cosa. Creía que su esposa también estaba implicada en la conspiración contra él; manifestó también haber visto a personas siguiéndole que consideraba eran parte de la conspiración. Sentía que era continuamente vigilado por personas que aparcaban el coche frente a su casa. Creía también que la policía y los profesionales sanitarios estaban
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implicados en la conspiración. Como se apunta en el título, durante las sesiones iniciales Paul estaba muy furioso. Manifestaba que no quería la ayuda de ningún terapeuta. La única solución que preveía consistía en que la policía arrestara a los conspiradores. El terapeuta empatizó con los sentimientos de frustración de Paul y sugirió que quizá la mejor forma de empezar fuera obtener una historia completa. Paul siguió mostrándose furioso y suspicaz pero accedió a acudir de nuevo al terapeuta para comentar el contexto de su incriminación. El informe del médico de cabecera decía que Paul procedía de una familia extremadamente problemática de siete hermanos. La familia era conocida en los departamentos de servicios sociales y había pasado su infancia en varias hogares de acogida. Paul declinó a referirse a su infancia pero manifestó que conocer a su esposa a los 17 años fue lo mejor y lo único bueno que le había pasado, y que le había ayudado a dejar atrás su infancia. El examen cauteloso de los sucesos que precedían al desarrollo de las ideas paranoicas de Paul sugería que éstas habían comenzado a surgir durante un período en el que tuvo algunas dificultades en su trabajo; una empresa donde había sido objeto de chistes y burlas crueles. Había seguido trabajando duro durante una fase en la empresa, cuando por motivos de convenio muchos de sus compañeros decidieron hacer huelga de celo. También se negó a colaborar con ellos en otros actos. Esto lo había alienado de sus compañeros. Además, en ese momento su relación con su mujer también había sido bastante difícil; posteriormente se supo que ella estaba manteniendo relaciones con otra persona. Estos problemas habían provocado inicialmente una gran ansiedad, pero manifestó que, a continuación, padeció varias experiencias psicóticas. En particular manifestó mirar a ciertas personas de su trabajo y ver sus ojos enrojecer y brillar. Comenzó a sospechar más y más de que se estaban produciendo acontecimientos extraños y comenzó a escuchar cosas en la radio y en la televisión como si se refirieran a él. Entre tales cosas había una serie de asesinatos y agresiones sexuales en la región. Comenzó a entender todos estos sucesos como parte de una conspiración general contra él. Oferta de un marco alternativo. El terapeuta sugirió con suma cautela que parecía como si Paul hubiera sufrido un período muy duro en su trabajo y que esto, combinado con problemas en la relación con su esposa, fuera casi insoportable. Paul se mostró de acuerdo con esta sugerencia del terapeuta y esto aportó la base inicial para el desarrollo de un punto de vista compartido sobre la naturaleza de sus problemas. Sin embargo, Paul era extremadamente resistente a ahondar más en este modelo y, a pesar de aceptar la posibilidad de que había estado confuso y emocionalmente alterado, no mostraba señales de aceptar la idea de que sus sentimientos válidos de amenaza hubieran podido conducirle a percibir erróneamente una conspiración. Paul siguió acudiendo a terapia y el principal foco de ésta consistió en que el terapeuta ofreciera interpretaciones alternativas de acontecimientos específicos pasados y presentes. Éste era un proceso exigente y costoso con Paul. Su dificultad para aceptar un punto de vista general alternativo dificultaba aún más la reinterpretación de los sucesos específicos. Algunas veces el análisis sistemático de los acontecimientos conducía ocasionalmente a pequeños cambios en su interpretación, pero normalmente volvía a sus creencias en las siguientes sesiones. Paul también creía algunas veces que el terapeuta estaba implicado en la conspi-
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ración y que secretamente estaba vinculado a la policía. El terapeuta contempló este elemento afirmando con suma claridad que su función con Paul era la de un psicólogo que trataba de ayudarlo con sus problemas y que no se comunicaba con ningún conspirador ni con la policía. Paul pareció satisfecho con estas afirmaciones y posteriormente dijo que tendía a creerlas sobre todo porque la conducta no verbal del terapeuta parecía indicar que no mentía. La evaluación independiente de las creencias de Paul tras 7 meses de trabajo de este tipo indicaba poco cambio en sus valoraciones de preocupación, convicción o angustia sobre sus creencias. Sin embargo, en el seguimiento realizado 9 meses después parecía haber abandonado las creencias y haber desarrollado una comprensión considerable de sus problemas. Un suceso clave parecía haber sido que su esposa, que amenazaba con abandonarlo, de hecho se había marchado. Esto le condujo inicialmente a una severa reacción depresiva, pero al recuperarse de esto ya había dejado de creer en la conspiración. Posiblemente durante la terapia no había sido capaz de afrontar las consecuencias emocionales de la amenaza del abandono de su esposa y esto había afectado a la rigidez con que sostenía sus creencias. El suceso del abandono de su esposa le expuso al miedo y pudo haber aminorado la necesidad de sus creencias delirantes. Posteriormente Paul manifestaba que lo comentado en terapia le había ayudado considerablemente a dar sentido a su vida tras el abandono de su esposa.
Conclusión Aún nos hallamos en la fase inicial de la evaluación de los enfoques cognitivos de terapia para los delirios. Las pruebas sugieren que algunos delirios son sensibles al cambio, mientras que otros no lo son. Las razones siguen siendo inciertas. Sin embargo, quizá el aspecto más importante del enfoque cognitivo es la implicación para la comprensión del paciente. La terapia puede no dar resultados con todos los pacientes, pero la perspectiva sugiere que todos los profesionales que trabajan con pacientes con delirios deberían tratar de comprender lo que inicialmente parece inexplicable. Al tratar a pacientes con historiales largos, a menudo los sucesos que han experimentado, y que han provocado y mantenido sus dificultades, se han perdido en las brumas de los informes psiquiátricos. Un enfoque que conlleva el trabajo colaborador con los pacientes para dar sentido a sus vidas y a su angustia suele ser muy apreciado. Tal enfoque puede aportar los elementos necesarios para trabajar humanamente con personas que padezcan enfermedades psicóticas.
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Patogenia y terapia Sandra Sassaroli y Roberto Lorenzini SITCC, Milán, Italia
¿Qué es un delirio? En el habla cotidiana, las palabras “locura” y “delirio” son casi sinónimas: parece como si el delirio fuera la forma más obvia y fácilmente reconocible de la patología mental, ofreciendo un límite muy determinado entre lo que es normal de lo que no lo es. Sin embargo, si observamos con más atención veremos que la línea divisoria entre la normalidad y el delirio no está tan definida como puede parecer a primera vista. No sólo existe una amplia franja divisoria de tierra de nadie entre ambos territorios, sino que también existen muchos puntos de infiltración, contacto y pasadizos secretos comunes que vinculan ambas zonas. Evidentemente, la tarea de hallar una definición exacta para el delirio y de distinguir las diferencias entre el delirio y el pensamiento normal siempre ha sido un elemento clave en la historia de la psicopatología (Kraepelin, 1919; Weitbrecht, 1963). Se han propuesto muchos criterios para distinguir los delirios. De uno en uno, todos estos criterios son insuficientes y tienden a ser de aplicabilidad excesivamente amplia. En conjunto, superimpuestos unos sobre otros, crean una definición excesivamente estrecha y rígida para el delirio.
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Criterios de Jaspers Un autor que ha dedicado gran parte de sus investigaciones al análisis de la experiencia del delirio es Jaspers. Sus ideas han influido sobre la psiquiatría de todo el siglo XX. Este autor (Jaspers, 1965) identificaba tres características básicas en los delirios: 1. El primer criterio, la certeza subjetiva absoluta: el contenido del delirio del sujeto se experimenta por éste como absolutamente obvio, como si fuera una certeza percibida por él con toda nitidez. No hay necesidad de prueba, como si fuera absolutamente claro que las cosas son realmente como le parecen a él. Este criterio contiene indudablemente parte de verdad, pero es excesivamente amplio en su aplicabilidad. En nuestras vidas cotidianas y en nuestras luchas existenciales, a menudo nos guiamos por certezas absolutas que modifican nuestras experiencias. Convicciones como: “No se puede confiar en los hombres”, “Los mejores acceden a la cumbre”, “Se puede confiar en los amigos”, “Todos necesitamos ser queridos”, “Hay un dios”, constituyen patrones de significado que organizan y dan sentido a nuestras experiencias a medida que las vivimos y, a su vez, se ven confirmadas por dichas experiencias. Por lo tanto, aunque la certeza absoluta es una característica del delirio, no sirve de forma exclusiva para identificarlo y, por ello, no nos ofrece una línea divisoria fiable. 2. El segundo criterio de Jaspers define el delirio como un juicio que permanece incólume e incorregible ante cualquier experiencia y confutación. Aunque algunas de las ideas previamente citadas corresponden a individuos “normales”, estas convicciones comparten esta segunda característica y, como el delirio, usan casi cualquier confutación probada como una corroboración adicional. A pesar de esto, seguimos hallando que este segundo criterio es más significativo. En este punto desearíamos añadir que, en nuestra opinión, la “incorregibilidad del delirio” es un rasgo peculiarmente característico, que ofrece una base fértil para la reflexión adicional. Coincidimos con Popper en que el conocimiento no aumenta a través de un proceso de inducción sino a través de la conjetura y confutación posterior: las teorías de una persona llegan a modificarse a través del proceso de consideración de sus errores en la predicción. En consecuencia, el delirio puede ser descrito como bloqueo o enlentecimiento en el crecimiento del conocimiento en un área particular debido a un fallo del sistema para considerar la invalidación. 3. Por último, Jaspers identifica la imposibilidad o carácter absurdo del contenido como la tercera característica del delirio. De los tres criterios, éste nos pare-
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ce el más débil. Los niños presentan ideas que son visiblemente absurdas e imposibles, pero eso no implica que sufran delirios. Tampoco podemos considerar como delirantes a las personas primitivas que sostenían creencias que a nuestros ojos sean extrañas, tan extrañas como lo serían para ellos las nuestras. El carácter absurdo y la imposibilidad son los criterios más frecuentemente usados por las personas ordinarias para definir a las personas que padecen delirios. Las personas delirantes dicen cosas que son falsas, las personas sanas dicen cosas verdaderas. Obviamente, esto no siempre es así. El delirio de un hombre convencido de que su mujer lo engaña no cesa de ser un delirio, aunque su mujer comience realmente a traicionarlo. Él sigue siendo víctima tanto de un delirio como de una traición. Así, lo cierto puede ser que se corresponda a una situación que realmente existe en el mundo exterior y sin embargo constituir un delirio al mismo tiempo. Por el contrario, una convicción puede ser falsa (p.ej., se puede estar convencido de que luce el sol fuera y sin embargo no haber sol), pero esto no necesariamente constituye un delirio. Sin embargo, se convertiría en delirio si se abriera la ventana y el sujeto continuara insistiendo que era de día, pero que el sol se había oscurecido momentáneamente por un eclipse que nadie ha previsto –o peor, que alguien ha ocultado el sol intencionadamente (Lorenzini & Sassaroli, 1992a,b). La incomprensibilidad del delirio Según Jaspers, el delirio primario se caracteriza por el hecho de ser incomprensible. Es decir, aparece como un fenómeno que carece de vínculo psicológico con el historial del sujeto. Esto no implica que el sujeto haga afirmaciones incomprensibles, aunque evidentemente éstas no sólo son posibles sino ciertas. Lo incomprensible es la trayectoria psicológica que ha conducido a la persona a formular estas afirmaciones y la razón que, en cierto momento, le ha obligado a sumergirse en el delirio. Debería señalarse que Jaspers subraya el hecho de la falta absoluta de nexo entre la experiencia del delirio y el historial psicológico del sujeto. No sugiere que para un observador desconocido sea difícil identificar el nexo conectivo, con el paso del tiempo, de las primeras fases del deliro y del proceso de su elaboración. No se trata de que el vínculo sea difícil o imposible de trazar, simplemente no existe tal vínculo. Cuando puede hallarse un vínculo, ya no nos encontramos frente a un delirio. Si es posible entender por qué una persona padece un delirio, entonces su estado no puede describirse como de auténtico delirio. En tales casos
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nos hallamos ante delirios secundarios. El delirio secundario puede producirse en casos de trastorno emocional, como en el desarrollo de los trastornos de personalidad, como respuesta a traumas extremadamente estresantes o como respuesta a situaciones externas particulares. Así, el enorme y loable esfuerzo de Kretschmer (1949, 1962) por hallar una continuidad psicológica en la experiencia de unos pocos pacientes que padecían psicosis paranoide, mediante la reconstrucción del entramado interior de sentido sobre el que tejieron sus vidas, tuvo un doble resultado muy curioso. Por una parte, Kretschmer ha vinculado para siempre su nombre con una nueva categoría diagnóstica: el delirio de la relación sensible; por otra parte, el resultado fue que esta forma particular ha sido eliminada de la categoría del delirio primario, donde el dogma de la incomprensibilidad de Jaspers sigue reinando sin enemigo alguno. Consideramos que la teoría de la incomprensibilidad del delirio no sólo es falsa sino además perjudicial, dado el efecto paralizador que produce sobre los esfuerzos terapéuticos. Estos esfuerzos se centran en la reconstrucción del sentido, siempre que éste parezca perdido, con la esperanza de ampliar la estrecha y constreñida existencia de la persona delirante a nuevos sentidos, aumentando así su grado de libertad. La incomprensibilidad refuerza el muro divisorio entre la normalidad y la locura, amplía el intervalo y acaba corroborándose a sí mismo (Rossi Monti, 1984). Paranoia y DSM En las diversas ediciones del DSM, la paranoia ha asumido el nombre de “trastorno delirante”, cuyas principales características son los delirios que no son extraños, que duran más de un mes y que se asocian con conducta psicosocial que no está deteriorada de ningún modo significativo, a excepción de las consecuencias directas del delirio mismo. El trastorno delirante, que generalmente se manifiesta por primera vez en la edad adulta, con una prevalencia del 0.03% de la población, se distingue de la esquizofrenia y de los trastornos esquizoformes sobre la base de la ausencia de otros síntomas característicos de la esquizofrenia en su fase activa (alucinaciones auditivas o visuales, delirios extraños, lenguaje desorganizado, conducta desorganizada y catatónica, síntomas negativos, deterioro de la conducta social y laboral). La distinción entre el trastorno delirante y el trastorno de personalidad paranoide reside en la ausencia de ideas delirantes genuinas, claramente evidentes y persistentes en el caso del último trastorno. Aquí remitimos al lector a los Criterios Diagnósticos del DSM-IV sobre el trastorno delirante y el trastorno de personalidad paranoide.
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Estos criterios establecen la base de la prueba diagnóstica más ampliamente usada, la Entrevista Clínica Estructura para el DSM-III-R (SCID; American Psychiatric Press, 1990). Los criterios diagnósticos del DSM-IV para el trastorno delirante y el trastorno de personalidad paranoide se presentan en la Tabla 9.1.
Patogenia del delirio Formas de crecimiento o ampliación del conocimiento El principio explicativo que usaremos para describir la conducta de los seres humanos es el de la maximización de la capacidad predictiva. Es decir, que todo sistema cognitivo tiende, prefiere y opera con la finalidad de efectuar esas situaciones (y esas descripciones del self) que son las más ricas en
Tabla 9.1. Criterios diagnósticos del F22.0, trastorno delirante A. Ideas delirantes no extrañas (p.ej., que implican situaciones que ocurren en la vida real, como ser seguido, envenenado, infectado, amado a distancia o engañado por un cónyuge o amante, o tener una enfermedad) de por lo menos 1 mes de duración. B. Nunca se ha cumplido el Criterio A para la esquizofrenia. Nota: en el trastorno delirante puede haber alucinaciones táctiles u olfatorias si están relacionadas con el tema delirante. C. Excepto por el impacto directo de las ideas delirantes o sus ramificaciones, la actividad psicosocial no está deteriorada de forma significativa y el comportamiento no es raro ni extraño. D. Si se han producido episodios afectivos simultáneamente a las ideas delirantes, su duración total ha sido breve en relación con la duración de los períodos delirantes. E. La alteración no es debida a los efectos fisiológicos directos de alguna sustancia (p.ej., una droga o un medicamento) o a enfermedad médica. Especificar tipo (se asignan los siguientes tipos en base al tema delirante que predomine): • Tipo erotomaníaco: ideas delirantes de que otra persona, en general de un status superior, está enamorada del sujeto • Tipo de grandiosidad: ideas delirantes de exagerado valor, poder, conocimientos, identidad o relación especial con una divinidad o una persona famosa • Tipo celotípico: ideas delirantes de que el compañero sexual es infiel • Tipo persecutorio: ideas delirantes de que la persona (o alguien próximo a ella) está siendo perjudicada de alguna forma • Tipo somático: ideas delirantes de que la persona tiene algún defecto físico o una enfermedad médica • Tipo mixto: ideas delirantes características de más de uno de los tipos anteriores, pero sin predominio de ningún tema • Tipo no especificado
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Tabla 9.2. Criterios diagnósticos del F60.0, trastorno de personalidad paranoide A. Desconfianza y suspicacia general desde el inicio de la edad adulta, de forma que las intenciones de los demás son interpretadas como maliciosas, que aparecen en diversos contextos, como lo indican cuatro (o más) de los siguientes puntos: 1. sospecha, sin base suficiente, que los demás se van a aprovechar de él, le van a hacer daño o le van a engañar 2. preocupación por dudas no justificadas acerca de la lealtad o la fidelidad de los amigos o socios 3. reticencia a confiar en los demás por temor injustificado a que la información que compartan vaya a ser utilizada en su contra 4. en las observaciones o los hechos más inocentes vislumbra significados ocultos que son degradantes o amenazadores 5. alberga rencores durante mucho tiempo, por ejemplo, no olvida los insultos, injurias o desprecios 6. percibe ataques a su persona o a su reputación que no son aparentes para los demás y está predispuesto a reaccionar con ira o a contraatacar 7. sospecha repetida e injustificadamente que su cónyuge o su pareja le es infiel B. Estas características no aparecen exclusivamente en el transcurso de una esquizofrenia, un trastorno del estado de ánimo con síntomas psicóticos u otro trastorno psicótico y no son debidas a los efectos fisiológicos directos de una enfermedad médica. Nota: Si se cumplen los criterios antes del inicio de una esquizofrenia, añadir “premórbido”, por ejemplo, “trastorno paranoide de la personalidad (premórbido)”.
implicaciones constructivas (Kelly, 1955). Puede parecer que iniciamos una tarea extremadamente difícil al asumir esta perspectiva teórica para explicar la conducta de una persona delirante cuya capacidad de predicción puede parecer excesivamente reducida a un observador externo, pero esto no siempre suele ser así (Winter, 1992; Lorenzini & Sassaroli, 1992a,b). Coincidimos con Popper en que sólo existe un modo de crecimiento del conocimiento: la modificación del conocimiento previo a través de un proceso de ensayo y eliminación de errores, un proceso que se inicia mediante un problema no resuelto (falsificación o invalidación). Esto es válido tanto en la filogénesis como en la ontogénesis (Popper, 1934, 1969, 1972). En filogénesis tenemos, a través de la sucesión de generaciones, la modificación de los genes a lo largo de una período largo de tiempo, donde el proceso de ensayo y nueva hipótesis se representa mediante la mutación de la especie. La eliminación de errores se produce a través de la selección natural: las soluciones inapropiadas ante los problemas suelen ser eliminadas mediante la muerte o la esterilidad. En ontogénesis, el proceso es mucho más rápido y menos cruel. Las expectativas innatas se inscriben en la estructura genética de un individuo, pero
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desde el momento del nacimiento estas expectativas son enriquecidas y modificadas a través del error y el fracaso: con el fin de superar esos fracasos se prueban otras soluciones nuevas e individuales. Las nuevas soluciones que no generan los resultados deseados serán abandonadas sin que el individuo perezca con ellas. En el ser humano, la posibilidad de cambiar nuestras ideas ha eliminado la necesidad de morir por nuestros errores. Se adoptan esas soluciones que producen los resultados deseados y, de este modo, se generan expectativas adquiridas que serán continuamente modificadas cada vez que fracasemos en la predicción de la realidad. El crecimiento del conocimiento se produce a través de la conjetura y la confutación. Los sistemas cognitivos pueden diferir en el modo en que manejan la confutación de sus hipótesis y en el modo en que optan por manejar las invalidaciones. A nuestro entender (Lorenzini & Sassaroli, 1995) existen cuatro modos básicos de manejar la invalidación. Estas formas son: (a) la exploración activa; (b) la evitación; (c) la hostilidad; (d) la inmunización. Además, opinamos que estas formas se aprenden en las primeras relaciones de vínculo y cada uno de los cuatro patrones de vínculo tiende a generar un modo específico de manejar la invalidación. Hemos hallado una correspondencia entre la exploración activa y el vínculo seguro; entre la evitación y el vínculo inseguro ambivalente; entre la hostilidad y el vínculo desorganizado y entre la inmunización y el vínculo inseguro evitador. Examinemos brevemente las peculiaridades de estos cuatro estilos de conocimiento: 1. Búsqueda o exploración activa. El sistema busca continuamente ampliar sus límites y, de este modo, somete constantemente sus hipótesis a la prueba de falsificación. Éste es un sistema complejo que acepta encontrarse de frente con la invalidación sin riesgo de colapso de su capacidad predictiva. La actitud es normalmente exploradora. Cuando se confronta con el fracaso, se abandona la conducta que condujo al mismo y, al mismo tiempo, se refuerza la conducta exploradora como una clase más general, en la medida en que se ha logrado la finalidad de adquirir información (Bateson, 1984). Un sistema que tienda hacia la actitud exploradora sabe que aprende de sus errores incluso cuando éstos resulten dolorosos. Así, cada vez que se encuentra con el fracaso, toma nota del mismo y trata de aprender de la experiencia. 2. Evitación. El sistema trata de evitar las invalidaciones reduciendo su campo de exploración. Al probar sus hipótesis, se limita a áreas estrechas y familiares, evitando las situaciones inciertas que son percibidas como amenazantes para la estabilidad del sistema. El movimiento aquí es lo contrario de
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la exploración. Siendo excesivamente cauto, uno trata de evitar el encuentro de la innovación o lo desconocido. Gradualmente se crea un círculo vicioso: el sujeto renuncia a su exploración mientras que las áreas desconocidas siguen creciendo. Por lo tanto, aumenta su necesidad de retirarse a áreas más conocidas. Cuando se enfrenta a estímulos desconocidos, la alternativa de examinar o evitarlos depende de que el sistema se evalúe como capaz o incapaz de manejar y hacer uso de los nuevos estímulos, o de si corre el riesgo de sucumbir en el intento. Si el nuevo estímulo no se percibe como amenazante para la estabilidad del sistema, el sujeto optará por explorar. Por el contrario, si el sistema se ve como incapaz de manejar los nuevos estímulos, que son percibidos como desestabilizadores –si es incapaz de adaptarte– preferirá evitarlos. 3. Hostilidad. Éste es el modo de rodear la invalidación. Kelly (1955) lo describe como “reproposición de una construcción de la realidad que ya se ha demostrado errónea”. El sujeto, cuando se enfrenta a reconocer un error, elevará su tono de voz y repetirá su punto de vista incluso con mayor firmeza. No evita la confrontación con la novedad, ni tampoco trata de minimizar sus efectos, en lugar de esto impone por la fuerza su propia explicación de las cosas. Otras personas, que se encuentran en un ambiente social, como en la que están inmersos los seres humanos, representan la fuente de la invalidación de nuestras ideas; pero en este caso, los otros ya no son vistos como interlocutores sino como enemigos y, en consecuencia, pierden su poder de invalidación. Otros son ignorados o manipulados como si fueran objetos inanimados que necesariamente se deben adaptar a las necesidades del único sujeto existente. La necesidad de imponer la propia verdad, negándose a escuchar los puntos de vista ajenos o forzando a los demás a confirmar la verdad del sujeto, es la esencia de la actitud hostil. 4. Inmunización. Ésta es la estrategia a través de la cual el sistema minimiza la invalidación hasta el punto de anular las consecuencias que esta invalidación tiene sobre la estructura. Los datos provistos por la realidad pierden todo su significado, son desacreditados, desestimados, ignorados o reconstruidos de tal modo que pierdan todo su poder de falsificación de las teorías del sujeto. Mientras que en la exploración y en la evitación las restantes personas son muy significativas, en el caso de la inmunización prevalece una actitud autárquica que vacía de todo significado la relación del individuo con la realidad y con las otras personas. Este modo de manejar la invalidación se basa, al igual que el estilo evitador, en la predicción de que el sistema será incapaz de adaptarse a la
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invalidación que ha sido recibida, y por lo tanto debe inmunizarse de algún modo a los efectos que tal invalidación ha producido. Las dos formas típicas de inmunización son: (a) el desarrollo de hipótesis ad hoc y (b) el vaciado del contenido empírico de las hipótesis para que sean vagas e incoherentes de forma que ya no exista ningún acontecimiento concreto capaz de confutarlas. Creemos que estos dos modos se convierten en terquedad, en primer lugar, y vaguedad e incoherencia en segundo. Si se manifiestan visiblemente se convierten en delirio: la defensa, a toda costa, del propio modo de ver las cosas, imperturbable a la crítica y a cualquier acontecimiento externo. Inmunización y vínculo inseguro evitador El estilo de inmunización empleado para el conocimiento suele hallar su terreno de cultivo en una relación de vínculo inseguro evitador. Brevemente comentaremos algunas pocas características de este tipo de relación (Ainsworth et al., 1978; Bowlby, 1969, 1973, 1980; Bretherton, 1985): aquí nos encontramos con niños que, a menudo, han experimentado dificultades para acceder a la figura de vínculo y que gradualmente han aprendido a prescindir de ella, centrándose más en el mundo de los objetos inanimados que en las personas. El eje alrededor del cual está organizada su experiencia de vínculo es el rechazo, y al mismo tiempo, la negación del rechazo. Una vez convertidos en adultos, las personas con vínculo evitador tratan de confiar sólo en sí mismos, no reconocen ninguna debilidad propia y nunca piden ayuda a los demás. Al establecer una distancia entre sí mismo y la figura de vínculo y al no confiar en ella, el niño no está logrando un objetivo que es opuesto al objetivo general de la conducta de vínculo (y que consiste en mantener la cercanía con un adulto; Crittenden, 1994). En lugar de esto, lo hace manteniendo presente la situación particular en la que debe operar y en la que debe tratar con una figura de vínculo que no desea su cercanía. Por lo tanto, la conducta del auto-distanciamiento en una estrategia adaptativa que permite al niño mantener, en cualquier caso, una relación con una figura de vínculo aprendiendo a confiar en sí mismo y permaneciendo distante. La cercanía máxima posible está garantizada por la distancia. En este tipo de relación se genera el estilo cognitivo que hemos definido como “inmunización”, porque el consenso con otra persona pierde su importancia en ausencia de una relación. Es como si la otra persona no existiera y, en consecuencia, el niño se acostumbra a considerar su mundo de significados de forma autárquica, como si no existiera nadie más.
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En la gran mayoría de los casos, la fuente de invalidación son los otros seres humanos. Y si las demás personas no son tomadas en consideración, uno se inmuniza incluso del riesgo a ser objeto de invalidación. La inmunización de uno mismo contra la invalidación se corresponde, a nivel cognitivo, con el “hacerlo uno mismo”, que hemos descrito al nivel conductual. La patogenia de tal estilo de conocimiento reside en el hecho de que la figura de vínculo “no interactúa” con el niño, no lo escucha y no tiene ningún intercambio con él. Esta no-interacción o silencio comunicativo puede producirse aparentemente de dos modos opuestos. En el primero, la figura de vínculo está ausente, distante, desinteresada y objetivamente incapaz de interactuar. En el segundo caso, por el contrario, está incluso excesivamente presente desde el punto de vista físico, pero no atiende al niño, es despótica, incapaz de un diálogo comunicativo auténtico o de considerar las necesidades de los demás, habitualmente son sus propias necesidades las que prevalecen a las del niño. En ambos casos se produce la pérdida del consenso, que es el cimiento evolutivo de los mecanismos cognitivos de inmunización, por falta de diálogo con el otro significativo. En este silencio comunicativo comienza a establecerse lentamente una autarquía cognitiva, una forma de egocentrismo, que eventualmente le llevará a la experiencia del delirio. Este bloqueo comunicativo puede generarse debido a la ausencia de la figura de vínculo o a su despotismo. Ambos tienen en común la escasez de atención hacia el interlocutor y en ambos casos la comunicación fracasa. Los mundos de significados subjetivos permanecen aislados uno del otro y se establece la autarquía cognitiva. Vínculo, conocimiento y patología Así, un sistema débil, carente de complejidad, pobre en alternativas, que debe mantener esta estructura existente protegiéndose a sí mismo de la invalidación, puede hacerlo de tres modos: (a) evitando cualquier encuentro de cualquier tipo de invalidación, renunciando a toda exploración (evitación); (b) ignorando la invalidación mediante la desacreditación de su fuente e insistiendo con más fuerza en la propia construcción de los hechos (hostilidad) y (c) anulando el impacto de la invalidación sobre su estructura mediante hipótesis ad hoc o a través de la reducción del contenido empírico (inmunización). Todo individuo tiende a preferir uno de estos tres modos y dicha preferencia llega a establecerse a través de la influencia de la relación de vínculo. En nuestra opinión, el estilo de conocimiento es un rasgo muy fijo que se forma a una edad extremadamente temprana en la relación madre-niño. Poste-
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riormente se convierte en eje de toda la estructura de personalidad del individuo. Como factor determinante básico de la personalidad, también influye sobre el desarrollo de muchos rasgos psicopatológicos. El estilo de conocimiento puede aportar la mediación necesaria carente entre estos dos niveles. El delirio puede ser la expresión de un sistema cognitivo que ha sido sometido a una invalidación radical masiva y cuyas alternativas son muy escasas, y que ha desarrollado la tendencia a inmunizar invalidaciones dentro del contexto de una relación de vínculo extremada y particularmente evitadora. Historia natural del delirio paranoide El delirio paranoide es un sistema complejo de pensamiento lúcido, coherente, con una fuerte estructura lógica, no confuso y capaz de establecer predicciones extremadamente detalladas que regularmente se auto-confirman (Cameron, 1959; American Psichiatric Association, 1995). Basándose en una idea central que ninguna crítica ablanda, el sujeto establece correctamente deducciones adicionales y es así capaz de ofrecer explicaciones coherentes que siempre son idénticas para cualquier suceso vital. El intocable núcleo de su delirio está defendido mediante la profusa proliferación de hipótesis ad hoc que lo inmunizan ante cualquier confutación. El sujeto paranoide no está familiarizado con el mecanismo de la adaptación y está obligado a asimilar como buenos o como malos todos los datos percibidos. Parece lograr absoluta certeza excluyendo cualquier dato incongruente, reinterpretándolo y simplificándolo, y, por encima de todo, eliminando toda duda. Es totalmente incapaz de distanciarse de su delirio o de creer que puedan existir diferentes puntos de vista y diferentes explicaciones. Está en armonía absoluta con su delirio; el delirio le confiere el apoyo de su identidad. Su sistema cognitivo es absolutamente monolítico y cualquier suceso tiene que ver con el núcleo central del self. Nada es periférico, nada es irrelevante, nada es fruto del azar, todo es intencional y se refiere a su delirio (Lorenzini, Sassaroli & Rocchi, 1989). Incluso antes de la manifestación plena, tratamos con un sistema que se mueve progresivamente hacia la rigidez, cada vez más incapaz de cambiar las predicciones que son cada vez más detalladas y con más relaciones con los aspectos centrales del self. Una estructura de este tipo es monolítica, rígida y aparentemente inmutable. Sin embargo también es extremadamente frágil porque no dispone de alternativas viables ante una invalidación grave e importante que no pueda ser ignorada y que le prive de una parte esencial de su modo de verse a sí mismo. Una manifestación típica se produce cuando el
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sujeto, por ejemplo habiendo alcanzado cierta edad, debe afrontar el hecho de no ser quien creía ser. Es posible que el sujeto paranoide se construya de forma diferente. Debería subrayarse que no es que no quiera hacerlo, o que prefiera no hacerlo, sino que dada la estructura de su sistema, es absolutamente incapaz de hacerlo. Sólo mediante la retirada a sus suposiciones puede lograr mantener cierto nivel de predictivilidad. Para él la única alternativa es el vacío absoluto. El delirio es la única vía abierta para él (Adams Webber, 1979). Manifestación temprana Respecto a la paranoia, Arieti (1979, p. 909) ha afirmado: Un elemento importante que debe considerarse es la relevancia del episodio original. No sólo es un acontecimiento que incita al sujeto, sino un factor dinámico de gran importancia en cuya ausencia el paciente sería capaz de arrestar o incluso de compensar su inclinación hacia la psicosis.
Un acontecimiento tan devastador sobre un equilibrio que hasta esa fecha ha sido sano sólo puede ser una invalidación de uno de los constructos centrales sobre la identidad del sujeto. (No es el contenido de la invalidación lo que lo convierte en intolerable, sino la absoluta carencia de cualquier alternativa a esta idea particular del self que se ha invalidado). El descenso al delirio se produce gradualmente. El sujeto experimenta, en primer lugar, un sentimiento de asombro y perplejidad. Siente que algo muy importante está cambiando sin ser capaz de explicárselo él mismo. Éste es el llamado “estado anímico predelirante”. Las primeras ideas son inconexas, asistemáticas, carentes de vínculos y de estructura. Prevalecen la confusión y la incomodidad. El sujeto entra en un estado de alarma. Con el fin de escapar de esta situación tan confusa, la estructura del sistema paranoide se convierte repentinamente en rígida y subraya la coherencia interna, en perjuicio de la probabilidad de su predicciones. Así, el sujeto avanza hacia una actitud dogmática que se convierte en caricaturesca y hacia una sumisión absoluta de todos los datos a sus teorías. El sistema delirante se convierte en más coherente y estructurado. Es capaz de hallar una explicación para todo y de metabolizar cualquier intento de confutación mediante la proliferación de sus hipótesis auxiliares ad hoc. Manifestación continua Tras un período de incertidumbre que sigue a la primera invalidación, la formulación de la idea delirante parece al sujeto como su ancla de salvación,
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a través de la cual su sistema recupera su capacidad de previsión perdida. La nueva idea se convierte en el eje de toda experiencia posterior, una luz que le permite moverse en la oscuridad y dar significado a lo que pacería haber perdido todo sentido. El sistema sacrifica la probabilidad de sus predicciones a la absoluta coherencia interna, convirtiéndose en impenetrable a toda crítica externa, dado que la única alternativa posible de reconstrucción es o demasiado pobre o demasiado vacía. Así, sólo puede mantener el primer constructo, que es mucho más rico, y no considerar la invalidación. La invalidación puede ser completamente ignorada, o explicada a través de hipótesis ad hoc, o transformada en una corroboración de sus teorías, o ser considerada como una explicación anómalamente exigente. Según la hipótesis del falsificacionismo, la aparición de una teoría se puede producir sólo en presencia de una teoría mejor que la sustituya (Popper & Lorenz, 1989). De lo que carece la persona paranoide y lo que el psicoterapeuta trata de construir o reconstruir es precisamente una teoría mejor, que permita al paciente abandonar la única teoría sobre la que ha erigido su fortificación, a pesar de disponer de mejores alternativas. Desafortunadamente este esfuerzo no es fácil, porque el paciente lo interpretará a la luz de la única teoría de que dispone como algo amenazador y persecutor. La regla de oro es que el terapeuta nunca debe invalidar el sistema delirante del paciente sin haber construido previamente una alternativa, porque el delirio del paciente ha sido erigido como defensa para sus capacidades predictivas ante los peligros del caos absoluto.
Terapia Modificar el estilo cognitivo Es obvio que el objetivo de toda terapia es ser capaz de manejar y resolver todos los problemas específicos a los que se enfrenta el paciente modificando los patrones de significado que generan y mantienen vivo el problema. Así, todos los esfuerzos se dirigen a contenidos específicos. Es igualmente obvio que, para que una terapia sea considerada como satisfactoria, no debe limitarse a resolver problemas aislados (por temor a recaer inmediatamente en otros análogos) sino que debe modificar el modo en que el paciente afronta y maneja aquello que ha sido demostrado como fuente de tales problemas.
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La recuperación del dinamismo del conocimiento y la reactivación del proceso de conjetura y confutación pueden producirse mediante la eliminación del egocentrismo cognitivo que inmuniza al sistema de toda invalidación posible derivada de las demás personas, y que al mismo tiempo lo esteriliza relegando el sistema a la autarquía absoluta. La salida del egocentrismo cognitivo, dependiendo de la gravedad del caso, se produce en dos fases. La primera consiste en la distinción entre el self y los otros con el fin de comenzar a estructurar el mundo con pluralidad de sujetos, superando la idea de que sólo existe un sujeto absoluto, sin interlocutores. Esta distinción es incierta en sujetos con trastornos mentales tanto de carácter paranoide como esquizofrénico (Lorenzini & Sassaroli, 1992a,b). La segunda fase consiste en la construcción de universos de significados compartidos entre el self y los otros dentro del cual es posible un lenguaje compartido que permita al sujeto escuchar a los demás. La relación terapéutica es la situación ideal, permitiendo al paciente la salida de su egocentrismo cognitivo mediante el reconocimiento de los demás y compartiendo con ellos el significado. La tarea del terapeuta consiste, en estos casos, en “estar presente”. Se requiere una presencia constante y discreta que no sea intrusiva para el sujeto pero que éste no pueda ignorar. Debe hallarse un equilibrio delicado entre “comprender y hablar el mismo idioma” y “sustituir al otro, hablar en su lugar”. La principal tarea deberá consistir en el mantenimiento de un límite entre las dos subjetividades, una línea divisoria que permita a ambos existir y coexistir. La línea divisoria que crea dos subjetividades cercanas y comunicativas es siempre muy precaria. Por una parte, puede estar en peligro de desaparecer, de generar una fusión de las dos y una pérdida de identidad, y por otra, puede acabar siendo rígida, convirtiéndose en el muro detrás del cual desaparece el otro, impidiendo toda comunicación y dando lugar a una nueva autarquía. Estrategias en el delirio El objetivo general de la intervención en el delirio es el fomento de la capacidad predictiva del sujeto; es decir, favorecer su capacidad para formular hipótesis, para considerar las invalidaciones, para reconstruir los sucesos de forma diferente y así reactivar el crecimiento y la complejidad de su sistema cognitivo. Al hacerlo, debe tomarse en consideración que su trastorno mental representa un esfuerzo extremo y desesperado por mantener algún vestigio de su capacidad predictiva y por no sumergirse directamente en el caos. Por definición, el delirio es la resistencia a toda crítica. Cualquier esfuerzo por convencer al paciente de una demostración de los hechos o de tratar de
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razonar lógicamente con él está destinado al fracaso. Esto es lo que todos los demás que están alrededor del paciente han tratado de hacer –sus amigos y familiares– antes de solicitar ayuda de un terapeuta o, más frecuentemente, antes de ser conducido a un terapeuta. El terapeuta no es inmune a la entrada en el mundo del paciente. Por ello, el paciente se encuentra en riesgo de ampliar las fuerzas persecutorias que tiene a su alrededor. Cuanto más ataca el terapeuta el delirio del paciente, más será considerado como otra amenaza para el orden que tal paciente ha logrado crear en su mundo interno. Aquí debería subrayarse que el delirio sigue siendo, para el paciente, la mejor o la única explicación que es capaz de dar ante las cosas de su alrededor. Lo viejo no puede abandonarse hasta estar seguro de que algo nuevo pueda reemplazarlo. El cambio significa cambiar de una situación a otra, y no de una situación a nada más. Tratar de demostrar como falsas las teorías delirantes del paciente antes de modificar las condiciones que las han creado es equivalente a empujarlo hacia el derrumbe de sus capacidades predictivas, que ha logrado salvar a través de la solución de su psicosis. Un intento tan ingenuo conduce normalmente a una rigidez adicional, a la retirada a sus ideas y a la interrupción de la relación terapéutica, lo que equivale a una defensa sana. El enfoque es decididamente más fácil cuando el mundo paranoide no es de naturaleza persecutoria. Cuando no lo es, de hecho, es más fácil para el terapeuta convertirse en un punto de referencia significativo y fiable sin convertirse en otro persecutor de entre muchos. La certeza del delirio es tal que normalmente un paciente paranoide nunca acude por propia voluntad al terapeuta en solicitud de ayuda para el manejo de sus ideas, que para él son sólo una característica sólida y segura de su realidad. Acudirá espontáneamente al terapeuta por diferentes razones, que están, sin embargo, vinculadas con su patología: por ejemplo, un continuo estado de tensión, el hecho de que otros lo maltraten, o para solicitar certificación del maltrato que recibe de otras personas. En el contrato inicial, el terapeuta debe responder muy cautelosamente a las solicitudes del paciente porque éstas constituyen el único elemento motivador para someterse a terapia. Sin embargo, el terapeuta debe evitar absolutamente la confusión con las ideas del paciente (incluso aunque esto parezca mostrar sentimientos de buena voluntad y confianza en el paciente). El impacto negativo de tal confusión será sentido, tarde o temprano, por el terapeuta cuando deba modificar su postura de complicidad con el paciente. Entre las respuestas aceptables se encuentran, en primer lugar, la comprensión y, posteriormente, los cambios en los estados emocionales y las conductas del paciente. Por
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lo tanto, el terapeuta debe suspender su juicio sobre el delirio del paciente y no tratar ni de atacarlo ni de reforzarlo, sólo de dejarlo a un lado. Las ideas del paciente deben estar fuera de toda discusión en la medida de lo posible. Espontánea y gradualmente serán abandonadas cuando el paciente comience a disponer de mejores teorías para explicar su situación y predecir su futuro. Una teoría puede ser considerada mejor que otra, sobre la base del falsificacionismo de Popper si: 1. Explica lo que explicaba la teoría anterior (en nuestro caso el delirio). 2. Si explica lo que la teoría anterior no era capaz de explicar. 3. Si es falsificable pero no falsificada y ha recibido una corroboración importante (validación). Uno se siente inmediatamente desanimado. De hecho, uno reconoce cuán difícil es que una teoría nueva logre explicar todo lo que explicaba el delirio y también lo que no lograba explicar, porque el delirio es por definición absolutamente comprensivo, lo incluye todo. Nada se escapa de su explicación, nada lo invalida, todo lo corrobora. Su punto débil y su poder malévolo reside precisamente en su capacidad para “explicarlo todo” y, por lo tanto, a este nivel es invencible ante cualquier otra teoría. Esta consideración sugiere algunas estrategias posibles. La nueva teoría debe crecer incluso sin necesidad de medirse en su primera fase contra el delirio del paciente, porque este encuentro sería fatal. Por lo tanto, el terapeuta no debe tratar de mostrar que la nueva explicación que se está elaborando gradualmente es más veraz que las ideas del paciente. En lugar de esto debe mostrar simplemente que es otra posibilidad. La tercera característica de Popper relativa al potencial falsificable es lo que distingue una mente delirante de una normal. Esta característica está a favor de la nueva teoría y coloca en desventaja al deliro, pero sólo si el juez es un observador externo e imparcial familiarizado con la epistemología de Popper. En lugar de esto, la elección entre las dos teorías debe hacerse por el mismo sistema delirante, que no puede permitirse el lujo de ser erróneo. Por lo tanto, antes de que el sujeto pueda apreciar las ventajas que le aporta el hecho de disponer de teorías falsificables, debe estar en una posición que le permita cometer errores. Esto significa que debe ser capaz de escoger entre dos predicciones, una de las cuales ha de ser más rica que la otra y, sin embargo, para la que existe una alternativa. El progreso terapéutico no comienza en el punto en el que el paciente considera, por primera vez, sus ideas como verdaderas, y posteriormente las juzga como falsas, aunque esto suele ocurrir y suele ser la señal más cierta de que la terapia ha sido satisfactoria. El progreso terapéutico es el efecto de un cam-
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bio que se produce en el paciente al experimentar sus ideas como “necesarias” en primer lugar y como “superfluas” después. De hecho, los delirios se convierten en menos necesarios y obligatorios cuando las partes subdesarrolladas del sistema comienzan a desarrollarse. Sólo entonces será el paciente capaz de apreciar un nuevo modo de estar en lo correcto y, a diferencia de antes, será capaz de estar en lo incorrecto. Por lo menos al comienzo, las nuevas teorías deben ser compatibles con el único punto de vista del paciente, que es su perspectiva delirante. O, como mínimo, no deben medirse unas frente a las otras para no fallar. Con el fin de lograr esto, es necesario seguir cierta estrategia. En primer lugar deben construirse “explicaciones alternativas” para el paciente preguntándole, “Si las cosas no fueran como manifiesta que son, ¿de qué otro modo podrían ser ?” Sin embargo, para garantizar que el paciente no experimenta estos intentos como un ataque amenazador sobre su mundo delirante, sería preferible referir estas explicaciones alternativas a otras personas. Por ejemplo, “Me dice que ha sido despedido de su trabajo porque había un complot contra usted. Bueno, examinemos el caso de otra persona y tratemos de imaginar las razones por las que ha podido ser despedido”. También es necesario que las nuevas explicaciones sean consideradas como hipotéticas y no referidas al paciente, como si el terapeuta estuviera interpretando un juego imaginario con él o escribiendo el guión de una película. De esta forma, el paciente descubrirá que pueden existir diferentes puntos de vista, incluso aunque él sea incapaz de referirlos a su propia situación. El tipo de operación de creación de alternativas es necesario si el paciente desea centrar la conversación en su delirio; no siendo así, cuanto más se aleje esta parte de la estructura del deliro de las fases iniciales del tratamiento, mejor. Debe considerarse sólo como señal de angustia profunda que puede ser aceptada en la terapia. Al mismo tiempo, las zonas oscuras del sistema deben ser analizadas para crear nuevas implicaciones de significado entre las áreas penalizadas que han permanecido subdesarrolladas. Con el fin de fomentar este desarrollo de la “sombra”, el terapeuta debe reconocer la idea que tiene el paciente de sí mismo, a la que se adhiere tenazmente y que, de ningún modo, está deseando abandonar. Así, deben subrayarse estas polaridades opuestas que tanto teme el paciente. Cada polaridad negativa debe ser abierta y elaborada con el fin de enriquecerla. El terapeuta podría preguntar, “¿Cómo sería la vida para alguien que no tiene éxito en el trabajo? ¿Cómo pasaría su tiempo una persona que no tenga éxito en su trabajo? ¿Cómo podría tener auto-estima una persona que no tiene éxito en su trabajo?” El terapeuta, en este caso, está interpretando un
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rol muy activo de “compañero experto en la exploración”, que anima al descubrimiento de nuevos territorios, señala perspectivas inesperadas y subraya posibilidades imprevistas e indica soluciones adoptadas por otras personas a quienes conoce el paciente. Durante la fase de descubrimiento, se suspende todo juicio crítico, porque el juicio negativo impediría la exploración de lo “no familiar”, creando así un círculo vicioso. De hecho, esta falta de familiaridad de un suceso es lo lleva al sujeto a juzgarla como incómoda. En otras palabras, el terapeuta debe ayudar al paciente a “llenar el vacío”, a atribuir sentido y predicciones a eso donde previamente sólo ha existido la oscuridad absoluta, con el fin de hacerlo menos amedrentador. Además, también se puede repasar el historial del paciente para entender cómo ha llegado a desarrollar un modo tan rígido y unilateral de construirse a sí mismo y su realidad y para ver cómo ha sido reforzado a través de su repetido uso. El reconocimiento del contexto en el que se ha construido cierta idea permite reconocer el modo en que dicha idea puede ser congruente, razonable y efectiva en tal situación particular y el modo, cambiando el contexto, en que puede convertirse en inadecuada y perjudicial. Por último, se pueden examinar nuevos puntos de vista aplicándolos al paciente mismo para descubrir cómo le permitirían adaptarse mejor y generar en él una creciente sensación de bienestar, porque le ayudarán a cambiar. “Ser capaz de cambiar la propia mente” y “reconocer que uno ha cometido un error” son propuestos como elementos de fuerza más que de debilidad. De hecho, las personas que consideran la invalidación como derivada de la realidad son más capaces de explotar sus oportunidades, modificar lo que puede ser modificado sin tratar de modificar tenazmente lo inmodificable. En este punto, el delirio puede ser contemplado, una vez más, para criticarlo globalmente. Al analizar su primera aparición, su continua existencia, su estructura y su pérdida gradual de importancia, el terapeuta volverá a trazar el viaje terapéutico, subrayando constantemente el error básico, es decir, que para afirmar que uno está en lo cierto, es necesario ser capaz de indicar esas condiciones en las que uno puede admitir que está equivocado. Este modo de enfoque para los pacientes que sufren delirios puede ponerse en práctica tanto en contextos privados como públicos. Los pacientes paranoides se hallan frecuentemente en centros de salud pública, donde han sido ingresados por familiares u obligados por las autoridades sanitarias locales. En este caso, el terapeuta debe abstenerse de formular cualquier juicio relativo a las ideas delirantes del paciente y trabajar a favor de la reformulación del mal experimentado por éste –que seguramente estará presente, incluso aunque sólo sea a modo de conflicto con su medio– como solicitud de ayuda.
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Cualquier sufrimiento expresado por el paciente puede aportar al terapeuta material para dar inicio al contrato terapéutico, sin que esto tenga nada que ver con el contenido del delirio. La actitud del terapeuta debe ser sincera, nunca engañosa y atenta para evitar que se produzca una excesiva implicación, lo que sólo aumentaría las sospechas del paciente y fomentaría también sus ideas delirantes respecto al terapeuta. Sobre todo en las fases iniciales, la presencia de diversas figuras profesionales en el rol de co-terapeutas pueden ser útiles si se desea evitar una situación de excesiva intimidad, que para estos pacientes suele ser difícil de tolerar. Estudio de un caso clínico William había sido traído a terapia tras un episodio de violenta agresión contra su jefe, durante el cual había sido necesario obligarle, en situación de emergencia, a ingresar en una institución. William contaba con 26 años de edad y era hijo único de una familia adinerada. Su madre, una mujer culta, provenía de una familia de músicos, escritores e historiadores, y ella se había dedicado con éxito a la política. Esperaba que su hijo se convirtiera en un gran artista u hombre de letras. Su padre, proveniente del medio rural, había llegado a ser un rico empresario en el ámbito de la agricultura. Había acumulado una gran fortuna y era muy famoso por ser eficiente, práctico y exitoso. Esperaba que su hijo se convirtiera en un próspero jefe de una de las empresas familiares. En William convergían dos series de expectativas, las de su madre y las de su padre (para ambos era el único descendiente) y estas expectativas eran conflictivas entre sí. Además, ambas estaban mucho más allá de las capacidades reales de William. El paciente había logrado concluir la enseñanza secundaria con notas mediocres, a pesar de los esfuerzos de sus progenitores por “recomendarlo”. En la universidad, había cambiado de tutor repetidas veces sin llegar a ningún sitio. Entonces la familia decidió que acudir a la universidad estaba muy por debajo de las capacidades de un genio como William. No merecía la pena y para él sólo sería una pérdida de tiempo. En consecuencia acudió a cursos de informática, marketing, artes gráficas y periodismo, todos ellos muy caros y, aunque tras previo pago le garantizaron un diploma, estuvo a punto de suspender su último examen. Todo esto no sirvió para modificar la idea de la familia sobre el hecho de que William era un joven extraordinario, un auténtico genio. A los ojos de su madre, estaba dotado de un raro talento artístico. A los ojos de su padre, poseía una brillante inteligencia práctica. El mismo William compartía estas convicciones a su respecto. Entonces encontró un puesto de trabajo como mensajero de la oficina de un sindicato laboral. Esta experiencia había sido concebida por sus progenitores como “un modo para que el joven genio llegara a conocer las dificultades concretas de la vida con el fin de desarrollar su carácter y conocer el mundo de la
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gente normal que debe ganarse el pan con el sudor de su frente. Una experiencia a citar en su biografía.” La crisis explotó cuando el jefe dijo a William que, si seguía trabajando tan poco y tan mal, sería despedido. En la mente de William era imposible pensar en sí mismo como en alguien “inapropiado” para ningún trabajo, así que debía haber alguna otra explicación para la conducta de su jefe. Durante un tiempo estuvo confuso, pero entonces todo se le hizo nítido. El director de la oficina temía a William por su gran inteligencia. Quería librarse de él para evitar que le ascendieran rápida e inevitablemente hasta la cumbre. Ésta era la única explicación plausible del suceso que no cuestionaba sus extraordinarias capacidades. La primera fase de la terapia consistió en hacerle expresar las razones por las que las personas ordinarias (no él, por supuesto) algunas veces solían ser despedidas de sus puestos de trabajo. Esta primera fase fue muy difícil porque la única explicación que proponía William al comienzo era la de la envidia que sentía el jefe ante la posibilidad de que sus subordinados fueran superiores a él. Durante este tiempo no se produjo ninguna otra crisis de violencia siguiendo otros dos fracasos sociales (suspenso de sus exámenes y no ser aceptado en otro puesto de trabajo), que habían sido previstos por el terapeuta y que fueron explicados por William siguiendo el esquema interpretativo usual: “Soy perfecto y si no me quieren, se debe a que me temen, y ésa es la razón por la que han organizado un complot contra mí”. Su terapia atravesó dos fases sucesivas. En la primera el paciente y el terapeuta comenzaron a construir lo que sería la vida para un joven de su edad que no fuera genio sino sólo una persona normal. Al comienzo se encontró con el vacío, pero gradualmente, el terror a la nada fue sustituido por la curiosidad de las posibles actividades, intereses y objetivos que William ni había imaginado que existieran. Lentamente comenzó a cuajar en la mente de William la idea de que era posible vivir, y vivir una buena vida, sin ser necesariamente un genio superior a todos los demás. En la segunda fase, se revisó la historia de su desarrollo con una nueva conciencia de su situación y con una actitud crítica hacia los modelos ideales que había adquirido de sus progenitores, ideales que le habían privado de ser una persona normal y feliz y que le habían forzado a ser un genio y un loco. Sus críticas a su delirio se produjeron espontáneamente y fueron señales de su fin. William se mudó a otra casa, abandonando el hogar familiar, fue a vivir solo y encontró una novia. Se gana la vida trabajando en un restaurante de comida rápida y ha vuelto a la universidad para continuar con sus estudios.
Conclusión La paranoia es un trastorno raramente estudiado por los psicólogos clínicos porque, con mucha frecuencia, se mantiene durante décadas en la sombra, sin expresarse a modo de solicitud de ayuda por parte del paciente y, algunas veces, incluso sin manifestarse en el entorno del paciente. En ocasio-
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nes se reduce e incluso se resuelve espontáneamente con el curso del tiempo. Frecuentemente, acompaña al sujeto hasta su muerte, convirtiéndose gradualmente en el tema central de su existencia de sufrimiento. Con menos frecuencia explota dramática e inesperadamente. Debe admitirse que a la mayoría de los terapeutas les alegra evitar el trabajo con pacientes paranoides, dada la impotencia que experimentan cuando se enfrentan al mundo interno del paciente paranoide, aparentemente tan inaccesible, inexplicable y amenazador. Pero eso que evitamos sigue siendo cada vez más desconocido y amenazador. Este capítulo habrá cumplido su objetivo si ha servido para que los terapeutas hayan captado las razones que subyacen a los delirios de los pacientes y los hayan percibido como el último esfuerzo desesperado del paciente por conservar un mundo de significados que se está cayendo a pedazos, un mundo que ya le parece que no tiene ninguna alternativa para él. Si eso fuera así, es posible que una nueva curiosidad sustituya los sentimientos de amenaza y desinterés del terapeuta y que genere el deseo de aceptar tales retos terapéuticos. En este caso, ciertamente veremos más casos paranoides entre nuestros clientes.
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Intervención precoz en los trastornos psicóticos: una aproximación crítica en la prevención de la morbidez psicológica Jane Edwards y Patrick D. McGorry Centro de Salud Mental de Jóvenes, Parkville, Australia
Debemos ser muy astutos al introducir rápidamente los mejores tratamientos porque si alguien se encuentra en la fase formativa de su vida, o de su carrera o de las relaciones interpersonales... y pierde un año como consecuencia de un episodio esquizofrénico, se queda detrás; si pierde dos, tres o cuatro años, entonces será casi imposible que recupere ese tiempo (James, 1996). Demasiados pacientes de primer episodio experimentan episodios subsiguientes y un grave deterioro en el funcionamiento. La continua búsqueda de intervenciones para garantizar mejores resultados y prevenir el deterioro adicional de discapacidades es algo justificado (Fenton, 1997, p. 43).
La intervención precoz en el momento de la aparición de los trastornos psicóticos es una idea teórica muy atractiva que recibe progresivamente más interés internacional (McGlashan, 1996a; McGorry & Edwards, 1997). Conlleva, en primer lugar, la decisión del momento en que ha comenzado a producirse un trastorno psicótico y el ofrecimiento inmediato de tratamientos efectivos y, en segundo lugar, la garantía de que las intervenciones ofrecidas constituyen la mejor práctica para esta fase de la enfermedad. La relativa eficacia de estas dos estrategias en términos de resultados no ha sido determinada aún. Evidentemente, debería reconocerse que la eficacia y la efectividad, incluyendo el coste-efectividad, de los tratamientos específicos relacionados con cada fase debe ser estudiada amplia y rigurosamente (Kane, 1997; McGorry, en imprenta).
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Este capítulo versa sobre la lógica de la intervención temprana en los trastornos psicóticos y sobre nuestros esfuerzos por desarrollar y ofrecer los mejores tratamientos para la psicosis temprana, basados en 14 años de experiencia. A este fin, se describe el Centro de Prevención e Intervención Temprana de la Psicosis [Early Psicosis Prevention and Intervention Centre (EPPIC)] como “laboratorio” clínico para el estudio de las psicosis del primer episodio, que en la actualidad se halla en su sexto año de desarrollo. Este capítulo se centra en los aspectos operativos del programa de desarrollo del “mundo real”, con particular énfasis en los aspectos psicológicos de atención a individuos que han experimentado un trastorno psicótico franco. Los factores relativos al tratamiento de la fase prepsicótica de la esquizofrenia han sido comentados en otro documento (McGorry & Singh, 1995; Yung & McGorry, 1996, 1996). Para las descripciones de nuestro enfoque sobre los aspectos biológicos del tratamiento del paciente en su primer episodio, se remite al lector a McGorry y Jackson (en imprenta). Aunque las “pruebas” empíricas de las intervenciones propuestas en este capítulo son aún escasas, se dispone de suficiente conocimiento desde la práctica clínica para ofrecer pautas de tratamiento para el trabajo con individuos y familias con psicosis tempranas. Varios grupos en Australia y Nueva Zelanda avanzan en la elaboración de tales pautas como medio para iniciar un diálogo (Pennell et al., 1997). Nosotros defendemos que una opinión consensuada sobre el tratamiento en la psicosis de primer episodio sería, en su formato final, muy diferente de las pautas para la práctica elaboradas para las enfermedades psicóticas más establecidas, como las elaboradas por la Asociación Americana de Psiquiatría para el tratamiento de pacientes con esquizofrenia (APA, 1997). Los enfoques empíricos de la medicina no sólo confían en ensayos controlados con sus limitaciones inherentes (Jackson & Judd, 1997), también contemplan la práctica y la opinión de los expertos (Andrews, 1997). Nuestro quehacer puede describirse como contribución a la acumulación de pruebas esenciales para el desarrollo de los mejores niveles de práctica y a la motivación de otros profesionales e investigadores para que colaboren en esta tarea.
La lógica de la intervención precoz Oportunidad preventiva La oportunidad de la prevención secundaria en los trastornos psicóticos parece una alternativa viable (McGorry, 1992; McGorry & Singh, 1995). En
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primer lugar, las demoras prolongadas suelen ser comunes antes del primer tratamiento efectivo para la psicosis (Beiser et al., 1993; Loebel et al., 1992; McGorry et al., 1996), con una media de un año o más en los países desarrollados. Gran parte del debilitamiento social y ocupacional en la psicosis se produce antes de iniciarse el tratamiento (Jones et al., 1993). Se ha sugerido que la duración de una psicosis no tratada es un predictor importante de los resultados obtenidos en el tratamiento de la esquizofrenia de primer episodio. Los retrasos en el tratamiento se asocian con una recuperación más lenta y menos completa (Crow et al., 1986; Helgason, 1990; Larsen, McGlashann & Moe, 1996; Loebel et al., 1992; Rabiner, Wegner & Kane, 1991; Wyatt, 1991; Wyatt, Piña & Henter, en imprenta) y con costes sanitarios sustancialmente más altos durante por lo menos los primeros 3 años tras el primer tratamiento (Moscarelli, Capri & Neri, 1991). Demostrar la hipótesis de que la reducción en la duración de una psicosis no tratada genera una mejoría de los resultados es una tarea compleja (McGlashan, 1996b), que requiere obviamente de la adopción de una perspectiva clínica epidemiológica. En segundo lugar, la incapacidad y los trastornos suelen desarrollarse durante los primeros años tras la aparición de la enfermedad (Carpenter & Strauss, 1991; McGlashan & Johannessen, 1996) –un “período crítico” de máxima vulnerabilidad (Birchwood & MacMillan, 1993; Birchwood, McGorry & Jackson, 1997). Con respecto a la parte del período crítico que sigue al inicio del tratamiento están los aspectos relativos a la calidad, a la variedad y a la intensidad del tratamiento provisto (McGorry et al., 1996). La mejor práctica para los últimos estadios del trastorno puede no ser la mejor práctica para la psicosis temprana (McGorry, 1992). Pueden requerirse variantes específicas de edad y fase de los enfoques clínicos existentes, o enfoques completamente nuevos. Ésta es una consideración particularmente importante relativa a la resistencia del tratamiento precoz o a la “recuperación prolongada” (Edwards et al., en imprenta). La frecuencia de recaídas parece sobresalir durante los primeros años que siguen a la aparición de la enfermedad (Eaton et al., 1992) y dada la sugerencia según la cual la remisión aumenta con el aumento del número de episodios de enfermedad (Lieberman et al., 1996), debería ser el foco del tratamiento (McGorry, en imprenta). A un nivel más general, también debemos ser conscientes de los efectos iatrogénicos de la “asistencia”, incluidos la depresión y las reacciones postraumáticas a la admisión hospitalaria (McGorry et al., 1991). En suma, un enfoque preventivo secundario y realista deberían conllevar la reducción de la duración de la psicosis no tratada y la optimización del manejo durante los primeros años que siguen a la detección.
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Marco conceptual A la vista de los aspectos inadecuados del concepto neo-kraepeliano de “enfermedad” para la esquizofrenia en el establecimiento de una psicosis temprana (McGorry, Copolov & Singh, 1990; McGorry, 1991, 1995), hemos sugerido que el término más general de “psicosis” es más útil en el primer episodio y en las muestras de psicosis tempranas (McGorry, 1995). La psicosis es un síndrome global, definido estrechamente por la presencia de delirios y alucinaciones, o más ampliamente por incluir trastornos visibles del pensamiento y graves rasgos catatónicos. Puede producirse en asociación con una depresión severa, manía o síntomas primarios negativos o con un déficit, y son precisamente las diferentes combinaciones de estos síndromes con la psicosis las que dan lugar a las categorías de los trastornos psicóticos. El curso debería separarse de los síndromes y a este respecto es útil el concepto de puesta en escena (Fava & Kellner, 1993). El modelo que se detalla en McGorry et al. (1996) es una matriz de fase de la enfermedad, patrones de síndromes presentes durante y entre episodios de recaída y los niveles asociados de incapacidad y deterioro. Las transiciones de una fase a la siguiente (p.ej., del pródromo al primer episodio psicótico, del primer episodio al período crítico y del período crítico a la psicosis prolongada) son procesos claves, con sólo una parte de los individuos haciendo la transición a lo largo de cada fase. En la práctica clínica hemos dividido adicionalmente el período crítico en cuatro fases: aguda, temprana, tardía y de recuperación prolongada (Edwards, Cocks & Bott, en prensa), que sirve para recordar al terapeuta que debe esperarse una recuperación (Lieberman et al., 1993; McGorry, 1992). El modelo conceptual se refleja en el contenido de la psicoeducación presentado a través del programa clínico (EPPIC, 1997a; Ioannides & Hexter, 1994a; McGorry, 1995). Marco evolutivo El período de máximo riesgo para la aparición del trastorno psicótico, particularmente en los hombres, es la última fase de la adolescencia y la primera fase de la edad adulta (Häfner et al., 1995; Kosky & Hardy, 1992). Ésta es una fase evolutiva crítica, que conlleva la consolidación de la identidad, el proceso de separación de los progenitores, aspectos educativos y vocacionales fundamentales y la construcción de un grupo de amigos (Winnicott, 1965). La adolescencia se ha caracterizado como un período de alto riesgo para el desarrollo sano (Takanishi, 1993), siendo un período de rápido cambio que puede ser muy estresante (Rice, Herman & Petersen, 1933). Cuando un trastorno psiquiátrico grave, como la psicosis, aparece durante este estadio vital existe la posibilidad de que se produzca un desastre personal –maduración pos-
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tergada, relaciones sociales y familiares deterioradas y perspectivas vocacionales descarriladas. A menudo se generan o se intensifican los problemas secundarios como el desempleo, el abuso de sustancias, la depresión, el daño a sí mismo y las infracciones legales. Se ha sugerido que los factores evolutivos deben ser considerados en las diferencias fenomenológicas entre la manía adolescente y la adulta (McElroy et al., 1997). Los servicios psiquiátricos adultos tienden a pasar por alto y/o subestimar la importancia de esta perspectiva clave en la provisión de tratamiento.
El centro de prevención e intervención precoz de la psicosis (EPPIC) El Centro de Prevención e Intervención Precoz de la Psicosis (Edwards et al., 1994; McGorry, 1993; McGorry et al., 1996) es un servicio multicomponente que fue desarrollado para acoger las necesidades de adolescentes y adultos jóvenes en las primeras fases del trastorno psicótico. Orígenes históricos Es importante señalar que los orígenes históricos del EPPIC residen en un pabellón de ingresos localizado en los sótanos de un hospital psiquiátrico que ofrecía sus servicios al área de Melbourne (Copolov et al., 1989: Edwards et al., 1994; McGorry et al., 1996). Nuestra experiencia con el grupo de admisión de primer episodio nos condujo a una mejor comprensión de las necesidades clínicas particulares de estos pacientes y del enfoque preventivo especial requerido para su atención. Sin embargo, los elementos psicosociales de la unidad de ingresos se limitaban a un programa de recuperación grupal (véase Edwards et al., 1994, para detalles). Se hicieron visibles las limitaciones habituales de un programa grupal –la gama de presentaciones en términos de funcionamiento intelectual, incapacidades y deterioros y las personalidades premórbidas dificultaban el trabajo grupal. El foco del ingreso a corto plazo presentaba implicaciones para la continuidad de la asistencia, una vez concluido el ingreso los pacientes eran derivados a los servicios de salud mental rutinarios para adultos, generando así la pérdida del contexto de la psicosis temprana. Además, la unidad de ingresos no tenía demasiada posibilidad para controlar la duración de las psicosis no tratadas, dependía de las derivaciones de la unidad de agudos del hospital y de la limitada comunidad de desarrollo de estrategias en clínicas genéricas externas. Fue obvio que “la evaluación del impacto de los programas de detección y prevención precoz requería un servicio de salud para el reclutamiento coor-
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dinado” (Fenton, 1997, p. 43). Siguiendo con la aportación de ayudas adicionales por parte del Gobierno del Estado de Victoria, el EPPIC entró en acción en octubre de 1992. La finalidad del centro es la reducción del nivel de morbidez primaria y secundaria en individuos con psicosis temprana a través de la doble estrategia de identificación de pacientes en la fase más temprana de su aparición y de la provisión de un tratamiento intensivo y específico de la fase de hasta 18 meses. Los criterios de selección para el nuevo servicio eran: edad 15-30; experimentando el primer episodio de psicosis; residentes en el área correspondiente al servicio y tratamiento previo (si ha existido) restringido a un máximo de 6 meses. El servicio ha progresado hacia un enfoque de base comunitaria. En junio de 1995 la unidad de ingreso se separó del hospital psiquiátrico y fue recolocada en un entorno menos estigmatizador en el área de Parkville; al mismo tiempo se produjo una reducción del número de camas y consecuentemente se ahorró en recursos que podían ser usados para la provisión de otras alternativas de tratamientos especializados adicionales. Contexto La zona correspondiente al EPPIC es de aproximadamente 820.000, incluyendo la Región Metropolitana Oeste de Melbourne, un área con dos hospitales psiquiátricos y cinco clínicas comunitarias de salud mental. Los datos censales indican que en 1991 el número de personas de la zona correspondiente al EPPIC y del intervalo de edad era de 208.104 (Australian Bureau of Statistics, 1991), una base de población de la que se pueden esperar unos 200 nuevos casos de psicosis por año –las estimaciones de las cifras de incidencia esperada se basan en los datos de WHO (Jablensky et al., 1992). Entre los rasgos importantes de la región se incluyen: una gran proporción de personas que han nacido fuera del país o cuyos progenitores han nacido fuera (35% de la población de la zona ha nacido fuera de Australia; Australian Bureau of Statistics, 1991); una alta proporción de grupos pertenecientes al nivel socioeconómico más bajo; índices significativos de desempleo e infraestructuras muy pobres de transporte público en algunas zonas de la localidad. Esta región cuenta con muy pocos psiquiatras que ofrezcan servicios privados. Los clientes son jóvenes, con una media de edad de 22 años tanto para hombres como para mujeres; el 81% vive con la familia. El 70% aproximadamente presenta trastornos del espectro de la esquizofrenia (es decir, esquizofrenia, trastorno esquizoforme delirante y trastorno esquizoafectivo), el 25% presenta psicosis afectivas y el 5 % otros trastornos psicóticos. Más de un tercio de los pacientes de primer episodio son tratados sin necesidad de
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Figura 10.1. El modelo EPPIC DERIVACIÓN A EPPIC
PACE Clínica para jóvenes “en riesgo”
VULNERABLE
NO PSICÓTICO EPACT Grupo de Evaluación Precoz de Psicosis y Tratamiento Comunitario
OCM
TRABAJO CON FAMILIA
STOPP & TREAT
Atención temprana a síntomas persistentes
ALTA DE EPPIC
INVESTIGACIÓN
SERVICIO EN UNIDAD DE INGRESOS
ACOMODACIÓN
DURACIÓN DE LA VIDA
PROGRAMA GRUPAL
DERIVACIÓN Y VÍNCULO CON AGENCIAS COMUNITARIAS
En primer lugar se le asigna un jefe de tratamiento externo y se negocia la implicación del cliente en los restantes aspectos del Servicio EPPIC
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ingreso (Power et al., en imprenta). Más del 90% logra la remisión del primer episodio psicótico (Edwards et al., en imprenta). El abuso de sustancias es un problema clínico importante (Rolfe, 1997) habiendo consumido cánnabis el 70% aproximadamente de los pacientes durante los 12 meses previos a la presentación inicial para el tratamiento y un 50% habiéndolo consumido el mes anterior a la evaluación. Descripción del programa El programa ha evolucionado considerablemente desde 1993. La estructura inicial comprendía seis componentes clínicos (McGorry, 1993) –el grupo de evaluación precoz de psicosis (EPAT), un grupo de manejo de casos externos, la unidad original de ingresos, trabajo con la familia y psicoterapia de orientación cognitiva para la psicosis temprana. A continuación se generaron otros cuatro programas más pequeños –acomodación, alcance asertivo, un grupo de tratamiento para la resistencia y una clínica pródromo (Edwards et al., 1994). Las modificaciones se han descrito en McGorry et al. (1996); sin embargo, con el tiempo se ha desarrollado considerablemente. En este capítulo se describe el modelo del servicio en 1997, que se representa en la Figura 10.1. Grupo de evaluación precoz de la psicosis (EPACT) El grupo de evaluación y tratamiento comunitario precoz de la psicosis [Early Psicosis Assessment and Community Treatment Team (EPACT; anteriormente EPAT)] es un grupo de evaluación y tratamiento comunitario móvil que es el primer punto de contacto con el EPPIC (Drew & Howe, 1997; Yung, Phillips & Drew, en imprenta). Funcionando en su forma presente desde agosto de 1995, el EPACT es un servicio de 24 horas durante 7 días a la semana que ofrece evaluación inmediata para las primeras presentaciones y, cuando así se requiere, tratamiento intensivo en el domicilio (Fitzgerald & Kulkarni, en imprenta). Mediante el trabajo en red y las actividades educativas comunitarias, el EPACT busca aumentar la conciencia comunitaria sobre la psicosis en los jóvenes y promueve el reconocimiento y derivación precoz. Los casos posibles se evalúan siempre en persona y se anima a los derivadores a que rederiven los casos si hay señales indicativas de una psicosis temprana desarrollada en un momento posterior. El EPACT trata de minimizar el estrés que conlleva el establecimiento del contacto psiquiátrico para el paciente y para la familia de éste mediante: un aporte informativo y apoyo en cada estadio de la fase de evaluación; dirigiendo las evaluaciones en un contexto menos amenazador, por ejemplo, en casa, en el centro educativo o en el despacho del
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médico local y respondiendo flexiblemente a cada situación. Uno de los principales focos de atención del EPACT es la promoción de la implicación del paciente en el tratamiento. Por ejemplo, en los casos en que un joven necesite varias semanas para reconocer la necesidad de tratamiento y para generar la suficiente motivación para acudir regularmente a las citas, se ofrece apoyo y tratamiento domiciliario donde sea posible, ofreciéndosele transporte hasta el centro clínico y asignándosele un director o jefe de caso desde los primeros momentos. Durante los dos primeros años el EPACT recibió 956 derivaciones de las cuales 587 fueron clínicamente evaluadas y 389 aceptadas en el EPPIC (con el ingreso directo adicional de pacientes internos, la cifra total de nuevos casos ascendió a 500 en ese período de dos años). Esta cifra de nuevos casos se encuentra en la media de las predicciones establecidas por WHO. El 40% de las evaluaciones se desarrollaron en los domicilios de los jóvenes y el 21% en un despacho que no era parte del servicio psiquiátrico. Durante los primeros 6 meses el 49.8% de las derivaciones llegaba de fuera de las fuentes psiquiátricas, siendo el 9.8% de la familia o los amigos; durante los segundos 6 meses, estas cifras aumentaron hasta el 69.2% y 24.5% respectivamente, indicando que el programa de educación comunitaria estaba teniendo efecto. El 5% de las derivaciones procedía inicialmente de los médicos de cabecera, y este porcentaje ascendió hasta el 10% con educación intensiva de los médicos generalistas. Durante los primeros 12 meses del servicio, el tiempo medio transcurrido entre la llamada para una evaluación urgente y la llegada del servicio de evaluación era de 68 minutos; la respuesta media para las derivaciones no urgentes se producía en 3.1 días. Sólo el 8.5% de todas las admisiones involuntarias requirieron transporte policial. La evaluación del EPACT y la función del tratamiento domiciliario pronto se incorporó en un grupo más amplio de Grupo de Acceso a los Jóvenes [Youth Access Team (YAT)]. El YAT también se responsabiliza de la función de evaluación en crisis para los jóvenes no psiquiátricos y facilita el ingreso con baja estigmatización en los servicios psiquiátricos para individuos cuyas edades oscilan entre los 12 y los 25 años (Women’s and Children Healthcare Network & Western Healthcare Network, 1997). PACE La Clínica de Evaluación Personal y Reconocimiento en Crisis [Personal Assessment and Crisis Evaluation Clinic (PACE)] se ha establecido para identificar, obtener una idea más clara y tratar a los individuos que están en alto riesgo de desarrollar un trastorno psicótico en un futuro próximo (Yung et al.,
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1996a, b). Esta clínica se localiza en un centro sanitario generalista destinado a la población adolescente y orientado a la promoción de la salud con el fin de evitar la clasificación y estigmatización prematura. Los criterios de ingreso fueron guiados por una fase piloto de investigación y experiencia clínica. Los jóvenes eran considerados en situación de riesgo inminente para desarrollar una enfermedad psicótica sobre la base de un historial familiar de enfermedad psicótica o trastorno de personalidad esquizotípico en el DSM-IV y un cambio reciente en el estado mental; o síntomas psicóticos que se encuentran justo por debajo de los límites (p.ej., experiencias perceptuales inusuales) que se producen repetidas veces a lo largo de un período de como mínimo una semana; o síntomas psicóticos breves, limitados o intermitentes. Se ofrece evaluación, monitoreo, apoyo y derivación. Se proporciona también tratamiento médico y psicológico con el objetivo de reducir los síntomas, fomentar las estrategias de afrontamiento y, por último, retrasar o prevenir la aparición de la psicosis. Los componentes en estudio incluyen las características que examina PACE (p.ej., sintomatología prepsicótica, estructura cerebral, procesos neuropsicológicos y consumo de alcohol y drogas) con fines predictivos (Yung et al., 1998) y la intervención para la reducción de sintomatología prepsicótica y retraso o prevención de la aparición de la psicosis. PACE recibió 162 derivaciones en 1996-1997. De las 99 evaluaciones practicadas, el 44% satisfacía los criterios de inclusión. Los pacientes aceptados por PACE parecen presentar un nivel medio más alto de psicopatología general y síntomas negativos y parecen estar experimentando mayor incapacidad que los pacientes que se recuperan de un primer episodio de psicosis (Yung et al., 1996a). Tratamiento de casos en régimen externo Dos grupos ofrecen tratamiento de caso y tratamiento médico dentro de los límites geográficos de la zona correspondiente al EPPIC. El jefe de tratamiento en régimen externo (OCM), adopta un modelo de terapeuta y es el profesional que trata en primer lugar al paciente, usando sus habilidades clínicas para evaluar las necesidades del paciente y de su familia, mientras que utiliza la relación que se está estableciendo como parte del tratamiento mismo. La relación profesional-paciente es el eje central alrededor del cual gira todo el tratamiento y el OCM es central en todas las decisiones que se adopten tanto en régimen interno como externo (Edwards, Cocks & Bott, en imprenta), tal y como puede observarse en la Figura 10.1.
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Los objetivos del tratamiento de casos incluyen: duración mínima de la psicosis activa; prevención de los efectos tóxicos de la medicación usando estrategias de reducción o de baja dosificación de fármacos, neurolépticos atípicos y medicación antiparkinsoniana profiláctica; evitación, en la medida de lo posible, de los ingresos y la humanización de la admisión en régimen interno si es necesario así como la búsqueda y tratamiento activo de los problemas secundarios. En el servicio del OCM se incluyen elementos de psicoterapia de orientación cognitiva para la psicosis precoz (McGorry et al., este volumen). El tratamiento de casos en el primer episodio constituye una oportunidad idónea para el desarrollo precoz de la evaluación y de la provisión del tratamiento óptimo sobre la base de las necesidades, previniendo así los efectos iatrogénicos y fomentando la calidad de vida. Por ejemplo, el hecho de no finalizar los estudios secundarios influirá sobre el individuo mucho después de que se haya resuelto el episodio psicótico (Kessler et al., 1995). El tratamiento precoz juntamente con la asistencia al centro escolar podría evitar el “deterioro ocupacional postmórbido” (Beiser et al., 1994). El EPPIC atiende a un número fijo de unos 320 pacientes activos, con unos 20 nuevos casos aceptados cada mes. Jefes de casos en jornada completa se responsabilizan de unos 40 pacientes y a cada paciente se le asigna también un psiquiatra. La distribución de casos y el número de casos de cada jefe se revisan plena y sistemáticamente. Estas cantidades de casos son algo excesivas para su tratamiento óptimo e imposibilitan un modelo auténticamente asertivo. En la Tabla 10.1 se sintetiza la información de una carga de casos calculada para el período de una semana, que es elaborada para cada jefe de casos. Se registra información similar de las cargas médicas. La frecuencia de
Tabla 10.1. Número de clientes identificados para los equipos EPPIC de manejo de casos para la semana que comienza el 26 de agosto de 1997 Número Carga Número Altas previstas para los próximos 3 meses de máxima de sesiones de casos clientes Previstas 1 2 3 Total Nuevos mes mes mes clientes últimos 3 meses Grupo A Grupo B Total
31.5 36.07 67.57
189 216 405.42
162 174 336
4 6 10
8 10 18
3 5 8
6 11 17
21 32 53
38 35 73
Sesión = 3 horas 48 minutos, ó 0.5 días. Máxima carga de casos calculada en seis clientes por sesión y no refleja personal con cargas reducidas.
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los contactos varía con las fases de la enfermedad y con la implicación de otros subprogramas. En el momento del alta, el 33% de los pacientes son enviados a los servicios comunitarios de salud mental para adultos, el 17% a médicos generalistas y el 10% a psiquiatras privados. Unidad de ingresos El servicio de ingresos proporciona tratamiento agudo para los individuos que no pueden ser manejados en la comunidad debido al riesgo de ocasionarse daños a sí mismos o de mostrar conductas violentas, al rechazo o a la incapacidad para cumplir con la evaluación y el tratamiento y/o a la falta de apoyo adecuado en la comunidad. La atención de este servicio de 16 camas se destina a la reducción de síntomas y a la contención, subrayando la admisión breve para preparar a la persona para el tratamiento comunitario bien mediante el servicio del EPACT o del OCM. Esto se facilita por miembros del personal que trabajan en los diferentes componentes del programa y mediante la asignación inmediata en el momento del ingreso de un jefe de caso. Normalmente, la duración media de la estancia en la unidad de un individuo que experimente su primer episodio de psicosis es de 18 días. Las medidas instituidas para facilitar la prevención o la reducción de la morbidez secundaria derivada de la experiencia de hospitalización incluyen: separación de los pacientes con primer episodio de los pacientes crónicos y empleo de un contexto de bajo estigma (p.ej., evitar los hospitales psiquiátricos públicos); aportación de explicaciones claras sobre la admisión y otros procedimientos, sobre educación relativa a los roles de los diversos profesionales y sobre psicoeducación e implicación de las familias y compañeros (Kulkarni & Power, en imprenta; Merlo & Hofer, en imprenta). La administración de bajas dosis de neurolépticos es una práctica habitual durante la fase aguda y los trastornos de conducta se resuelven mediante intervenciones intensivas de asistencia específica, usando benzodiacepinas y sales de litio como agentes “ahorradores de neurolépticos” y se hace un uso mínimo de la reclusión (Power et al., 1998). Programa grupal El programa grupal EPPIC ofrece la oportunidad al cliente de participar en diversos tipos de actividades grupales seleccionadas según los objetivos personales del individuo y su estadio de recuperación; se ofrecen grupos agudos, de recuperación y de focalización (Albiston, Francey & Harrigan, 1998; EPPIC, en imprenta; Francey, en imprenta). Se representan cuatro “líneas”
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para garantizar el acceso a una modalidad equilibrada y comprensiva de módulos grupales: programas vocacionales, expresión creativa, recreativo social y promoción de la salud y desarrollo personal. Todos los sujetos tienen oportunidad de dominar las tareas según su estado evolutivo, teniendo en cuenta el impacto de la psicosis y la receptividad del individuo en un momento dado. Al desarrollar el contenido grupal, se presta atención a la edad de los participantes. Por ejemplo, el grupo de aventura en el campo (que incluye rappel, rafting y escalada) es especialmente atractivo para los más jóvenes, influyendo significativamente sobre la auto-estima y sobre las habilidades interpersonales (Albiston, Francey & Harrigan, en imprenta). Se elabora un programa contextualizado a las alternativas seleccionadas por los participantes, de quienes se espera que colaboren en la elaboración y revisión regular de sus propios programas individuales. El programa es una serie flexible de grupos abiertos, una estructura que permite la inclusión de una gran población (unos 50 fijos), con equilibrio entre cohesión y flexibilidad. El programa grupal EPPIC opera durante cuatro trimestres al año, con ciclos de aproximadamente 10 semanas, lo que es paralelo a la estructura trimestral de las instituciones de educación secundaria. Nuestros datos sugieren que el programa grupal se dirige a un subgrupo de pacientes EPPIC con adaptación premórbida más pobre y que la participación en el programa podría contribuir a la prevención del deterioro (Albiston, Francey & Harrigan, en imprenta). El programa grupal EPPIC está anidado dentro de las intervenciones grupales del más amplio Centro para la Salud Mental de Jóvenes (McGorry, 1996). Trabajo con las familias El trabajo con las familias de primeros episodios es único en el sentido de que las familias desconocen la experiencia y el tratamiento de la psicosis. Aunque se requiere investigación adicional sobre la naturaleza específica y el alcance de la angustia y la carga experimentada por estas familias (Gleeson et al., & Burnett, en imprenta), puede asumirse que es una experiencia angustiosa y agobiante para los familiares (Cozolini & Nuechtwerlein, 1986; Wynne, 1986). El énfasis del programa de trabajo con las familias está en subrayar las necesidades especiales de éstas cuando uno de los miembros ha experimentado un episodio psicótico (EPPIC, 1997b). Se subraya la importancia de las familias y de los cuidadores en el apoyo al joven a lo largo de su primer episodio y se realizan todos los posibles esfuerzos para incluir a las familias como
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colaboradores del tratamiento. Se reconocen las necesidades específicas de una familia, no sólo respecto al impacto que el contexto familiar pueda tener sobre la experiencia y recuperación de la persona, sino también con respecto a la necesidad de apoyo de la propia familia. Son tres los focos de intervención para la familia en la psicosis temprana: el impacto de la psicosis sobre el sistema familiar; el impacto de la psicosis sobre los miembros individuales de la familia y la interacción entre la familia y el curso de la psicosis (Gleeson et al., en imprenta). Las consideraciones sobre las actitudes culturales y las creencias religiosas son elementos claves de la evaluación (Ferrari, 1996). Estas necesidades de la familia de apoyo durante la crisis y la educación práctica sobre la psicosis se contemplan a través de intervenciones grupales multifamiliares y de sesiones individuales con las familias, con la colaboración de especialistas en trabajo con familias. El modelo consiste en un enfoque integrado que incluye psicoeducación, manejo de crisis, resolución de problemas prácticos, psicoterapia de apoyo y, si está indicado, terapia de familia. La psicoeducación incluye una serie de sesiones vespertinas tituladas “Familia y Amigos” programadas a lo largo de cuatro semanas consecutivas y que cubren todos los aspectos de la psicosis, enfoques de tratamiento y el futuro. Un segundo grupo de intervención ofrece apoyo adicional y psicoeducación para familias con un pariente que tenga una enfermedad más persistente como componente de recuperación clínica prolongada. Acomodación El abandono del hogar es un estadio vital normal, cuyo momento y complejidad se ve afectado por la aparición de la enfermedad psicótica, por ejemplo, las tensiones derivadas de las conductas extrañas pueden imposibilitar la permanencia en el hogar. En teoría, los jóvenes deberían tener acceso a una vivienda y la oportunidad de vivir en un entorno de su elección. La recuperación de la psicosis se ve favorecida al reducir las rupturas en el estilo de vida del joven que se derivan de una domiciliación inadecuada o inestable (Pennell, Tanti & Howe, 1995). Se ha observado que una minoría significativa de clientes carecía de hogar en el momento en que comenzó su tratamiento en el EPPIC. En la zona correspondiente al EPPIC hay escasez de casas comunitarias y el estado psicológico vulnerable y los escasos ingresos de un joven pueden dificultar la búsqueda de alquileres privados o públicos. Se han propuesto multitud de proyectos para la acogida y apoyo a jóvenes que carecen de un hogar o que se encuentran en riesgo de perder el que tienen. El programa de acomodación EPPIC ofrece un servicio de apoyo y acomodación transitoria en colabora-
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ción con agencias comunitarias claves. El proyecto de la Armada de Salvación ofrece acomodación transitoria durante 3 meses a dos residentes, frecuentemente ayudándoles a introducirse en otros programas de acogida. “Evans St” es un proyecto conjunto con la Asociación de Esquizofrenia de Victoria, que comprende cuatro unidades auto-contenidas de una habitación y ofrece domicilio y apoyo durante una período de 12 meses. Ambos programas persiguen el fomento de las habilidades sociales y vitales, operando sobre la premisa de que la mayoría de los jóvenes se recuperarán de la psicosis y se mudarán a un alojamiento independiente. El Grupo de Dirección de Acomodación garantiza la disponibilidad de una amplia gama de opciones de acomodación para individuos que se encuentran en el programa. Este grupo también ofrece ayuda a los OCM, colaborando con acomodaciones de emergencia y recursos materiales. Grupo de Evaluación Precoz de Resistencia al Tratamiento [Treatment Resistant Early Assessment Team (TREAT)] La resistencia al tratamiento es un contribuyente fundamental para la incapacidad persistente y prolongada en la psicosis (McGorry & Singh, 1995). La decisión de la fase del proceso de recuperación en la que se definen los síntomas psicóticos “persistentes” conlleva la consideración de los pasajes apropiados del tiempo de recuperación, dadas las historias personales y psiquiátricas de los pacientes y, frecuentemente, también trata de desvincular la recaída de los síntomas continuos. El 7% aproximadamente de los individuos con psicosis de primer episodio experimentan síntomas psicóticos persistentes a los 12 meses; limitando las consideraciones diagnósticas a la esquizofrenia o al trastorno esquizoafectivo, la proporción asciende al 8.9% (Edwards et al., 1998), una cifra aún algo inferior de la hallada por Liberman et al. (1993). El Grupo de Evaluación Precoz de Resistencia al Tratamiento [Treatment Resistant Early Assessment Team (TREAT)] identifica a los individuos que experimentan recuperación prolongada 3 meses después del ingreso en el EPPIC, ofreciendo un servicio de orientación a los jefes de casos y psiquiatras, y está dirigido a acelerar la recuperación y prevenir el establecimiento de la resistencia al tratamiento (Edwards et al., en imprenta). Entre los principios de manejo se encuentran: el logro activo de tratamiento efectivo usando estrategias de baja dosificación durante períodos de tiempo apropiados (Cocks, 1997; Remington, Kapur & Zipursky, 1998); la voluntad para aumentar la dosis o modificar el fármaco si la respuesta se posterga a más de 6 semanas; la expectativa de como mínimo dos ensayos apropiados con fármacos (es decir, equivalente al haloperidol 10mg/día durante 4-6 semanas) en un perío-
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do de tres meses; aumento con litio durante un período de 4 semanas (Kane & Marder, 19993); uso de antipsicóticos nuevos; uso de estrategias para promover el cumplimiento del tratamiento (Kemp et al., 1996); atención al abuso de sustancias; uso precoz de enfoques psicológicos y familiares apropiados y la transmisión de esperanza para el paciente y la familia. El Tratamiento Sistemático de Síntomas Positivos Persistentes [Systematic Treatment of Persistent Positive Symptoms (STOPP)] es una terapia desarrollada para el tratamiento de síntomas positivos persistentes (véase McGorry et al., este volumen). El proyecto “Recovery Plus” es la rama de investigación del Grupo de Evaluación Precoz de Resistencia al Tratamiento y se responsabiliza del examen de la efectividad relativa y combinada de la clozapina y del Tratamiento Sistemático de Síntomas Positivos Persistentes (Maude et al., 1997). Duración de la vida Algunos subgrupos de pacientes con una enfermedad psiquiátrica establecida se hallan en riesgo particular de cometer suicidio. Por ejemplo, uno de cada cinco jóvenes con esquizofrenia aparecida en la adolescencia se suicida (Krausz, Muller-Thomsen & Maasen, 1995). El período de mayor riesgo para cometer suicidio es el postpsicótico (Drake et al., 1984). Parece probable que la atención clínica en la psicosis temprana puede reducir significativamente los índices de suicidio (McGorry, Henry & Power, en imprenta). Además de esto, pueden ser necesarias algunas estrategias específicas para la prevención del suicidio en los jóvenes con enfermedad mental de alto riesgo, como ésos que se están recuperando de su primer episodio psicótico (Power, en imprenta). La detección precisa y efectiva del riesgo de suicidio depende de la pericia y habilidad del personal y de una red de servicios para interceptar a los jóvenes de alto riesgo. La duración de la vida es un proyecto de investigación clínica fundado para introducir intervenciones y reformas en los servicios existentes de salud mental con el fin de prevenir el suicidio entre jóvenes que padecen enfermedades mentales. El proyecto trata de detectar y tratar a los individuos que acuden al EPPIC y que se encuentran en extremo peligro de suicidio. Se ha creado una terapia cognitivo-conductual de intervención dirigida hacia los sentimientos de desesperanza, ideación suicida y depresión (Beck et al., 1979; Linehan et al., 1991; Linehan et al., 1994; Salkovkis, Atha & Storer, 1990) especialmente adaptada para los pacientes de psicosis temprana en coordinación con expertos nacionales e internacionales del suicidio. La intervención se desarrolla en la actualidad a modo de experiencia piloto, y en breve se procederá a su evaluación formal.
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Servicio público El servicio público del EPPIC asiste a otros servicios locales de Victoria a incorporar en sus programas clínicos atención a la psicosis precoz. Este servicio coordina todos los compromisos públicos de difusión del EPPIC en Victoria así como información sobre el programa y sobre la psicosis precoz a las personas interesadas. El servicio ofrece educación comunitaria, educación profesional y formación (mediante talleres, visitas y seminarios), orientación secundaria y terciaria y elabora y promueve recursos relevantes (p.ej., manuales sobre psicosis temprana, listados de hechos, folletos y productos psicoeducativos de multimedia). Se ofrece un curso de postgrado de educación a distancia en colaboración con el Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Melbourne (Diploma de Graduado en Salud Mental de Jóvenes). El servicio público facilita y desarrolla proyectos sobre psicosis precoz, lo que implica el trabajo coordinado e intenso con profesionales de la salud mental en un sector discreto durante un período de 6 meses para responder a las necesidades de los jóvenes con trastornos psicóticos, tras lo cual el nivel de apoyo directo se reduce con estructuras que existan en tal lugar para seguir y desarrollar adicionalmente el foco de atención. El grupo trabaja en colaboración con servicios locales para desarrollar modelos de práctica y protocolos de atención que respondan a las necesidades locales y que integren bien la organización y dirección de los servicios regionales. La efectividad del modelo está siendo evaluada en la actualidad en un servicio de salud mental del área metropolitana usando datos relativos al proceso y a los resultados clínicos (Haines et al., 1997). Los servicios públicos de EPPIC producen hojas informativas sobre la psicosis, organizan el Centro Nacional de Recursos de la Psicosis Precoz y mantienen la página web del EPPIC (http://yarra.vicnet.au/_eppic).
Presentación de un caso: “DALE” El caso de Dale ilustra los problemas derivados del retraso en la provisión del tratamiento adecuado. Dale, un joven de 21 años, soltero y desempleado que vive con sus progenitores ya mayores, fue admitido con su primer episodio de psicosis tras herir a sus progenitores con un martillo siguiendo las sugerencias de sus alucinaciones. Fue trasladado al centro hospitalario por la policía, esposado y en un coche policial sin participación de profesionales de la salud mental. En la admisión presentaba afecto embotado, pobreza de discurso con ideas de referencia, alucinaciones auditivas, inserción de pensamiento, delirios de persecución y delirios de control
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de una fuerza externa inespecífica. Fue descrito como sociable y amable hasta iniciar su consumo de drogas (cánnabis, alcohol, gasolina, disolventes) a los 18 años de edad. Manifestó experimentar alucinaciones auditivas y sospechar de los demás durante como mínimo los 6 meses anteriores a la presentación. Se dice de él que fue un joven feliz que concluyó los estudios elementales a los 16 años y que trabajó durante 6 meses en un almacén. No presentaba historial psiquiátrico o médico y ningún miembro de la familia tenía antecedentes psiquiátricos. El reconocimiento médico fue normal. Debido a circunstancias administrativas, normales en el sistema psiquiátrico público en el momento del ingreso de Dale, éste estuvo recluido en tres centros psiquiátricos diferentes durante su “primera admisión”; fue admitido en el hospital A durante 41 días antes de ser transferido al hospital B durante 32 días y por último a la unidad de ingresos del EPPIC, donde permaneció 105 días. En el hospital A fue diagnosticado como “psicótico” sin más elaboración y se le prescribió clorpromacina en dosis que rápidamente aumentaron a 1000mg durante los 3 primeros días de admisión. El hospital B cambió la medicación a 50mg de haldol y posteriormente a 25mg de modecate, suponiendo presumiblemente que podría producirse incumplimiento. Tres meses después de su admisión se hace un esfuerzo por documentar su historial y se señala que sus progenitores no desean que vuelva a casa. En el momento de la admisión en la unidad de ingresos del EPPIC se diseñó un plan comprensivo de manejo que incluía el consumo de drogas y alcohol, educación relativa a la enfermedad y sobre todo centrado en los pensamientos suicidas. Los síntomas psicóticos persistían durante la admisión y, por lo tanto, se cesó la medicación y se volvió a evaluar. Dos días después de su ingreso en el EPPIC se le asignó una directora o jefa de caso, quien le envió al programa grupal, examinó las opciones de acomodación y le puso en contacto con un programa de empleo durante la primera semana. Desde este momento Dale comenzó a “revivir” a juzgar por las descripciones que la directora del caso señala en las hojas de registro, con referencia a sus temores, intereses y objetivos. El OCM y el encargado del trabajo familiar se reunieron con los progenitores de Dale, quienes estaban comprensiblemente preocupados sobre el potencial de violencia de su hijo. El padre acudió a las sesiones educativas para familia y amigos. En poco tiempo Dale fue derivado al programa TREAT y comenzó a tomar clozapina. Se introdujo el programa STOPP y acudió regularmente a las 35 sesiones. El programa STOPP se centró inicialmente en la evaluación de síntomas y en el examen de su modelo explicativo. Las estrategias de afrontamiento de las voces y la psicoeducación parecían ser útiles para desafiar sus creencias delirantes y su falta de control percibido. En las últimas sesiones se examinó su pobre sentido del self y su trauma por, como Dale lo describió tristemente, “ser un loco”. Gradualmente se logró una mejoría de los síntomas y el aumento de la sensación del paciente de disponer de cierto control de su vida, momento en el que se mudó del hogar familiar a un centro de acogida específicamente establecido para pacientes de primer episodio. La atención que recibió Dale distaba mucho del ideal. El tratamiento debe comenzar pronto y la educación comunitaria debe centrarse en la facilitación del camino del paciente a los servicios asistenciales. El incidente violento que ocu-
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rrió antes de la admisión fue muy traumático para el paciente y para su familia y, se podría pensar, que hubiera podido ser evitado si hubiera existido una intervención precoz. Cuando se inicia el tratamiento, éste debería ser efectivo en la medida de lo posible. Casi de todos los pacientes puede esperarse remisión o recuperación significativa (Lieberman et al., 1993). Las dosis altas de medicación y los subsiguientes efectos secundarios no favorecieron la confianza de Dale en las personas que supuestamente le estaban ayudando. Un proceso de revisión automática de los pacientes de “recuperación prolongada” mediante un panel nos ayuda a evitar esta situación. El tratamiento debe considerar las complejas interacciones del abuso de drogas, personalidad, reacción familiar y comprensión personal de la enfermedad. Incluso una persona muy deteriorada responde a sus experiencias y a nuestros tratamientos: debe reconocerse que “ahí hay una persona”. El reconocimiento del impacto de ser psicótico, con los efectos colaterales sobre la conducta en ese momento, es esencial en el proceso de recuperación.
¿Cómo funciona el EPPIC? Estructura El EPPIC cuenta en la actualidad con bastantes recursos, con personal clínico equivalente a 60 plazas de jornada completa y unos ingresos dinerarios equivalentes a 3.8 millones de dólares australianos (1997). El tamaño y la complejidad del servicio presenta desafíos relativos a la comunicación para el personal y los clientes, particularmente en un contexto de la salud mental de los jóvenes que evoluciona tan rápidamente (McGorry, 1996). El EPPIC opera sobre una estructura matriz de subprogramas y disciplinas, tal y como se observa en la Figura 10.2, con coordinadores específicamente destinados a responsabilizarse de las áreas claves y representados en el ejecutivo de dirección y planificación (MAP). La responsabilidad de los directores de línea reside en los coordinadores de subprogramas siendo los coordinadores de disciplina quienes ofrecen consejos específicos sobre ésta. Se intenta garantizar una combinación multidisciplinar dentro de los subprogramas; sin embargo prevalece una ética de “la mejor persona para el trabajo” y muchos roles fundamentales son publicados como posiciones genéricas. La composición del personal de los diversos subprogramas se presenta en la Tabla 10.2. Muchos profesionales participan en varios programas, lo que se hace para evitar la marginalización de los elementos del programa. Se anima a los coordinadores de programas a adoptar un estilo de dirección reforzante reflejando el enfoque que se considere apropiado en las interacciones entre el jefe de casos y los jóvenes, que normalmente luchan con problemas relativos a la autonomía y al control. Dos veces al año se distribuye a todo el personal
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Figura 10.2. Contexto organizativo del EPPIC Director Centro de Salud Mental de Jóvenes
Director Asistente (Servicio de adolescencia tardía)
Director Asistente (EPPIC)
Oficial Ejecutivo Educación, Investigación y Formación
Director Asistente (Administración)
Coordinadores de Subprograma
Encargado de Investigación y Evaluación
Apoyo y Recursos de Administración
EPACT PACE OCM Unidad de ingresos Programa grupal Trabajo con familias Servicios públicos Acomodación TREAT Duración de la vida
Coordinadores de disciplinas Psicología Medicina Enfermería Asistencia Social Terapia ocupacional
el Paquete Informativo EPPIC con los detalles actualizados de los trabajos internos de cada programa. El ejecutivo de dirección y planificación (MAP) está apoyado en la actualidad por 10 subcomités, descritos en la Figura 10.3, y cada subcomité cuenta con un coordinador nombrado que cada dos años transmite los informes debidos al ejecutivo. Los programas PACE, TREAT y Duración de la Vida tienen posiciones clínicas adicionales subvencionadas que no se reflejan aquí. No se ha incluido el personal correspondiente al departamento de administración e investigación.
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Tabla 10.2. Composición del personal clínico en los subprogramas del EPPIC por disciplinas sobre la base de las subvenciones obtenidas Psicología EPACT PACE OCM Unidad de Ingreso Programa Grupal Trabajo con Familias Servicios Públicos Acomodación TREAT Duración de la Vida
1 3.65
Medicina Enfermería
Trabajo Social
Terapia ocupacional
Total 10.4 1.05 13.45
1.4 1.05 4.0
7
2.0
1
2.1
1.4
2.3
2.9
21.5
1.0
0.6
1.0 0.2
1.0 0.1
0.15
0.1
2.33
1.0 0.9 0.2
0.20
25.4
1.2 1.0
0.5
3.93
2.9 0.7 0.30 0.25 59.58
Estos programas han sido descritos como la “sala de máquinas” del EPPIC –sembrando ideas e impulsando iniciativas para mejorar los resultados con los clientes. Algunas áreas del programa requieren un desarrollo sustancial. En particular, la satisfacción del consumidor y la participación del consumidor son unas de sus prioridades. El modelo de implicación del consumidor desarrollado por el EPPIC debe tomar en cuenta el tipo de roles apropiados para los pacientes con psicosis precoz que puedan haber tenido una experiencia breve del servicio, y un consumidor ha sido responsabilizado para ayudar en este proceso. Está en camino el análisis de la necesidad vocacional que se encargará de informar sobre el desarrollo de un modelo de reincorporación al trabajo o al centro educativo. Se está trabajando activamente sobre la posibilidad de implementar un modelo de contratación laboral apoyado, sobre la base de las ideas de Becker, Drake y colaboradores (Becker & Drake, 1994; Drake et al., 1994). El consumo de cánnabis es otra de las preocupaciones continuas, con índices más altos en este grupo que en sus compañeros locales (Hambrecht & Häfner, 1996). Con ayuda del reconocimiento de la asociación sobre el consumo de cánnabis con resultados más pobres (Linszen, Dingemas & Lenoir, 1994), se han garantizado subvenciones para desarrollar y evaluar una intervención breve para los individuos que experimentan psicosis de primer episodio y consumo “problemático” de sustancias.
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Dirección y Panificación
Subcomités del MAP / grupos de trabajo Desarrollo Implicación Práctica Comunitario del consumidor sensible a la cultura
Drogas y alcohol
Educación Trastornos Desarrollo Garantía RESPUESTA y vínculo de vocacional de (prevención con Medicina Personalidad calidad de recaídas) General
Orientación del Personal
Manual y Filosofía de Procedimiento
Servicios vocacionales
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Figura 10.3. Estructura del comité del EPPIC
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Un video comunitario (Stich in Time) ofrece una presentación breve de 8 minutos (Ioannides & Hexter, 1994b) que es particularmente útil para explicar el servicio a los clientes, y una película de 24 minutos de duración sobre la psicosis precoz caracterizando las historias de los consumidores del servicio (Ioannides & Hexter, 1994b). La Guía del Usuario: todo lo que usted debería saber sobre el EPPIC, un documento escrito, es distribuido a los pacientes y familiares durante el proceso. Existen también panfletos disponibles que describen cada uno de los componentes de los programas individuales, porque hemos comprobado que los jóvenes aprecian más la información selectiva. Cada vez son más las familias y los pacientes que acceden a información del programa a través de la página web, cuya dirección ha sido distribuida a través de postales en color. Formación del personal “No se puede esperar que coincidan las expectativas y la práctica” (Wooff, 1992, p. 289). La formación del personal es crucial para el desarrollo de habilidades, crecimiento personal, mantenimiento de los niveles de logro y, en un servicio tan solicitado, para reflexionar sobre la práctica. Las sesiones grupales promueven la filosofía colectiva y son importantes para la integración de los elementos de los diferentes programas. El personal del EPPIC tiene acceso a sesiones semanales de desarrollo profesional, en las que se invita a ponentes internos y externos especializados para que compartan su conocimiento. Estas sesiones facilitan la discusión colectiva sobre temas de particular interés, por ejemplo, consumo de sustancias, prevención del suicidio, abuso sexual. Los horarios se organizan en cuatro ciclos: investigación y evaluación; clínica; teoría y práctica. Además, semanalmente se presentan conferencias de casos clínicos que establecen un foro para el comentario de casos ilustrativos y/o difíciles en presencia de todo el personal. Los dos equipos de OCM presentan alternativamente casos rotando a lo largo de las cuatro fases designadas del tratamiento: prepsicótico, agudo, recuperación y recuperación prolongada. Se establecen listados de formación profesional y orientación clínica para períodos semestrales. La mayoría del personal recibe supervisión y la frecuencia y formato clínico de ésta varía. La organización de la supervisión tiene una duración de 6 a 12 meses y cada período de episodio de supervisión se centra en un tema específico. El personal tiene acceso a talleres impartidos por el Servicio Público y por ponentes especializados en temas específicos. El EPPIC se esfuerza continuamente por mejorar tanto el servicio que ofrece como por modificar los factores que puedan impedir el alto índice de
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recuperación que trata de lograr. Anualmente se destinan unos días a la revisión y reevaluación del modelo clínico y de las estructuras del servicio, guiados por un facilitador externo. Cada dos años también se dirigen subprogramas para la revisión de medio día, revisiones en las que se contemplan tanto las opiniones profesionales como los puntos del vista de los consumidores. Evaluación y garantía de calidad La evaluación y la garantía de calidad en los servicios de salud mental se está convirtiendo en un elemento cada vez más importante y las entidades que subvencionan los servicios, quienes lo proporcionan y los usuarios quieren saber si los servicios ofertados son efectivos y si se prestan del mejor modo posible. Como la intervención preventiva en la psicosis precoz es un área relativamente nueva, la evaluación de los resultados y el control de calidad en la prestación del servicio son particularmente importantes, no sólo por su valor intrínseco sino también como instrumento para influir sobre los políticos y sobre otros profesionales. La evaluación en un aspecto integral del funcionamiento del EPPIC y se ha establecido un marco de trabajo que implica la evaluación del proceso, del impacto y de los resultados. Cada subprograma desarrolla la evaluación del proceso y del impacto, mientras que los resultados globales de los pacientes se controlan mediante seguimientos formales con éstos. El proceso de evaluación es programado por el Comité de Garantía de Calidad coordinado por un oficial de evaluación que se dedica en jornada completa a esta labor. Los niveles de calidad del EPPIC han sido diseñados para alcanzar un enfoque dinámico y estructurado en la implementación de la práctica clínica, que ayude a suavizar la variación inapropiada (Grimshaw & Hutchinson, 1995). Los niveles de calidad se basan en la filosofía del centro y fueron elaborados en encuentros consensuados del personal del EPPIC. No tratan de detallar la práctica clínica sino proporcionar una comprensión compartida del marco práctico global. En la Tabla 10.3 se presentan ejemplos de pautas clínicas e indicadores de medición para evaluar la provisión de servicio a clientes en su fase aguda de la enfermedad. La evaluación de los resultados globales es una variable importante en la oferta del servicio de salud mental. Ruggeri y Tansella (1995) distinguen entre eficacia (el potencial de un tratamiento bajo condiciones experimentales o “controladas”) y la efectividad (el resultado obtenido en el “mundo real” de la práctica clínica). Con mucha frecuencia los tratamientos pueden ser considerados como efectivos, porque su eficacia ha sido demostrada,
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Tabla 10.3. Ejemplos de pautas clínicas e indicadores de medición usados por el EPPIC como parte de los niveles de calidad EPPIC en la práctica clínica (incluidos en el informe EPPIC, agosto 1997). Pauta Todos los pacientes deberían tener asignado un OCM y un médico como muy tarde 2 días después de la evaluación inicial. El OCM contactará formalmente con el EPACT o con la unidad de ingresos dentro de los dos días laborables El OCM visitará al nuevo cliente dentro de la primera semana de localización
El cliente será atendido como mínimo semanalmente durante la fase aguda Relación entre el OCM y el equipo de tratamiento agudo que incluye una reunión conjunta con el paciente como componente del alta de la unidad de ingresos o del EPACT (esto debería quedar registrado en un acta) Una vez que el paciente ha sido atendido por un profesional de EPPIC debería contactarse con la familia en las 48 horas siguientes para ofrecer apoyo e información
Las familias de los clientes deberían ser atendidas como mínimo semanalmente durante la fase aguda de la enfermedad Todos los pacientes y familias deberían recibir el paquete de información EPPIC en la primera semana de la evaluación inicial EL OCM proveerá de la información apropiada durante la fase aguda Todos los pacientes deberían ser informados de las actividades del programa grupal EPPIC
Indicador Porcentaje de clientes registrados asignados a un OCM y a un médico dentro de las 24 horas de la evaluación Número medio de días entre la localización del OCM y la asistencia a la entrega 1. Número medio de días entre las localizaciones y contacto con el cliente 2. Porcentajes de clientes visitados durante la primera semana de la localización Número medio de días atendidos durante la fase aguda Porcentaje de altas de tratamiento para primera presentación aguda (unidad de ingresos y EPACT) en reunión conjunta
1. Porcentaje de familias atendidas durante las primeras 48 horas como mínimo una vez 2. Número medio de días entre la fecha de entrada al servicio OCM y contacto con la familia 3. Porcentaje de familias contactadas en las primeras 24 horas Número medio de veces atendidas a la familia Número de Guías de Usuario distribuidas frente a número de nuevos registros
Número medio de casos en los que se distribuyen el video comunitario y los folletos a los clientes nuevos 1. Número de pacientes preguntados que conozca el programa grupal 2. Número medio de pacientes nuevos (<3 meses en servicio) atendiendo al grupo de introducción
OCM = jefe o director de caso; EPACT = Equipo de Evaluación y Tratamiento de la Psicosis Temprana.
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pero en los entornos naturales pueden distar mucho de ser efectivos. Se desarrolló un estudio de efectividad en el entorno natural con medidas de resultados multidimensionales para evaluar la efectividad del programa EPPIC sobre los resultados de 12 meses, en contraste con el modelo previo de asistencia (McGorry et al., 1996). Los resultados sugerían que los clientes EPPIC experimentaban resultados significativamente mejores que sus equivalentes en servicios diferentes al EPPIC con relación a la calidad de vida global. Se reducía el nivel de trastorno por estrés postraumático, previamente documentado como asociado con la hospitalización, y la experiencia de la psicosis misma era evaluada como menos estresante. El tiempo medio de la permanencia en el hospital y la dosis media de neurolépticos suministrados habían descendido, aunque sin perjudicar a la recuperación (tal y como se observaba en el control del estado mental de los pacientes). Los costes comunitarios adicionales del modelo EPPIC estaban más que cubiertos por la reducción de los costes de ingresos, sugiriendo que la intervención era un método económicamente viable para mejorar resultados. Investigación La investigación ha desempeñado un papel fundamental en la orientación del desarrollo del EPPIC. El programa actual de investigación incluye proyectos para la prevención del suicidio, recuperación prolongada, medicación antipsicótica en bajas dosis, retraso del tratamiento, muestras prepsicóticas, consumo de cánnabis y examen de cohortes de comparación. En este momento se están desarrollando cuatro ensayos controlados de medicaciones y/o tratamientos psicosociales. Las fuentes de subvención incluyen la Fundación Victoria para la Promoción de la Salud, el Departamento Nacional de Salud e Investigación Médica, la Fundación Stanley, compañías farmacológicas (Janssen-Cilag, Novartis) y subvenciones de los Gobiernos Federal y del Estado de Victoria. Más de una docena de individuos obtendrán grados superiores dentro del servicio. Entre las áreas que están siendo estudiadas se encuentran: prevención de recaídas, reconocimiento de la emoción, constructos personales y del self, estilos de afrontamiento, auto-concepto vocacional, síntomas negativos duraderos, elementos de implicación y resultados a largo plazo. Diversos profesionales están desarrollando proyectos de caso único con el fin de elaborar informes del trabajo clínico y/o de investigación, como: intervenciones psicoterapéuticas para la manía psicótica de primer episodio; la prevalencia de los síndromes comórbidos; el resultado de una intervención grupal de psicoedu-
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cación y el examen de individuos que se niegan a participar en la investigación. Juntamente con el Instituto de Investigación de Salud Mental (localizado a unos minutos del EPPIC) se desarrollan proyectos de colaboración sobre la investigación en psiquiatría biológica. Información adicional sobre la investigación en progreso se ofrece en el Informe Anual (Centro de Salud Mental de Jóvenes, 1998).
Sumario y conclusión El EPPIC ha desarrollado un servicio de tratamiento comprensivo especializado para individuos que experimentan su primer episodio psicótico y que residen en un área metropolitana de Melbourne. La atención dirigida a la detección precoz y al tratamiento intensivo precoz de psicosis emergente está destinada a limitar el daño a la identidad personal, a las redes sociales y al funcionamiento que pueda causar la enfermedad subyacente, mientras que los diversos servicios ofrecidos para la promoción de la recuperación y la adaptación tratan de reducir o postergar la recaída y evitar el desarrollo de consecuencias secundarias de haber experimentado un episodio psicótico. Una evaluación inicial del modelo EPPIC demostró una mejoría significativa en los resultados sintomáticos y funcionales en comparación con el modelo previo que conllevaba sólo el ingreso de los pacientes y se prevén los seguimientos a largo plazo. El brazo de formación pública del EPPIC ha asumido proyectos piloto en otras áreas de Melbourne y en la zona rural de Victoria, tratando de ayudar a los servicios de salud mental a incorporar la atención precoz a las psicosis tempranas dentro de sus contextos. El interés por el desarrollo y por la aplicación de mejores prácticas de tratamiento para la psicosis tempranas se desarrolla rápidamente, con proyectos en Australia, Nueva Zelanda, Gran Bretaña, los Países Bajos, Escandinavia, Estados Unidos y Canadá (Edwards, McGorry & Pennell, en imprenta). Para finalizar: Como la ciencia sólo ofrece informes interinos, la base científica del tratamiento podría cambiar de una década a la siguiente pero, como los apuros de alguien que padece depresión o esquizofrenia no cambian de una década a otra, es probable que el arte del tratamiento sea más duradero, más difícil de enseñar y probablemente más valioso para la práctica de la psiquiatría que la simple información sobre las modalidades de tratamiento (Andrews, 1997, p. 11).
Nos comprometemos a garantizar que el EPPIC contribuye tanto al arte como a la ciencia del tratamiento para jóvenes que experimentan el primer episodio de psicosis.
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Un enfoque metacognitivo, integrado y de varios niveles para el tratamiento de pacientes con trastorno esquizofrénico o trastorno grave de personalidad Carlo Perris Instituto Sueco de Psicoterapia Cognitiva, Estocolmo, Suecia Lars Skagerlind Departamento de Psiquiatría, Hospital Universitario de Norrlands, Umea, Suecia
Introducción En los capítulos anteriores de este volumen se han descrito varios enfoques para el tratamiento de pacientes con un trastorno de personalidad o trastorno esquizofrénico. Las contribuciones previas se han referido fundamentalmente al tratamiento individual en régimen externo o al uso de estrategias y técnicas para el manejo de manifestaciones psicopatológicas específicas. A diferencia de lo anterior, este capítulo tratará de subrayar el uso de un enfoque de psicoterapia multinivel, más integrado y global para pacientes con trastornos graves, es decir, de orientación cognitiva y centrado en los esquemas. Aunque existen elementos comunes entre el enfoque que se describe en este capítulo y el seguido por Fowler y sus colaboradores (Fowler, Garety & Kuipers, 1996; Fowler, Garety & Kuipers, presente volumen) o por Kingdon y Turkington (1994) y Chambon, Perris y Marie-Cardine (1997), una de las diferencias fundamentales es que nuestro programa es ejecutado en pequeñas unidades de finalidad especial, originalmente desarrolladas en Umea, Suecia, durante la década de los ochenta (Perris, 1986, 1988a) y que han sido implementadas subsiguientemente en muchos otros lugares, tanto de Suecia como del resto de los países europeos (p.ej., Svensson, Hansson & Torzón, 1993). Antes de describir el programa de tratamiento, sin embargo, es necesario evitar malentendidos dedicando algunos párrafos al concepto de integración tal y como se aplica al programa que describiremos. Un enfoque integrador
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para la psicoterapia puede concebirse en diferentes niveles. Uno de tales niveles se refiere a la combinación intencionada de diferentes modalidades terapéuticas (p.ej., individual, grupal, milieu y terapia familiar) dentro del contexto del programa de tratamiento. Otro, por su parte, se refiere a la utilización, dentro de una modalidad terapéutica determinada, de conceptos y estrategias que podrían ser correctamente considerados como correspondientes a terapias de diferente orientación teórica (p.ej., el uso de las técnicas de la gestalt o de la terapia conductual en la práctica de la psicoterapia cognitiva). Ambos niveles de integración se producen en el programa de tratamiento que se describe a continuación. Sin embargo, debe subrayarse que la integración de modalidades terapéuticas y de estrategias terapéuticas en el contexto del programa no debería entenderse como un tipo de eclecticismo asistemático. De hecho, todas las actividades terapéuticas comprendidas en el programa (incluyendo la meditación, el uso de intervenciones no verbales y de otras estrategias menos comunes como las descritas por H. Perris en este volumen) se combinan en un principio teórico unitario y coherente. La adopción de un marco teórico coherente es una condición necesaria no sólo para la integración voluntaria de varias estrategias en el ámbito práctico, sino también y, más importante aún, para evitar el riesgo de confusión epistemológica si los esfuerzos integradores se extienden más allá del uso de varias estrategias y técnicas que pertenecen a diferentes dominios terapéuticos y para vincular concepciones metapsicológicas menos compatibles, especialmente las relacionadas con el proceso de cambio. Un aspecto adicional del enfoque integrado de tratamiento logrado en nuestras unidades es que conlleva la participación activa de profesionales con diferente formación (doctores, psicólogos, enfermeros, etc.), que han recibido una formación básica común en psicoterapia cognitiva. Tal formación común, si se presenta el caso, permite ofrecer intervenciones terapéuticas por cualquier miembro del personal sin ninguna fragmentación en el tipo de respuesta que se da al paciente. Todos los componentes del programa, incluido el uso de estrategias terapéuticas no verbales (p.ej., pintura creativa o entrenamiento en conciencia corporal) se basan en un uso sistemático de los principios de psicoterapia cognitivo-conductual, derivados básicamente de los procedimientos elaborados por Beck (1976) para el tratamiento en régimen externo de trastornos emocionales y adaptado posteriormente por Perris (1986, 1988a, 1993, 1996a) para el tratamiento de pacientes con trastornos graves. El enfoque es metacognitivo, lo que implica que el programa no se centra fundamentalmente en la corrección de déficits cognitivos básicos o la resolución de síntomas psicóticos específicos. Su finalidad última es lograr la rees-
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tructuración de los modelos internos de trabajo disfuncionales del self y de los otros, tal y como fueron concebidos por Bowlby (1969) y Main (1991), que se supone que los pacientes han desarrollado en la primera etapa de la vida y que constituyen una parte sustancial de su vulnerabilidad. Desde este punto de vista, se presta atención particular y sistemática, en el contexto de cada modalidad terapéutica, a la posible aparición de ciclos interpersonales disfuncionales, tal y como ha sido descrito por Safran y Segal (1990; véase también Peyton & Safran, este volumen). Se espera además que la aparición de tales ciclos interpersonales refleje el tipo de conocimiento tácito (Polanyi, 1966) embebido en los esquemas afectivo/cognitivo nucleares (o estructuras de significado, Lundh, 1988) de cada paciente. El rol de los “observadores participantes” asumido por todos los miembros del personal facilita, en gran medida, la detección de ciclos interpersonales disfuncionales, independientemente de si se producen en el contexto individual, grupal o del milieu, y representan una base importante para las intervenciones terapéuticas apropiadas.
Justificación teórica Parece haber un consenso generalizado entre los terapeutas de diferentes orientaciones ideológicas respecto a que la psicoterapia con los pacientes esquizofrénicos, que persigue la reestructuración de los modelos internos de trabajo de uno mismo y de los demás, debería comenzar preferentemente en un entorno protegido donde se le ofrece al paciente la posibilidad de someterse a una experiencia emocional restituyente, tal y como fue subrayado por Sullivan (1931). La experiencia que hemos logrado durante la última década sugiere que una consideración similar también es aplicable a la mayoría de pacientes con graves trastornos de personalidad. El acceso a un entorno terapéutico per se facilita el desarrollo de una relación terapéutica intencionada al mismo tiempo que permite la plena utilización de todos los poderosos procesos terapéuticos que pueden desarrollarse en tal entorno (Gunderson, 1978; Perris, 1985, 1988b) y reduce significativamente el riesgo de abandono del tratamiento. La justificación teórica que subyace al programa de tratamiento y que se sintetizará a continuación, ha sido detallada en otro lugar (Perris, 1989, 1993, 1994, 1996b; Perris & Skagerlind, 1996). En síntesis, el programa se basa en unas pocas premisas fundamentales, en primer lugar, la conciencia de la heterogeneidad de los trastornos subsumidos bajo la clasificación de “esquizofrenia” y, por lo tanto, la necesidad de estrategias específicas para cada caso dentro de un marco más general que sea común a todos los pacientes que
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participan en el tratamiento. La necesidad de planificación específica para cada caso se aplica también a los pacientes con graves trastornos de personalidad. De hecho, tal y como se ha comentado en otros documentos (Perris & Perris, 1997), un diagnóstico categorial del Eje II rara vez constituye una base suficiente para el tratamiento. En segundo lugar, el conocimiento derivado de múltiples investigaciones sugiere que la “cronicidad” no es un resultado inevitable intrínseco a una enfermedad hipotética, “esquizofrenia”. Más bien, está influido por determinantes culturales y psicosociales. En nuestro enfoque, rechazamos las explicaciones simplistas, unilineales y causales tanto de la esquizofrenia como de los trastornos de personalidad a favor de modelos etiopatogénicos más complejos basados en el concepto de vulnerabilidad individual, tal y como fue descrito por Perris (este volumen). Es importante subrayar una vez más, sin embargo, que la vulnerabilidad individual, tal y como la definimos, no ha de ser entendida en términos biológicos exclusivamente. En lugar de esto, debe ser concebida como el resultado de continuas interacciones entre los determinantes biológicos y los psicológicos por una parte y las continuas transacciones entre el individuo y el entorno, por otra. Dentro de este marco, la vulnerabilidad se define tanto por las relativamente invariantes características biológicas del individuo (incluidas la predisposición genética más o menos específica) como por el desarrollo de modelos internos de trabajo disfuncionales de uno mismo y del medio, que se supone interactúan entre sí. Premisas adicionales se refieren a la necesidad de considerar la naturaleza multifactorial de la discapacidad global de pacientes gravemente trastornados, que también incluyen déficits en las habilidades interpersonales en grado variable y, por último, la conciencia de los efectos facilitadores y perjudiciales concomitantes a la medicación para alcanzar un equilibrio apropiado de su empleo.
Pautas generales del programa de tratamiento integrado La descripción general del programa de tratamiento ha sido presentada en detalle en documentos previos y se remite al lector a ellos si desea conocerlo en mayor profundidad (Perris, 1988a, 1989, 1993; Perris & Skagerlind, 1996). En síntesis, el programa se desarrolla en casas o pisos ordinarios de la comunidad, donde un número de entre seis u ocho pacientes por casa vive en una atmósfera de estilo familiar, encargándose ellos mismos de las tareas cotidianas y de la preparación de los alimentos bajo la supervisión del personal. El personal de estos pequeños centros son enfermeras y enfermeros que trabajan en jornada de día. Han recibido formación formal en psicoterapia
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cognitiva y son responsables de todo el trabajo terapéutico, incluida la terapia individual y la dirección de grupos terapéuticos. Además, forman parte del equipo de tratamiento un terapeuta ocupacional en jornada completa y un psicoterapeuta, a media jornada, con formación psiquiátrica y con conocimientos de psicoterapia cognitiva. Semanalmente se ofrece supervisión psicoterapéutica en grupos y un servicio continuado de formación interna. Cuando el supervisor no es doctor, el acceso a la orientación médica se obtiene a modo de consulta durante algunas horas semanales. Incluso aunque haya un marco general para el tratamiento, válido para todos los participantes, se hace un énfasis especial en la flexibilidad que permite la adaptación del programa a las necesidades particulares de cada paciente participante en él. Las edades de los pacientes aceptados en los centros oscilan entre los 18 y los 40 años, de ambos sexos, y que satisfagan los criterios diagnósticos del DSM-III-R (o, ahora, DSM-IV) del trastorno esquizofrénico, o un diagnóstico del Eje II de trastorno de personalidad (este último perteneciente a las categorías A o B exclusivamente). Aunque preferiríamos recibir pacientes en la fase aguda de la enfermedad, la mayoría de los pacientes derivados a los centros ha sido previamente ingresado o ha sido tratado en régimen externo, fundamentalmente por limitaciones de plazas. Sin embargo, siguen presentando una sintomatología psicótica o trastornos graves de conducta interpersonal cuando se les admite en las unidades. La mayoría de los pacientes ha experimentado repetidas hospitalizaciones o repetidas intervenciones agudas en unidades de emergencia. De hecho, con frecuencia los pacientes con un trastorno esquizofrénico aceptados en las unidades disponen de un historial de enfermedad de entre 7 y 10 años desde el primer episodio de psicopatología manifiesta. Se excluye a los pacientes con problemas de abuso de alcohol u otras sustancias y a los pacientes con un historial documentado de actos de violencia contra los demás. Para afrontar el inevitable problema de la lista de espera, se ha creado un “grupo de socialización” especial. Los miembros del personal se reúnen en intervalos irregulares con pacientes que esperan ser admitidos para socializarlos en el trabajo terapéutico del centro y en los principios básicos de la psicoterapia cognitiva. De este modo, se mantiene viva la motivación de los pacientes durante el período de espera. El planteamiento general del programa, en línea con la concepción defendida por Kingdon y Turkington (1994), se supone que tiene un efecto “normalizador” sobre los pacientes, tal y como se presenta en la Tabla 11.1. Además, facilita también el entrenamiento en las habilidades sociales cotidianas en un medio natural, sobre todo a través del modelado vicario y con énfasis en varias actividades que se ejecutan en la comunidad.
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Tabla 11.1. Aspectos “normalizadores” generales del programa Atención a la vulnerabilidad individual Localización en casas ordinarias Presencia de animales de compañía Acceso a la propia llave de la casa Interacción facultativa con visitantes
Promoción del distanciamiento Contrarrestar la alienación de la comunidad Fomentar la atmósfera familiar Fomentar los sentimientos de autonomía y pertenencia Promover el entrenamiento de habilidades interpersonales y minimizar los sentimientos de enajenación
Como las limitaciones espaciales no permiten una descripción detallada de todos los componentes del programa y como la mayoría de esos elementos han sido ya mencionados (Perris, 1988a, 1989, 1993), los sintetizamos en la Tabla 11.2, donde también se incluye una breve caracterización de cada intervención. De este modo, quedará más espacio para incluir descripciones más detalladas de las principales fases de la psicoterapia individual. Esta descripción puede ser útil porque se aplica también a la práctica de la psicoterapia individual en contextos de régimen externo. Además, como parte ocasional del programa, cada trimestre se realizan visitas colectivas de 2 ó 3 días de duración a otras ciudades. Como puede verse en la Tabla 11.2, la medicación es una parte del programa de tratamiento. Coincidimos con Coursey (1989) en que la psicoterapia y la medicación no se sustituyen entre sí y que pueden combinarse intencionadamente. Esta postura coincide con la opinión prevalente de que el uso estrictamente individualizado de la medicación es inevitable en muchos casos para poder implementar una psicoterapia efectiva con pacientes esquizofrénicos. Sin embargo, como la participación en psicoterapia requiere obviamente cierto grado de atención por parte de los pacientes, junto con la capacidad para experimentar y expresar emociones, la dosis de medicación se mantiene en el nivel efectivo más bajo con el fin de evitar las influencias negativas sobre los procesos atencionales y la expresividad emocional. Por otra parte, el uso de estrategias de psicoterapia cognitiva es posible y particularmente efectivo cuando se debe afrontar la falta de cumplimiento de la medicación de algunos pacientes. Un subobjetivo del programa de tratamiento es que cada paciente llegue a conocer los pros y contras de su medicación y sea capaz de encargarse de ella a partir del momento del alta, cuando se requiera la continuación de la medicación. Una ventaja particular del enfoque descrito en este capítulo es que todos los miembros del personal que participan en las unidades, debido a su formación común en psicoterapia, se implican activamente en todo el trabajo
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Tabla 11.2. Elementos de integración en el programa de tratamiento Terapia milieu
Énfasis en la atmósfera de estilo familiar basada en el concepto de “base segura” (Bowlby, 1988; Perris, 1992).
Pintura expresiva
Dirigida a facilitar la comunicación en pacientes con inhibición verbal y a monitorear el progreso del tratamiento.
Fisioterapia
Dirigida al entrenamiento en el conocimiento corporal, postura, establecimiento de límites, etc. También incluye actividades deportivas fuera de las unidades.
Terapia grupal (incluye varios tipos de reuniones grupales una vez por semana)
1. Ejercicios dirigidos a la corrección de los déficits cognitivos básicos. Este tipo de intervención se usa sólo con pacientes que estén particularmente desorganizados. 2. Entrenamiento cognitivo de habilidades interpersonales. 3. Entrenamiento en la identificación, diferenciación, expresión y control de reacciones emotivas. 4. Entrenamiento en la organización de actividades de ocio fuera de las unidades, durante los fines de semana, vacaciones, etc.
Terapia individual
Centrado en esquemas, 2-3 sesiones semanales
Medicación
Entrenamiento en el auto-manejo de la medicación, que se mantiene en el nivel efectivo más bajo, de acuerdo con las necesidades de cada paciente.
Tareas para casa
A desarrollar en la unidad o en la vida real en la comunidad. Incluyen también la cumplimentación de los formularios de evaluación.
Intervenciones con familias
Para reducir conflictos y para fomentar la colaboración.
Evaluación continua
Para registrar el progreso y para documentar los resultados del tratamiento.
terapéutico y participan en supervisión grupal. De este modo, se logra la integración global de todos los elementos. Por ejemplo, las observaciones relativas a las conductas disfuncionales de algún paciente durante el día, o en alguna sesión grupal, pueden convertirse en el tema de debate de las sesiones individuales. A su vez, las dificultades evidenciadas en las sesiones individuales pueden constituir la base de las tareas para casa que se desarrollarán a lo largo del día en la unidad o en algunas sesiones grupales.
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Psicoterapia individual Adaptaciones particulares de la dirección de la terapia para trabajar con pacientes que experimentan trastornos graves Sobre la base de nuestra experiencia de más de 10 años, todo el tratamiento requiere una duración media que oscila entre 1.5 y 2.5 años, divididos en cuatro fases que se describen a continuación. Antes de proceder a la descripción de las fases, sin embargo, deberían mencionarse algunas adaptaciones de la “psicoterapia cognitiva estándar” (Clark, 1995) que se han demostrado necesarias para implementar un enfoque metacognitivo centrado en esquemas, con el tipo de pacientes a los que se refiere este capítulo (Rothstein & Vallis, 1991; Perris, 1996a). Como Vallis se refiere en este mismo volumen a la mayoría de las modificaciones, en este punto sólo será necesaria una breve mención. El principal énfasis del enfoque metacognitivo se encuentra en la reestructuración de los modelos internos de trabajo de uno mismo y de los demás (esquemas nucleares), más que en la modificación de esquemas emotivo/cognitivos más periféricos. La diferencia entre los presupuestos periféricos básicos y los más centrales, que están jerárquicamente organizados y que se encuentran fueran de la conciencia, subraya el rol crucial que desempeña la organización del autoconocimiento tanto en la salud como en la enfermedad (p.ej., Guidano, 1987). En la literatura existen pruebas de que un enfoque racionalista (de un tipo no crítico) puede ser suficiente para el manejo de manifestaciones psicopatológicas más periféricas, pero deja casi inalterada la vulnerabilidad nuclear del individuo. Para lograr una reestructuración de esquemas nucleares prevalentemente tácitos, es necesario tratar de alcanzar un cambio de segundo orden y no limitarse a los del primer orden (Lidon, 1990). Un prerrequisito para la correcta identificación de los esquemas nucleares disfuncionales, y para la conceptualización de esquemas interpersonales disfuncionales que deberán ser modificados, es que se preste atención particular a los aspectos problemáticos del desarrollo. En este contexto, debe recordarse que en el proceso de desarrollo, la diferenciación y la maduración del self, la organización de las primeras experiencias emocional-cognitivas reside en la memoria a nivel preverbal, probablemente como memoria procedimental anoética (Tulving, 1985) durante el estadio sensoriomotor del desarrollo postulado por Piaget (1926), y como representaciones internas generalizadas (RIGs), tal y como fueron descritas por Stern (1985). Sólo durante el desarrollo posterior se organizan esas experiencias como memoria episódica (noética), y aún más tarde son reorganizadas en el dominio de la memoria semántica (autono-
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ética). Así, en la práctica se hace necesario que el terapeuta sepa trabajar con la memoria del paciente (Bara, 1984) si el objetivo que se persigue es una integración más adaptativa de los diversos sistemas de la memoria y, en consecuencia, una modificación de los esquemas nucleares. Al nivel estructural, las adaptaciones más frecuentes se refieren a la flexibilidad necesaria para la práctica de la terapia (p.ej., frecuencia, duración y extensión de las sesiones) y para la temporalización en la aplicación de algunas de las técnicas y estrategias pertinentes a la psicoterapia cognitiva. Además, como se ha comentado en el capítulo de H. Perris de este volumen, puede ser necesario usar menos estrategias comunes o crear nuevas ex novo para adaptarse a las necesidades y a los recursos de cada paciente particular (Guidano, 1987). Tales modificaciones estructurales son esenciales al comienzo de la terapia, cuando suele ser más visible la reemergencia del egocentrismo, junto con un déficit en el metapensamiento (Perris, 1989, 1993). De hecho, sería casi imposible esperar que los pacientes con trastornos pronunciados del tipo mencionado, al comienzo de la terapia, sean capaces de detectar pensamientos automáticos o que adopten un punto de vista ajeno diferente del propio. Los pacientes con trastorno esquizofrénico, así como ésos con trastorno grave de personalidad, muestran frecuentemente una pronunciada dificultad para la regulación de las emociones y para el control de los impulsos. Una consecuencia práctica es que, especialmente al comienzo del tratamiento, se preste atención especial a la validación de las experiencias emocionales del paciente, antes de tratar de detectar los aspectos cognitivos relativos a esas experiencias. En ausencia de tal validación, aumenta considerablemente el riesgo de abandono. A nivel procesual, existe un consenso generalizado según el cual el desarrollo y mantenimiento de una relación terapéutica válida es un prerrequisito crucial para trabajar con pacientes con trastornos graves. Un modo de conceptualizar la relación que se espera desarrollar entre el paciente y el terapeuta es en términos de base segura (Bowlby, 1988; Liotti, 1988; Isola, 1992; Perris, 1992, 1993; Perris & Perris, 1997; Liotti & Intreccialagli, este volumen). Implícito al concepto de base segura está que el paciente tenga la certeza de que sus demandas, cuando así se necesite, serán empáticamente satisfechas por el terapeuta, y que el terapeuta, por su parte, será capaz de estimular al paciente a examinar incluso experiencias dolorosas y a fomentar su autonomía. Mientras tanto, una característica del terapeuta que actúa como base segura es la capacidad para establecer unos límites apropiados con respecto a la conducta disfuncional del paciente.
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Las fases de la terapia Es habitual esquematizarlas según las fases sucesivas de la psicoterapia de los pacientes con trastornos graves, incluso aunque no existan fronteras claras y definitivas entre los diferentes momentos del acontecer psicoterapéutico. En la mayoría de los casos, las diferentes fases del tratamiento se empastan unas con otras y se sobreponen con mucha frecuencia. En particular, la frontera entre la segunda y la tercera fases debe ser considera como muy fluida. En cualquier caso, la subdivisión en fases puede ser útil como pauta para los psicoterapeutas en fase formativa que trabajen con este tipo de pacientes. Se pueden diferenciar cuatro fases fundamentales: 1. Fase de vinculación durante la cual se desarrolla y consolida la relación terapéutica. En esta fase también se ejecuta la evaluación de las necesidades y de los recursos del paciente. Se definen los objetivos preliminares y se acuerda un plan preliminar. 2. Fase de análisis y reestructuración de los modelos disfuncionales de trabajo de sí mismo y de los demás, durante la cual se aplican las estrategias y técnicas de psicoterapia cognitiva. 3. Fase de revisión y reedición de la historia vital del paciente. 4. Fase de preparación para la finalización del tratamiento y para vivir tras la terapia durante la cual se presta atención a la elaboración del dolor de la enfermedad mental. Examinemos ahora estas fases en más detalle. Fase de vinculación y consolidación de la relación terapéutica Una de las principales ventajas de trabajar en un entorno terapéutico del tipo descrito previamente es que la creación de la relación terapéutica puede desplegarse de un modo menos convencional. De hecho, existe la posibilidad de reunirse con los pacientes cuando ellos mismos lo determinen sin forzarles a una actividad terapéutica para la que aún no están preparados y hacia la que sienten indiferencia. Albert, de 20 años, era un joven muy pasivo que se mantenía bastante aislado y tenía dificultad para familiarizarse con los restantes pacientes del centro. Los esfuerzos por desarrollar sesiones de terapia individual con él eran vanos. Albert mostraba una actitud suspicaz y sólo respondía con monosílabos. Su terapeuta descubrió que uno de los intereses de Albert era el esquí de fondo. Así pues, le propuso que hicieran juntos algunas salidas. Al principio Albert parecía limitarse a tolerar la compañía del terapeuta, pero posteriormente se observó que dis-
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frutaba con la actividad. Tras algunas semanas de exclusiva interacción social, fue posible reanudar las sesiones individuales formales en las que Albert se mostró más cooperativo.
En el contexto de la relación terapéutica, especialmente al trabajar con pacientes con trastorno esquizofrénico, el concepto de distancia terapéutica es de importancia capital. Este concepto es bien conocido por los terapeutas de orientación psicoanalítica. Ha sido introducido en la psicoterapia cognitiva por Liotti y Onofri (1987) y Perris (1996b). Dentro del marco de la teoría del vínculo (Bowlby, 1969; Perris, 1996b; Perris & Perris, 1997), el concepto de “distancia” se refiere básicamente a la obligación del terapeuta de permitir que el paciente establezca el grado óptimo de cercanía en su intento por establecer contacto, con el fin de evitar que se introduzca demasiado rápido en el modelo de vínculo que ha desarrollado el paciente. En la práctica, la regulación de la distancia óptima no se refiere exclusivamente a la distancia física, incluso aunque se conozca, a este respecto, la conducta de los pacientes con graves trastornos. Mary, de 28 años, con un historial de delirios persecutorios de varios años en los que había agredido a personas desconocidas, había sido hospitalizada repetidas veces y había sido tratada con altas dosis de fármacos neurolépticos. Participaba sin ser manifiestamente obstructiva en las entrevistas terapéuticas, pero lograba mantener las entrevistas en un nivel superficial. Cada vez que el terapeuta trataba de profundizar en cuestiones personales, se reclinaba en el asiento, volvía su cabeza hacia un lado y comenzaba a expresar delirios extraños que, en la práctica, impedían cualquier interacción adicional significativa. Tras varios meses, durante los cuales se analizó su conducta, la paciente admitió que su conducta incoherente delirante era su solución para mantener la distancia de lo doloroso que provenía del terapeuta, sin arriesgarse a que éste perdiera su interés.
El análisis de los modelos disfuncionales de trabajo y la revisión de la autobiografía del paciente Como se ha mencionado previamente, la segunda y tercera fases del tratamiento se sobreponen con frecuencia. Por ello, aquí se describirán conjuntamente. Durante estas fases se emplea la mayoría de las estrategias y técnicas de la psicoterapia cognitiva, y se asignan tareas de dificultad gradual para facilitar la transferencia a la vida real de los insights logrados en la terapia. Además, a medida que progresa la descentración y mejora la capacidad de metapensamiento, es posible ayudar al paciente a ser más consciente de los pensamientos automáticos disfuncionales y a contrarrestarlos. Existen múltiples estrategias disponibles para facilitar la identificación de los modelos disfuncionales de trabajo de sí mismo y de los demás. Uno de ellos
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consiste en analizar con precisión la conducta del paciente en el contexto de la relación terapéutica. De hecho, puede presuponerse que tal conducta reflejará el patrón original de vínculo. En este contexto, las “reacciones conductuales automáticas” pueden considerarse como correspondientes a los pensamientos automáticos. Un segundo enfoque consiste en un análisis global del modo en que el paciente se relata a sí mismo su propia historia vital (p.ej., de un modo fragmentado con muchas lagunas o de un modo idealizado en el que los hechos contradicen claramente tales idealizaciones). Particularmente relevante en este contexto es un análisis del modo en que parecen integrarse entre sí los sistemas de memoria del paciente. Un tercer modo consiste en el uso de instrumentos de evaluación como la Escala DWM descrito por Perris et al. en este mismo volumen, o el Cuestionario de Esquemas propuestos por Young (1990). El proceso de identificación de los esquemas nucleares también puede facilitarse mediante el uso de estrategias menos comunes, como la pintura creativa (temática o espontánea) y el uso de fotografías: En la primera serie de auto-retratos producidos por Hellen durante su estancia de 2 años en uno de los centros, casi costaba discernir los contornos de una figura humana. Había una sombra de pelo rubio y algunas marcas representando las piernas. Auto-retratos sucesivos en el curso del tratamiento comenzaron a ser más y más ordinarios, hasta que no había duda de que se referían una chica de su edad (26 años). El análisis de los cuatros permitió saber que de niña Hellen tuvo unas largas trenzas de las que sus familiares estaban muy orgullosos. A los 12 años de edad, cediendo a la presión de una compañera de clase, se cortó las trenzas. Después temía volver a casa y encontrarse con sus progenitores, pero no le quedó otra alternativa. De hecho, nadie pareció notar lo que había hecho hasta que tres días después su hermano más pequeño, durante el desayuno, señaló que Hellen se había cortado las trenzas. Aparentemente, la única reacción de la madre de Hellen fue “¡Oh! ¿De verdad? No lo había notado”. A partir de ese momento uno de los auto-esquemas básicos de Hellen fue el de ser una persona “invisible, no percibida por nadie”.
El uso de fotografías también es válido para la reconstrucción de la historia vital del paciente, especialmente en la primera fase del tratamiento. Las fotografías pueden servir para cubrir los intervalos en los casos de personas que han podido bloquear detalles de su pasado. También permiten reconectar con miembros de la familia que han muerto o que estén fuera de contacto por cualquier razón. Los álbumes familiares son particularmente relevantes al trabajar con pacientes que han padecido agresiones sexuales durante la infancia. Estos pacientes, de hecho, con frecuencia se sienten culpables por haber seducido o por no haber sido capaces de establecer límites y detener la agresión. La revisión terapéutica de estas fotografías tomadas en la época en que se produjo el o los abusos, junto con el uso del método socrático, facilita
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al paciente la recuperación de la conciencia sobre la arbitrariedad de sus conclusiones y el reconocimiento de cuán injustificados son sus sentimientos de culpabilidad. Tras corregir las distorsiones de la memoria es fácil hacerles conscientes de que en ese momento eran indefensos y no podrían actuar contra el agresor. Al final del proceso que se corresponde con la segunda y tercera fases, se espera que el paciente sea capaz de reeditar su historia vital de un modo más coherente y completo, integrando en esta narración también los acontecimientos traumáticos que han podido contribuir a desviarlo del camino de la normalidad. Fase final y la melancolía de la pérdida Lafond ha analizado con cierta profundidad el tema de la melancolía de la enfermedad mental en un capítulo diferente de este mismo volumen por lo cual no me extenderé al respecto. Aunque uno haya podido experimentar la incapacidad de ayudar a un paciente a dejar atrás una vida completa de miseria psicopatológica, una de las tareas más difíciles y frustrantes del terapeuta es ayudar al paciente a enfrentarse a la sensación de vacío que no sabe cómo cubrir. Esta dificultad suele ser incluso más pronunciada cuando el paciente ha vivido durante muchos años en el papel de un psicótico sin capacidad alguna para establecer relaciones significativas con personas sanas. Muchos pacientes no saben cómo orientarse en el mundo ordinario que para ellos es desconocido. Los terapeutas de orientación psicoanalítica (p.ej., Westen, 1991) coinciden, sin embargo, en que en este contexto la psicoterapia cognitiva constituye una ventaja en comparación con psicoterapias de diferente orientación ideológica. De hecho, la psicoterapia cognitiva, tal y como se ha comentado previamente, facilita en gran medida la continua prueba en situaciones de la vida real de los insights generados en el curso de la terapia, facilitando así la readaptación del paciente a una vida ordinaria. Sin embargo, permanece la melancolía de oportunidades que se han perdido para siempre y que son imposibles de recuperar. En tales ocasiones el terapeuta debe estar preparado para manejar el dolor del paciente como si se tratara de una crisis que sigue a una pérdida, con todas sus fases conocidas. La separación al final del tratamiento rara vez suele causar grandes problemas. Como regla general, transcurre a lo largo de varios meses y no se produce de forma abrupta. Además, si la relación terapéutica se ha establecido sobre la base de un vínculo seguro, el fin del tratamiento no implica simultáneamente la finalización definitiva del vínculo emocional que se ha generado entre
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paciente y terapeuta. Más bien es que, en una jerarquía de los vínculos, la figura del terapeuta mantiene un rol importante, como mínimo hasta que se desarrollen vínculos nuevos y más importantes. Por otra parte, como se ha señalado en otro documento (Perris & Perris, 1977), debería recordarse que cuanto más seguro se experimente un vínculo, más posible es distanciarse de la persona de vínculo y más fácil es el examen de relaciones nuevas y significativas.
Una evaluación preliminar de los resultados En ocasiones previas hemos presentado los resultados de un estudio naturalista de 3 años de seguimiento con una pequeña serie de pacientes que habían sido tratados durante 1.5 años de media (Perris, 1994, 1996b; Perris & Skagerrlind, 1994, 1996; Perris, Skagerlind & Johansson, 1995) y también sobre un pequeño ensayo controlado de cambios en procesos atencionales (Perris et al., 1990). Los resultados de esta evaluación preliminar sugieren que el programa de tratamiento que usamos es fácilmente aceptado por los pacientes y que es viable para producir cambios visibles en el funcionamiento social, cambios que no sólo se mantienen durante el seguimiento sino que han llegado a aumentar. De particular interés es que ningún paciente ha interrumpido el tratamiento y que ninguno de los pacientes tratados en nuestras unidades se ha suicidado, ni durante el tratamiento ni después de recibir el alta. Recientemente, hemos añadido a la serie original 10 pacientes adicionales que han completado el seguimiento de 3 años, y también unos 20 pacientes con trastorno de personalidad (mayormente de los tipos A y B). Un informe detallado de estos casos adicionales será publicado en breve. Sin embargo, puede decirse que, en estos casos, los resultados obtenidos defienden la efectividad de nuestro enfoque. Un estudio adicional de una pequeña serie de pacientes tratados con el mismo enfoque en un entorno similar durante 2 años y con 2 años de seguimiento, ha sido publicado por Svensson, Hansson y Thorsson (1993). En este estudio también, los resultados han mostrado un buen efecto sobre los síntomas, el funcionamiento social y la calidad de vida.
Cuestiones relativas a la generalización Cuando se presenta nuestro enfoque en encuentros internacionales una de las objeciones más frecuentemente formuladas ha sido que el programa es útil en manos de sus promotores y que se adapta a las condiciones locales, pero que difícilmente podría generalizarse a otros entornos. De hecho, se ha demos-
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trado lo contrario. Desde la creación de nuestras unidades originales en Umea, se han implementado varias unidades similares en la mayoría de las regiones suecas. En el momento actual son 10 las que se han implementado. Unidades con un enfoque similar también han sido usadas en otros países. Aunque recomendamos un modelo con pacientes internos ubicados en casas o apartamentos normales, otras ubicaciones alternativas también son aceptables, por ejemplo, los recursos de los centros de día o un pabellón de hospital que no se use. Otro elemento controvertido en el actual clima económico es el referido a los costes del programa. El coste medio por paciente y día es de unos 200 dólares americanos en las unidades que se han implementado en Suecia. Sin embargo, hemos sido capaces de reducir la duración de las estancias durante el seguimiento realizado al tercer año para la serie de pacientes que se ha evaluado. Además, el 51% de los pacientes al concluir el seguimiento demostraron estar desempeñando un trabajo ordinario remunerado y un 19% adicional se encontraban registrados en los programas de desempleo del gobierno.
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Intervenciones psicológicas con orientación preventiva en los inicios de la psicosis Patrick D. McGorry, Lissa Henry, Dana Maude y Lisa Phillips Departamento de Psiquiatría, Universidad de Melbourne, Victoria, Australia
Introducción Tras una prolongada crisis de confianza en el valor de las intervenciones psicológicas, estamos introduciéndonos en una nueva etapa de intervenciones más apropiadas y más sostenibles. Davidson, Lambert y McGlashan han revisado este proceso en otro capítulo de este mismo volumen, por ello aquí sólo se hará una breve mención. La mayor debilidad de los primeros enfoques, especialmente el modelo psicoanalítico modificado, era que habían sido elaborados en un momento en el que reinaba la controversia sobre la naturaleza de los trastornos psicóticos, y los paradigmas unidimensionales y las grandes teorías competían por el poder explicativo total. Los modelos de trastorno no eran sofisticados y el tratamiento psicológico se basaba en el determinismo psicológico. A medida que fueron desarrollándose tratamientos biológicos efectivos, esta base se fue debilitando, culminando en estudios que defendían los tratamientos biológicos frente a los psicológicos (May, Tuma & Dixon, 1976). Sobre todo, aunque no sólo por esta razón, se desacreditó el tratamiento psicoterapéutico y durante un tiempo hubo escaso entusiasmo por los diseños más apropiados que evaluaban combinaciones de tratamientos biológicos y psicológicos. Incluso con la nueva ola de las terapias cognitivas, esto no fue lo más habitual. Como reconocía Coursey (1989), el determinismo biológico ha servido a los pacientes tan poco que el renacido interés en las intervenciones psicoterapéuticas debe basarse en un modelo biopsicosocial del trastorno.
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Ahora que la revolución biológica está en ascenso, debemos retroceder un paso y reflexionar sobre el sentido de una distorsión con base biológica del espíritu humano para la persona que lo padece y para la intervención requerida. En nuestra premura por descubrir la biología básica de la esquizofrenia, hemos ignorado la experiencia humana de la esquizofrenia... Sugeriría que ahora reconstruyéramos un enfoque específico del problema, biológicamente integrado, para la psicoterapia de la esquizofrenia que yazca en la experiencia humana del trastorno (Coursey, 1989, p. 350).
El modelo que orienta el presente capítulo se refiere a los trastornos psicóticos como grupo de enfermedades en las que existe un deterioro biológico de la función del sistema nervioso central (SNC) que se traduce en una mezcla variable de sintomatología y trastorno cognitivo/emocional. Este deterioro biológico se deriva de una interacción de la vulnerabilidad biológica, que puede surgir de causas genéticas o ambientales, con factores ambientales y psicológicos. Normalmente la vulnerabilidad psicológica, a solas, no suele ser suficiente para la expresión del trastorno (Miller, 1997). Se requieren una o una serie de causas adicionales contribuyentes para que se produzca la aparición, y un modelo similar influye sobre el curso de la enfermedad. También es probable, aunque no se haya demostrado aún, que las influencias psicológicas y sociales puedan contribuir al nivel de vulnerabilidad, siendo buenos candidatos el trauma infantil y otras consecuencias de condiciones sociales adversas. En suma, parece apropiado un enfoque psicosomático para este grupo de trastornos del SNC, basado en el modelo biopsicosocial general para trastornos de todo tipo (Engel, 1980), y tal modelo fue originalmente propuesto por Arieti (1974). Esto permite una renovación y una reorganización de las intervenciones psicológicas como componentes poderosos para el tratamiento de pacientes psicóticos, particularmente porque el trastorno biológico afecta al SNC y a la experiencia subjetiva de un modo fundamental y normalmente generalizado. El efecto sobre la persona y su medio suele ser profundo. Como señalan Davidson, Lambert y McGlashan (este volumen), las intervenciones psicoterapéuticas no se agotaron en los entornos clínicos del mundo real durante las últimas décadas, y además carecían de apoyo empírico y moral. Hasta el surgimiento del paradigma cognitivo y el esfuerzo tardío de aplicarlo al extremo más severo del espectro del trastorno, los clínicos carecían de un anteproyecto y de las habilidades específicas asociadas para trabajar psicoterapéuticamente con pacientes psicóticos. Aunque no todos dejaron de hablar con sus pacientes, muchos pudieron justificar el hecho de limitar o evitar este elemento clave de la atención al paciente. Esto condujo a un mayor abandono y alienación de los pacientes, particularmente en el mundo de habla inglesa. En otras partes del
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mundo, la persistencia del determinismo psicológico incluso perjudicó a los pacientes y privó a muchos del acceso apropiado a tratamientos biológicos apropiados. El presente capítulo versa sobre la identificación de las oportunidades para las intervenciones psicológicas dentro de un marco de atención con orientación preventiva. El interés principal residirá en las primeras fases del trastorno y los avances fundamentales en el tratamiento psicológico de enfermedades más establecidas no se cubrirán en detalle. Este capítulo se estructura en tres apartados que se referirán a las intervenciones cognitivas utilizadas en tres fases diferentes de la psicosis precoz: primero en la fase prepsicótica; en segundo lugar, a comienzos de la recuperación tras el primer episodio de psicosis y, por último, el tratamiento psicológico en las personas que experimentan recuperación prolongada o incompleta, incluidas las recaídas agudas.
La fase prepsicótica Un marco para la intervención preventiva en la psicosis La intervención preventiva ha sido considerada difícil y, hasta hace poco tiempo, como algo que está más allá de nuestras capacidades presentes, por ello es importante especificar con claridad la base conceptual sobre la que se enfocará ésta. Para ello se requiere de una consideración general del espectro de intervención en los trastornos mentales (Mrazek & Haggerty, 1994). En general, las intervenciones pueden clasificarse en preventivas, de tratamiento y de mantenimiento. Dentro de la prevención, sobre la base de las ideas de Gordon (1983), Mrazek y Haggerty subclasifican las intervenciones en universales, selectivas e indicadas. Las intervenciones preventivas universales se dirigen al público general o a todo el grupo de población que no ha sido identificado sobre la base del riesgo individual, por ejemplo, empleo del cinturón de seguridad, inmunización, prevención del tabaquismo. Las medidas preventivas selectivas son apropiadas para los subgrupos de población cuyo riesgo de enfermar se encuentra por encima de la media. Ejemplos de estas medidas son las inmunizaciones especiales, como las de las personas que viajan a áreas con fiebre amarilla endémica y los mamogramas anuales para las mujeres con historial familiar positivo de cáncer de mama. Los sujetos son claramente asintomáticos. Las medidas preventivas indicadas se aplican a esos individuos a quienes, tras un reconocimiento, se les encuentra un factor de riesgo manifiesto que les identifica, individualmente, como de alto riesgo para el desarrollo futuro de
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una enfermedad y, como tal, podrían estar en el centro de atención. La perspectiva de Gordon era que tales individuos deberían ser asintomáticos y “no motivados por el sufrimiento actual”, sin embargo con una anormalidad clínicamente demostrable. Un ejemplo podrían ser los individuos asintomáticos con hipertensión. Mrazek y Haggerty (1994), adaptaron el concepto de Gordon del siguiente modo: Las intervenciones preventivas indicadas para los trastornos mentales se dirigen a individuos que han sido identificados como en posesión de señales o síntomas mínimos pero detectables que presagian el trastorno mental, o señaladores biológicos que indican una predisposición para el trastorno mental, pero que no satisfacen los niveles diagnósticos del DSM-III-R en el momento actual.
Este cambio definicional permite que los individuos que se encuentran en el umbral y/o con características iniciales (y por lo tanto un grado de sufrimiento y discapacidad), sean incluidos dentro del foco de atención de la prevención indicada. Algunos clínicos considerarían esto como intervención precoz o como una forma de tratamiento precoz; sin embargo, la situación de estos individuos no es tan clara. Mientras que algunos de estos casos presentarán una forma temprana del trastorno en cuestión, otros no lo hacen. Sin embargo, podrían presentar otro trastorno menos serio, y el subumbral de muchos individuos para trastornos potencialmente graves, como la esquizofrenia, ha podido traspasar el umbral clínico para los que requieren o solicitan tratamiento. Si podemos defender satisfactoriamente la necesidad de intervención en esta fase o nivel de síntomas y de discapacidad, entonces, debería ser considerada, como convicción aceptada, que se trata de una prevención indicada y no tratamiento (precoz) per se. La mejor esperanza ahora para la prevención de la esquizofrenia son las prevenciones indicadas dirigidas a individuos que manifiestan señales o síntomas precursores y que aún no han satisfecho plenamente todos los criterios diagnósticos. La identificación de individuos en esta fase temprana, junto con la introducción de intervenciones farmacológicas y psicosociales, puede prevenir el desarrollo del trastorno pleno (Mrazek & Haggerty, 1994, p. 154).
Mrazek y Haggerty opinan que la frontera para los esfuerzos preventivos reside en esta cúspide inmediatamente previa a la aparición de la psicosis franca. Esto constituye al mismo tiempo una postura radical y una conservadora. Es radical en contraste con la intervención precoz en el primer episodio de la psicosis, pero es conservadora con relación al último sueño de la prevención primaria. Otros focos preventivos se relacionan con la detección precoz de casos, el tratamiento intensivo y específico de la fase de este grupo y el tratamiento con orientación preventiva de trastornos más establecidos.
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Base para intervenciones psicológicas en la fase prepsicótica Tengo la certeza de que muchos casos incipientes podrían ser resueltos antes de que el contacto eficiente con la realidad sea suspendido completamente y de que sea necesaria la permanencia prolongada en instituciones (H.S. Sullivan, 1927, pp. 106-107).
Uno de los sueños de muchos psiquiatras desde la época de Sullivan hasta la actualidad ha sido el de ser capaces de identificar y revertir el declive e inestabilidad asociada con la fase prepsicótica de la enfermedad en personas que posteriormente desarrollaron esquizofrenia. Dejando a un lado el extendido nihilismo terapéutico, el mayor obstáculo para la exploración de tales posibilidades de tratamiento ha sido la dificultad para poder acceder a las personas antes del primer episodio psicótico. La mayoría de las personas no solicitan ayuda ni acceden a los profesionales de la salud mental hasta que no se desarrollan los síntomas psicóticos positivos, e incluso entonces las esperas prolongadas suelen ser habituales. En años recientes, hemos desarrollado un sistema de servicio que ha logrado identificar y tratar, por lo menos, a una submuestra de jóvenes en riesgo relativamente alto de una posterior psicosis, normalmente esquizofrenia. El desarrollo de este servicio y de los criterios que definen el riesgo se describen en otro documento (Yung et al., 1996), pero el 40% aproximadamente de los pacientes tratados avanzaron a un diagnóstico psicótico dentro de los 12 meses siguientes al ingreso en el centro. Esto, incluso a pesar de la provisión de atención psicosocial sobre la base de necesidades específicas, ha podido reducir el índice de transición a la psicosis de un porcentaje incluso mayor. Evidentemente, nuestra impresión clínica fue que a algunos pacientes les era posible retroceder del tirón de la psicosis franca si disponían del apoyo y si se reducía su estrés. Este centro nos ha permitido conocer mejor las características clínicas de las personas que se encuentran en esta fase de la enfermedad, comprender sus necesidades con más nitidez y comenzar a desarrollar intervenciones específicas de la fase para ayudarles y para tratar de influir sobre el riesgo del florecimiento pleno del trastorno en la línea del modelo de prevención indicada. Mientras que nuestra experiencia hasta la fecha indica que, como con el tratamiento de psicosis establecidas, las intervenciones psicológicas exclusivamente no serán suficientes en la mayoría de los casos para alcanzar el máximo y óptimo impacto protector, hay un caso lógico y clínicamente razonable para su desarrollo. El modelo de vulnerabilidad-estrés es un marco útil para el desarrollo de tales intervenciones, porque el estrés derivado de fuentes ambientales y evolutivas es particularmente sobresaliente en esta fase de la vida. Los adolescentes y jóvenes deben afrontan grandes retos a medida que crecen, se sepa-
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ran de sus familias de origen y tratan de buscar su camino en el mundo. Muchos experimentan una serie de “cascadas de estrés” y se encuentran pobremente equipados y con apoyo inadecuado para afrontarlas. Si existe una vulnerabilidad subyacente a la psicosis, estas cascadas pueden producir una espiral descendente en el funcionamiento, en la confianza en uno mismo y en la tendencia a la búsqueda de relaciones sociales. Una estrategia obvia consiste en contemplar diversos elementos de esta situación dinámica. En primer lugar, el nivel de estrés puede ser reducido rápidamente mediante la manipulación ambiental decisiva, por ejemplo, reduciendo parte de la jornada escolar o laboral para dedicarla a actividades de relax o de ocio, o renegociando un crédito para facilitar la presión financiera. En segundo lugar, la formación activa de un afrontamiento más efectivo ante el estrés puede lograrse en un programa de medio plazo y, a menudo, suele ser útil para los jóvenes que cuentan con escasa experiencia de la vida y deben madurar mucho aún. En tercer lugar, siempre existen problemas psicológicos y condiciones sociales específicas para cada individuo, y aquí es esencial una formulación sofisticada de la persona antes de embarcar en una psicoterapia más individual. Aquí es donde más profundidad se requiere en un sentido psicológico, y donde puede apreciarse el valor del paradigma psicodinámico y de los nuevos modelos cognitivos basados en sistemas. Por último, el papel potencial de la medicación puede identificarse en el tratamiento de síndromes específicos como la depresión profunda, el trastorno de angustia y el trastorno obsesivo-compulsivo y en la reducción del impacto del estrés sobre el joven vulnerable, como una operación de sostenimiento mientras surten efecto las intervenciones psicológicas. Se podría esperar que el tratamiento psicofarmacológico más específico también tenga cabida en esta fase de la enfermedad. Esto podría conllevar el uso de antipsicóticos nuevos en bajas dosis; sin embargo, carecemos del conocimiento neuroquímico y neurofisiológico suficiente de esta fase, y también podría ser, particularmente en los casos de síntomas predominantemente negativos, neurocognitivos y no específicos, que otros agentes se demuestren más relevantes y efectivos. En el momento presente estamos ensayando una combinación de terapia psicológica específica de orientación cognitiva y risperidone en bajas dosis en un ensayo clínico realizado al azar que podría ayudarnos a clarificar algunos de estos aspectos. Intervención específica para personas con alto riesgo de transición temprana a la psicosis La intervención cognitivo-conductual desarrollada para este estudio controlado consiste en cinco módulos posibles que contemplan diferentes áreas
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problemáticas. Los módulos son el manejo del estrés, los síntomas de depresión/negativos, los síntomas positivos, la comorbidez y el trabajo grupal. Los módulos referidos al manejo del estrés y a la depresión han sido adaptados de enfoques terapéuticos cognitivo-conductuales estándares. Otros fenómenos de comorbidez, fobia social notable y fenómenos obsesivo-compulsivos son incluidos mediante el acceso a varias estrategias cognitivas desarrolladas por diversos grupos británicos con relación a los síntomas psicóticos positivos persistentes en la esquizofrenia. Por último, los enfoques basados en formaciones grupales suelen ofrecerse a jóvenes con problemas de relación social. Todos los pacientes reciben el módulo de manejo del estrés, con módulos siguientes adicionales específicos para los problemas que presentan y seleccionados entre el paciente y el terapeuta, sobre la base de la evaluación del problema(s) que presenta el paciente en ese momento y la percepción de éste sobre su propio funcionamiento. Se puede acceder a todos los detalles del enfoque solicitando a los autores el manual que están preparando a tal fin. La intervención es breve (10-12 sesiones) y conlleva tres fases de terapia. La fase inicial de implicación y evaluación va seguida de la fase principal de terapia, en la que se desarrollan los diferentes módulos y, en la última fase, se incluye la prevención de “recaídas” y la conclusión de la terapia.
Presentación de un caso Ben era un joven de 21 años de edad que vivía con su novia y con sus progenitores en el momento en que su médico de cabecera lo derivó a la clínica. Antes de la derivación Ben había experimentado algunas dificultades. En primer lugar, había estado trabajando en una empresa cárnica donde había sufrido un accidente 16 meses antes de acudir a la clínica. De esto se derivó una lesión en su rodilla y la pérdida de movimiento en dicha articulación. En el momento de la derivación trataba de lograr alguna compensación de la empresa. En segundo lugar, Ben fue despedido de la empresa porque su jefe creía que Ben se había marchado sin dar explicación alguna. Sin embargo, Ben defendía que disponía de un permiso de baja debido a la lesión de rodilla y que había presentado al jefe el informe médico. Consecuentemente en adelante había buscado asesoría legal sobre los despidos improcedentes. De la pérdida de su puesto laboral se derivaron problemas financieros, lo que obligó a Ben y a su compañera a mudarse a casa de los progenitores de Ben. En tercer lugar, le habían robado el coche del aparcamiento y posteriormente fue hallado incinerado. Ben había invertido tiempo y dinero en el coche y se sintió muy turbado cuando le fue robado y cuando lo encontró destrozado. En la evaluación, el afecto de Ben estaba muy embotado, establecía escaso contacto ocular y tendía a no vocalizar sus respuestas. Estaba pesadamente sentado en su asiento. Acudió a consulta con su padre, quien mostraba voluntad
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para responder a las preguntas en lugar de Ben y manifestaba cierto enfado por la presentación de su hijo. Ben se describía como levemente deprimido por los acontecimientos anteriores. Normalmente era un joven muy activo y feliz; tenía muchos amigos y una buena relación con su novia. Durante los últimos cinco meses aproximadamente había estado experimentando sentimientos negativos sobre el mundo y esto estaba influyendo negativamente sobre las relaciones que mantenía con sus amigos y con su familia, lo que provocaba la reducción de su deseo de socializar. En el momento presente era muy poco lo que le interesaba. Manifestaba también que su libido era baja y que también se habían reducido visiblemente su apetito y sus horas de sueño. También manifestaba experimentar dificultades para concentrarse y situaciones diarias en las que se “quedaba en blanco” o perdía “el hilo del pensamiento”. Describió síntomas positivos infrecuentes de bajo grado, que fueron considerados como el subumbral de una psicosis franca. Estos síntomas incluían alucinaciones auditivas y visuales en los dos últimos meses; adoptaban la forma de figuras borrosas o una voz que murmuraba su nombre. No se hallaron síntomas psicóticos francos. Se recogió que el hermano mayor de Ben, contaba con un historial de 5 años de esquizofrenia, con repetidas recaídas y moderada inestabilidad continua. El tratamiento ofrecido fue el siguiente. Ben fue aceptado en el centro porque disponía de un familiar de primer grado con una enfermedad psicótica y estaba experimentando una reducción significativa de su funcionamiento, así como un subumbral positivo de síntomas psicóticos. Ben fue tratado con medicación antidepresiva, 50mg de sertaline al día durante 6 meses, y tratamiento psicológico. Se supuso que los estresores que había experimentado Ben habían contribuido en la depresión y en los síntomas psicóticos. La reducción en el funcionamiento, junto con su historial familiar de esquizofrenia, había aumentado su vulnerabilidad a desarrollar enfermedades psicóticas. Se contempló el uso de bajas dosis de neurolépticos; sin embargo, en ausencia de psicosis franca, de alto riesgo de suicidio y de agresión, se decidió prescindir de los neurolépticos en espera de la respuesta a la medicación antidepresiva y a los tratamientos psicosociales. El foco de atención del componente psicológico de su tratamiento consistió en reducir su nivel de depresión, mejorando su capacidad para responder y afrontar situaciones estresantes y en restablecer su nivel de funcionamiento normal. Se aplicó el modelo de depresión cognitivo-conductual de Beck et al. (1979) en combinación con otras estrategias. También se prestó atención a las interacciones con la familia y tanto el padre como la compañera de Ben fueron implicados en el tratamiento. Seis meses después Ben manifestó sentirse más feliz con su vida, sus síntomas habían remitido sustancialmente y estaba buscando trabajo. Su depresión había remitido, habían cesado los síntomas psicóticos y su pensamiento era más claro. Ya no tomaba medicación y el tratamiento psicológico había sido completado. Sin embargo, seguía existiendo un continuo estrés significativo debido a las continuas batallas legales y el padre de Ben seguía presionándolo para seguir con ellas. Ben y su compañera siguieron viviendo en casa de los progenitores de éste. Se le ofreció la posibilidad de seguimiento mensual continuo.
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Fase de recuperación tras el primer episodio de psicosis Un marco de psicoterapia de orientación cognitiva en la psicosis precoz Al diseñar un enfoque psicológico para ayudar a la persona que trata de recuperarse de un episodio inicial de psicosis, merece la pena retroceder a los comienzos y tratar de ponerse en el lugar del paciente. En primer lugar, la persona ha atravesado experiencias intensas, molestas y potencialmente traumáticas, ha desarrollado deterioros, como mínimo transitorios, en el funcionamiento cognitivo, y puede costarle mucho confiar en personas o relacionarse de un modo estable con ellas. En segundo lugar, está el elemento de la crisis, compuesto por el estigma externo y el auto-estigma asociado al hecho de convertirse en un paciente psiquiátrico, y la amenaza consecuente para la identidad y para la auto-estima. Los últimos son particularmente significativos en personas jóvenes en un período crítico del desarrollo psicológico, y el ambiente de recuperación, como en todas las crisis, es muy influyente. Esto compromete a la familia, al grupo de compañeros y al grupo social más amplio. En tercer lugar, el impacto sobre las tareas evolutivas y vocacionales es, a menudo, crítico en este grupo, durante el cual se produce la incidencia máxima de psicosis. Por último, suelen existir otros elementos premórbidos y comórbidos que, frecuentemente, se añaden al estrés y a la discapacidad. Todos éstos han de ser considerados en cualquier enfoque psicoterapéutico personal o individual. Sobre la base de este escenario experiencial, se puede recurrir a diversas perspectivas teóricas y a las estrategias terapéuticas que se derivan de ellas. Se ha formulado un presupuesto similar al enunciado por Coursey (1989), a saber, que los síntomas más floridos y cognitivamente desorganizadores de la persona deben ser atenuados o resueltos para poder iniciar un proceso psicoterapéutico efectivo. Esto requiere generalmente el uso de una medicación neuroléptica en dosis bajas que, a través de su impacto sobre los síntomas psicóticos nucleares, puede generar el contexto y los cimientos de la recuperación. Entonces tratamos de trabajar con los elementos adaptativos y sanos de la estructura psicológica de la persona para promover la integración, la adaptación y la recuperación. Aquí existe una distinción conceptual fundamental entre el trabajo psicológico orientado a la recuperación y el paradigma de rehabilitación, que es más psicosocial, menos psicoterapéutico y que no subraya el elemento preventivo. Esto es coherente con la estrategia global desarrollada por la escuela de psicoterapia interpersonal para el tratamiento de la esquizofrenia (Fromm-Reichmann, 1960). Algunas de las perspectivas teóricas más recientes y relevantes han sido revisadas en McGorry (1992) y en Jackson et al. (1996) y aquí sólo serán brevemente mencionadas.
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Bloques claves de construcción teórica para un enfoque cognitivo de la recuperación Constructivismo Perris (1989) ha señalado que subyaciendo a la mayoría de las teorías psicoterapéuticas se encuentra uno de los dos puntos de vista de la naturaleza humana. El primero es el que ve a la persona como “piloto” responsable de la dirección de su vida. El segundo es el que considera que la persona es un “robot” no responsable del curso seguido. La mayoría de las teorías cognitivas se adhieren al primer punto de vista, y el constructivismo se ha desarrollado de este modo particular, tal que la persona es considerada como el “científico” que continuamente se encuentra formulando y revisando hipótesis sobre todos los aspectos de su vida, de sí mismo y del medio (Kelly, 1955). Esta idea se expresa en el Psicología del Constructo Personal, una teoría desarrollada por George Kelly (1955), que ha dado lugar a una serie de postulados teóricos claros y a un enfoque de psicoterapia centrada en sistemas de significados o de sentidos del paciente. El constructivismo ha sido descrito del siguiente modo: La perspectiva constructivista se basa en la idea de que los humanos crean y construyen activamente sus realidades personales. La afirmación básica del constructivismo es que cada individuo crea su propio modelo representativo del mundo. Este andamiaje experiencial de relaciones estructurales se convierte, a su vez, en un marco de trabajo a partir del cual el individuo ordena y asigna significado a la experiencia nueva (Mahoney & Lidon, 1988, p. 200).
Con relación a la psicosis, como el joven comienza el tratamiento para la sintomatología aguda, debe relacionar la experiencia de convertirse en “paciente” con su andamiaje de sentido ya existente. Un elemento adicional es que, durante las fases agudas de la enfermedad, el andamiaje puede verse seriamente reorganizado y funcionar de un modo diferente e ineficaz. Esto es menos importante durante y después de la recuperación, cuando existe posibilidad de psicoterapia, especialmente si la recuperación es importante y la “vida psíquica normal”, tal y como la llamó Manfred Bleuler (1978) se implica en un proceso de reconstrucción de la experiencia de la psicosis y del tratamiento con relación a sus sistemas de constructos establecidos. El paradigma del constructivismo es muy congruente con la idea evocadora de los “posibles unos mismos” desarrollada por Markus y Nurius (1986). Aquí los unos mismos futuros entrañables y esperados aunque mal definidos (p.ej., convertirse en profesor y eventualmente ser progenitor, etc.) son amenazados por la realidad de la aparición de una enfermedad mental grave. Además, un posible self muy inaceptable se presenta dramáticamente al joven paciente mediante la exposición a un gran número de pacientes de mediana edad con enfermedades crónicas.
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Crisis, desastre y trauma Estas tres áreas ofrecen una rica base teórica y práctica para el trabajo terapéutico orientado a la prevención con los “supervivientes” en las fases tempranas del trastorno psicótico. La psiquiatría preventiva se ha construido sobre los cimientos de la teoría de las crisis y no hay duda de que la aparición de la enfermedad psicótica, particularmente si es aguda, constituye una crisis muy importante para el individuo y para la familia, generando una sobrecarga transitoria o duradera de los recursos de afrontamiento (Jeffries, 1977; Jones, Wynne & Watson, 1986). El término “desastre” se emplea para denotar acontecimientos y circunstancias que en condiciones normales serían agobiantes y que prueban las respuestas adaptativas de la comunidad o del individuo más allá de su capacidad y control, por lo menos temporalmente, ante la disrupción masiva de la función para la comunidad o para el individuo (Raphael, 1986). Con relación a la psicosis, el concepto apropiado es el del “desastre personal” (Raphael, 1986, p. 97). Los sucesos desastrosos generan una gama de secuelas que incluyen la pérdida y el trauma, secuelas que a su vez producen un espectro de morbidez psicológica. Trauma psicológico es un concepto relacionado con una mayor especificidad. Una experiencia es traumática si: 1. Es repentina, inesperada y no normativa. 2. Excede a la capacidad percibida del individuo para satisfacer sus demandas. 3. Deteriora el marco de referencia del individuo y otras necesidades psicológicas centrales y esquemas relacionados. (McCann & Pearlman, 1990, p. 10).
Figley (1985) definía el trauma como una respuesta que representa “un estado emocional de incomodidad y estrés derivado de los recuerdos de experiencias extraordinarias, catastróficas que abruman el sentido de invulnerabilidad al daño del superviviente”. Los conceptos de crisis, desastre y trauma se sobreponen entre sí y están asociados con un proceso natural de homeostasis, regeneración y recuperación, que ofrece un marco para el trabajo preventivo destinado a promocionar este proceso. Se han producido diversos intentos para evaluar la efectividad de las intervenciones preventivas justo después de que se haya producido una crisis o un desastre y Raphael (1986) presenta una revisión de los mismos. Un principio importante consiste en identificar grupos que puedan estar en situación de alto riesgo de padecer secuelas psicológicas. Por ejemplo, las personas con pérdidas múltiples están en riesgo de reacciones patológicas de melancolía, mientras que las personas con mayores
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índices de exposición al trauma se hallan en riesgo particular de padecer trastorno por estrés postraumático. Estas consideraciones deberían de guiar los procesos de evaluación y modelar así la terapia orientada hacia la prevención en pacientes que se recuperen de su primer episodio psicótico. En este sentido las estrategias orientadas a la prevención tienen un tremendo alcance, antes del desarrollo de una morbidez secundaria duradera. El manejo de las fases agudas y de recuperación del primer episodio, tanto por parte del paciente como de los apoyos significativos, dicta el siguiente curso y naturaleza de la enfermedad para el resto de la vida de la persona (Ciompi, 1988). Esto significa que deberíamos tratar el episodio inicial de psicosis como un acontecimiento traumático y aplicar intervenciones intensivas, centradas en el tratamiento del paciente y de su familia para minimizar el trauma. La aparición de un trastorno psicótico, el proceso de iniciación del tratamiento y la clasificación de uno mismo como persona con trastorno mental suelen ser (aunque no siempre) experiencias traumáticas. Estas experiencias pueden tener importantes efectos disruptivos sobre los esquemas cognitivos del individuo. Los esquemas pueden definirse como creencias, expectativas y presupuestos sobre uno mismo, los otros y el mundo. Horowitz (1986) se refiere a los “esquemas de la persona” que son “puntos de vista duraderos pero lentamente modificables de uno mismo y de los demás, y con guiones de transacciones entre el self y los otros”. Cada individuo puede disponer de un repertorio de auto-esquemas múltiples. Cuando se produce un acontecimiento traumático, puede carecer de esquemas apropiados disponibles para guiar la adaptación a tal suceso. El cambio de esquemas se produce por evolución, no mediante la desaparición de los esquemas existentes. Esto es importante para comprender cómo ha de manejarse a la persona que por primera vez en su vida es considerada como mentalmente perturbada y con las experiencias nucleares que han acompañado a este cambio. Muchos esquemas duraderos serán desafiados desde su raíz, lo que provocará el recurso a medidas de afrontamiento extremas y, muchas veces, maladaptativas, como la negación del impacto de haber sido psicótico. Esto se asemeja al concepto de los “posibles unos mismos” al que nos hemos referido anteriormente. El modelo del trauma es potencialmente de un gran valor heurístico para dar sentido a algunos fenómenos observados en la psicosis precoz. Las tendencias comúnmente observadas de “integración” de la experiencia psicótica por una parte o del alejamiento de la experiencia por otra, también pueden explicarse empleando el modelo de procesamiento de la información en el trastorno por estrés postraumático de Horowitz (1986), en los fenómenos intrusivos que se reexperimentan en un equilibrio generalmente inestable y con una respuesta de negación/evitación. El apoyo preliminar relativo al valor
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heurístico del modelo del trastorno por estrés postraumático se presenta en un estudio de prevalencia de síntomas de trastorno por estrés postraumático en un grupo de recuperación de pacientes psicóticos de reciente aparición (McGorry et al., 1991). Raphael (1986) sugiere que, tan pronto como sea posible tras la ocurrencia del “desastre”, se ofrezca intervención a las personas identificadas con alto riesgo de trastorno por estrés postraumático, intervención cuyos objetivos serán: 1. Promover un sentido de dominio de la experiencia. 2. Promover el apoyo de los miembros significativos de su grupo social. 3. Facilitar la elaboración de la experiencia traumática y de las emociones de miedo, indefensión, ansiedad y depresión que se han desarrollado consecuentemente. McCann y Pearlman (1990) sugieren diversas estrategias que pueden ser adaptadas al período postpsicótico. Su modelo de terapia combina la psicología evolutiva, la teoría del self/constructivismo y la teoría cognitiva de un modo que se adapta con naturalidad al proceso de recuperación de la psicosis temprana. Taylor (1983) presentó una teoría de la adaptación cognitiva para los acontecimientos amenazantes que se centraba en las habilidades auto-curativas del individuo. Esta teoría estaba en consonancia con la idea de la recuperación natural u homeostasis que sigue al desastre e identificó tres temas, sobre los cuales se centra el proceso de readaptación: 1. La búsqueda del sentido en la experiencia. 2. Un esfuerzo por restablecer el dominio sobre el suceso en particular y sobre la propia vida en general. 3. Un esfuerzo por fomentar la propia auto-estima –para sentirse bien otra vez consigo mismo a pesar del retroceso personal. Terapia cognitiva y morbidez secundaria Focos de atención potencialmente fructíferos para la terapia cognitiva con pacientes psicóticos son el tratamiento de la depresión, la ansiedad, la fobia social, las características obsesivas, el pánico, el abuso de sustancias y otros síntomas utilizando técnicas cognitivas desarrolladas para estos mismos síndromes en ausencia de un trastorno psicótico. En esencia, esto conlleva el empleo de terapias cognitivas para el tratamiento más comprensivo de comorbidez en la psicosis. Es posible considerar estos síndromes asociados como comorbidez o como morbidez secundaria; en el último caso, quizá como consecuencia de un fallo en la adaptación al impacto y a la disrupción de la expe-
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riencia psicótica. Esta gama de morbidez es uno de los principales contribuyentes en la angustia y discapacidad de personas con trastornos psicóticos. El momento apropiado para introducir este enfoque, al igual que la terapia cognitiva de los síntomas positivos persistentes (véase abajo), es cuando la sintomatología positiva aguda está en receso en respuesta al tratamiento neuroléptico. Este punto de vista se basa en el hecho de que gran parte de la comorbidez, fundamentalmente la ansiedad y la depresión, se resuelven de forma paralela con los síntomas psicóticos (Knights & Hirsch, 1981). La parte de comorbidez que no sigue este patrón o emerge en la fase postpsicótica o en la fase de recuperación, debería ser contemplada mediante una variedad de enfoques entre los que se encuentran las terapias psicológicas. La comorbidez aparece habitualmente bajo la forma de sintomatología depresiva, ansiedad social, trastorno de angustia y estrés postraumático. Todos estos síndromes responden a las intervenciones cognitivo-conductuales y, sin embargo, rara vez se han ofrecido estos enfoques a la población psicótica. Terapia cognitiva y vulnerabilidad psicológica general El modelo de vulnerabilidad-estrés (Zubin & Spring, 1977) puede ofrecer una síntesis útil y práctica de los factores posiblemente implicados en el desarrollo de la enfermedad psicótica. La premisa que subyace al modelo es que la probabilidad de desarrollar una enfermedad psicótica dependerá del grado de vulnerabilidad que la persona transporta hasta la situación (p.ej., deterioro biológico, de personalidad o neurológico) y exposición a una gama de estreses adicionales, como los sucesos de la vida (matrimonio, abandono del hogar, comienzo de un trabajo, dolor por pérdida). Esta idea del concepto de vulnerabilidad de Zubin y Spring con relación a la psicosis, también incluye la vulnerabilidad a una gama más amplia de problemas psicológicos. También implica la idea de que las personas con vulnerabilidad premórbida serán más propensas a desarrollar morbidez postpsicótica/secundaria de varios tipos, además de presentar mayor riesgo de una recaída en psicosis franca. La vulnerabilidad premórbida puede ser considerada de varios modos. En primer lugar, puede existir una ejecución comprometida en el procesamiento de la información, una característica evidente en muchos estudios sobre el alto riesgo en las psicosis. En segundo lugar, pueden existir problemas psicológicos identificables en general, como la auto-estima baja y, en términos cognitivos, una vulnerabilidad a los estilos cognitivos “patológicos” (p.ej., cogniciones depresivas en ausencia de una depresión franca). En tercer lugar, puede haber un trauma evolutivo específico u otros factores que confieren una vulnerabilidad particular, coherente con un “talón de Aquiles” psicológico, que podría
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entenderse mejor desde la perspectiva psicodinámica. Sabemos que muchos pacientes han sufrido tales traumas premórbidos y concurrentes (Mueser et al., en prensa). El último de los elementos contribuyentes a la vulnerabilidad podría ser la atención de la psicoterapia orientada a la prevención en la fase de recuperación de un episodio psicótico, previo a la emergencia de cualquier morbidez postpsicótica franca como la depresión. Otras perspectivas teóricas Muy pocos autores se han centrado realmente en el concepto del self al intentar comprender y tratar los trastornos psicóticos (Coursey, 1989; Perris, 1989; Davidson & Strauss, 1992; Coursey, Séller & Farell, 1995; Hogarty et al., 1995). Además los individuos descritos por estos autores experimentaban cursos crónicos de la enfermedad. La mayoría de los trastornos psicóticos aparecen durante la adolescencia y la primera fase adulta. El individuo afronta en esta etapa algunas tareas evolutivas claves que se ven profundamente afectadas por la aparición de la enfermedad. La adolescencia es el período de transición entre la infancia y la fase adulta. Comienza con los sucesos biológicos de la pubertad y continua a través de una compleja serie de influencias y procesos psicológicos y socioculturales que contribuyen al desarrollo de una persona con funcionamiento independiente. Cuando un adolescente o adulto joven comienza a ser psicótico, se interrumpe inevitablemente su desarrollo psicológico, según el modelo psicológico de Erikson (1968). En el período en que sus compañeros están probando y alcanzando la independencia, el joven que se recupera de la psicosis está siendo controlado y tratado por diversos profesionales de la salud. La familia, aunque ella misma en crisis, es concebida por lo menos temporalmente como un entorno más seguro y del que se puede depender para que el adolescente se recupere en su seno. La regresión significativa suele ser habitual y difícil de diferenciar del deterioro cognitivo y emocional. Además, las oportunidades de estudio o vocacionales para el adolescente se pierden o se deterioran. A consecuencia de su enfermedad el joven puede hallar dificultades para relacionarse o reintegrarse en el grupo de compañeros. La experiencia de la enfermedad conduce muchas veces a una baja autoestima, a la ansiedad y a la depresión. Según el modelo psicosocial de Erikson (1968), esto puede generar una auto-imagen disfuncional con características nucleares de dependencia y la incorporación del rol de “paciente psiquiátrico”. Este proceso puede estar compuesto por un “sumergimiento” (Lally, 1989), a través del cual la persona con psicosis podría incorporar, con el transcurso del tiempo, la identidad, las conductas y los modos del paciente psiquiátrico crónico.
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Por lo tanto, es deseable preservar un sentido del self y de la auto-eficacia inmediatamente después de que se haya producido la enfermedad. Esto es algo que se consigue contemplando la adaptación a la enfermedad como objetivo clave para la recuperación tan pronto como sea posible, a saber, inmediatamente después de la primera presentación. De este modo, es posible prevenir la disrupción en la formación de la identidad individual y prevenir deterioros adicionales mediante la reducción del riesgo al suicidio y de la aparición y solidificación de deterioros y discapacidades graves (Jackson et al., 1996; McGorry, 1992, 1994, 1995). El modelo COPE COPE es un acrónimo de la psicoterapia de orientación cognitiva para la psicosis temprana (cogntively-orientated psychotherapy for early psychosis). Iniciado en 1992 por un grupo de investigación clínica (Jackson, McGorry, Edwards, Hulbert, Henry, Francey, Maude, Cocks y Power) sigue evolucionando en la actualidad. El modelo COPE se basa en las teorías descritas anteriormente así como en otras, con un énfasis especial en el desarrollo del transcurso vital, la formación de identidad y la auto-eficacia. EL modelo COPE trata de ayudar a las personas a adaptarse al despertar del primer episodio de psicosis, normalmente cuando han remitido los síntomas positivos. Se emplea psicoeducación y técnicas cognitivas para desafiar la auto-estigmatización y la autoatribución de estereotipos, ayudando de este modo a la persona a comprender su experiencia de la enfermedad y a recomenzar el trabajo para el logro de objetivos vitales. La prevención de la morbidez secundaria, como la depresión y la ansiedad, también se incluyen en el COPE. El enfoque terapéutico se describe en detalle en otro documento (Jackson et al., 1996) y en un manual específico, pero a continuación se presentará la síntesis de las principales fases de la terapia. COPE es un enfoque de psicoterapia breve (media = 18 sesiones) o focalizada para el tratamiento de adolescentes y adultos jóvenes que experimentan su primer episodio de psicosis y tiene cuatro objetivos: 1. Evaluar y consecuentemente comprender la explicación de la persona sobre su trastorno y apreciar su actitud hacia la psicosis en general. 2. Iniciar y desarrollar una relación terapéutica con la persona con el fin de establecer un marco terapéutico colaborador. 3. Promover un estilo adaptativo de recuperación de la psicosis. Esto se favorece observando cómo se adapta la persona a la realidad de haber experimentado un episodio psicótico y/o a la posibilidad de una vulnerabilidad
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permanente, de síntomas continuos, y su efecto sobre el modo en que la persona se percibe en ese momento. 4. Prevenir o manejar la morbidez secundaria, como la depresión, la ansiedad y el estigma, que influyen sobre la auto-estima y se han generado de forma secundaria al trastorno psicótico. En coherencia con el enfoque de terapia cognitiva, el COPE se adapta a cada individuo, sobre la base de la formulación terapéutica del problema. Se ofrece el COPE hacia el final de la fase aguda del trastorno psicótico, una vez que el estado mental de la persona se haya estabilizado y esté más responsiva a la terapia. El número de sesiones y la prolongación en el tiempo requerido para el COPE dependerá de diversos factores. Entre ellos se encuentran la fortaleza de la alianza terapéutica y, por lo tanto, el compromiso de la persona a iniciar y participar en la terapia y la gravedad y complejidad de los problemas presentados. COPE incluye cuatro fases de terapia. Al igual que otras terapias, la primera fase se centra en la implicación de la persona. También en esta fase el terapeuta da inicio al proceso de evaluación. Esto conlleva la evaluación cautelosa, entrevistando y facilitando la apertura de la perspectiva que tiene la persona de sus problemas. La segunda fase de la terapia ha sido denominada la “fase temprana”. El foco de atención de esta fase es el trabajo sostenido para el desarrollo de una alianza terapéutica positiva. Las personas en esta fase de la terapia pueden seguir experimentando síntomas psicóticos positivos, por ello puede ser positivo centrarse en las estrategias de afrontamiento (Kingdon & Turkington, 1994; Fowler, Garety & Kuipers, 1995). La adaptación y los problemas de morbidez secundaria también pueden introducirse en esta fase. La fase tercera o “intermedia” del COPE incluye el grueso de la terapia y se centra en la adaptación y los problemas de morbidez secundaria. El terapeuta puede ofrecer un nuevo modelo de las experiencias y juicios de la persona sobre la psicosis. La ventilación puede ser también relevante a modo de “narrar la historia”. El modelo de vulnerabilidad-estrés se emplea con clarificación cognitiva, dependiendo de la voluntad de la persona a considerar otra perspectiva. Esto es, en esencia, una forma de psicoeducación provista dentro de una relación psicoeducativa (McGorry, 1995). El objetivo es reducir la angustia y promover una respuesta adaptativa. Se identifica y se trata la morbidez secundaria usando técnicas cognitivo-conductuales modificadas. En la cuarta o “fase de terminación”, el objeto de la terapia se halla en la consolidación del “nuevo” estilo adaptativo para comprender la psicosis de la persona y sus estrategias de afrontamiento, que han evolucionado con la terapia. En esta fase el objetivo es garantizar que se perciba la sensación de domi-
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nio sobre el episodio, se le haya atribuido un nivel aceptable de significado y la auto-estima sea más segura. Es también importante la aceptación y la respuesta a las manifestaciones emocionales sobre la conclusión de la terapia. Se desarrolla y se refuerza un plan de prevención de recaídas. Los hallazgos preliminares sobre un ensayo de terapia COPE con pacientes de primer episodio de psicosis parecen prometedores para clínicos e investigadores interesados en la psicoterapia para la psicosis temprana. Los detalles de los hallazgos preliminares se describen en otro documento (Jackson et al., 1998) y aquí sólo se hará una breve mención a los detalles más sobresalientes. Los resultados sugieren que la intervención terapéutica produce cambios positivos en las actitudes del individuo hacia el tratamiento y la conciencia de su trastorno psiquiátrico. Además, la terapia parece conducir a mejorías en las puntuaciones de síntomas negativos y a un mejor funcionamiento psicosocial. Como los pacientes con esta mejoría de resultados han podido auto-seleccionarse para la terapia, estos resultados deben ser considerados, por el momento, como indicativos y no definitivos. Un ensayo controlado se desarrolla en el momento actual en nuestro centro y un proyecto similar, el proyecto SÓCRATES, se desarrolla en la actualidad en Gran Bretaña. En consecuencia, es probable que, en breve, dispongamos de conclusiones más firmes respecto a la eficacia del programa. La terapia COPE también ha prestado una atención específica al subgrupo de pacientes de primer episodio con manía psicótica, con resultados prometedores. Los resultados del primer año de un ensayo abierto sugieren que quienes recibieron la intervención terapéutica disfrutan de una mejor calidad de vida, muestran una tendencia a integrar psicológicamente su experiencia de la psicosis y han reducido el número de recaídas en comparación con las personas que no recibieron tratamiento (Henry et al., 1997).
Fase de recuperación prolongada siguiente al primer episodio de psicosis Un marco de intervención preventiva en la recuperación prolongada Existe una minoría significativa de pacientes del primer episodio para quienes la recuperación es un proceso prolongado. Este grupo incluye a los pacientes que inicialmente mostraban cierta respuesta al tratamiento aunque sigan mostrando síntomas residuales, ésos que muestran una mejoría gradual en períodos largos de tiempo y ésos que parecen haber experimentado escaso cambio en la gravedad de los síntomas desde la aparición inicial. Las características del grupo de recuperación prolongada son aún desconocidas. La proporción de los pacientes del primer episodio con un diagnóstico inicial
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de trastorno esquizofrénico, esquizofrenia o trastorno esquizoafectivo que no alcanza la remisión completa de los síntomas 12 meses después puede ser de entre el 9 y el 17% (Edwards et al., en imprenta; Lieberman et al., 1993). Una respuesta inadecuada al tratamiento en el primer episodio parece relacionarse con la duración de la psicosis no tratada (Loebel et al., 1992), con un diagnóstico de esquizofrenia (Lieberman et al., 1993) y con un funcionamiento psicosocial premórbido en la infancia y adolescencia (Jones et al., 1993). Las pruebas de los estudios de resultados relativos a la duración de las psicosis no tratada (Loebel et al., 1992) y el período total de síntomas psicóticos positivos no comprobados a lo largo del curso de la enfermedad (McGlashan, 1986) en la medida de la recuperación alcanzada, sugieren un proceso fisiológico tóxico que acompaña a los síntomas positivos. Esta línea de argumentación señala la posible importancia biológica de la reducción del primer episodio psicótico. Las consecuencias psicosociales para el joven que se mantiene activamente psicótico durante un período prolongado de tiempo incluyen la continua disrupción del funcionamiento social, interpersonal y ocupacional, que probablemente compone gravemente los problemas relacionados con el impacto del episodio psicótico. El impacto psicológico de la experiencia prolongada de indefensión, miedo, aislamiento y desconfianza de su funcionamiento mental tiende a continuar minando su sentido de capacidad propia para afrontar los problemas y para buscarse un lugar en el mundo. Dadas estas consideraciones, la intervención psicológica para los síntomas persistentes durante el primer episodio psicótico debe producirse dentro de un contexto más amplio, de un enfoque sistemático de intervención precoz para la recuperación prolongada. Allí donde se establece un programa de tratamiento comprensivo, sugeriríamos que un paciente que no logra la remisión de los síntomas positivos tras los 3 primeros meses de tratamiento sea considerado como paciente de recuperación prolongada, que requiere una revisión extensiva (Edwards et al., 1998). En este punto del curso de la enfermedad, se requiere una evaluación y formulación biológica y psicológica integrada. La implementación de la intervención psicológica se producirá, por lo tanto, en conjunción con las estrategias farmacológicas establecidas, como cambio de medicación y/o dosis y la introducción temprana de agentes atípicos (Edwards et al., 1998). La terapia constituye uno de los brazos del paquete de intervención precoz que persigue la aceleración del proceso de recuperación y, para algunos de estos pacientes, persigue también la prevención de la resistencia al tratamiento que podría establecerse posteriormente en el curso de la enfermedad.
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Intervenciones psicológicas para la fase de recuperación prolongada Los logros recientes más prometedores de las terapias cognitivo-conductuales para el tratamiento de síntomas refractarios en pacientes con procesos de enfermedad duraderos, junto con las perspectivas ofrecidas por teóricos interesados en las psicodinámicas y componentes cognitivos nucleares de los síntomas positivos, y nuestra experiencia en el trabajo de la fase de recuperación de los pacientes de primer episodio, han servido para establecer el marco de enfoque de los síntomas persistentes en los estadios más iniciales de la enfermedad psicótica. Las terapias psicológicas desarrolladas para pacientes con síntomas crónicos han elaborado métodos para el fomento de las estrategias de afrontamiento (Yusopoff & Tarrier, 1996), técnicas para la modificación de creencias relativas a alucinaciones e ideas delirantes (Bentall, Haddock & Slade, 1994; Chadwick, Birchwood & Trower, 1996), y presentaciones de la comprensión de los síntomas psicóticos de forma que sean significativos y aceptables para el paciente (Kingdon & Turkington, 1994). La necesidad de permitir los déficts cognitivos y los sesgos en el procesamiento de información, así como las posibilidades para el manejo de éstos en el proceso terapéutico, ha sido subrayada por Fowler, Garety y Kuipers (1995). Se ha especulado que estas técnicas y enfoques pueden ser más efectivos si se usan en los primeros estadios del curso de la enfermedad (Haddock, Bental & Slade, 1996); sin embargo, hasta el momento sólo se han generado unos pocos estudios que hayan incluido y se hayan centrado en los pacientes que se encuentran en las fases tempranas de la enfermedad (Drury et al., 1996; Haddock et al., en imprenta) y, que sepamos, ninguno de ellos ha considerado estos tipos de intervenciones con un subgrupo de riesgo. En el momento actual estamos dirigiendo un ensayo controlado donde se evalúa la efectividad de la introducción de terapia de orientación cognitiva en un grupo de primer episodio que ha respondido inapropiadamente al tratamiento tras 3 meses y, en este momento, están recibiendo terapia neuroléptica estándar en combinación con clozapina (el Proyecto Recuperación Plus). Al utilizar estos tipos de enfoque con el grupo de primer episodio, se hace visible la necesidad de la acomodación a las peculiaridades de un grupo más joven y a los problemas relacionados con la aparición y diagnóstico reciente. Un aspecto adicional del trabajo es la prevención de la elaboración y fijación adicional de los síntomas. Los aspectos de la recuperación contemplados en el modelo COPE siguen siendo relevantes aquí. El joven que experimenta una recuperación prolongada es considerado como si se encontrara en un estadio vulnerable de la formación y del desarrollo de identidad, en el proceso de negociación de las demandas psicosociales relacionadas con la fase de la
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vida correspondiente a la adolescencia tardía y a la fase adulta temprana, mientras trata de manejar la disrupción inter- e intra-personal causada por la experiencia de los síntomas psicóticos. El contenido de los síntomas persistentes en esta fase y la naturaleza de la relación terapéutica, tienden a reflejar la fase evolutiva e incluyen elementos relacionados con la independencia, identidad, sexualidad, comparaciones con los compañeros e intimidad. El enfoque ha de incorporar las fluctuaciones en el estado mental, los perfiles cambiantes de los síntomas inestables, los aspectos relativos al cumplimiento de la medicación junto con los componentes afectivos prominentes como la ansiedad intensa, la confusión, la pérdida y la desesperación. Con la aparición de síntomas ocurridos en un pasado reciente, en este grupo existe acceso al funcionamiento y estilo premórbido, permitiendo una consideración más fiel del modo en que las características del individuo interactúan con el contexto del tratamiento, la experiencia de no estar bien y los síntomas particulares que presentan. Las formulaciones de la aparición y de la persistencia de los síntomas pueden tener un mayor impacto. En línea con los recientes modelos cognitivos (p.ej., Bentall, 1994; Perris, 1989; Trower & Chadwick, 1995) y con las ideas de influencia psicodinámica (p.ej., Arietu, 1974; Roberts, 1991) los síntomas continuados pueden ser considerados como un esfuerzo por restablecer la sensación de coherencia e integración en el auto-concepto y la preservación de la auto-valía ante los múltiples retos, que incluyen los presentes en la aparición, pero también la experiencia de la psicosis misma. En comparación con la mayoría de los pacientes del primer episodio, para quienes la remisión de síntomas se produce dentro de las primeras semanas y meses del tratamiento, se podría especular que los pacientes con síntomas persistentes presentan, para empezar, un auto-concepto más vulnerable y menos diferenciado, unos recursos de afrontamiento más pobres y menos variados, unos puntos de vista muy estigmatizados de la enfermedad mental y/o unos apoyos sociales inadecuados. Por lo tanto, el trabajo con síntomas persistentes que siguen al primer episodio psicótico requiere un marco global que incorpore tanto los aspectos de la recuperación centrales para la persona joven en la fase temprana de la enfermedad, como los principios aplicables al tratamiento establecido de síntomas refractarios.
STOPP El enfoque denominado “Tratamiento sistemático de la psicosis persistente” [Systematic Treatment of Persistent Psychosis (STOPP)] fue elaborado en paralelo con el modelo COPE para contemplar las necesidades especiales del gru-
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po de recuperación prolongada. Los componentes particulares de la terapia STOPP incluyen una evaluación detallada de la fenomenología y del modelo explicativo de la persona, la historia personal y el auto-concepto, que conducen a la formulación de las posibles razones para la persistencia de los síntomas y para el desarrollo de una justificación racional para el trabajo conjunto. Hay una introducción activa de los modelos normalizados de experiencias psicóticas, educación sobre las estrategias de afrontamiento para los síntomas específicos, así como el manejo de estados emocionales intensos o estresores continuos. A continuación se examinan y se retan los sistemas de creencias sobre los que se sostienen los síntomas positivos al tiempo que, sobre ellos, se siguen construyendo explicaciones alternativas para las experiencias. Se hace un esfuerzo específico en la consolidación de un sentido del self para dar sentido a la historia de la persona, aumentando la conciencia de sus características individuales, introduciendo nuevas experiencias y/o fomentando el contacto con las fuentes viejas u olvidadas de placer e interés. El STOPP se ofrece con una temporalización semanal o dos veces por semana, introduciendo el contenido de forma amable y sensible. Se concede énfasis especial a la flexibilidad en el estilo y en la estructura de las sesiones, dada la necesidad de permitir los déficits del funcionamiento cognitivo de estos pacientes, sus altos índices acompañantes de ansiedad y angustia en esta fase temprana del curso de la enfermedad y su experiencia de no recuperarse. Esta sensación de fracaso ante la recuperación se subraya en nuestro contexto local que está orientado a la prevención y a la recuperación. Hemos trabajado para transmitir que las personas pueden recuperarse en ritmos y modos diferentes, pero nuestro entorno puede crear presiones adicionales para los jóvenes con recuperación prolongada.
Conclusión Los enfoques con orientación preventiva presentados en este capítulo son aún relativamente nuevos y siguen evolucionando y están siendo evaluados en el momento actual. Aunque están estructurados en fases, tanto el modelo COPE como el STOPP siguen siendo vigentes para un período más prolongado, porque muchos pacientes se muestran más abiertos al enfoque psicológico, bien cuando ha transcurrido más tiempo entre su episodio inicial y el momento actual o bien ante la aparición del segundo o tercer episodios. Es importante contemplar esta idea de la “terapia del segundo intento” con los jóvenes que presentan altos niveles de negación, invulnerabilidad y alejamiento inicial. Un enfoque psicológico para la prevención de recaídas es otra
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estrategia de tratamiento psicosocial que puede ser considerada como parte del espectro de estrategias psicológicas preventivas en la enfermedad psicótica. También es importante que el renacimiento del tratamiento psicológico cuente con todas las posibles pruebas favorables sobre las que orientarse y basarse porque de ellas se derivará la eficiencia, y por el gran número de personas que requieren ayuda en este sentido. Por esta razón, la temporalización y duración de las terapias y la capacidad y actividad de los terapeutas son parámetros importantes a considerar, aunque los elementos humanos y personales son ciertamente los ingredientes más críticos. Por último, debe salvaguardarse y extenderse la fe en el valor del enfoque psicoterapéutico personal e individual como elemento esencial para el tratamiento de personas con enfermedad psicótica, un valor que ha estado perdido durante demasiado tiempo en la práctica psiquiátrica. Si logramos una integración de los tratamientos psicológicos prácticos vinculados por las fases de la enfermedad a las intervenciones biológicas y sociales, podemos encontrarnos en el amanecer de una nueva era de la atención a las personas con enfermedades psicóticas.
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La aflicción de la enfermedad mental: contexto para la terapia cognitiva de la esquizofrenia Virginia Lafond MSW, Servicio de Esquizofrenia, Hospital Real de Ottawa, Ottawa, Notario, Canadá.
A consecuencia de la enfermedad, los acontecimientos más importantes de mi vida están impregnados de pérdida. Aunque yo era la única persona de mi familia que se había graduado en la universidad, no he sido capaz de continuar mis estudios. Por último, incluso llegué a perder el trabajo que tanto valoraba. La enfermedad misma ha generado muchos cambios, incluidas mejorías, pero junto a ellas las pérdidas. Con la terapia y la nueva medicación, incluso he perdido el papel especial que creía tener –la vocación especial enviada por Dios. Ahora veo que fue un delirio. Es evidente que lamento tener una enfermedad mental (Afirmación que hizo una paciente frente a la autora).
En la práctica psiquiátrica, es raro que escuchemos lamentos expresados con la claridad de la paciente anterior. Pero la mayoría de los pacientes con quienes nos encontramos presentan pruebas de estar sufriendo las consecuencias materiales, emocionales y psicológicas de la experiencia de su enfermedad mental. Cada vez que hacemos una pausa para considerar las pérdidas experimentadas por personas afectadas por una enfermedad mental, y el inevitable proceso de dolor que acompaña a estas pérdidas, estamos donde como profesionales de la salud mental queremos estar –en contacto con la persona (Strauss, 1992; 1994). Sin embargo, si puede confiarse en la literatura como reflexión exacta de la práctica, parece seguro concluir, excluyendo las raras excepciones, que los profesionales han confinado la práctica del trabajo relativo al dolor a esas pérdidas habitualmente reconocidas como tales por la sociedad; por ejemplo, muerte, divorcio, pérdida del trabajo (Kübler-Ross, 1969;
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Worden, 1982; Schwartz-Borden, 1986; Blinde & Stratta, 1992). Así la aparición de la esquizofrenia, de trastornos del estado anímico o de otras enfermedades mentales no se ha considerado como materia apta para trabajar el duelo de la pérdida. Podemos concluir que: (a) la enfermedad mental y sus consecuentes pérdidas satisfacen los criterios de auténticas pérdidas, aunque estas pérdidas no suelen ser reconocidas por la sociedad, carecen de lenguaje y de rituales para el duelo, se lamentan en aislamiento, y la persona está muchas veces avergonzada y con estigmatizada (Doka, 1989, 1993; Pine et al., 1990); (b) el proceso de duelo tan claramente descrito como saludable, normal y curativo por eruditos en la materia (Lindemann, 1944; Kübler-Ross, 1969; Parkes, 1972, 1986; Parkes & Weiss, 1983; Raphael, 1983) no ha sido utilizado en términos de su potencial aplicabilidad a la sinergia terapéutica de la psiquiatría. El contenido de este capítulo consiste, en primer lugar, en subrayar el perfil del duelo en la experiencia de la persona que sufre una enfermedad mental y, a continuación, en ilustrar el modo de explotar el proceso de duelo para el trabajo terapéutico. Se describe también la aplicación de métodos de terapia cognitiva, tal y como fueron sugeridos por Perris (1989), para su uso en la esquizofrenia. A este capítulo subyace la convicción de que el duelo de la enfermedad mental ofrece a la persona afectada y al terapeuta una fuente de recursos sanos, naturales, baratos y constantemente disponibles para la terapia. El capítulo ha sido estructurado a modo de manual. En la Primera Parte se presenta un marco teórico para el trabajo del duelo con la persona que padece la enfermedad mental. En la Segunda Parte se comentan algunos ingredientes para la práctica efectiva. La Tercera Parte contiene una descripción bastante detallada del modo en que la autora ha integrado, en su práctica, el marco del duelo-enfermedad-mental e incluye también reivindicaciones sobre su éxito. El capítulo concluye con algunas observaciones adicionales sobre las ventajas derivadas de la incorporación del duelo de la enfermedad mental en nuestro esfuerzo por ayudar a la persona en el proceso de recuperación.
Primera parte: “duelo de la enfermedad mental”: marco teórico Conclusiones de la literatura Cuando se aborda la literatura relativa a la persona que padece una enfermedad mental –es decir, cuando el foco de atención se dirige al alivio estricto de los síntomas– se encuentra un cuerpo relativamente pequeño de material crítico, edificante y alentador. Autores como Jeffries (1977), Kanter (1985),
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Mohelsky (1987), Deegan (1988), Coursey (1989), Selzer et al. (1989), Dincin (1990), Corin y Lauzon (1992) y Strauss (1992, 1994) se refieren a ciertos “descuidos” en el arte de la psiquiatría. Todos ellos sugieren algunas medidas de corrección y, en sus respectivos modos, animan a la comunidad psiquiátrica a considerar a la persona, no sólo por razones humanitarias sino también para la maximización del efecto terapéutico. Como se ha mencionado previamente, el duelo y su proceso han sido considerados desde tiempo atrás en la literatura como nuestra reacción normal, sana y curativa ante la pérdida (Lindemann, 1944; Kübler-Ross, 1969; Parkes, 1972, 1986; Worden, 1982; Parkes & Weiss, 1983; Raphael, 1983). Sin embargo, en la práctica, como también se ha mencionado anteriormente, en lo que respecta a los aspectos de pérdida en la enfermedad mental, éstos y sus concomitantes experiencias de duelo han sido ignorados en gran medida. Las excepciones son, sobre todo, de tres tipos: (a) las centradas en las experiencias de duelo de los miembros de la familia cuando un miembro padece una enfermedad mental (p.ej., Miller et al., 1990; Atkinson, 1994); (b) las que conceden un breve reconocimiento de la aparición del duelo en los pacientes (Gunderson, 1978; Selzer et al., 1989) y (c) las que profieren ciertas pautas al terapeuta para la adecuada terapia del duelo (p.ej., Lefley, 1987; Selzer et al., 1989; Alexander, 1991). En general, las reacciones subjetivas de los pacientes a su propia enfermedad mental se caracterizan como proceso de enfermedad o como duelo –pero un duelo cuya expresión no está permitida, p.ej., Jeffries ha acuñado la reacción subjetiva como proceso de enfermedad del siguiente modo: Tras una psicosis aguda, sobreviene una neurosis traumática similar a la que sigue a un accidente, o al tipo de neurosis cardiaca que sigue a un infarto coronario real o imaginario. De hecho puede haber diferentes respuestas neuróticas al trauma de un episodio esquizofrénico agudo... (1977, p. 199).
Selzer et al. (1989) se refieren a la reacción subjetiva ante la enfermedad mental, la identifican como duelo y señalan que su expresión no es permitida: El duelo es el afecto que con más frecuencia experimentarían los pacientes si se enfrentaran a la realidad de su situación en ese momento. Evidentemente, la rabia les defiende de dicho duelo. El “apoyo” de la familia, los amigos o los terapeutas puede constituir sus esfuerzos por negar el duelo de los individuos esquizofrénicos. Frecuentemente, se deja a los pacientes para que lo superen a solas. “Estoy seguro de que te pondrás mejor” a nivel consciente puede equivaler a un comentario amistoso reconfortante, pero puede hacer que los capaces sean menos capaces de expresar su ira. Las expresiones de los otros sobre el futuro pueden ser interpretadas por los pacientes como una falta de voluntad para escuchar su ira y su desesperación (Selzer et al., 1989, p. 227).
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La descripción de Mayer-Gross (1920) refleja una reacción de proceso de duelo ante la enfermedad mental tal y como es experimentada por los pacientes. Jeffries (1977) recoge del siguiente modo el pensamiento de Mayer-Gross: Una clasificación fenomenológica de los diferentes modos en los que una persona puede reaccionar a una experiencia psicótica aguda [fue propuesta por MayerGross]. Este autor distinguía cuatro modos: negación del futuro (desesperación); negación de la experiencia misma (exclusión); creación de una “nueva vida” después de la enfermedad; “fundición” de la enfermedad en una serie continua de “valores vitales” (Jeffries, 1977, pp. 200-201).
Más recientemente, Appelo et al. (1993) han ofrecido una contribución significativa. Su artículo titulado “Duelo: su importancia para la rehabilitación de la esquizofrenia” subraya la importancia clínica de la reacción de duelo del paciente para la esquizofrenia y señala el modo en que puede utilizarse tal reacción. A este respecto manifiestan: ...que muchas conductas vinculadas a la esquizofrenia han sido falsamente interpretadas como psicopatológicas o como falta de motivación, mientras que la teoría del duelo les atribuye un contexto significativo de reacción a la pérdida. Por lo tanto, la consecuencia de esta alternativa modifica la propia actitud hacia estos síntomas, y concede valor al uso de las intervenciones cognitivo-conductuales para el duelo complejo en la práctica clínica de rehabilitación (p. 58).
Al escribir El duelo de la enfermedad mental: una guía para pacientes y sus cuidadores (Lafond, 1994), la mía fue una tarea con finalidades múltiples. Obviamente, como en el caso de Apelo et al., mi objetivo era el fomento de la atención sobre el proceso de duelo específicamente vinculado a la enfermedad mental y complementar esto con sugerencias para el uso constructivo del duelo para pacientes, sus familiares y otras personas que les atiendan. Extraído de mi propia experiencia en la recuperación de la enfermedad mental, así como de la práctica profesional, mi hipótesis es que las personas afectadas por una enfermedad mental grave que acometen conscientemente el proceso de duelo obtendrán un resultado mejor que quienes no lo hacen. Aspectos de pérdida en la enfermedad mental: algunas consideraciones Nosotros que trabajamos a diario con las personas que padecen enfermedad mental y con sus familias, sabemos que las pérdidas que acompañan a la enfermedad mental son duras y diversas en tipo y en cantidad. Comienzan con la enfermedad misma y pueden abarcar muchos, si no todos los aspectos de la vida de la persona. A continuación se describen cinco dimensiones de
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pérdida significativa experimentada a través de la enfermedad mental. Esta información se destina a ampliar la conciencia de los profesionales sobre estos particulares y también a nuestra necesidad, de cuando en cuando, de permanecer quietos. La enfermedad misma Al hablar de su propia experiencia depresiva el conocido novelista William Styron, la describió del siguiente modo: Para la mayoría de las personas que la han experimentado, el horror de la depresión es tan sobrecargante que va más allá de lo que pueda expresarse... Pero en la ciencia y en el arte la búsqueda continuará hasta lograr una representación clara de su significado, que algunas veces, para ésos que la conocen, es un simulacro de todo el mal de nuestro mundo: de nuestra discordia y caos cotidiano, de nuestra irracionalidad y nuestra huida de ella sostenida en la intolerable historia (Styron, 1990).
La psicóloga clínica Patricia Deegan, se refiere a lo que conlleva la enfermedad mental para la persona, también desde la perspectiva que concede el hecho de conocerla de primera mano: Todas las personas que hemos padecido una enfermedad y discapacidad catastrófica conocemos esta experiencia de angustia y desesperación. Es vivir en la oscuridad sin esperanza, sin pasado y sin futuro. Es el auto-lamento. Es el odio hacia todo lo bueno y vital. Es la ira dirigida hacia el propio interior. Es una herida sin boca, una herida tan profunda que de ella no puede emanar ningún grito... (Deegan, 1988).
Los informes de los pacientes sobre su experiencia de la enfermedad nos sirven, quizá, como nuestros mejores maestros para apreciar la gravedad de la pérdida que constituye la misma enfermedad mental. En estas descripciones habitualmente se incluye una plétora de “absolutos” y “superlativos” –comunicar tanto la completa falta de significado y la malvenida intrusión de la enfermedad mental. Una y otra vez, aprendemos que los sentimientos directamente relacionados con la enfermedad se experimentan en los extremos del espectro emocional. Independientemente de los síntomas o de la categoría diagnóstica particular, todas las lecciones enseñadas por ésos directamente afectados por la enfermedad mental incluyen a los que demuestran cómo funciona la enfermedad mental para poner en movimiento alteraciones vitales fundamentales, cómo se ve afectado el tiempo y el uso del tiempo, y qué conlleva convertirse en sujeto de tratamiento y tener que aprender a manejar los hechos y las clasificaciones diagnósticas.
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Pérdidas relacionadas con los esfuerzos de tratamiento/rehabilitación Nosotros, que somos quienes ofrecemos diferentes formas de ayuda, contemplamos la ayuda que damos como buena, benigna o, por lo menos (p.ej., en los casos en los que reconocemos que el tratamiento contiene dificultades inherentes), la mejor disponible. Los auto-informes de los pacientes suelen ofrecer una perspectiva diferente. Junto con la mención a lo logros, en los auto-informes se hace referencia a la experiencia (y sentimiento) de pérdida del curso del tratamiento. Visto en el contexto del duelo de la enfermedad mental, los mensajes como “la medicación será útil” y “las sesiones grupales semanales le ayudarán” se reconocen como si contuvieran mensajes de pérdida habitualmente transmitidos sin ningún reconocimiento de dicha pérdida. Pérdidas materiales: residencia, ingresos, carrera y oportunidades laborales Con el comienzo de la enfermedad mental se modifican las condiciones materiales de la vida del paciente, algunas veces lentamente, otras más rápido, y en algunos casos drásticamente. Muchas personas se encuentran residiendo fuera de su hogar habitual por razones vinculadas a la enfermedad. Las palabras de Unzicker (1989) reproducen los temores de muchos que padecen una enfermedad mental: “Ser un paciente mental equivale a ser residente de un geto, rodeado de otros pacientes mentales que están tan amedrentados y hambrientos y aburridos y destrozados como tú mismo”. Incluso aunque la persona no tenga que abandonar su domicilio, es muy habitual que cambien las normas y/o expectativas domésticas. Estos cambios oscilan desde tener a alguna persona alrededor y controlando siempre que se toma la medicación, hasta encontrar que los miembros de la familia muestran nuevas actitudes solícitas –actitudes que son palpablemente diferentes de las mostradas a los restantes miembros de la misma familia. Una paciente, artista y secretaria de dirección, suele recordarme los aspectos de pérdida de la enfermedad mental. Repetidamente suele quejarse de que, “Lo que más detesto de todo esto es ser pobre, tener que vivir en este barrio y carecer de acceso a cualquier tipo de ayuda para mis producciones artísticas o para cualquier otra cosa”. Además, el comentario de Unzicker sobre su situación financiera habla por sí solo sobre las pérdidas materiales experimentadas juntamente con la enfermedad mental: “Ser un paciente mental es vivir con 100 euros al mes en cupones de comida, que no te permitirán comprar el Kleenex para secar tus lágrimas, y ver que tu loquero vuelve de comer conduciendo un Mercedes Benz”.
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La enfermedad mental afecta muchas veces a la capacidad para ser económicamente independiente. Evidentemente en la mayoría de los casos se producen también cambios en las propias alternativas de acceso laboral o en las esperanzas vocacionales. Las perspectivas laborales, si no se extinguen por completo, se modifican radicalmente, obligando a la persona a alejarse significativamente de sus sueños y expectativas. En un mundo que tanto valora la independencia, una vez adquirida, la pérdida de la misma en cualquier medida significa para la persona una pérdida de excepcional magnitud. Pérdida de relaciones Con respecto a la calidad y cantidad de relaciones, tanto las familiares como las de los amigos cercanos, la enfermedad mental conlleva cambios indeseados e imprevistos. Los procesos paranoides, las conductas extrañas, la falta de iniciativa y la reducida capacidad para hacerse comprender, aunque ocasionalmente presentes, influyen sobre las relaciones existentes y sobre la capacidad para establecer nuevas relaciones. Además, con excesiva frecuencia, una consecuencia muy desafortunada de la enfermedad mental es que a la persona se le incapacita para establecer relaciones a largo plazo y, consecuentemente, se produce el indeseado resultado de la pérdida del rol de cónyuge, progenitor o abuelo. Pérdida relacionada con el sentido del self La enfermedad mental agrede seriamente al sentido del self del paciente. En la configuración de esta agresión se halla el hecho de que la mayoría de las personas disponen de escasez de vocabulario para expresarse coherentemente cuando la pérdida afecta a sus mismas personas. Incluso para nosotros, los profesionales de la salud mental, expresiones como “sentido del self”, “auto-estima” y “auto-imagen” en relación a nosotros mismos, probablemente son más próximos a las páginas de los textos de psicología que de ayuda real en nuestro lenguaje cotidiano sobre nosotros mismos. Por lo tanto, de esto se deriva muchas veces que otro componente de la pérdida relacionada con el sentido del self puede encontrarse con la reticencia (quizá debido a la falta de vocabulario o a la falta de conciencia) por parte de los terapeutas para iniciar el comentario sobre qué y cómo se siente el paciente en relación a padecer una enfermedad a la que ha de enfrentarse. Cuando se comentan los aspectos relativos a la pérdida del sentido del self, afloran aspectos como: la absorción inconsciente del estigma social sobre la enfermedad mental en la auto-imagen; la ausencia de capacidad para estable-
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cer predicciones razonables sobre uno mismo; las profundas dificultades para hacerse entender en varias esferas y el hecho de encontrarse en un rol subordinado, que a menudo va acompañado con la percepción de sí mismo como participante no valorado en su propia recuperación. Probablemente no es exhaustiva la relación de cinco aspectos particulares de pérdida en la enfermedad mental, previamente mencionados. Se han omitido, por ejemplo, las pérdidas sufridas a través del sistema de asistencia psiquiátrica que ha subrayado el movimiento anti-psiquiátrico (p.ej., Unzicker, 1989; Burstow & Weitz, 1988) y también otros no pertenecientes a este movimiento. Reacción a la pérdida: el proceso de duelo La literatura existente referida al duelo y a su proceso puede clasificarse en cuatro categorías: (a) la que identifica y describe los estadios o fases del duelo (p.ej., Kübler-Ross, 1969; Parkes, 1972, 1986; Parkes & Weiss, 1983); (b) la que critica el “enfoque de estadios” y presenta una conceptualización alternativa (p.ej., Hodgkinson & Stewart, 1991; Rando, 1984, 1986); (c) la que se centra en el duelo patológico, no resuelto (p.ej., Zisook, 1987); (d) la que presenta los hallazgos de estudios no relativos a la pérdida por muerte humana –muchas veces haciendo referencia a los estadios de duelo señalados por Kübler-Ross en Sobre la muerte y la agonía (o.ej., Crosby, Gate & Raymond, 1983; Winegardner, Simonetti & Nykodym, 1984; Blinde & Stratta, 1992). En mi trabajo con pacientes y con sus familias, he descubierto que puede ser útil disponer de un modelo de estadios o fases del duelo. Se identifican y se definen cinco categorías de reacción: negación, tristeza, ira, miedo y aceptación. Éstas no se conceptualizan como estrictas fases secuenciales, sino como componentes habitualmente experimentados en el proceso del duelo por la enfermedad mental. Sin embargo, sugiero cierto modelo de secuencia por dos razones; en primer lugar, para transmitir una sensación de esperanza realista en que uno “pueda alcanzar una sensación de paz” mayor de la que está sintiendo en ese momento; en segundo lugar, para presentar el equivalente a una secuencia de los giros y recovecos psicológicos y emocionales que se hallarán en el viaje del duelo. Una secuencia dinámica suele ser apreciable cuando, por ejemplo, durante el curso de la negación, la persona comienza a ser más consciente de las realidades que la enfermedad mental ha impuesto en su vida y, entonces, reacciona a esta profundización en la conciencia con sentimientos de tristeza o ira. Sin embargo, es importante especificar que: (a) el proceso de duelo no progresa en fases exactas y previsibles; (b) es normal
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avanzar y retroceder de una fase a otra; (c) la persona puede experimentar más de una fase en cada momento y por último, (d) dependiendo de las circunstancias, las personas suelen sentir como si tuvieran que comenzar desde el principio en el viaje del duelo. Fases del duelo por enfermedad mental Negación La negación, habitualmente el primer estadio del duelo ante la experiencia de la enfermedad mental, ha adquirido una falsa reputación. Sacada del contexto del proceso de duelo, es considerada como un estado del ser o, peor, como una expresión negativa voluntaria –es decir, un rechazo deliberado a afrontar el hecho de la presencia de la enfermedad mental en la propia vida. Gracias al trabajo de algunos de los eruditos anteriormente nombrados, los profesionales de la salud mental disponen de alternativas válidas, desde un punto de vista constructivo, para el rol de la negación. Esta perspectiva contempla la negación en el contexto del duelo normal, sano, que actúa como un tipo de válvula de seguridad o elemento que absorbe el shock. Como tal, permite a la persona la supervivencia satisfactoria de las “malas noticias” relativas a su enfermedad mental. Actuando como mecanismo que absorbe el shock, sirve a dos finalidades en el caso de la enfermedad mental: (a) ayuda a la persona a preservar el sentido del self y el sentido del mundo; (b) le asiste en el proceso de integración de las noticias sorprendentes si la persona puede manejar tal integración. Sin lugar a muchas dudas, el curso de la negación está influido por la enfermedad. Así, el desarrollo de insight relativo a la enfermedad mental suele ser menos intenso y rápido en su aparición que en los casos de otras pérdidas. Evidentemente, es típico ver la fase inicial de la enfermedad y la de la negación trabajando cooperativamente contra las posibilidades de una producción temprana del proceso de duelo o implicación voluntaria en la terapia. Una vez que la enfermedad abate con fuerza plena, la dinámica de la negación puede adoptar diferentes niveles de intensidad. Independientemente de su intensidad, se sigue produciendo la absorción de fragmentos, por pequeños que sean, de información específica para la experiencia de la enfermedad mental. Aunque el paciente se resista, escucha afirmaciones como, “Debe tomar esta medicación indefinidamente”, “Su médico le recomienda que viva en un domicilio asistido” y “Ya no puedo seguir viviendo contigo”. Juntamente con la escucha se produce la adquisición de noticias dolorosas relacionadas con la enfermedad y, con esta adquisición, la persona experimenta profundos sentimientos de tristeza, ira y miedo.
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Tristeza, ira y miedo A diferencia de la negación, y tanto en el contexto del duelo como en otros, las experiencias de tristeza, ira y miedo reciben, por lo menos, cierta validación por parte de la sociedad como normales y saludables. Aun así, siguen persistiendo poderosas malinterpretaciones sobre estas emociones, entre ellas podemos hallar: (a) el hecho de que ciertas emociones sean consideradas más apropiadas, dependiendo del género del paciente; (b) las expresiones honestas de la propia ira o tristeza son indicativas de “pérdida de control”; (c) temor a que las emociones, si se expresan, sean objeto de diagnosis y de tratamiento (p.ej., como afirma Unzicker, 1989: “Ser paciente mental es... no llorar y no herir, no estar amedrentado y no estar furioso, y no ser vulnerable ni reír demasiado alto –porque, si lo haces, sólo demuestras que eres un paciente mental...”); y (d) la equiparación automática de la emoción expresada con la expresión no constructiva o destructiva. La implicación consciente con los sentimientos de tristeza, ira y miedo proporciona mucho material para la terapia, incluyendo el establecimiento de la alianza terapéutica (Appelo et al., 1993; Lafond, 1994). Obviamente, como se detallará más adelante, la terapia cognitiva encuentra tierra fértil cuando los pacientes en el contexto grupal reciben sólo un poco de información sobre estos sentimientos, por ejemplo, que estos sentimientos son normales. Además, el simple acto de reconocer la emoción de una persona, incluso en los momentos en los que se “representan” los sentimientos de duelo, constituye un punto de partida para la expresión constructiva del duelo. Y, como mínimo, la información sobre el proceso de duelo relacionado a la enfermedad mental enriquece un vocabulario necesario para los sucesos emocionales y psicológicos vividos anteriormente y experimentados en ese momento como consecuencia de la enfermedad. Aceptación En Sobre la muerte y la agonía, Kübler-Ross (1969) describe la postura de aceptación como aquella en la que la persona agónica, habiendo procedido satisfactoriamente a través de los estadios del lamento de su propia muerte, alcanza un punto “casi vacío de sentimientos... [donde] el dolor ha desaparecido, la lucha ya ha pasado...” (p. 113). La aceptación en el contexto del duelo por enfermedad mental se opone radicalmente a la descrita por KüblerRoss, y a la de Parkes, Lindemann y otros. Esto se debe en parte a que las pérdidas asociadas con la enfermedad mental no comparten la característica de finalidad propia de las otras pérdidas. En otras palabras, en el caso de la
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enfermedad mental grave, muchas veces se lamenta una pérdida crónica. Así, en El duelo de la enfermedad mental: una guía para pacientes y sus cuidadores, se define la aceptación como “... afrontamiento de las realidades generadas por la presencia de la enfermedad mental, y construcción y práctica de habilidades de manejo de forma que se pueda lograr y mantener la recuperación” (p. 77). En los primeros comentarios sobre la aceptación de la realidad de la enfermedad mental, es necesario clarificar el significado de la aceptación; por ejemplo, que no implica la aprobación de la propia enfermedad mental. Suelen ser frecuentes las afirmaciones como, “Nunca podré aceptar mi enfermedad”. Trabajando desde el marco del duelo por la enfermedad mental, tales afirmaciones establecen el escenario para explicar tal aceptación: (a) comienza tratando de encarar cualquier realidad que se ha derivado en la vida como efecto de la enfermedad mental; (b) está fortalecida por los esfuerzos realizados para alcanzar mayor insight y (c) desempeña un rol importante en el mantenimiento de la salud mental. En mi opinión, el conocimiento sobre la aceptación es crucial para quienes padecen los primeros episodios psicóticos, particularmente el posible uso para ayudar a la persona a evitar episodios adicionales. La conceptualización de la aceptación como un instrumento al servicio del mantenimiento de la recuperación hace que el logro sea una posibilidad real y atractiva. Evidentemente, para algunos se convierte en el faro que ilumina de esperanza el viaje del duelo. La observación atenta de los pacientes y miembros de la familia que parecen haber alcanzado cierta paz a pesar la enfermedad, indica que existen tres elementos esenciales en la aceptación: insight, actividad y afirmación. Éstas continúan estando presentes incluso cuando las fases de la enfermedad han finalizado. Una persona alcanza insight mediante: (a) la búsqueda de información sobre su propia enfermedad mental, particularmente advirtiendo cómo se expresa la enfermedad en las propias circunstancias únicas, así como manteniendo un ojo abierto ante la información de consumo para el público general; (b) el descubrimiento de lo que pueda hacerse para el manejo de los síntomas; (c) la formulación de preguntas al terapeuta. La actividad, un pariente cercano del insight, es evidente en aquellos que optan por actualizar el rol que saben que les corresponde desempeñar para recuperarse y sostener la recuperación. La práctica de la afirmación, la consideración suficientemente seria de la propia situación, para decirse a uno mismo que es difícil afrontar la enfermedad pero que “Hago todo lo que puedo...” se intercala entre el insight y la actividad para alcanzar un nivel satisfactorio de aceptación. Los terapeutas pueden ser de ayuda en el logro de la aceptación animando a los pacientes a establecer compromisos conscientes y formales para trabajar desde la instancia de la aceptación.
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Segunda parte: consideraciones sobre la práctica Características del terapeuta El trabajo consistente en ayudar a las personas a iniciar el proceso de duelo asociado con su enfermedad mental se facilita si el terapeuta asume una postura que combine la afirmación, la docencia, la motivación y la colaboración. Postura afirmativa Mediante la postura afirmativa el terapeuta reconoce abiertamente el trabajo que ha realizado y sigue haciendo el individuo para recuperarse y para mantener tal logro. La expresión de la presunción de que el paciente trabaja en pos de la recuperación, incluso en el momento de su admisión, es algo importante –no sólo a fin de afirmar el esfuerzo sino también para transmitir al paciente que de él se espera que desempeñe un rol activo en su propia recuperación. También integral a esta postura es el reconocimiento patente del lado sano del individuo, sus puntos fuertes y sus talentos. Una postura de afirmación conlleva también que las diferentes intervenciones del terapeuta sean ejecutadas de un modo que reconozca y afirme voluntariamente la lucha emocional y psicológica de la persona con la enfermedad. Los esfuerzos de afirmación no deberían esperar hasta la remisión del estadio de máximo esplendor de la psicosis. Las reacciones observables de dolor suelen estar presentes a lo largo de todos los síntomas psicóticos. Como se ha mencionado anteriormente, los esfuerzos por conectar con la persona a través de sus sentimientos de sufrimiento, tanto si se expresan abiertamente como si no, pueden constituir la clave para el establecimiento del rapport. Además, la alianza terapéutica a menudo se ve fomentada por la afirmación del terapeuta o el acuerdo abierto con respecto a las quejas sobre los defectos en las atenciones recibidas del servicio psiquiátrico. Adicionalmente, también requieren identificación y afirmación las estrategias de afrontamiento constructivas que ya presenta el paciente. Entre ellas se incluyen, por ejemplo, los esfuerzos por reconocer las primeras señales de enfermedad, la solicitud de ayuda antes de que llegue la crisis y los esfuerzos realizados por soportar y sobrellevar los síntomas psicóticos persistentes. Éstos se hacen visibles cuando los pacientes narran sus historias en respuesta a cuestiones intencionadamente formuladas; por ejemplo: “¿Cómo se ha arreglado hasta el momento?” “¿Qué estrategias ha empleado para llegar hasta este punto?” o “¿Qué hace en su propio beneficio?” Además de las estrategias de afrontamiento constructivas que el paciente emplea ya, otro elemento a afirmar (y otro trabajo a realizar) incluye el carácter único de
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la persona, por ejemplo, cómo se ha ejemplificado a través de la selección de las habilidades de afrontamiento y el modo particular en que la persona ha utilizado esta destreza, así como el esfuerzo invertido en la selección y ejecución de una estrategia de afrontamiento. En mi opinión, también es necesario que el terapeuta ofrezca cierto reconocimiento positivo hacia los esfuerzos de afrontamiento no constructivos que previamente ha empleado el paciente. Éstos pueden ser contemplados como “lecciones de la vida” o cursos de acción que uno adopta antes de conocer otras opciones preferibles. Postura docente Como el dolor de la enfermedad mental no recibe reconocimiento social, el terapeuta ha de cuidar siempre la transmisión de unos puntos básicos sobre el duelo de la enfermedad mental y ha de estar preparado para hacerlo repetidas veces. Puntos básicos a enseñar son: 1. La enfermedad mental es una pérdida que ha de lamentarse. 2. La negación, la tristeza, la ira, el miedo y la aceptación son componentes normales del duelo. 3. La mayoría de las personas sienten, en un momento o en otro, más de uno de los sentimientos. 4. El duelo es un proceso sano. 5. La implicación consciente en el proceso proporciona un puente para la terapia satisfactoria y la energía para el trabajo sostenido que se requiere para el mantenimiento de la recuperación. Más allá de estos elementos básicos, se hace esencial enseñar algunas estrategias de afrontamiento, y proteger a la persona en sus primeros esfuerzos por usarlas. Entre estas estrategias se incluyen las “cuestiones claves de afrontamiento” (Lafond, 1994) y otras técnicas de terapia cognitiva como el metapensamiento y la descentración (Perris, 1989). Es importante recordar siempre, como señala Perris (p. 184), que estas técnicas no han de ser enseñadas como objetivos en sí mismos, sino como métodos o formas de asistencia para la mejoría de síntomas. Postura motivadora La motivación brota del conocimiento auténtico del modo en que trabaja y ha trabajado la persona sobre la base de sus puntos fuertes. Evita lo que McMullin (1986) denominaba “refuerzos irracionales”, es decir, asignación a la persona de atribución significativa para el éxito. (El terapeuta evitaría decir,
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por ejemplo, “¡Muy bien que lo hayas hecho!” En lugar de eso el terapeuta diría “¡Muy bien! Obviamente te has esforzado y sigues haciéndolo para mantenerte bien.”) Los terapeutas operativizan la motivación como mínimo de dos formas interrelacionadas: (a) ayudando a la persona a descubrir objetivos realistas (p.ej., “el objetivo global de rehabilitación”; Farkas & Anthony, 1989); y (b) ofreciendo ayuda puntual en el logro de dichos objetivos. Muchas veces, por ejemplo, el terapeuta necesitará poner en contacto a la persona con otros profesionales o servicios para la obtención de determinados recursos. Una postura de motivación, sin embargo, siempre va más allá de los aspectos funcionales del logro de objetivos hasta contactar significativamente con la dimensión psicológica y emocional de la persona. Postura colaboradora La voluntad para ser compañero y colaborador es esencial si se desea lograr un trabajo efectivo con el duelo de la enfermedad mental. Esta voluntad se demuestra a la persona a través de los esfuerzos afirmativos, docentes y motivadores del terapeuta. La voluntad del terapeuta para trabajar colaboradoramente se refuerza cada vez que hacemos una mención intencionada al proceso de duelo asociado a las experiencias de la enfermedad mental del paciente. La mención de la presencia de tristeza, ira o miedo, por tener que afrontar ciertos aspectos de la enfermedad psiquiátrica, facilita la alianza terapéutica. Hasta el momento, en este capítulo se ha tratado de transmitir un marco teórico y filosófico relacionado con el trabajo del duelo en la enfermedad mental. A continuación se presenta una descripción de la aplicación práctica de este marco.
Tercera parte: trabajo grupal del duelo en la enfermedad mental Contexto de práctica opcional: trabajo grupal De cuando en cuando, los comentarios sobre el trabajo grupal con personas que sufren esquizofrenia concluyen con que el grupo no es el contexto más apropiado. A juzgar por mi propia experiencia, estoy en desacuerdo con esa conclusión. Hemos hallado que estos pacientes, como cualquier persona a quien se le presente la oportunidad, optará por acudir al grupo o no hacerlo, una vez en el grupo, participará si se adapta a él. Con respecto a la asistencia de cualquier individuo, hemos observado que dos pautas pueden ser muy útiles: (a) la asistencia y participación siempre ha de ser voluntaria –espe-
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cialmente importante en el reconocimiento de la vulnerabilidad al estrés experimentado por personas con esquizofrenia– y (b) la enfermedad de la persona puede no presentarse con una intensidad que deteriore o perjudique al proceso grupal. Muchos pacientes con esquizofrenia parecen estar bien atendidos mediante la combinación de terapia individual y sesiones grupales. Tal combinación, a mi entender, es ideal para la finalidad de promoción del conocimiento sobre el duelo en la enfermedad mental y su explotación para el fomento y mantenimiento de la recuperación. Evidentemente, los pacientes que abiertamente se presentan como desinteresados, “demasiado deprimidos” o incapaces de participar de otros modos en las sesiones grupales se han sorprendido muchas veces de su propia participación racional y articulada. Además, los comentarios relativos al modo en que una sesión grupal particular “me ayudó a hablar de cosas para las que no estaba preparado...” nos recuerda la importancia de considerar a cada paciente y a todos ellos como aptos para el trabajo grupal, independientemente de cuán desmotivado parezca. Sin embargo, para las personas que por una razón u otra no puedan manejar el contexto grupal, las sesiones de trabajo individual del duelo siguen siendo una opción válida. Cuando los pacientes se niegan a acudir a las sesiones grupales, procede respetar esta respuesta y manifestarla así añadiendo que es posible que en un momento posterior se sientan más dispuestos a participar en el grupo. Cada vez que el tiempo u otras circunstancias lo permitan, debería promoverse la participación en las sesiones grupales, incluso aunque esa participación se limite a la permanencia silenciosa en el grupo. El grupo de afrontamiento de la enfermedad Durante los últimos años, en el Servicio de Esquizofrenia del Hospital Real de Ottawa, se ha venido desarrollando semanalmente el grupo de afrontamiento de la enfermedad. Con una duración de no más de 50 minutos, en este grupo participan pacientes en régimen de internado y pacientes externos. Es un grupo abierto, donde los participantes cambian de semana a semana. Sin embargo, normalmente suele permanecer un núcleo fijo de miembros con dos facilitadores: uno de mis colaboradores y yo misma. El grupo tiene tres finalidades específicas: (a) ofrecer un lugar y un espacio de encuentro para recibir educación sobre el duelo en la enfermedad mental; (b) servir como fuente de “apoyo moral”; (c) ofrecer sugerencias prácticas de afrontamiento de la enfermedad, incluidas las estrategias de afrontamiento cognitivo.
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Las sesiones del grupo de afrontamiento de la enfermedad se desarrollan en cinco fases: introductoria, exploratoria, educativa, de comentarios y de arropamiento. Fase 1: Introductoria Al comienzo de cada grupo, tras una breve bienvenida, se recuerda a los pacientes que la asistencia al grupo es voluntaria de forma que no deben sentir ninguna presión para participar (p.ej., “No deseamos que se sienta incómodo...”) y que, en caso necesario, pueden abandonar el recinto antes de finalizar el tiempo establecido. Durante la fase introductoria, también se especifica que el grupo “no es una terapia de grupo para resolver problemas personales profundos sino un lugar idóneo para exponer sentimientos relacionados con la enfermedad mental, con tener que acudir al hospital, con ser dependiente de medicación, etc. y sobre lo que podemos hacer con respecto a esos sentimientos”. En este punto también se recuerda a los pacientes que todos ellos serán bienvenidos al grupo incluso si deciden seguir en él después de haber recibido el alta hospitalaria. La fase introductoria concluye invitando a los miembros del grupo a presentarse en primera persona. Fase 2: Estadio exploratorio Se solicita al grupo un tema de comienzo y, normalmente, los miembros veteranos suelen tomar la iniciativa. Entre los temas más habitualmente mencionados se encuentran el afrontamiento, las destrezas de afrontamiento, el duelo, el metapensamiento, la descentración y el manejo de la ansiedad. (Si en algún caso no hay ningún miembro que proponga un tema, uno de los directores del grupo sugiere comenzar por la revisión de la finalidad del grupo). No es excepcional que alguien exprese su deseo de resolver un tema personal. Dependiendo del problema y de su descripción, los directores del grupo adoptan uno de los siguientes cursos de acción: (a) afirman la importancia del problema y reconocen que merece atención pero sugieren a la persona que lo trate con determinado personal ajeno al grupo o (b) lo emplean como elemento introductorio de los aspectos educativos relacionados con la finalidad grupal. Fase 3: Educativa La metodología empleada combina la lectura al estilo socrático. Normalmente se ofrecen comentarios complementarios por algunos de los pacientes más veteranos, pero algunas veces también por los internos. A menudo, por ejemplo, la explicación de una dinámica del proceso de duelo
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particular (que es normal sentir miedo a lo largo del proceso) va seguido por explicaciones de los pacientes de que también es normal sentir elementos de ira y de tristeza a lo largo del proceso. Durante la sesión se emplea una pizarra para anotar los aspectos más relevantes del contenido y de las contribuciones de los pacientes. Ejemplos de contenidos: Aquí se presentan los contenidos en su totalidad y en determinado orden para facilitar su lectura y para presentar una visión global. Sin embargo, como creemos que la dinámica grupal es tan valiosa como los contenidos presentados por los directores del grupo, los contenidos nunca se ofrecen tal y como aparecen aquí. 1. Proceso de duelo asociado con la enfermedad mental. Cada vez que perdemos algo nos sometemos a un proceso denominado duelo. Muchas personas saben que experimentan duelo cuando alguien cercano a ellos muere o cuando se produce un divorcio en la familia. La enfermedad mental también es una pérdida, y puede conllevar muchas otras pérdidas, por lo tanto, existe un proceso de duelo que se deriva de la enfermedad mental. A menudo nos referimos en este grupo a las fases o estadios de ese duelo –negación, tristeza, ira, miedo y aceptación. La negación se produce cuando la persona enferma y/o es ingresada en el hospital por primera vez. Dice cosas como: “No necesito estar aquí en el hospital. No estoy enfermo”. “Alguien ha cometido un grave error”. “No necesito medicación”. Cuando la persona comienza a reconocer la presencia de la enfermedad, normalmente empieza a sentirse triste o furiosa, o ambos triste y furiosa por lo que ha sucedido. La última fase es la aceptación. La aceptación implica que una persona se ha puesto en contacto con la enfermedad y que ha desarrollado y sigue probando destrezas de afrontamiento. La mayoría de las personas siguen teniendo parte de los sentimientos iniciales de duelo incluso cuando han alcanzado la fase de aceptación. La diferencia de quienes han alcanzado la aceptación es que los sentimientos de tristeza e ira ya no son tan intensos como en las fases anteriores. En este momento las personas conocen mejor cómo alcanzar una vida más pacífica y más feliz para sí mismas mediante el uso de las destrezas de afrontamiento. Otro sentimiento importante que probablemente está presente en la mayoría de nosotros durante los procesos de duelo es el miedo –miedo a muchas cosas, como a no mejorar nunca o a enfermar otra vez. Para nosotros es útil saber que el miedo puede ser mitigado y que podemos aprender a usarlo como guía.
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Una de las cosas más importantes a recordar sobre el proceso del duelo es que es completamente sano y normal. Es absolutamente apropiado sentir pena de uno mismo –pena y tristeza de las dificultades experimentadas a consecuencia de la enfermedad, como la que podéis estar sintiendo ahora. Es apropiado sentirse muy triste o incluso enfurecido por ello. El truco consiste en buscar continuamente modos de ayudarnos a nosotros mismos a afrontar constructivamente las situaciones, de forma que podamos lograr una mejor vida para nosotros mismos, sin herirnos ni perjudicar a nadie. Algunas veces al lamentar nuestras pérdidas volvemos a una fase anterior, incluso después de haber alcanzado el grado de aceptación. En otras palabras, podemos sentir que debemos volver a pasar todo el proceso de duelo otra vez. Esto es muy normal. En cualquier caso, si esto nos sucediera, es bueno recordar que aunque nos sintamos así, eso es lo normal. Durante todo este proceso de duelo, aunque muchas veces no seamos conscientes de ello, estamos construyendo estrategias de afrontamiento. 2. Duelo problemático. Un problema importante del proceso del duelo consiste en quedarse estancado, por ejemplo en la ira o en la tristeza, o balanceándonos entre la ira y la tristeza. Esto puede y suele suceder, especialmente si no sabemos de la negación y de la aceptación. Por ello es muy importante que sepamos lo máximo posible sobre el funcionamiento del proceso de duelo. 3. Construcción de destrezas/mecanismos de afrontamiento. Cuando estamos convencidos de que es perfectamente apropiado tener sentimientos por nuestra enfermedad mental, por tener que acudir al hospital, etc. entonces nos hallamos en posición de preguntarnos unas cuestiones claves de afrontamiento: (a) ¿Cómo puedo ayudarme para afrontar__________? (b) ¿Existen modos de usar constructivamente mi experiencia de______? Los espacios en blanco pueden cumplimentarse con cualquier sentimiento, aspectos de sentimientos u otras situaciones en la que nos hallemos. Es recomendable describir tan específicamente como podamos los huecos en blanco. Muchas veces, estas respuestas nos ayudarán a hallar otras nuevas. Otras veces necesitaremos el consejo de un amigo o de un profesional para aprender formas de afrontamiento que sean satisfactorias y constructivas. 4. Metapensamiento. El metapensamiento implica simplemente pensar sobre los propios pensamientos. En otras palabras, retrocedemos de nosotros mismos para: (a) obtener diferentes puntos de vista sobre nuestros pensa-
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mientos, nuestras percepciones, nuestras opiniones –es decir, el modo en que interpretamos el mundo que nos rodea; (b) nos damos la oportunidad de probar la existencia de otras formas posibles de pensamiento sobre ciertos sucesos. El metapensamiento es útil cada vez que las personas se sienten presionadas. De hecho, puede ser muy útil si nos preocupa la depresión, la esquizofrenia, la enfermedad maníaco-depresiva, el pensamiento paranoide o algún otro tipo de pensamiento delirante. 5. Descentración. Algunas personas preocupadas por problemas de enfermedad mental pueden presentar la tendencia a pensar que ellas, sus problemas y/o sus cualidades les hacen más importantes de lo que son. [En este punto se dibujan en el encerado varios círculos del mismo tamaño para ilustrar a los otros “en un autobús o a nuestro alrededor en un centro comercial” junto con un círculo enorme que representa a un self desproporcionadamente mayor]. La destreza de la descentración presenta dos fases: (a) en primer lugar reconocemos que de cuando en cuando nos vemos a nosotros mismos como más importantes de lo que somos, por ejemplo, cuando creemos que estamos recibiendo mensajes especiales, o que “todo el mundo habla de mí”; (b) tratamos de atribuir a nuestras ideas sobre nosotros mismos o nuestros problemas el tamaño que les corresponde. Imaginándonos del mismo tamaño que las restantes personas del autobús, pueden reducirse algunos problemas como el pensamiento delirante o el pensamiento paranoide. Nos ayudamos a descentrarnos observando que algunas personas del autobús leen o miran por la ventana, e imaginando que esas personas pueden estar pensando en otras personas diferentes de nosotros. Es razonable pensar que algunos estarán planificando la cena de esa noche o estarán pensando en una discusión con un compañero de trabajo el día anterior. Fase 4: Comentario El comentario en grupo refleja el éxito y la lucha. Se anima a los participantes a describir sus historias de éxito en el esfuerzo por utilizar las diversas estrategias de afrontamiento. También se incluyen referencias al manejo de voces y otros síntomas, la cronicidad de la enfermedad mental, el vivir con etiquetas, el auto-manejo de síntomas, el manejo de los sentimientos vinculados al padecimiento de una enfermedad mental, el estigma, el hecho de ser incomprendido, los problemas relacionales en la familia, los problemas de medicación y los sentimientos de indefensión y desesperación. También se reconocen las dificultades inherentes al afrontamiento cotidiano, conduciendo al comentario de las formas y de los medios practicados para el afrontamien-
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to satisfactorio de estas dificultades. Entre las destrezas de afrontamiento se mencionan: (a) “Llamar a un amigo y comentarlo con él” como ejercicio de una destreza de manejo (y así se elimina la connotación de conducta dependiente); (b) búsqueda de claves para manejar los síntomas de la esquizofrenia como búsqueda y práctica de formas para mantener controlado el nivel de estrés; (c) uso de las preguntas claves de afrontamiento a modo de pautas, pensar qué y cómo puede hacer una persona para afrontar constructivamente una experiencia difícil; (d) descubrir el modo de superar las experiencias tan bien como uno pueda, así como el modo de felicitarse por hacerlo. Otro aspecto que se señala de forma regular durante la fase de comentario es que durante todo el proceso tratamos de lograr la identificación de nuestros sentimientos, el modo de procesar constructivamente ese sentimiento y, además, nuestra propia auto-compasión a medida que afrontamos situaciones y construimos nuestra propia auto-estima. Fase 5: Arropamiento Cuando la sesión grupal se aproxima hacia el final, se sintetizan los aspectos tratados. Algunas veces se menciona alguna sugerencia para la sesión de la próxima semana. A continuación, además de reconocer y agradecer la presencia y contribución de todos los participantes, se les ofrecen dos elementos añadidos de información: (a) si alguien se siente molesto por algo que se ha dicho en el grupo, se le invita a hablar con alguno de los directos del grupo de forma individual; (b) se invita a todos a que vuelvan la próxima semana. Evaluación del grupo de afrontamiento de la enfermedad Periódicamente se desarrollan evaluaciones formales preguntando a los participantes si el grupo les ha supuesto alguna diferencia en sus vidas, y en caso afirmativo, en qué consisten tales diferencias. Éstas suelen ser sesiones planificadas, de forma que los participantes conozcan de antemano el momento y el lugar en el que se desarrollará la sesión y que ésta será grabada. Las sesiones de evaluación persiguen dos finalidades: (a) que los pacientes participantes dispongan de una oportunidad estructurada de articular qué, en particular les sirve del grupo; (b) que los facilitadores dispongan de feedback que no sólo sirve para guiar la facilitación de las sesiones futuras, sino también para contribuir, como en el pasado, al desarrollo continuo del modelo del duelo en la enfermedad mental. A continuación se presentan algunos ejemplos ilustrativos recientes del feedback ofrecido por los pacientes:
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Cada uno de nosotros ha sufrido un episodio psicótico. Yo escucho voces. La medicación recibida ha sido útil. Ahora, acudiendo y hablando en el grupo, aprendo a afrontar mi enfermedad. Cada vez me resulta más fácil vivir con mi enfermedad. Soy capaz de resolver algunos de los problemas compartiéndolos y hablando sobre lo que puedo hacer para tratarlos, por ejemplo, mediante el metapensamiento y la descentración. También he aprendido que es normal tener sentimientos vinculados a la enfermedad. Yo ya practicaba antes algunos mecanismos de afrontamiento, como recurrir a otras personas. Pero antes de llegar al grupo, siempre que llamaba a alguien, sentía que estaba siendo excesivamente dependiente. Aprender en el grupo que mis sentimientos eran normales, cómo funciona realmente el proceso del duelo, me ha conferido una sensación de seguridad. Cuando supe en qué consiste el proceso del duelo lo escribí y lo colgué en mi panel para recordar que, independientemente de los sentimientos que tenga por acudir al hospital, por estar “tocado”, etc. Éstos son normales.
Tanto la dinámica del grupo como su evolución continua han sido muy válidas para mi trabajo de desarrollo del modelo de duelo en la enfermedad mental. Evidentemente, el grupo ha servido como catalizador y como laboratorio para diferentes incursiones terapéuticas. Lo que una vez fue una reunión grupal no satisfactoria (insatisfactoria porque el foco de atención previo del grupo, planificación del alta, no contemplaba la calidad inherente a la cohesión participativa) se ha transformado en un grupo en el que los participantes se sienten cómodos compartiendo su experiencia emocional y psicológica vinculada a la enfermedad mental, así como mostrando una clara voluntad de aprender diferentes estrategias cognitivas de afrontamiento. ¿Qué justifica este éxito? Creo que la respuesta no sólo se encuentra en la colaboración entre los participantes y los facilitadores, sino parcialmente también en el deseo de los participantes por adquirir conocimiento y ayuda en las estrategias de afrontamiento. Como puede observarse en las pruebas de feedback previamente presentadas, las técnicas de afrontamiento suelen ser ya parte lógica del repertorio de algunos pacientes. La participación en el grupo promueve la caracterización “auto-respectiva” de estas prácticas –es decir, las estrategias (como recurrir a alguien para hablar) son reconocidas como estrategias bona fide de afrontamiento y no como “conducta dependiente”. Otras destrezas como las que conllevan el uso intencionado de los sentimientos de duelo han impulsado a hombres y a mujeres a abrirse a la posibilidad del lamento y de la ira. Y, como también se observa en el feedback, el “metapensamiento” y la “descentración” ahora no son sólo nombres empleados por algunas personas que padecen una enfermedad mental grave sino que desempeñan un rol central en el afrontamiento.
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Quinta parte: conclusión En este capítulo se ha tratado de articular persuasivamente el uso constructivo del proceso de duelo relacionado con el padecimiento de una enfermedad mental con métodos de enseñanza de estrategias de la terapia cognitiva. Mientras lo escribía me he sentido impulsada por la esperanza de que esta articulación podría ser de ayuda para otros profesionales de la salud mental interesados en el trabajo con las personas que sufren una enfermedad mental grave. Hasta el momento, por diversas razones, me he inclinado a estudiar la eficacia de este modelo terapéutico usando una metodología cualitativa. Si a la experiencia satisfactoria, tal y como ha sido expresada por los participantes del grupo en las sesiones de evaluación formal, se le confiere el valor indicativo, el trabajo del duelo sobre la enfermedad mental podría merecer la aplicación adicional de la terapia cognitiva en la esquizofrenia y en otras psicosis graves.
Agradecimientos La autora agradece sinceramente las sugerencias constructivas de Jo Weston MSW CSW y de Raymond Lafond MSW, así como particularmente de William Masson MSW por su colaboración en el trabajo con los pacientes en el contexto grupal.
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Un enfoque de terapia cognitiva sistemática para la psicosis esquizo-afectiva Douglas Turkington Hospital St. Nicholas, Newcastle upon Tyne, GB David Kingdon Grupo de Salud Mental, Universidad de Southampton, GB
Las psicosis esquizoafectivas se definen en el ICD-10 (WHO, 1992) como trastornos episódicos en los que tanto los síntomas afectivos como los esquizofrénicos son prominentes en el mismo episodio de enfermedad. Los síntomas deben estar presentes simultáneamente, o por lo menos en intervalos de pocos días, y a consecuencia de la mezcla de síntomas, no se satisfacen ni los criterios de esquizofrenia ni los del trastorno afectivo. Todos los clínicos reconocen que las presentaciones clínicas de la esquizo-manía, la esquizo-depresión y la psicosis esquizo-afectiva son extremadamente comunes. Aunque se ha producido un desarrollo considerable en la práctica clínica de la terapia cognitiva con trastornos afectivos (p.ej., Blackburn, Twaddle, 1996), con respecto al seguimiento del trabajo clásico de Beck et al. (1979), se ha producido una laguna importante en la terapia cognitiva para la psicosis tras el estudio de caso único de Beck et al. (Beck, 1852). El interés revivió con la descripción que hizo Milton sobre el efecto de la confrontación frente a la modificación de creencias en el tratamiento de los delirios (Milton, Patwa & Hafner, 1978). A esto siguió el trabajo relativo al tratamiento con terapia cognitivo-conductual (TCC) de una cohorte de pacientes esquizofrénicos en Bassetlaw (Kingdon & Turkington, 1991). Durante la misma época aproximadamente, Carlo Perris describía un enfoque de terapia cognitiva para la esquizofrenia y el trastorno de personalidad en comunidades terapéuticas en Umea (Perris, 1988). Psicólogos de Liverpool, Manchester y Birmingham
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PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD
propusieron la teoría y la práctica de la TCC con pacientes psicóticos usando una serie de estudios experimentales bien diseñados, por ejemplo, Bentall, Kinderman y Kaney (1994), Tarrier et al. (1993) y Drury et al. (1996). Nuestro propio proceso de terapia y las estrategias para la TCC en la esquizofrenia y el trastorno delirante (Turkington et al., 1996a) son paralelas al trabajo de Fowler y sus colaboradores en Londres y Norwich con relación al énfasis en la colaboración, formulación y enfoques centrados en esquemas para los síntomas psicóticos (Fowler, Garety & Kuipers, 1995). A pesar de estos progresos, la TCC de los trastornos psicóticos sigue estando en su infancia en comparación con la TCC de los trastornos afectivos, en términos tanto de modelos como de aplicación de técnicas. Avances recientes en la descripción de la TCC con trastorno bipolar (Scott, 1995) no se han filtrado aún a la literatura en términos de descripción de técnicas, tratamiento de casos o metodología de investigación bien diseñada. En términos generales, la psicosis esquizo-afectiva ha sido olvidada en gran medida en la literatura de investigación y sólo ha existido un único estudio de caso referido al uso de la TCC con este grupo de pacientes, descrito por Fowler, Garety y Kuipers (1995). En este capítulo trataremos de describir el proceso de terapia y los posibles escollos de la TCC en el tratamiento de la psicosis esquizo-afectiva e ilustrar la teoría con un ejemplo. Parece útil disponer de una visión global de las fases de la psicosis esquizo-afectiva (véase Figura, 14.1). Aunque el esquema presentado no necesite ser aplicado en la secuencia presentada, la mayoría de estas fases deberán ser negociadas para que se produzca la máxima resolución de síntomas. Sin embargo, con pacientes que son extremadamente suicidas, esto se convertirá en el foco de atención inmediato de la terapia. Por otra parte, un paciente extremadamente paranoide quizá estaría tan preocupado y angustiado por el delirio que comenzaría inmediatamente a trabajar sobre el delirio mismo, entremezclándolo con la evaluación, e iniciando técnicas centradas en el delirio. Por lo tanto, el terapeuta debe seleccionar el orden de la aplicación de las técnicas, pero hay dos factores que son primordiales. En primer lugar, el caso debe ser evaluado en su totalidad y considerado como apropiado, y en segundo lugar, debe generarse una formulación compartida, que incluya una explicación clara y creíble de la sintomatología. En todo momento, incluso los buenos terapeutas, oscilan y dudan entre posturas medianamente confabuladas y medianamente confrontadoras en su enfoque, y es importante mantenerse alerta sobre el parámetro confabulación/confrontación. El empiricismo colaborador de Beck con relación a los pacientes psicóticos parece una postura extremadamente terapéutica para el desarrollo de explicaciones y de pruebas de realidad.
UN ENFOQUE DE TERAPIA COGNITIVA SISTEMÁTICA
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Figura 14.1. Fases de la TCC en la psicosis esquizo-afectiva EVALUACIÓN
VINCULACIÓN
EXPLICACIÓN EXAMEN DE ANTECEDENTES FORMULACIÓN
TÉCNICAS PARA LA MANÍA Vínculo de pensamientos Revisión de grabaciones Atención a temas subyacentes Cadena de inferencias
TÉCNICAS PARA LA DEPRESIÓN Programación de actividades Registro de dominio/placer Técnicas suicidas Detección de pensamientos negativos automáticos Producción de respuestas racionales
Trabajo centrado en esquemas
TÉCNICAS PARA LOS DELIRIOS Cuestionamiento periférico Cuestionamiento socrático Reducción de inversión afectiva Reducción de la inversión conductual Prueba de realidad Encadenamiento de inferencias/ Trabajo en el ámbito de esquemas
TÉCNICAS PARA LAS VOCES Análisis colaborador crítico del origen de las voces Hipótesis alternativas Diarios de voces Reducción de ira/ansiedad Fomento de las respuestas racionales Respuestas racionales para las voces Trabajo de esquemas sobre actitudes hacia las voces
CONFORMIDAD
AUTO-ESTIMA
PREVENCIÓN DE RECAÍDAS/SESIONES DE MOTIVACIÓN
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Evaluación El paciente acudirá a la entrevista de evaluación con una combinación de sintomatología esquizofrénica (p.ej., inserción de pensamientos, percepción delirante, alucinaciones auditivas) y afectiva (p.ej., depresiva, maníaca o afectiva mixta). Las primeras 4-6 sesiones normalmente suelen conllevar una mezcla de evaluación y técnicas de implicación. Esto se debe a que la sesión de evaluación única (impersonal) puede perjudicar gravemente el proceso de implicación. A menudo, en las primeras y delicadas fases de la implicación el paciente podría sentir que sus preocupaciones de ese momento no están recibiendo el tiempo y la consideración apropiadas en la evaluación. En consecuencia, es útil que la evaluación psiquiátrica estándar sea recogida en su totalidad por un profesional para que la sintomatología y su impacto puedan ser catalogados y comprendidos. Los aspectos relativos a los acontecimientos vitales, el historial familiar y personal y la personalidad premórbida pueden ser documentados antes de que el paciente acuda a la primera sesión de terapia cognitiva. El terapeuta cognitivo puede, entonces, establecer un listado de problemas, haciendo uso de todo este conocimiento del contexto. Parece imprescindible la evaluación de la depresión y, en particular, de los pensamientos, intentos y planes suicidas. El Inventario de Depresión de Beck (Beck et al., 1961) y la Escala de Indefensión (Beck et al., 1974) son particularmente pertinentes. Las sesiones iniciales se centrarán en la tendencia al suicidio cuando parezca necesario. Hemos comprobado que las técnicas más útiles a este fin son: 1. Pros y contras del suicidio. 2. El cuerpo (¿Quién lo encontrará? ¿Cómo reaccionarán? ¿Estará destrozado?) 3. Efecto de la muerte sobre los amigos/familiares claves (el concepto de no librarse del dolor, sino de pasarlo a los seres queridos). 4. Mayor riesgo de depresión/tendencia al suicidio en los familiares. Normalmente el paciente depresivo dirá que los niños lo superarán porque, de hecho, él es un auténtico inútil como progenitor. Deben mencionarse los altos índices de depresión y suicidio en los familiares de personas que se han suicidado y se puede emplear la descentración para ver cómo se sentiría el paciente si su propio padre se hubiera suicidado de joven (debe transmitírsele que ese suicidio le hubiera perjudicado durante toda su vida). 5. Aspectos religiosos y filosóficos (¿Es pecado suicidarse? ¿Qué sucederá tras la muerte? ¿Sabemos suficiente para responder a esta pregunta?).
UN ENFOQUE DE TERAPIA COGNITIVA SISTEMÁTICA
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6. La mayoría de los intentos de suicidio no logran su objetivo y la persona puede acabar peor de cómo se encuentra en la actualidad, muchas veces con daños físicos y mentales permanentes (esto podría empeorar). 7. La utilidad del concepto del suicidio. Podemos considerar el suicidio como un concepto útil pero como una realidad destructiva, porque el concepto de “siempre hay una salida” puede ayudar al paciente a atravesar períodos de profunda desesperación sin que realmente llegue a cometerlo. Es interesante que en nuestro estudio reciente sobre la TCC frente al establecimiento de amistad en la esquizofrenia resistente a los neurolépticos (Turkington et al., 1996b) se observaba claramente que las personas con psicosis que abandonaban la terapia cognitiva tendían a hacerlo en la fase inicial de evaluación/implicación. Este grupo tendía a presentar puntuaciones muy elevadas en depresión e indefensión pero no eran más psicóticos en las puntuaciones CPRS (Asberg et al., 1978). El fracaso en la evaluación/implicación con los pacientes psicóticos parece estar relacionado con la indefensión y la depresión y este subgrupo presenta alto riesgo de cometer suicidio. Algunas de las actitudes del terapeuta facilitan la implicación y permiten que se ejecute una evaluación completa: 1. Cercanía, genuinidad, interés incondicional positivo. 2. Punto de vista abierto y respeto por los síntomas y por lo que éstos significan para el paciente. 3. Experiencia en la interacción psicótica y una actitud de esperanza relajada sobre el trabajo de la sesión. 4. Ritmo acogedor, agradable de las sesiones. 5. Aportación de materiales escritos. 6. Información al asistente social correspondiente del inicio de la TCC y provisión de lecturas apropiadas. Muchas veces el asistente social/ATS psiquiátrico será de gran ayuda para que el paciente complete las tareas que le asigna el terapeuta. La evaluación concluye cuando comienza la implicación y es aquí cuando se comienza a establecer el programa de las sesiones, p.ej., manía: • “La mente parece muy activa ahora. ¿Echamos un vistazo al tipo de cosas que estás pensando ahora?” (técnicas para la manía, véase Figura 14.1); o • “La tristeza parece muy profunda. ¿Podemos probar algo para tratar de aliviar el estado anímico?” (programación de actividades, registros de dominio y placer, respuestas racionales, etc.); o • “¿Qué entiendes tú de tus síntomas? ¿Tratamos de comprenderlos conjuntamente?” (decatastrofizar la etiqueta de locura, generar explicaciones).
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PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD
Sin embargo, con frecuencia, los pacientes no desean centrarse en lo que consideran aspectos periféricos y prefieren contemplar y atajar directamente los principales síntomas. Es un principio básico de la terapia cognitiva que no merece la pena trabajar sobre un determinado problema cuando el paciente quiere trabajar sobre otro. Por lo tanto, puede ser idóneo trabajar sobre las alucinaciones o los delirios al comienzo del tratamiento, si estos síntomas dominan la pantalla clínica. Si se sigue el proceso habitual de terapia, entonces la evaluación y la implicación van seguidas de las sesiones con foco específico en la comprensión que tiene el paciente de su enfermedad. El material escrito puede ser muy útil, por ejemplo “¿Qué me sucede?” (Kingdon, comunicación personal) puede complementarse con material sobre privación del sueño que causa ideación paranoide y alucinaciones en voluntarios normales (Oswald, 1974). Algunos documentos sobre el estrés o los síntomas psicóticos pueden ayudar al paciente a comprender que sus síntomas no son categóricamente diferentes de los experimentados por cualquier persona que se encuentre en situaciones de estrés extremo (Siegel, 1984), privación sensorial (Leff, 1968) o confinamiento solitario (Grassian, 1983). La finalidad del trabajo relativo a la generación de explicaciones es ayudar al paciente a sentirse humano otra vez y a no clasificarse como “un caso de locura”, “alguien tocado”. Estas etiquetas suelen ser empleadas por los mismos pacientes de un modo crítico automático vinculado a cogniciones de indefensión, intratabilidad y deterioro continuo hacia el abandono, violencia y soledad. En investigaciones recientes (p.ej., Furnham & Bower, 1992) sobre las actitudes de los clínicos y de la población general hacia la esquizofrenia se observa que el diagnóstico precoz de la vieja demencia sigue vigente en la mente de muchos clínicos, fomentando enfoques terapéuticos que conllevan el distanciamiento, el humor y la excesiva confianza en los enfoques biológicos y generalmente una postura pesimista y/o conducta reservada. Esperemos que mejoren las actitudes con las nuevas iniciativas sobre la esquizofrenia (Sartorius, 1997), pero en la actualidad la comunidad sigue viendo la esquizofrenia como “Jekyll y Hyde”, es decir, dos personas dentro de una mente o “posesión demoníaca”. Por ello el paciente necesita ayuda para comprender en qué consiste exactamente la esquizofrenia, cómo puede existir una predisposición genética y cuál es el pronóstico de recuperación o de buenos resultados. Dependiendo del estudio, parece que entre el 20 y el 30% de los casos definitivos de esquizofrenia se recuperan completamente. Otra proporción similar obtiene un buen resultado, con recaídas pero sin discapacidad en los intervalos entre episodios. Romme y Escher (1996) han demostrado que las buenas estrategias de afrontamiento con las alucinaciones auditivas se relacionan directamente con el hecho de disponer de una explicación,
UN ENFOQUE DE TERAPIA COGNITIVA SISTEMÁTICA
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que el paciente cree, sobre la causa de las voces. Las explicaciones freudianas, jungianas y para-psicológicas se han hallado aceptables por los pacientes; sin embargo, deberían generarse explicaciones alternativas y atribuir un porcentaje de creencia a cada una, a medida que proceden los comentarios colaboradores a modo de descubrimiento guiado de la creencia que mejor se adapta al patrón de síntomas de cada paciente. La presencia de la privación de sueño correlaciona estrechamente con la gravedad de la sintomatología psicótica en el momento de la admisión (Meltzer et al., 1970) y éste suele ser muchas veces el mejor punto de comienzo. Entonces, el paciente comprende las razones por las que ha de tomar medicación tranquilizante por la noche a modo de ayuda para aliviar los síntomas mediante la mejora del patrón de sueño. En opinión del autor, las medicaciones más aceptadas por los pacientes suelen ser sulpiride, risperidone y olanzapine a consecuencia de su buen perfil de efectos secundarios, y éste puede ser el comienzo del componente de conformidad o cumplimiento del tratamiento, presentado como parte de una estrategia integrada de tratamiento, y basado en el análisis colaborador crítico del material psicótico y afectivo del sujeto. Parece importante desmembrar las explicaciones psicóticas y culturales sintónicas, por ejemplo, las explicaciones relativas a la abducción de extraños ya no pueden ser consideradas como necesariamente delirantes. Las explicaciones religiosas o derivadas de la brujería siempre han sido culturalmente sintónicas y deberían ser aceptadas dentro del trabajo cognitivo como una hipótesis alternativa. El comentario de estos aspectos facilita el proceso de implicación y muestra al paciente un ejemplo de prueba sistemática de hipótesis y de razonamiento deductivo que debería generalizar en futuras asignaciones. Una explicación normalizadora puede ser facilitada por la apertura personal de alucinaciones hipnagógicas o hipnopómpicas, que pueden ser consideradas como fenómenos similares que ha experimentado el terapeuta. Al final de la fase de generación de hipótesis y en la selección de una explicación personal, ya se habrá establecido una de las piedras angulares del futuro progreso. La confianza, la auto-estima y la esperanza habrán mejorado en algún grado y ya es el momento para avanzar hacia una formulación del caso mediante el examen global de los antecedentes de la crisis esquizo-afectiva. Normalmente durante el proceso habitual de recogida del historial, un paciente tenderá a no describir un motivo particular de estrés que le haya conducido a la aparición de la sintomatología, pero al efectuar un examen más generalizado del período prepsicótico pueden aflorar acontecimientos vitales que invalidan o traumatizan esquemas claves. Estos acontecimientos pueden provocar la aparición de los síntomas psicóticos e influir sobre el contenido psicótico. Las técnicas para el examen del período prepsicótico incluyen el cues-
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PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD
Figura 14.2. El vínculo entre los estresores y la aparición de la psicosis.
Suceso vital que traumatiza o invalida esquemas
Síntomas psicóticos influidos por el contenido de esquemas/ necesidad de proteger la auto-estima y el trastorno afectivo
tionamiento inductivo, la imaginería y el rol play. El cuestionamiento inductivo conlleva guiar al paciente a través del período prepsicótico a partir de una fecha de comienzo identificada, por ejemplo, un cumpleaños, y tratar de clarificar qué sucesos se produjeron después, por ejemplo, un período de exceso de trabajo, una relación satisfactoria, la ruptura de una relación, un conflicto de orientación sexual, discusiones con un miembro familiar, muerte de un amigo cercano, fracaso en una entrevista de trabajo, etc. Esta técnica permite al paciente examinar confortablemente los estresores particulares que parecen estar vinculados con la aparición de la psicosis, y la comprensión de este vínculo puede constituir una experiencia integradora primordial (Figura 14.2). Si se activa un esquema invalidado mediante el proceso de cuestionamiento, entonces es posible que empeoren algunos de los síntomas durante un tiempo y que se requiera la retirada del terapeuta hacia una postura más conductual/de apoyo, usando la relajación, la distracción, el apoyo general, etc. hasta reafirmar suavemente el vínculo y avanzar hacia la formulación plena del caso. El rol play puede ser útil si, por ejemplo, el suceso vital está vinculado a un fracaso en una entrevista laboral, pero no se expresa ningún contenido emocional. El rol play y la imaginería, en tales circunstancias, pueden permitir al paciente la detección de pensamientos automáticos negativos y los esquemas relacionados con ellos. Del examen del pródromo y la explicación normalizadora anterior se genera, en colaboración, una formulación completa compartida. Un ejemplo de tal formulación se presenta en la Figura 14.3. Esta formulación se relaciona con la presentación esquizomaníaca de David, un joven de 20 años de edad admitido como emergencia a solicitud de un monasterio budista local, donde los monjes habían comenzado a preocuparse cada vez más por sus extraños rituales de meditación y por sus grandiosos pronunciamientos. El monje superior me dijo que David “no estaba siguiendo el camino central”. A modo de admisión informal, que aceptó con cierta ambivalencia y bajo la presión parental, el paciente se encontraba en un estado de escaso cuida-
UN ENFOQUE DE TERAPIA COGNITIVA SISTEMÁTICA
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Figura 14.3. Formulación inductiva de un caso. FORMULACIÓN INDUCTIVA 0-3 años
Cambiaron de casa. Dormía en el hall.
3-5 años
Se sentía superior a otros niños. Se sentía “excluido” por los compañeros. No podía hacer el pino. No era incluido en los juegos. Sentimientos episódicos de inadecuación/inutilidad.
7-11 años
“Comenzó a atacarlo”. Miedo intenso a ser rechazado. Progenitores discutiendo todo el tiempo. “Sentía que vivían sus vidas a través de mí”. Se sentía obligado a apoyar al padre y a la madre: se sentía inadecuado para hacerlo. Constantes sentimientos de depresión/cansancio. “No había espacio para sentir, por ello eliminé todos los sentimientos”.
11-13 años
Internado – Bien
13-18 años
Torturado. Constante humillación de seis mayores: “bastardos”. Sin ningún amigo. Queriendo llorar pero no pudiendo hacerlo. Agotamiento. Encuentro homosexual con un individuo carismático/muy malo. Sentí que él tomaba posesión de mi persona. Sentí que trataba de hacerme socialmente bueno. Me sentí “programado”, que experimentaba conmigo, manipulado. Emociones suprimidas. Gritando por dentro.
18-181/4años
Dolido. “Distorsión del cuerpo” /comienza el dolor de espalda. Comienzo de la crisis. Incapaz de pensar, muy distanciado.
181/4-181/2años En casa. “Colocado en un frente”. 181/2-19 años
Vacaciones en las Islas Griegas. Dolor lumbar/ansiedad severa. “Flotando mentalmente”.
19-20 años
En la universidad. Contactos con un monasterio budista. Aumenta el distanciamiento. Rituales de meditación cada vez más extraños. Progresivamente cada vez más incomprensible.
do hacia su propia persona, trastorno del pensamiento formal, con tempo acelerado del pensamiento, entremezclado de temas, descarrilamiento y vínculos incomprensibles entre dos temas. Presentaba el grandioso delirio de haber sido espiritualmente iluminado, “un Buda”. Había oscilaciones depresivas y reducción de impulsos. El pensamiento pseudo místico era visible y estaba relacionado con una ansiedad social muy severa. Había también un delirio hipocondríaco de daño espinal, que podía ser usado para evadir cualquier intento de interacción social normal. Este hombre pasaba horas paseando por el pabellón y adoptando extrañas posturas de meditación. Se destinaron seis sesiones breves iniciales a comentar la práctica meditativa y la teoría budista, y progresivamente se fue estableciendo la confianza mutua. Las técnicas para los trastornos del pensamiento
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(Turkington & Kingdon, 1991) fueron útiles para ayudar a David a vincular temas y a mantener el foco de atención en la TCC. Con la esperanza de alcanzar una formulación del caso, aceptó revisar inductivamente su historia vital (véase Figura 14.3). Tras la elaboración de esta formulación de caso, que con mucho fue la sesión más larga hasta ese momento, parecía que la implicación había mejorado mucho y parecían existir más elementos en común. David comenzó a participar más verbalmente, a mostrar menor ansiedad social y a estar más motivado para interactuar en la TCC. Por primera vez se mostró de acuerdo en tomar medicación ansiolítica (lorazepam), pero no neuroléptica. En la Figura 14.4 se presenta una formulación esquemática del caso, que fue desarrollada en cooperación. Sobre la base de la formulación, David sugirió que la práctica budista era su forma de afrontar los síntomas de extrema ansiedad y se aceptó que el dolor lumbar se debía a la grave tensión en los músculos grandes que se encuentran en la base de la espina dorsal. Se comenzó con una combinación de respuestas racionales para la reducción de la ansiedad, exposición gradual a la interacción social y programación de actividades, vinculadas al registro del dominio y del placer. Una revisión de la espina dorsal reveló un fallo congénito, que ofreció a David la posibilidad de recurrir a una explicación validante sobre su excesiva atención al dolor lumbar y hacer uso del síntoma para evitar la interacción. Habiendo progresado en la reducción de la ansiedad con el lorazepam, y tras varias horas de TCC, comenzó a estar dispuesto a tomar sulpiride para el tratamiento de la sintomatología continua. Se usaron técnicas de imaginería para experimentar afecto, vinculado a los recuerdos de las dificultades familiares y de los abusos de que fue objeto por parte de sus compañeros mayores. Comenzó a experimentar un aumento de recuerdos, sueños y pesadillas, lo que permitió elaborar gradualmente la formulación. En ese momento se pusieron en práctica estrategias de afrontamiento más efectivas y ya rara vez se mencionaba el dolor lumbar o el budismo. Los síntomas mejoraron constantemente y expresaba mucha hostilidad contra su fría madre y los abusos de sus compañeros. Parecía vital el trabajo en el ámbito de esquemas en un intento por incluir los poderosos impulsos de éxito y aprobación, que eventualmente le habían llevado a la crisis psicótica (esquizo-afectiva). Se probaron inicialmente los esquemas compensatorios antes de acometer el trabajo de los esquemas nucleares de inadecuación. David estaba de acuerdo en que su demanda absoluta de éxito profesional era una creencia disfuncional, porque le llevaba a no disfrutar con las actividades normales y era ineficaz, por su tendencia a sofocar la espontaneidad y la creatividad en el trabajo. Habiendo mostrado acuerdo a este respecto, se comenzó el examen del continuo de creencias relativas al éxito. Como tarea para casa se le recomendó el capítulo “Me atrevo a ser corriente” (de Burns, 1980). Se logró la programación de actividades relativas al dominio y al placer registrando los sentimientos de éxito en los proyectos cotidianos. En relación con la demanda absoluta de aprobación, ésta subyacía a gran parte de su escasa ejecución social debido a la ansiedad vinculada con la hipervigilancia de señales de desaprobación percibidas en los otros. Una vez más, estaba de acuerdo en que la persona que demandaba la aprobación ajena en todo momento estaba
UN ENFOQUE DE TERAPIA COGNITIVA SISTEMÁTICA
Figura 14.4. Formulación esquemática de caso, generada en cooperación entre el paciente y el terapeuta FORMULACIÓN DE CASO Delirios. Trastorno del pensamiento. Activación de estrategia de afrontamiento (budismo avanzado) Alejamiento por ansiedad severa Invalidación a través de experiencia en gradas (Esquemas compensatorios)
Debo tener éxito en todas las esferas
Debo recibir aprobación o la vida es insoportable
(Esquema incondicional) Soy inadecuado
Experiencia con compañeros
Incapacidad para lograr que los progenitores dejen de discutir
predispuesta a ser decepcionada, porque hay variaciones naturales en el tipo de personalidad hacia el que se siente atraído o con el que se relaciona cada individuo. Además, en algunos momentos, todos hemos de ser asertivos y defender nuestras posturas si no coinciden con los comentarios o las acciones de otras personas y tal confrontación no suele facilitar que la persona sea incondicionalmente aceptada. Se reconoció que la persona que no presentaba comunicaciones claras y honestas sería pisoteada en el sentido emocional. El rol play y la imaginería vinculada a las respuestas racionales permitieron la reducción de la intensidad de su demanda de aprobación y, una vez más, esto se probó en situaciones de la vida real, usando para ello un registro diario de gravedad emocional, pensamientos negativos automáticos, respuestas racionales y eficacia conductual. La presunción disfuncional subyacente relativa a la inadecuación personal fue acometida a continuación y, habiendo progresado con los esquemas compensatorios, estaba motivado a iniciar este aspecto. Sin embargo, hubo que tra-
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bajar sobre la enorme cantidad de ira contra su madre y sobre la profunda y generalizada tristeza. Se articularon pruebas contra la creencia y se recogieron pruebas diarias de destrezas y logros personales que nunca antes habían sido consideradas en relación con esta presunción generalizada de inadecuación. La inadecuación fue comprobada en diferentes situaciones de dominio y se operativizó el constructo negativo de inadecuación completa y se comparó ésta con el programa diario de actividades de domino. Gradualmente se logró algún cambio en este esquema subyacente generalizado, con cierta reducción de la ira y de la tristeza. Este joven, en el momento del alta hospitalaria, había participado en 26 sesiones de TCC de duración variable en las 11 semanas que había permanecido ingresado. La puntuación CPRS total había bajado de 110 a 17, el cumplimiento de la medicación y las sesiones de motivación se mantuvieron, pero desafortunadamente se produjo una recaída adicional con relación a estresores personales, familiares y laborales. El proceso terapéutico y el caso descrito muestra que la terapia cognitiva clásica de Beck puede adaptarse al tratamiento de presentaciones esquizo-afectivas. Pero se requiere aún de investigación adicional.
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Enfoques cognitivo-conductuales para el tratamiento de los trastornos de personalidad James Pretzer Departamento de Psiquiatría, Universidad de Cleveland y Centro de Terapia Cognitiva, Cleveland, OH, USA
Durante un tiempo, el término “trastorno de personalidad” rara vez aparecía en los comentarios cognitivo-conductuales. Marshall y Barbaree (1984) manifestaban a este respecto: Hace no más de 15 años, una perspectiva conductual de los trastornos de personalidad hubiera parecido excesivamente alejada tanto a los proponentes como a los oponentes del análisis conductual... El enfoque conductual de aquel momento concebía el aprendizaje como algo específico de la situación, de modo que era anatemático sugerir que los trastornos de personalidad controlaban la conducta en varios contextos (pp. 406-407).
Sin embargo, los conductistas no pudieron ignorar durante mucho tiempo los trastornos de personalidad, porque en la práctica clínica es frecuente hallar individuos con diagnóstico de “trastorno de personalidad”, llegando incluso al 50% de todos los casos atendidos en algunos centros clínicos (Turkat & Maisto, 1985). El tratamiento de los trastornos de personalidad constituye un reto sea cual sea la orientación teórica. La terapia con los clientes diagnosticados con trastorno de personalidad se describe, a menudo, como compleja, prolongada y frustrante (Fleming & Pretzer, 1990). Los primeros artículos sugerían que los trastornos de personalidad son una fuente importante de resultados negativos de la psicoterapia (Mays & Franks, 1985), que al menos algunos trastornos de personalidad no responden a las intervenciones cognitivo-conductuales (Rush & Shaw, 1983) y que la presencia de un trastorno de personalidad tiene importantes efectos sobre los resultados del tratamiento de los trastor-
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nos del Eje I (p.ej., Giles, Young & Young, 1985). Durante los últimos 15 años, se han desarrollado diferentes enfoques conductuales y cognitivo-conductuales para el tratamiento de los trastornos de personalidad y los conductistas radicales, incluso, están comenzando a contemplar este elemento (p.ej., Koerner, Kohlenberg & Parker, 1996). Recientes avances en la teoría, investigación y práctica parecen prometedores para el desarrollo de enfoques efectivos, empíricamente validados, para el tratamiento de individuos con trastornos de personalidad. Este capítulo presenta una visión global del estado actual de la teoría, la investigación y la práctica cognitivo-conductual relativa a los trastornos de personalidad.
La evolución de las perspectivas cognitivo-conductuales sobre los trastornos de personalidad Al comienzo, incluso el término mismo “trastorno de personalidad” fue motivo de problema para los teóricos cognitivo-conductistas, porque parecía implicar que el individuo diagnosticado como tal “tenía” una “personalidad” que estaba “trastornada” y que sus problemas se derivaban de esta personalidad trastornada. Sin embargo, esto dejó de ser problemático cuando los trastornos de personalidad fueron definidos en el DSM-III-R como “patrones duraderos de percepción, al relacionarse y al pensar sobre el medio y sobre uno mismo” que se “exhiben en una amplia gama de importantes contextos sociales y personales” y que “son inflexibles y maladaptativos y causan un deterioro funcional significativo o angustia subjetiva” (Asociación Americana de Psiquiatría, 1987, p. 335). Con esta definición del trastorno de personalidad, no se necesita presuponer que una “personalidad trastornada” sea central al trastorno. Las conceptualizaciones cognitivo-conductuales de los trastornos de personalidad han evolucionado a lo largo de una serie de itinerarios en los últimos años. En este punto, se han producido avances importantes, pero sigue existiendo controversia sobre el mejor modo de conceptualizar los trastornos de personalidad. Trastornos de personalidad como conjunto de síntomas Uno de los primeros enfoques para comprender y tratar a los clientes con trastorno de personalidad consistió en la aplicación de conceptualizaciones e intervenciones conductuales establecidas a un síntoma después de otro. Después de todo, las conductas problemáticas y los síntomas característicos de los clientes diagnosticados con trastorno de personalidad, como la conducta
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impulsiva, las escasas habilidades sociales y la inapropiada expresión de ira, no son algo exclusivo de estos individuos. Además, los tratamientos conductuales para tales problemas han recibido considerable apoyo científico. Un ejemplo de este tipo de enfoque es el propuesto por Stephens y Parks (1981). Estos autores defienden el comentario síntoma a síntoma al tratar a clientes con trastorno de personalidad, sin presentar ninguna otra conceptualización más global. Este punto de vista sugiere que un individuo que se presente con problemas de depresión, ansiedad y falta de conducta asertiva, y que satisfaga los criterios diagnósticos del DSM-IV para el trastorno de personalidad dependiente, necesita simplemente tratamiento para la depresión, tratamiento para la ansiedad y entrenamiento en asertividad. Como las intervenciones cognitivoconductuales son efectivas con cada uno de estos problemas, esta perspectiva implica que tratar a este cliente debería ser algo inmediato y directo. Stephens y Parks citan pruebas empíricas de la eficacia de las intervenciones conductuales para el tratamiento de 10 categorías de trastornos de personalidad. Sin embargo, señalan que la gran mayoría de los estudios citados fueron dirigidos con sujetos no diagnosticados con trastorno de personalidad o con muestras mixtas de sujetos. Obviamente, el hallazgo de que un síntoma particular o conducta problemática pueda ser tratada con efectividad en una muestra heterogénea de sujetos no implica necesariamente que la intervención en cuestión, sea igualmente efectiva cuando se aplica a clientes diagnosticados con trastorno de personalidad. De hecho, los estudios de resultados que han examinado la efectividad de protocolos estándar de tratamiento cognitivo-conductual con sujetos diagnosticados con trastorno de personalidad han producido resultados que desafían el punto de vista que defiende el enfoque síntoma a síntoma de los trastornos de personalidad. Por ejemplo, en un estudio de tratamiento cognitivo-conductual de la fobia social, Turner (1987) descubrió que los pacientes sin trastorno de personalidad mejoraban significativamente tras un tratamiento grupal de 15 semanas y mantenían los logros en el seguimiento realizado un año después. Sin embargo, los pacientes con diagnóstico de trastorno de personalidad además de su fobia social mostraban escasa mejoría, en el mejor de los casos, tanto en el postratamiento como en el seguimiento realizado un año después. Turner concluye: En síntesis, los datos pilotos presentes sugieren que lo que es efectivo para la fobia social no es necesariamente un tratamiento efectivo para la fobia social combinada con un trastorno de personalidad... Si los resultados de este estudio pueden ser validados mediante validación cruzada bajo condiciones más exactas, entonces la oposición tenaz de los terapeutas de la conducta ante el concepto del trastorno de personalidad deberá ser reformulada. Esto conllevaría un cambio importante en la práctica y en la teoría de la psicoterapia conductual (p. 142).
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Trastornos de personalidad como resultado del condicionamiento y del aprendizaje social “ordinario” Una limitación importante de los enfoques sintomáticos para el tratamiento de los trastornos de personalidad es que los individuos con trastornos de personalidad manifiestan normalmente una amplia gama de síntomas y problemas. Un cliente puede solicitar tratamiento en la fase intermedia de una crisis personal y describir problemas relacionados con depresión, ansiedad y problemas interpersonales significativos. Sin una conceptualización coherente, es difícil que el terapeuta decida qué síntomas tratar en primer lugar o cómo desarrollar un plan de tratamiento. Diferentes autores (Koerner, Kohlenberg & Parker, 1996; Marshall & Barbaree, 1984; Turner & Hersen, 1981) señalan que muchos de los problemas experimentados por los individuos con trastornos de personalidad son de naturaleza interpersonal. Estos autores conceptualizan los trastornos de personalidad como trastornos de la conducta social adquirida de acuerdo con el condicionamiento operante y los principios del aprendizaje social y defienden que los patrones de conducta están establecidos por esquemas complejos y combinados de refuerzo y castigo directo y vicario, patrones que se generalizan a las diferentes situaciones y que pueden ser muy persistentes. Esta perspectiva defiende que los trastornos de personalidad son adquiridos y mantenidos de la misma forma que otras conductas interpersonales y que la persona con trastorno de personalidad difiere de las restantes personas sobre todo en términos de su historia de aprendizaje. Sugiere que, con el fin de tratar con efectividad los trastornos de personalidad, es necesario modificar las contingencias que se producen de forma natural de modo que se establezca y mantenga la conducta social adaptativa y sugiere también que puede ser necesario ayudar al cliente a dominar las destrezas necesarias para la conducta social adaptativa. Al comentar los trastornos de personalidad en términos de los principios tradicionales del condicionamiento operante y del aprendizaje social, Turner y Hersen (1981) citan varios estudios como pruebas empíricas de su punto de vista. Estos estudios muestran que el manejo de la contingencia puede producir una mejoría conductual persistente en personas que han cometido delitos y en jóvenes delincuentes, que el entrenamiento en habilidades sociales se puede usar con efectividad con individuos que han sido clasificados de pasivo-agresivos, agresivos o explosivos y que un tratamiento conductual puede ser efectivo con individuos diagnosticados con trastorno de personalidad histriónica. Sin embargo, al igual que con los estudios citados por Stephens y Parks (1981), en estos estudios no participaban sujetos que satisfacían los criterios del DSM-III para un diagnóstico de trastorno de personalidad y, por lo
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tanto, no es posible determinar si las intervenciones usadas en estos estudios constituyen un tratamiento efectivo para individuos con trastorno de personalidad. Los estudios en los que han participado sujetos que satisfacen claramente los criterios del diagnóstico del trastorno de personalidad producen resultados contradictorios. La idea de que las intervenciones conductuales o cognitivoconductuales “estándar” puedan constituir tratamientos adecuados para clientes con trastornos de personalidad ha sido desafiada por estudios que demuestran que incluso cuando las intervenciones cognitivo-conductuales se centran específicamente en los problemas interpersonales del cliente, la presencia de trastornos de personalidad puede influir sobre la efectividad del tratamiento (p.ej., Edelman & Chambless, 1995). Otros estudios que han hallado que la presencia de trastornos de personalidad no influye sobre los resultados del tratamiento (p.ej., Mersch, Jansen & Arntz, 1995) son más coherentes con la idea de que los trastornos de personalidad pueden conceptualizarse como trastornos de la conducta interpersonal. Trastornos de personalidad como resultado de cogniciones y aprendizaje social disfuncional Ha sido difícil desarrollar conceptualizaciones puramente conductuales de los trastornos de personalidad, porque muchos de los conceptos conductuales son específicos de la situación y el trastorno de personalidad conlleva coherencias conductuales en diferentes situaciones. Se puede tratar de explicar estas coherencias conductuales en diferentes situaciones en términos de generalización, persistencia de la conducta adquirida a través del refuerzo intermitente, o efectos del refuerzo ambiental. Sin embargo, es difícil explicar la persistencia a largo plazo de la conducta maladaptativa en diferentes situaciones. La mayoría de las perspectivas conductuales predecirían que la conducta que es realmente maladaptativa sería sustituida en algún momento por otra conducta más adaptativa, o que se manifestaría sobre todo en las situaciones en las que la conducta maladaptativa es realmente reforzada. Los enfoques cognitivo-conductuales presentan la ventaja de tratar de explicar las coherencias conductuales en diferentes situaciones en términos de conceptos como esquemas, denominados de diferentes modos, creencias disfuncionales o creencias irracionales, que supuestamente persisten en diferentes tipos de situaciones. Turkat y sus colaboradores (p.ej., Turkat & Maisto, 1985) han presentado un enfoque cognitivo-conductual, de base empírica, para la comprensión y tratamiento de varios trastornos de personalidad. Elaboran formulaciones detalladas de problemas de clientes individuales sobre la base de una evalua-
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ción inicial global, generan hipótesis específicas y comprueban estas hipótesis usando individualmente las medidas disponibles más apropiadas. A continuación se elabora un plan de tratamiento sobre la base de una formulación del caso y, a medida que se implementa el plan, la intervención satisfactoria se considera como validación de la formulación elaborada por el terapeuta. El resultado es una serie de diseños experimentales de caso único cuya finalidad es demostrar las hipótesis relativas a los trastornos de personalidad y ofrecer un tratamiento efectivo a los clientes individuales. Turkat y Maisto presentan pruebas empíricas según las cuales las intervenciones cognitivo-conductuales basadas en una conceptualización individualizada pueden ser efectivas para el tratamiento de clientes con trastornos de personalidad, tanto con observación conductual como con mediciones establecidas usadas para documentar los cambios tanto en el pretest como en el seguimiento de algunos de los casos. Una lectura atenta de varios de los casos muestra que las intervenciones basadas en una conceptualización individualizada fueron efectivas en casos en los que el tratamiento sintomático previo no había sido efectivo. Además, los resultados sugieren que el enfoque de Turkat y Maisto puede constituir un tratamiento efectivo para algunos clientes con trastornos de personalidad, más que el tratamiento simple de síntomas específicos. Sin embargo, los resultados también evidencian que el tratamiento era inefectivo con muchos clientes que sufrían trastorno de personalidad. Las dificultades más comúnmente mencionadas por los investigadores son: incapacidad para desarrollar un enfoque de tratamiento basado en la formulación; los sujetos no tenían voluntad para implicarse en el tratamiento y los sujetos finalizaban el tratamiento prematuramente. Turkat y sus colaboradores presentan conceptualizaciones y estrategias de tratamiento individualizadas que fueron usadas con clientes particulares pero recomiendan ser cautelosos al generalizar estas ideas a otros individuos con los mismos diagnósticos. Ésta es una de las limitaciones del enfoque de Turkat. Como todas las intervenciones se basan en conceptualizaciones individualizadas más que en una conceptualización general de los trastornos de personalidad o una conceptualización de un trastorno específico de personalidad, el clínico debe empezar el desarrollo de una conceptualización y plan de tratamiento para cada cliente desde el comienzo. Si fuera posible desarrollar conceptualizaciones, bien conceptualizaciones de los trastornos de personalidad en general o de trastornos específicos de personalidad, se podría facilitar el desarrollo de protocolos de tratamiento que requerirían menos tiempo de aplicación que un enfoque completamente individualizado del tratamiento. Diversos autores han ampliado las perspectivas cognitivas establecidas para aplicarlas directamente a los trastornos de personalidad, como la adap-
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tación que hace Padesky (1986, 1988) de la teoría cognitiva de Beck (Beck, 1976; Beck et al., 1979). Recientemente se ha presentado un enfoque comprensivo para la conceptualización de los trastornos de personalidad en un marco cognitivo (Pretzer & Beck, 1996) y las conceptualizaciones cognitivoconductuales detalladas, así como las estrategias de tratamiento para trastornos específicos de personalidad se han basado en la terapia cognitiva de Beck (Beck et al., 1990; Fleming, 1983, 1985, 1988; Freeman et al., 1990; Layden et al., 1993; Pretzer, 1983, 1985, 1988; Simon, 1983, 1985). Estos autores extienden las perspectivas cognitivo-conductuales establecidas subrayando la interacción entre la cognición y la conducta interpersonal. Los trastornos de personalidad son contemplados como el resultado de “ciclos cognitivo-interpersonales auto-perpetuantes” y se defiende la necesidad de un enfoque estratégico para la intervención basada en una conceptualización de los problemas del cliente para una intervención efectiva. Otros autores de orientación cognitivo-conductual han defendido que, para explicar adecuadamente las características de los individuos con trastornos de personalidad, la terapia cognitiva debe revisarse significativamente y han propuesto sus propias modificaciones de la terapia cognitiva (Liotti, 1992; Lockwood, 1992; Lockwood & Young, 1992; Rothstein & Vallis, 1991; Safran & McMain, 1992; Young, 1990; Young & Lindermann, 1992). Estos enfoques, algunos de ellos denominados “estructurales”, “constructivistas” o “post-racionalistas” por sus propios promotores, sugieren la inclusión de nuevos conceptos o de conceptos adquiridos de otros sistemas teóricos a los enfoques cognitivo-conductuales existentes. Por ejemplo, Young (1990; Young & Lindermann, 1992) ha propuesto la adición de un “cuarto nivel de cognición” que él denomina “esquemas maladaptativos tempranos” (EMS); Lockwood (1992) defiende la integración de conceptos de la teoría de las relaciones de objeto en la terapia cognitiva y Liotti (1992) subraya el rol del egocentrismo en los trastornos de personalidad. Estas modificaciones de la teoría y del enfoque terapéutico de la terapia cognitiva no han hallado una bienvenida universal. Por ejemplo, Padesky (1986, 1988) ha defendido que no se necesita hipotetizar con respecto a que los EMS son cualitativamente diferentes de los restantes esquemas para justificar la persistencia de patrones cognitivos e interpersonales disfuncionales observados en clientes con trastornos de personalidad. Añade que la tendencia de los esquemas, las creencias y los patrones de conducta a persistir incluso después de ser muy disfuncionales puede comprenderse fácilmente en términos del efecto que producen sobre la percepción y el procesamiento de nuevas experiencias.
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Las conceptualizaciones cognitivas de los trastornos de personalidad son relativamente recientes y la investigación sobre el rol de la cognición en los trastornos de personalidad se halla en sus fases iniciales. Los primeros estudios (Gasperini et al., 1989; O’Leary et al., 1991) han examinado el papel de las cogniciones en los trastornos de personalidad de un modo explicativo y han defendido la propuesta general de que las cogniciones disfuncionales juegan un papel importante en los trastornos de personalidad. Sin embargo, estos estudios no comprobaron hipótesis derivadas de ninguna de las conceptualizaciones cognitivo-conductuales actuales de los trastornos de personalidad. Investigaciones más recientes han examinado la relación entre los trastornos específicos de personalidad y las creencias y pensamientos que en opinión de Beck et al. (1990) desempeñaban un rol importante en estos trastornos. Estos estudios han producido resultados motivadores pero, por el momento, sólo se dispone de resultados preliminares (Beck et al., 1996; Huprich & Nelson & Gray, 1996). Además, ninguno de estos estudios ha examinado la interacción entre la cognición y la conducta interpersonal, que juega un rol central en las conceptualizaciones cognitivas de los trastornos de personalidad (Pretzer & Beck, 1996). Es interesante que muchos de los autores previamente citados, que defienden la necesidad de una revisión significativa de la terapia cognitiva para el manejo apropiado de los trastornos de personalidad, no hagan ninguna referencia a todo el trabajo realizado sobre la conceptualización y tratamiento de los trastornos de personalidad dentro del marco cognitivo existente. Muchos de los aspectos que subrayan los constructivistas, como la naturaleza auto-perpetuante de los trastornos de personalidad, el rol de las relaciones familiares en la etiología de los trastornos de personalidad y la importancia de la relación terapeuta-cliente al tratar estos trastornos, han sido subrayados durante bastante tiempo por autores que trabajan desde el modelo cognitivo existente. Como los defensores de la revisión de la terapia cognitiva no han presentado aún conceptualizaciones detallas de los trastornos específicos de personalidad ni han propuesto estrategias de tratamiento adaptadas a las características de los trastornos específicos de personalidad, es demasiado temprano para determinar si sus propuestas contienen o no nuevas e importantes contribuciones. Sin embargo, los estudios iniciales presentan pruebas preliminares según las cuales los EMS sugeridos por Young (1990), se relacionan con el trastorno de personalidad límite en una muestra clínica (Schmidt et al., 1995). Otros teóricos desarrollan perspectivas cognitivas sobre los trastornos de personalidad que se basan en los enfoques cognitivo-conductuales y que conllevan revisiones significativas de los enfoques establecidos o que son inde-
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pendientes de éstos. Por ejemplo, Murria (1988) asegura que los trastornos de personalidad pueden entenderse en términos de una “rúbrica nuclear” que incorpore la auto-percepción, la perspectiva del mundo y las instrucciones sobre la acción; Provee (1995) defiende un enfoque de tratamiento multimodal; Wessler (1993) presenta un enfoque que denomina “terapia de valoración cognitiva”; Safran y McMain (1992) proponen un enfoque cognitivo-interpersonal para el tratamiento1. Un enfoque particularmente prometedor es la “terapia conductual dialéctica” desarrollada específicamente como un tratamiento para el trastorno de personalidad límite (Linehan, 1987a, 1987b, 1993). Este enfoque combina una perspectiva cognitivo-conductual con los conceptos derivados del Materialismo Dialéctico y del budismo. El resultado es un marco teórico bastante complejo y un enfoque contemporáneo de tratamiento cognitivo-conductual, de resolución de problemas. Incluye un énfasis particular en la colaboración, entrenamiento en habilidades y clarificación y manejo de contingencias, con diferentes características diseñadas para contemplar aspectos considerados importantes en el tratamiento de individuos con trastorno límite de personalidad. Éstos incluyen el reconocimiento frecuente y simpático del sentido de desesperación del individuo, una actitud resuelta hacia la conducta parasuicida y otras conductas disfuncionales y un esfuerzo por reencuadrar los intentos de suicidio y las restantes conductas disfuncionales como parte del repertorio aprendido por el sujeto para la resolución de problemas. Los terapeutas enseñan activamente destrezas de regulación de emoción, trabajan para aumentar la efectividad interpersonal de los individuos, motivan el aumento de afectotolerancia y tratan de mantener las contingencias que promueven una conducta más adaptativa y de extinguir la conducta disfuncional (para una descripción detallada de este enfoque de tratamiento, véase Linehan, 1993). En una serie de documentos (Linehan et al., 1991; Linehan, Heard & Armstrong, 1993; Linehan, Tutek & Heard, 1992), Linehan y sus colaborado1.
Una teoría que podría parecer cognitivo-conductual a primera vista es la influyente “teoría biosocial-del aprendizaje” de Millon. El trabajo de Millon ha influido significativamente sobre el trabajo contemporáneo relativo a los trastornos de personalidad, incluidas las categorizaciones del DSM-III y DSM-IV. En su amplio trabajo sobre los trastornos de personalidad, Millon (1981) subraya el rol de los “círculos viciosos” en los que los aspectos cognitivos, afectivos y conductuales de los trastornos de personalidad se perpetúan entre sí y determinan que los trastornos sean persistentes e inflexibles. Su trabajo es muy descriptivo y muchos de sus conceptos pueden incorporarse a la terminología cognitivo-conductual. Sin embargo, Millon se considera de orientación psicoanalítica (Millon, 1987) y, aunque comenta frecuentemente los efectos del aprendizaje social, sus puntos de vista sobre algunos de los trastornos de personalidad incluyen conceptos psicodinámicos que no se reconcilian fácilmente con el enfoque conductual.
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res han presentado una comparación controlada de los efectos de la terapia conductual dialéctica con los efectos de la “tratamiento habitual” en un sistema comunitario de salud mental con una muestra de sujetos límites crónicamente parasuicidas. Tras un año de tratamiento, los pacientes de la condición de terapia conductual dialéctica mostraban un índice de abandono muy inferior y una conducta significativamente menos auto-dañina que los sujetos que recibían “tratamiento habitual” (Linehan et al., 1991). También se descubrió que los sujetos de la terapia conductual dialéctica obtenían puntuaciones significativamente mejores en medidas de adaptación interpersonal y social, ira, ejecución laboral y rumiación ansiosa (Linehan, Tutek & Heard, 1992). Sin embargo, ambos grupos mostraban sólo una mejoría modesta en la depresión y en otras sintomatologías y no diferían significativamente en estas áreas (Linehan et al., 1991). A lo largo del año de seguimiento, los sujetos de la terapia conductual dialéctica presentaban un funcionamiento global significativamente superior. Durante los 6 meses iniciales del estudio de seguimiento, mostraban menos conductas parasuicidas, menos ira y mayores índices auto-valorados de adaptación social. Durante el segundo semestre, era menor el número de días de hospitalización y la adaptación social era mejor valorada por entrevistadores externos. Estos hallazgos son ciertamente motivadores dado que los sujetos no sólo satisfacían los criterios diagnósticos del trastorno de personalidad límite sino también eran crónicamente parasuicidas, presentaban historiales de hospitalizaciones psiquiátricas múltiples y eran incapaces de mantener su empleo a consecuencia de sus síntomas psiquiátricos. Estos sujetos presentaban síntomas claramente más deteriorantes que los de los individuos que satisfacen los criterios diagnósticos del trastorno de personalidad límite pero no son parasuicidas, raramente son hospitalizados y sí son capaces de mantener un empleo productivo.
La eficacia de la terapia cognitivo-conductual como tratamiento para los trastornos de personalidad Se ha descubierto que la terapia cognitivo-conductual ofrece un tratamiento efectivo para una amplia gama de trastornos del Eje I. Sin embargo, la mayoría de las investigaciones relativas a la efectividad de la terapia cognitiva y de los enfoques relacionados como tratamiento para individuos con trastornos de personalidad es bastante reciente, y las pruebas empíricas sobre la efectividad de los enfoques cognitivo-conductuales para el tratamiento de individuos con trastornos de personalidad son bastante limitadas. En la Tabla
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15.1 se ofrece una revisión de las pruebas existentes sobre la efectividad de las intervenciones cognitivo-conductuales en el tratamiento de individuos diagnosticados con trastornos de personalidad. En la tabla se observa que se han producido múltiples informes clínicos no controlados que aseguran que la terapia cognitivo-conductual puede constituir un tratamiento efectivo para los trastornos de personalidad, muchos de los cuales proponen enfoques específicos de tratamiento. Sin embargo, existen unos pocos estudios controlados que defienden estas afirmaciones. Esto ha llevado a algunos a preocuparse sobre los riesgos asociados con la rápida expansión de la teoría y de la práctica anterior a la investigación empírica (Dobson & Pusch, 1993). Efectos de trastornos de personalidad comórbidos sobre el tratamiento de los trastornos del Eje I Diversos estudios han examinado la efectividad del tratamiento cognitivoconductual de los trastornos del Eje I con sujetos diagnosticados con un trastorno de personalidad y han descubierto que la presencia de un diagnóstico del Eje II reduce visiblemente la probabilidad de efectividad del tratamiento. Tabla 15.1. La efectividad del tratamiento cognitivo-conductual con los trastornos de personalidad Informes Estudios con clínicos diseño de no controlados caso único Antisocial Evitante Límite Dependiente Histriónico Narcisista ObsesivoCompulsivo Paranoide Pasivo-agresivo Esquizoide
+ + +/– + + +
– +/– +/– +
+ + + +
+/– +
Efectos de los trastornos Resultados de de personalidad en el estudios tratamiento de trastornos controlados del Eje I + +/– + + –
a + +
+ – +
+ = Las intervenciones cognitivo-conductuales fueron efectivas; – = Las intervenciones cognitivo-conductuales fueron no efectivas; +/– = hallazgos mixtos; a = Las intervenciones cognitivo-conductuales fueron efectivas con sujetos con trastorno de personalidad antisocial sólo cuando el individuo estaba deprimido en el momento del pretest.
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Por ejemplo, en el estudio de Turner (1987) previamente citado se encontró que los pacientes con fobia social sin trastorno de personalidad mejoraban visiblemente tras un tratamiento grupal de 15 semanas para la fobia social y mantenían sus logros en el seguimiento realizado un año después. Sin embargo, los pacientes con diagnóstico de trastorno de personalidad además de la fobia social mostraban poca o ninguna mejoría, ni en el postratamiento ni en el seguimiento realizado un año después. Del mismo modo, Mavissakalian y Hamman (1987) descubrieron que el 75% de los pacientes agorafóbicos con puntuaciones bajas en las características correspondientes a los trastornos de personalidad respondían bien al tratamiento conductual y farmacológico de tiempo limitado para la agorafobia, mientras que sólo el 25% de los sujetos con puntuaciones altas en las características del trastorno de personalidad respondían a este tratamiento. En muchos otros estudios también se ha hallado que los tratamientos cognitivo-conductuales bien establecidos son menos efectivos con los individuos que presentan trastornos de personalidad añadidos a sus diagnósticos del Eje I (p.ej., Black et al., 1994; Giles, Young & Young, 1985; Tyrer et al., 1993). Sin embargo, las pruebas relativas al impacto de los trastornos de personalidad premórbidos sobre el tratamiento de los trastornos del Eje I son más complejas. En algunos estudios se ha observado que la presencia de un diagnóstico de trastorno de personalidad no ha influido sobre los resultados (Dreesen et al., 1994; Mersch, Jansen & Arntz, 1995). Otros estudios han hallado que los diagnósticos de trastornos de personalidad influían sobre los resultados sólo bajo ciertas condiciones (Fahy, Eisler & Russell, 1993; Felske et al., 1996; Hardy et al., 1995), que los clientes con trastornos de personalidad suelen concluir prematuramente el tratamiento, pero que los que persisten en él pueden ser tratados con efectividad (Persons, Burns & Perloff, 1988; Sanderson, Beck & McGinn, 1994) y que algunos trastornos de personalidad predecían resultados pobres y otros, sin embargo, no (Neziroglu et al., 1996). Algunos estudios presentan pruebas según las cuales el tratamiento de los trastornos del Eje I puede tener efectos beneficiosos también sobre los trastornos comórbidos del Eje II. Por ejemplo, Mavassikalian y Hamman (1987) hallaron que cuatro de los siete sujetos que inicialmente satisfacían los criterios diagnósticos para un diagnóstico de trastorno de personalidad único no satisfacían los criterios del diagnóstico de personalidad tras el tratamiento. Por contraste, los sujetos diagnosticados como con más de un trastorno de personalidad no mostraban una mejoría similar. Una limitación fundamental de los estudios que han examinado la efectividad del tratamiento cognitivo-conductual para los trastornos del Eje I con individuos que también presentan trastornos de personalidad es que los enfoques de tratamiento usados en estos
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estudios normalmente no contemplaban la presencia de los trastornos de personalidad. Esto deja sin respuesta la cuestión relativa a si los protocolos de tratamiento diseñados para contemplar la presencia de trastornos de personalidad serían más efectivos. Estudios de tratamiento cognitivo-conductual para los trastornos del Eje II Diversos estudios se han centrado específicamente en el tratamiento cognitivo-conductual de los individuos con trastornos de personalidad. Turkat y Maisto (1985) usaron una serie de estudios con diseño de caso único para examinar la efectividad del tratamiento cognitivo-conductual individualizado para los trastornos de personalidad. En su estudio se presentan pruebas de que algunos clientes con trastornos de personalidad podrían ser tratados con efectividad, pero los investigadores no tuvieron éxito al tratar a muchos de los sujetos de su estudio. En otro estudio reciente se ha tratado de comprobar la eficacia del enfoque de intervención defendido por Beck et al. (1990) usando una serie de estudios de caso único con mediciones repetidas (Nelson-Gray et al., 1996). Los nueve sujetos de este estudio fueron diagnosticados con trastorno depresivo severo y uno o más trastornos de personalidad al mismo tiempo. Cada sujeto fue evaluado antes de la terapia, después de la terapia y en un seguimiento realizado 3 meses después sobre el nivel de depresión y por el número de criterios diagnósticos presentados para su trastorno primario de personalidad. Tras recibir un tratamiento de 12 semanas, seis de los ocho sujetos que completaron el seguimiento de los 3 meses manifestaron una reducción significativa en el nivel de depresión, dos sujetos manifestaron una reducción significativa en las dos medidas de la sintomatología del trastorno de personalidad, dos no mostraban mejoría en ninguna de las medidas y cuatro mostraban resultados mixtos. Como señalan los autores, 12 semanas de tratamiento es un curso mucho más breve que el que Beck et al. (1990) proponían como necesario para la mayoría de los clientes con trastornos de personalidad. Gran parte de la teoría y de la investigación relativa al tratamiento de los trastornos de personalidad se ha centrado en el tratamiento de pacientes externos. Sin embargo, el tratamiento de pacientes internos ha recibido también cierta dosis de atención. Springer et al. (1995) manifiestan que una terapia grupal cognitivo-conductual de tiempo limitado produjo una mejoría significativa en una muestra de pacientes hospitalizados por varios trastornos de personalidad y que un análisis secundario de una submuestra de los sujetos con trastorno de personalidad límite revelaban hallazgos similares. Añaden también que los clientes valoraron la participación en el grupo como algo muy útil para su vida fuera del hospital.
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Tres estudios controlados, como mínimo, han tenido como objetivo a los sujetos con trastornos de personalidad. En un estudio de tratamiento de adictos a los opiáceos que se encontraban en un programa de metadona, Woody et al. (1985) hallaron que los sujetos que satisfacían los criterios diagnósticos del DSM-III tanto para la depresión severa como para el trastorno de personalidad antisocial respondían bien tanto a la terapia cognitiva como a la psicoterapia de apoyo-expresiva sistematizada por Luborsky et al. (1985). Los sujetos mostraban una mejoría estadísticamente significativa en 11 de las 22 variables de resultados empleadas, incluidos los criterios diagnósticos, el consumo de droga, el empleo y la actividad ilegal. Los sujetos que satisfacían los criterios del trastorno de personalidad antisocial pero no sufrían depresión, mostraban escasa respuesta al tratamiento, mejorando sólo en 3 de las 22 variables. Este patrón de resultados se mantenía en el seguimiento realizado 7 meses después. Aunque los sujetos con diagnóstico de trastorno de personalidad antisocial respondían al tratamiento mejor que los sociópatas, los sociópatas que inicialmente estaban deprimidos sólo reaccionaron levemente peor que los no sociópatas, mientras que los sociópatas no depresivos respondieron mucho peor. Los estudios de tratamiento del trastorno de personalidad evitante han demostrado que el entrenamiento breve en habilidades sociales y el entrenamiento en habilidades sociales combinado con intervenciones cognitivas, han sido efectivos para aumentar la frecuencia de las interacciones sociales y para reducir la ansiedad social (Stravynski, Marks & Yule, 1982). Estos autores interpretaron este hallazgo como demostrativo de la “falta de valor” de las intervenciones cognitivas. Sin embargo, debería señalarse que los dos tratamientos fueron igualmente efectivos, que todos los tratamientos fueron desarrollados por un único terapeuta (quien también era investigador) y que sólo se empleó una de las muchas intervenciones cognitivas posibles (confrontación de las creencias irracionales). En un estudio siguiente, Greenberg y Stravynski (1985) hallaron que el miedo al ridículo del cliente evitante parece contribuir a la finalización prematura en muchos casos, y sugieren que las intervenciones que modifican los aspectos relevantes de las cogniciones del cliente podrían aumentar sustancialmente la efectividad de la intervención. Los estudios, previamente citados, de Linehan y sus colaboradores (Linehan et al., 1991, 1993; Linehan, Tutek & Heard, 1992) sobre el tratamiento del trastorno de personalidad límite han sido ampliamente reconocidos como confirmatorios de que las intervenciones cognitivo-conductuales pueden ser efectivas con los clientes que padezcan graves trastornos de personalidad. El hallazgo de que un año de tratamiento cognitivo-conductual puede producir una mejoría significativa en los sujetos que no sólo satisfacían
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los criterios diagnósticos del trastorno de personalidad límite sino que además eran crónicamente parasuicidas, presentaban historiales de múltiples hospitalizaciones psiquiátricas y eran incapaces de mantener un empleo debido a sus síntomas psiquiátricos, es bastante motivador. El efecto de los trastornos de personalidad en la práctica clínica de la “vida real” En la práctica clínica, la mayoría de los terapeutas no aplican un protocolo de tratamiento estandarizado con una muestra homogénea de individuos que comparten un diagnóstico común. En lugar de esto, los clínicos reciben y tratan a una variedad de clientes e idean un enfoque individualizado de tratamiento para cada uno. Un estudio reciente sobre la efectividad de la terapia cognitiva bajo tales condiciones de “mundo real” defiende el uso clínico de la terapia cognitiva con clientes que han sido diagnosticados con trastornos de personalidad. Persons, Burns y Perloff (1988) dirigieron un estudio empírico importante con clientes que recibían terapia cognitiva para la depresión en entornos de práctica privada. Los sujetos fueron 70 individuos consecutivos que solicitaban consulta privada con el Dr. Burns o el Dr. Persons. Ambos profesionales son terapeutas cognitivos establecidos, que han dedicado parte de su labor profesional a la docencia y a la publicación de documentos, y en este estudio ambos terapeutas practicaron terapia cognitiva del modo en que lo hacen habitualmente. Esto conllevó que el tratamiento fuera de final abierto, individualizado más que estandarizado, y con uso de medicación e ingresos en centros hospitalarios cuando alguna de estas medidas fuera necesaria. El principal foco del estudio consistió en identificar los predictores de finalización prematura y de resultados del tratamiento en la terapia cognitiva para la depresión. Sin embargo, para nuestros fines es interesante señalar que el 54.3% de los sujetos satisfacían los criterios del DSM-III para el diagnóstico de trastorno de personalidad y que los investigadores consideraban la presencia de un trastorno de personalidad como un predictor potencial de la terminación prematura de la terapia y de los resultados de la misma. Los investigadores hallaron que aunque los pacientes con trastornos de personalidad eran significativamente más propensos que los pacientes sin trastornos de personalidad a finalizar prematuramente la terapia, estos pacientes con diagnósticos de trastorno de personalidad que persistían en la terapia hasta la finalización del tratamiento mostraban una mejoría sustancial y no diferían significativamente en el grado de mejoría de los pacientes sin trastorno de personalidad. Hallazgos similares fueron presentados por Sanderson, Beck y McGinn (1994) en un estudio de terapia cognitiva para trastornos de ansiedad gene-
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ralizada. Los sujetos diagnosticados con un trastorno de personalidad comórbida eran más propensos a abandonar el tratamiento, pero el tratamiento era efectivo para reducir la ansiedad y la depresión en aquellos sujetos que completaban un curso mínimo de tratamiento. Recientemente se ha comentado que la terapia cognitiva de Beck (Beck et al., 1979) no ofrece un tratamiento adecuadamente efectivo para los individuos con trastornos de personalidad (McGinn, Young & Sanderson, 1995). Es interesante señalar que, al criticar la terapia cognitiva, McGinn, Young y Sanderson optan por criticar un enfoque de tratamiento (Beck et al., 1979), que fue desarrollado como tratamiento para la depresión. Las críticas ni siquiera mencionan los protocolos de terapia cognitiva con los trastornos de personalidad que han sido elaborados (p.ej.., Beck et al., 1990; Freeman et al., 1990; Layden et al., 1993). La terapia cognitiva de Beck para la depresión no fue elaborada como tratamiento para individuos con trastornos de personalidad, y Beck y sus colaboradores no han defendido que éste sea un tratamiento adecuado para los trastornos de personalidad (o para los trastornos de ansiedad, o para el abuso de sustancias, etc.). En lugar de eso, Beck y sus colaboradores han elaborado protocolos de tratamiento específicos para diversos trastornos, incluidos los protocolos cognitivos para el tratamiento de los trastornos de personalidad (Beck et al., 1990; Freeman et al., 1990; Layden et al., 1993). La investigación empírica previamente citada que examina estos protocolos de tratamiento es limitada, pero los resultados obtenidos hasta el momento son alentadores.
Enfoques cognitivo-conductuales para los trastornos de personalidad específicos Muchos autores sugieren que es más importante desarrollar conceptualizaciones y enfoques de tratamiento adaptados a los trastornos específicos de personalidad, que enfoques “genéricos” que no distingan entre los diversos trastornos de personalidad. Comentar cada uno de ellos iría más allá del alcance del presente capítulo y, en su lugar, se presentan algunas referencias a las que puede recurrir el lector interesado en examinar las conceptualizaciones más recientes sobre trastornos de personalidad específicos: • Trastorno de personalidad antisocial. Beck et al. (1990, Capítulo 8); Brantley & Sutker (1984); Freeman et al. (1990, Capítulo 10); Gorenstein (1991); Marshall & Barbaree (1984); Sutker, Archer & Kilpatrick (1981). • Trastorno de personalidad evitante. Alden (1992); Beck et al. (1990; Capítulo 12); Freeman et al. (1990, Capítulo 12); Turkat & Maisto (1985).
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• Trastorno de personalidad límite. Beck et al. (1990, Capítulo 9); Davis & Schrodt (1992); Farell & Shaw (1994); Freeman et al. (1990, Capítulo 8); Linehan (1987a, 1987b, 1993); Turner (1987, 1992). • Trastorno de personalidad dependiente. Beck et al. (1990, Capítulo 13); Freeman et al. (1990, Capítulo 12); Overholser (1987); Turkat & Carslon (1984); Turkat & Maisto (1985). • Trastorno de personalidad histriónica. Andrews & Moore (1991); Beck et al. (1990, Capítulo 10); Freeman et al. (1990, Capítulo 9); Turkat & Maisto (1985). • Trastorno de personalidad narcisista. Beck et al. (1990, Capítulo 11); Bux (1992); Carey, Flasher, Maisto & Turkat (1984); Freeman et al. (1990, Capítulo 10); Turkat & Maisto (1985). • Trastorno de personalidad obsesivo-compulsiva. Beck et al. (1990, Capítulo 14); Digiuseppe et al. (1995); Freeman et al. (1990, Capítulo 11); Turkat (1986); Turkat & Maisto (1985). • Trastorno de personalidad paranoide. Beck et al. (1990, Capítulo 6); Freeman et al. (1990, Capítulo 7); Turkat (1985, 1986, 1987, 1990); Turkat & Banks (1987); Turkat & Maisto (1985). • Trastorno de personalidad pasiva-agresiva. Beck et al. (1990; Capítulo 15); Burns & Epstein (1983); Freeman et al. (1990, Capítulo 13); Perry & Flannery (1982). • Trastorno de personalidad esquizoide. Beck et al. (1990, Capítulo 7); Freeman et al. (1990, Capítulo 7). • Trastorno de personalidad esquizotípica. Beck et al. (1990, Capítulo 7); Freeman et al. (1990, Capítulo 7); Greenberg (1992).
Implicaciones para la práctica clínica Como se ha señalado previamente, durante los últimos 15 años se han observado avances importantes en la teoría y en la práctica que aventajan a la investigación empírica (Dobson & Pusch, 1993). Aunque esto genere una preocupación clínica legítima, difícilmente sería fiable suspender el trabajo teórico y clínico hasta disponer de más investigaciones empíricas. El clínico en activo afronta una situación difícil en la medida en que no siempre puede negarse a tratar una clase de trastornos que pueden estar presentes en casi el 50% de los clientes atendidos en entornos externos. Sin embargo, los enfoques de tratamiento disponibles han sido menos desarrollados y peor validados que en muchos casos de los trastornos del Eje I. Afortunadamente, existe un cuerpo considerable de pruebas que defienden la efectividad del tratamiento cognitivo-conductual para clientes con trastornos de personalidad.
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Recientemente, Pretzer y Beck (1996) han presentado una serie de pautas para la terapia cognitiva con clientes que padecen trastornos de personalidad. Estas pautas parecen ser igualmente aplicables a otros enfoques cognitivoconductuales de intervención: 1. Las intervenciones son más efectivas cuando se basan en conceptualizaciones individualizadas de los problemas del cliente. Al trabajar con clientes que presentan trastornos de personalidad, el terapeuta ha de optar por algunos de entre todos los objetivos de posible intervención y ha de seleccionar las técnicas de intervención más apropiadas. Un plan de tratamiento claro que se base en una evaluación global, en la observación clínica y en los resultados de las intervenciones clínicas, minimiza el riesgo de que el terapeuta se confunda por la complejidad de los problemas del cliente. 2. Es importante que el terapeuta y el cliente trabajen colaboradoramente en la consecución de unos objetivos compartidos e identificados. Los objetivos coherentes y claros para la terapia son necesarios si se desea evitar saltar de un problema a otro sin lograr ningún progreso duradero. Sin embargo, es importante que tales objetivos sean acordados entre el terapeuta y el cliente a fin de minimizar las dificultades de poder y el incumplimiento que con tanta frecuencia impiden el tratamiento de clientes con trastornos de personalidad. El tiempo y los esfuerzos invertidos en elaborar objetivos aceptables para ambos puede ser una buena inversión. 3. Es importante destinar más atención de la habitual a la relación terapeuta-cliente. Una buena relación terapéutica es necesaria para la intervención efectiva en la terapia cognitiva como en cualquier enfoque terapéutico. Los terapeutas cognitivo-conductuales están acostumbrados a establecer relaciones terapéuticas bastante sinceras al comienzo de la terapia y proceder después sin prestar excesiva atención a los aspectos interpersonales de la terapia. Sin embargo, éste no suele ser el caso al trabajar con clientes que padecen trastornos de personalidad. En algunos momentos la percepción que tiene el cliente del terapeuta puede estar sesgada y las conductas interpersonales disfuncionales que manifiestan los clientes en las relaciones externas a la terapia tienden a manifestarse también en la relación terapeuta-cliente. Mientras que las dificultades interpersonales que se manifiestan en la relación terapeuta-cliente pueden perjudicar a la terapia si no se contemplan debidamente, también proporcionan al terapeuta la oportunidad de hacer observación e intervención in vivo (Freeman et al., 1990; Linehan, 1987c; Mays, 1985; Padesky, 1986). 4. Comenzar por intervenciones que no requieran una auto-apertura extensiva. Los clientes con trastornos de personalidad, a menudo, se sienten algo incómodos con la auto-apertura debido a la falta de confianza en el terapeu-
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ta, incomodidad por la intimidad, miedo al rechazo, etc. Aunque algunas veces es necesario comenzar el tratamiento por intervenciones que requieren el comentario de pensamientos y sentimientos profundamente personales, puede ser útil iniciar el tratamiento trabajando sobre un problema que no requiera una auto-apertura extensiva. Esto permite al cliente disponer de tiempo para sentirse cada vez más cómodo con la terapia y al terapeuta contemplar gradualmente la incomodidad del cliente ante la auto-apertura (Freeman et al., 1990; Capítulo 8). 5. Las intervenciones que aumentan la sensación de auto-eficacia 2 reducen muchas veces la intensidad de la sintomatología del cliente y facilitan otras intervenciones. La intensidad de las respuestas emocionales y conductuales manifestadas por los individuos con trastornos de personalidad se exacerba muchas veces por las dudas del individuo sobre su habilidad para afrontar con efectividad las situaciones particularmente problemáticas. Si fuera posible aumentar la seguridad del individuo en su capacidad para manejar una situación problemática cuando se produzca, esto reduciría el nivel de ansiedad del cliente, moderaría su sintomatología, le capacitaría para reaccionar más deliberadamente y le facilitaría la implementación de otras intervenciones. El sentido de auto-eficacia del individuo puede aumentarse a través de intervenciones que corrigen cualquier exageración relativa a las demandas de la situación o cualquier minimización relativa a sus capacidades, ayudando a éste a mejorar sus destrezas de afrontamiento o combinando ambas (Freeman et al., 1990, Capítulo 7; Pretzer, Beck & Newman, 1990). 6. No confiar sobre todo en las intervenciones verbales. Cuanto más graves sean los problemas del cliente, más importante es utilizar intervenciones conductuales para lograr tanto el cambio cognitivo como el conductual (Freeman et al., 1990, Capítulo 3). La jerarquía gradual de los “experimentos conductuales” no sólo permite que se produzca la desensibilización y que el cliente domine las nuevas destrezas, también puede ser efectivo para el desafío de las creencias y de las expectativas irreales. 7. Tratar de identificar y contemplar los miedos del cliente antes de implementar cambios. Los clientes con trastornos de personalidad suelen sentir muchas veces miedos no expresados sobre los cambios que solicitan o que se les pide que ejecuten en el curso de la terapia. Los esfuerzos por inducir al cliente a implementar cambios sin contemplar primero estos miedos suelen ser insatisfactorios muchas veces (Mays, 1985). Si el terapeuta comenta las 2.
El término “auto-eficacia” se refiere a las expectativas relativas a la propia habilidad para manejar con efectividad una situación específica (Bandura, 1977). Se cree que un nivel individual de auto-eficacia respecto a una situación particular tiene un importante efecto sobre el nivel de ansiedad y sobre la conducta de afrontamiento del individuo en esa situación.
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expectativas y las preocupaciones antes de cada cambio, es probable que se reduzca el nivel de ansiedad del cliente con respecto a la terapia y que mejore su cumplimiento. Ayudar al cliente a manejar adaptativamente las emociones aversivas. Los clientes con trastornos de personalidad experimentan muchas veces intensas reacciones emocionales en situaciones específicas. Estas intensas reacciones pueden ser problemáticas en sí mismas, pero además, los esfuerzos del individuo por evitar la experiencia de estas emociones, sus esfuerzos por escapar de las emociones y su respuesta cognitiva y conductual a las emociones desempeñan un papel importante en los problemas vitales del cliente. Muchas veces, la falta de voluntad por parte del individuo para tolerar el afecto aversivo le impide manejar las emociones de forma adaptativa y perpetúa sus miedos sobre las consecuencias derivadas de la experimentación de las emociones. Los individuos con trastornos de personalidad pueden necesitar algunas estrategias cognitivas y/o conductuales para manejar las emociones con efectividad (Farell & Shaw, 1994; Linehan, 1993). Anticipar los problemas derivados del cumplimiento. Muchos factores contribuyen a un alto índice de incumplimiento entre los clientes con trastornos de personalidad. Además de las complejidades en la relación terapeutacliente y de los miedos vinculados al cambio que se han comentado previamente, las conductas disfuncionales de los individuos con trastornos de personalidad suelen estar combinadas y, muchas veces, suelen verse reforzadas por aspectos del medio del cliente. Sin embargo, en lugar de ser sólo un impedimento, los episodios de incumplimiento pueden convertirse en oportunidades para una intervención efectiva. Cuando se prevé el incumplimiento, se puede mejorarlo identificando y contemplándolo de antemano; si se produce inesperadamente, permite identificar aspectos que impiden el progreso terapéutico y que, consecuentemente, pueden ser manejados. No presuponer que el cliente existe en un entorno razonable. Algunas conductas, como la afirmación de los propios derechos, son tan adaptativas que es fácil presuponer que son idóneas en cualquier circunstancia. Sin embargo, los clientes con trastornos de personalidad suelen ser muchas veces el producto de familias seriamente atípicas y viven en contextos atípicos. Al implementar los cambios, es importante evaluar las respuestas probables de los otros significativos del entorno del cliente, en lugar de presuponer que responderán racionalmente ante ellas. Prestar atención a las propias reacciones emocionales durante el curso de la terapia. Las interacciones con los clientes con trastornos de personalidad pueden
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elicitar reacciones emocionales en el terapeuta, reacciones que varían desde los sentimientos empáticos de depresión hasta la ira intensa, el desánimo, el miedo o la atracción sexual. Es importante que el terapeuta sea consciente de estas respuestas para que no influyan o deterioren indebidamente el trabajo terapéutico con el cliente y para que puedan ser usadas como fuente de datos potencialmente útiles. Los terapeutas pueden beneficiarse del uso propio de las técnicas cognitivas (véase Layden et al., 1993, Capítulo 6) y/o solicitar supervisión de un colega objetivo. 12. Ser realista con respecto a la duración de la terapia, a los objetivos para la terapia y a los estándars para la auto-evaluación del terapeuta. Muchos terapeutas que usan enfoques cognitivo-conductuales para la terapia están acostumbrados a lograr resultados sustanciales con relativa rapidez. Es fácil llegar a frustrarse y enfurecerse con el cliente “resistente” cuando la terapia procede con lentitud o, por el contrario, ser auto-crítico y desanimarse cuando la terapia no marcha según lo previsto. Las intervenciones conductuales y cognitivo-conductuales pueden lograr cambios, aparentemente duraderos, en algunos clientes con trastornos de personalidad, resultados más modestos en otros casos y ningún resultado en otros. Cuando la terapia procede con lentitud, es importante no abandonar prematuramente ni perseverar innecesariamente con un enfoque de tratamiento insatisfactorio. Cuando el tratamiento no es satisfactorio, es recomendable recordar que la competencia del terapeuta no es el único factor que influye sobre los resultados de la terapia.
Conclusiones Aunque el número de estudios publicados es bastante limitado y algunos estudios presentan dificultades metodológicas, las investigaciones existentes sugieren multitud de conclusiones generales. En primer lugar, muchos informes indican que los tratamientos cognitivo-conductuales estándar para los trastornos del Eje I pueden no ser efectivos para los individuos con trastornos comórbidos del Eje II. En segundo lugar, los hallazgos existentes sugieren que para algunos individuos con un trastorno del Eje I y un trastorno concurrente del Eje II, el tratamiento cognitivo-conductual o conductual para el trastorno del Eje I no sólo puede ser efectivo como tratamiento para el trastorno del Eje I, sino que también puede producir una mejoría general en el trastorno del Eje II. En tercer lugar, los informes clínicos aseguran que la terapia cognitivo-conductual puede ser un enfoque de tratamiento efectivo para la mayoría de los trastornos de personalidad. No disponemos aún de datos empíricos adecuados que defiendan este entusiasmo pero sí existe un cuerpo
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creciente de pruebas que muestran que el tratamiento cognitivo-conductual puede ser efectivo para algunos individuos con trastornos de personalidad. Por último, disponemos de pocas pruebas para establecer la base comparativa de la terapia cognitivo-conductual con enfoques alternativos del tratamiento de los trastornos de personalidad. Hace un década, Turkat y Levin (1984) concluyeron que “en la mayor parte de la literatura sobre los trastornos de personalidad existen tan pocos datos que no puede intentarse la obtención de conclusiones” (p. 519). En un sentido similar, Kellner (1986) concluía que había pocos estudios debidamente controlados sobre enfoques de tratamiento conductual con sujetos claramente diagnosticados con trastornos de personalidad como para disponer de una base empírica que recomiende el uso de intervenciones específicas con tales clientes. Pocos años después de concluir estas dos revisiones, la situación ha mejorado algo. En particular, los hallazgos publicados por Persons, Burns y Perloff (1988) son bastante alentadores. Estos autores sugieren que aunque la presencia de un trastorno de personalidad aumenta la probabilidad de que la terapia cognitivo-conductual se demuestre inefectiva (si el cliente concluye prematuramente la terapia), cuando es posible inducir al cliente a que persista en el tratamiento, la terapia cognitivo-conductual puede demostrarse útil. Debería señalarse que los sujetos del estudio de Persons et al. recibieron tratamiento en el período de tiempo anterior a la publicación de los recientes avances en el tratamiento de los trastornos de personalidad. En la medida en que los enfoques de tratamiento específicamente diseñados para los individuos con trastornos de personalidad (Beck et al., 1990; Linehan, 1993) están siendo probados, podemos mantener la esperanza de aprender mucho más sobre los puntos fuertes y débiles de nuestros enfoques actuales para comprender y tratar a clientes con trastornos de personalidad.
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La evaluación del trastorno de personalidad: elementos y direcciones seleccionados Henry Jackson Departamento de Psicología, Universidad de Melbourne y Centro de Investigación de la Psicosis Precoz, Parkville, Victoria, Australia.
Un trastorno de personalidad se define como: “... un patrón estable de experiencia interna y comportamiento que se aparta acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto, es persistente e inflexible, aparece en la adolescencia o al principio de la edad adulta, es estable en el tiempo y conduce a la angustia o al deterioro” (Asociación Americana de Psiquiatría, 1994, p. 649).
Introducción Durante las décadas de los sesenta y setenta el estudio de la personalidad fue eliminado de los círculos académicos por considerarlo poco científico (Millon, 1984). El pensamiento anti-personológico estaba en consonancia con el zeitgeist prevalente, según el cual se aseguraba que virtualmente cualquier conducta se encuentra bajo el control de las contingencias ambientales (Millon, 1984), y la publicación del irrecusable volumen de Walter Mischel (1968) sobre Personalidad y Evaluación fue particularmente influyente en la estrangulación del interés por la personalidad durante bastante tiempo. El examen del trabajo de Mischel (1968) permite extraer dos temas fundamentales: que la conducta ni era coherente en diferentes situaciones, ni en diferentes momentos, conduciendo a su vez a la conclusión de la inexistencia de coherencia o lógica para la noción de personalidad. Con el transcurso del tiempo fue evidente que el argumento de Mischel era especioso. Los teóricos de la perso-
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nalidad reconocían que las manifestaciones conductuales subyacentes a la personalidad podían variar en el tiempo y de una situación a otra, pero defendían que si se medía un número suficientemente grande de “conductas”, entonces podría obtenerse una coherencia y consistencia temporal, mostrando así la existencia de un “rasgo” latente que, combinado con otros rasgos latentes coexistentes, constituía la “entidad” que denominamos personalidad (véase Millon, 1984). En suma, un indicador conductual por sí mismo es insuficiente para elaborar un juicio convincente sobre la personalidad, pero la propia confianza al respecto de la existencia de cierto rasgo de personalidad aumenta a medida que se recogen más datos similares en una variedad de contextos y tiempos. Sin embargo, la situación en lo que respecta a los trastornos de personalidad ha sido poco mejor. A lo largo del mismo período, y aunque los psiquiatras y asistentes hacían uso oral del concepto de trastorno de personalidad, su modus operandi clínico consistía en reservar el término para los pacientes que presentaban un trastorno florido del Eje I o que mostraban extremas reacciones de contra-transferencia, por ejemplo, los pacientes con trastornos de personalidad límite o antisocial. En otras palabras, el trastorno de personalidad era un diagnóstico de exclusión. La situación a este respecto ha mejorado algo con la publicación del DSM-III (APA, 1980) y su progenie (APA, 1987, 1994) que definen explícitamente los trastornos de personalidad y subrayan la necesidad de que los clínicos contemplen los trastornos de personalidad al ejecutar la evaluación diagnóstica de los pacientes. El DSM-III (APA, 1980) describía las características de los trastornos de personalidad como inflexibles, duraderas, generalizadas y, sobre todo, maladaptativas, haciendo que la persona padezca deterioro funcional o angustia subjetiva. En segundo lugar, el sistema de ejes múltiples del DSM-III constituyó un hito importante porque permitía explícitamente el diagnóstico simultáneo de condiciones del Eje I, como la depresión y los trastornos de personalidad. Estas características se han mantenido en las subsiguientes ediciones del DSM (APA, 1978, 1994). El énfasis en la importancia de los trastornos de personalidad presupuso que somos capaces de evaluar la presencia de un “trastorno de personalidad” tal y como se definía en el encabezamiento de este capítulo. Obviamente es de suma importancia la medición exacta de un trastorno de personalidad. En consecuencia, el tema central del presente capítulo se destinará a documentar las principales investigaciones relativas a la evaluación de los trastornos de personalidad y a describir algunos elementos y pautas selectivas. Aunque existen numerosos instrumentos que miden un rasgo/trastorno particular de personalidad, como el perfeccionismo (Blatt, 1995; Hewitt et al., 1991) o la esquizotipia (Chapman & Chapman, 1985), éste no será el foco de atención del pre-
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sente capítulo. En lugar de eso, se hará hincapié en medidas de amplio alcance que tratan de abarcar todo el espectro de los trastornos de personalidad. El capítulo comienza con una breve revisión del contexto que condujo al desarrollo de instrumentos semiestructurados para la evaluación del trastorno de personalidad, describe dos de estos instrumentos y, a continuación, se refiere a algunas investigaciones relativas a la medición de los trastornos de personalidad generados por el DSM-III, DSM-III-R y DSM-IV (APA, 1980, 1987, 1994) y el ICD-10 (Organización Mundial de la Salud, 1992). Se propone una alternativa dimensional a la categorial del enfoque del DSM-III/R/IV y del ICD-10. Se han descrito dos instrumentos dimensionales (Costa & McGrae, 1992a, b; Cloninger, Svrakic & Przybeck, 1993). A continuación, se presenta una alternativa teórica adicional, la de Theodore Millon (Millon, 1990; Millon & Davis, 1996; Millon & Davis, 1997), que podría ensamblarse con la propuesta de que un enfoque cognitivo para evaluar los trastornos de personalidad (Beck, Freeman & Asociados, 1990; Young, 1994). Se presentan algunas pautas generales para uso de los profesionales y algunas conclusiones relativas al estado actual y al futuro del área.
El papel del DSM-III en el desarrollo de instrumentación para la medición de los trastornos de personalidad Como se ha señalado previamente, el trastorno de personalidad ha sido un tema olvidado en el dominio de la salud mental como “entidad” diagnóstica hasta la publicación del DSM-III (APA, 1980). Esta publicación supuso un gran impulso al estudio y medición del trastorno de personalidad –devolviéndolo a la agenda de la salud mental y fomentando la conciencia de la importancia tanto del concepto como de la medición y de la epistemología, tanto clínica como científica. Sin embargo, conviene recordar que la literatura empírica existente hasta 1980 fue muy limitada. Lo que implica que, en el caso del DSM-III, los trastornos de personalidad y sus series de criterios constituyentes no habían sido empíricamente decididos desde una posición empírica unificada. En lugar de esto, las descripciones se basaron en las decisiones de un Comité de la Asociación Americana de Psiquiatría. Este comité estaba constituido por notables eruditos en el campo como Allan Frances, Donald Klein, John Lion, Theodore Millon y Robert Spitzer (APA, 1980). El resultado final fue que el DSM-III (APA, 1980) describía 11 trastornos de personalidad que son: los trastornos de personalidad paranoide, esquizoide, esquizotípica, antisocial, límite, histriónica, narcisista, por evitación, dependiente, compulsiva y pasiva-agresiva. Estos tipos fueron ordenados en tres grupos (A,
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B, y C). Tanto los trastornos de personalidad como los grupos se han mantenido, con modificaciones relativamente pequeñas, en las siguientes revisiones del DSM (APA, 1987, 1994) a excepción del trastorno de personalidad pasivo-agresiva. Este último ha sido eliminado del texto del DSM-IV y ha sido colocado en el “Apéndice B: Criterios y Ejes propuestos para estudios posteriores” del DSM-IV (APA, 1994) por razones propuestas por Millon (Millon & Davis, 1996). Debería mencionarse que, al igual que los trastornos del Eje I y los criterios, los cambios en el apartado de trastornos de personalidad del DSM-IV han estado mucho mejor informados gracias a la abundancia de literatura empírica en el momento de la revisión (APA, 1994, pp.xviii-xxi). El ICD-10 (OMS, 1992) incluye ocho categorías de trastornos de personalidad, específicamente: paranoide, esquizoide, disocial, emocionalmente inestable (con dos subtipos-impulsiva y límite), histriónica, ansiosa (evitante), dependiente y anancástica. A diferencia del DSM-IV, el ICD-10 no reconoce una subdivisión a priori. El DSM-III y las posteriores revisiones presentan una serie de criterios para cada uno de los trastornos de personalidad, pero estrictamente hablando estos criterios no fueron operativizados, e indudablemente esto conduce a que, dependiendo de quien desarrolle el procedimiento de evaluación se introduzcan sesgos idiosincrásicos de esta persona. Sin instrumentación estandarizada, se hallaron kappas moderados de 0.56 – 0.65 para los trastornos de personalidad como clase (es decir, la presencia/ausencia de trastorno de personalidad de algún tipo) en los Campos de Ensayo del DSM-III (APA, 1980, pp. 470471). Además, en un estudio seminal, la fiabilidad derivada del uso de los criterios del DSM-III (APA, 1980) era relativamente baja y variable, con kappas específicos de los trastornos de personalidad del DSM-III que oscilaban entre 0.05 y 0.49 (Mellsop et al., 1982). La preocupación sobre la escasa fiabilidad interna/del examinador favoreció el desarrollo de instrumentación semiestructurada dirigida a mejorar la evaluación de los trastornos de personalidad. Desarrollo de medidas para evaluar los trastornos de personalidad En las dos últimas décadas, ha aumentado la instrumentación disponible para los profesionales e investigadores interesados pero es muy variable con respecto a sus bases conceptuales y al formato de valoración. Los instrumentos varían, en un extremo, desde los que se requieren para el diagnóstico clínico (es decir, son valorados externamente por un evaluador) y se basan completamente en los criterios del DSM-III/R/IV (APA, 1980, 1987, 1994), por ejemplo, el Examen del Trastorno de Personalidad [Personality Disorder Examination (PDE; Loranger et al., 1987)], la Entrevista Estructurada para la
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Personalidad DSM-III [Structured Interview for DSM-III Personality (SIDP; Pfohl, Stangl & Zimmerman, 1983; véanse actualizaciones de Pfohl et al., 1989; Pfohl, Blum & Zimmerman, 1997)] y la Entrevista Clínica Estructurada para el DSMIII-R [Structured Clinical Interview for DSM-III-R (SCID; Spitzer et al., 1992, y SCID-II; First et al., 1995a, b)]. Después se encuentran los instrumentos basados en las mismas nosologías pero que adoptan un formato de auto-informe como el Cuestionario Diagnóstico de Personalidad (Revisado) [Personality Diagnostic Questionnaire (PDQ-R: Hyler et al., 1983, 1988, 1992)] y también los instrumentos fundamentados en modelos conceptuales alternativos como el Inventario Clínico Multiaxial de Millon del que se han publicado tres ediciones sucesivas [Millon’s Multiaxial Clinical Inventory (Millon, 1977, 1987; Millon, Millon & Davis, 1994)]. Instrumentos desarrollados en el Reino Unido son la Evaluación Estandarizada de la Personalidad [Standardized Assessment of Personality (SAP; Mann et al., 1981)] y el Guión de Evaluación de Personalidad [Personality Assessment Schedule (PAS; Tyrer et al., 1979)]. Instrumentos alternativos de nueva creación basados en conceptos más amplios son la Evaluación dimensional de Patología de la Personalidad – Cuestionario Básico, de Livesley y Jackson (en imprenta) y el Guión de Clark para la Personalidad NoAdaptativa y Adaptativa [Clark’s Schedule for Non-adaptative and Adaptative Personality (SNAP; Clark, 1993)]. La elaboración de instrumentos semi-estructurados como el PDE y el SIDP para evaluar los trastornos de personalidad del DSM-III, DSM-III-R o DSM-IV (APA, 1980, 1987, 1994) ha traído consigo la mejora de la fiabilidad interna-del examinador para las categorías y dimensiones del trastorno de personalidad (Zimmerman, 1994). Hasta la fecha, además de los datos relativos a la fiabilidad obtenidos de la versión internacional del PDE para los criterios del ICD-10 (véase Loranger et al., 1994), se carece aún de datos relativos a la fiabilidad interna-del examinador para los trastornos del personalidad del ICD-10. Investigaciones desarrolladas con los instrumentos para medir trastornos de la personalidad En los últimos 17 años se ha atestiguado un cuerpo documental cada vez más amplio que utiliza la instrumentación basada en el DSM-III/-R/IV (APA, 1980, 1987, 1994) o la instrumentación desarrollada a partir de otras orientaciones teóricas que trata de medir los trastornos del DSM-III/-R/IV (MCMI y MCMI-II: Millon, 1977, 1987) pero no es abundante la documentación relativa a los instrumentos basados en el ICD-10 (para una excepción, véase Loranger et al., 1994). Además de los estudios de fiabilidad citados, otras líneas de investigación han sido:
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1. Determinaciones de proporciones de pacientes en varios contextos con varios problemas del Eje I o co-morbilidad que presentan ciertos tipos y números de trastornos de personalidad, por ejemplo entre esquizofrenia y trastorno de personalidad esquizotípico, y entre los trastornos afectivos y el trastorno de personalidad límite (Black et al., 1993; Jackson et al., 1991b; Morgenstern et al., 1997). 2. Comentarios sobre el grado en que las diferencias de sexo constituyen diferencias genuinas de género en las prevalencias de los trastornos de personalidad y si éstas se deben, en parte, a estereotipos o sesgos diagnósticos (Bornstein, 1996, 1997; Widiger & Spitzer, 1991). Con algunas calificaciones, el DSM-IV (APA, 1994) estipula que las mujeres son más propensas a ser diagnosticadas con trastornos de personalidad límite, histriónica y dependiente, mientras que los hombres son más propensos a ser diagnosticados con trastornos de personalidad paranoide, esquizoide, antisocial, narcisista y obsesivo-compulsivo (véase también APA, 1980, 1987). Corbitt y Widiger (1995) ofrecen una excelente revisión de los aspectos relativos a las diferencias de género y revisan también estudios empíricos. Dos ejemplos relevantes de trabajos empíricos son Alanaes y Torgersen (1988) y Jackson et al. (1991b). 3. Concordancia entre el auto-informe de los trastornos de personalidad y las evaluaciones con instrumentos semi-estructurados. Se han formulado dudas sobre la capacidad de los cuestionarios de auto-informe, incluido el MCM-I y los siguientes, de cubrir completa y fiablemente los trastornos de personalidad como si fueran medidos por asesores-evaluadores mediante instrumentos estructurados como el PDE y el SIDP (Jackson et al., 1991a; Zimmerman, 1994). 4. Efectos del estado. Zimmerman (1994) concluía que, en contraste con los instrumentos semi-estructurados, los inventarios de auto-informe, por ejemplo, el MCMI y el PDQ, son demasiado susceptibles a los efectos del estado. Loranger et al. (1991) hallaron que el instrumento semi-estructurado, el PDE, no estaba influido por factores de estado como la depresión o la ansiedad. Sin embargo, este hallazgo no era sistemático (p.ej., Peselow et al., 1994). 5. Validez interna (es decir, relativa al grado en que los criterios del trastorno son coherentes) y la eficacia diagnóstica de los criterios. Estos mismos estudios han examinado adicionalmente la sensibilidad, especificidad, poder predictivo positivo (PPP) y poder predictivo negativo (NPP) de la característica de personalidad (para ejemplos de este trabajo, véanse Jackson & Pica, 1993; Pfohl et al., 1986). 6. Validez predictiva, es decir, la respuesta al tratamiento (Donat, 1997; Perry, 1993). En general, la presencia de un trastorno de personalidad indica un
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funcionamiento final más pobre y una respuesta más escasa al plan de tratamiento que en pacientes sin trastornos de personalidad (Baer et al., 1992; Zimmerman et al., 1986). 7. Reducción de los trastornos de personalidad del DSM-III a sus componentes básicos mediante escalas multidimensionales, análisis de grupos, análisis de factores o análisis de los principales componentes (Bell & Jackson, 1992; Ekselius et al., 1994; Widiger et al., 1987). Métodos alternativos de medición Aunque las entrevistas semi-estructuradas como el SIDP y el PDE pueden producir puntuaciones dimensionales para cada uno de los trastornos de personalidad, en esencia se basan en una conceptualización particular de estos trastornos. Sin embargo, cada vez existe un reconocimiento mayor de la conceptualización neo-kraepeliana de los trastornos mentales según la cual la nosología del DSM-III/-R/IV podría no ser la pauta óptima para diagnosticar, medir o entender los trastornos de personalidad (p.ej., Widiger, 1993; Widiger & Costa, 1994; Widiger & Frances, 1994; Widiger et al., 1994). Además: Que las entidades, propiedades y procesos de un dominio particular (como la psicopatología o los patrones de interés vocacional) sean puramente dimensionales o una mezcla de relaciones dimensionales y taxonómicas, es una cuestión empírica, que no ha de ser definida por un dogma metodológico sobre “cómo funciona la ciencia” (Meehl, 1992, p. 119).
Sin embargo, Meehl defiende que en los estadios iniciales del desarrollo no podemos definir los conceptos centrales, que siguen siendo conceptos abiertos (Meehl, 1990, 1992). Por lo tanto, a mi parecer, no corresponde contemplar la valía de otros conceptos y medidas diferentes de los basados en el DSM-III/R/VI. Un paso inicial consistiría en volver al llamado dominio de la personalidad “normal” porque, durante la mayor parte de este siglo, el estudio de la personalidad ha sido una de las áreas más importantes de la psicología académica. Sin embargo, es sorprendente y alarmante el escaso intercambio que ha existido entre los investigadores y los respectivos campos de la personalidad y trastornos de personalidad hasta muy recientemente. Con contadas excepciones, sería correcto afirmar que el campo de la personalidad ha estado dominado por un enfoque dimensional o de rasgo, con énfasis especial en las técnicas de análisis factorial, normalmente de tipo explicativo. Por el contrario, en el área de los trastornos de personalidad ha existido una aceptación explícita del modelo categorial que, hasta las dos últimas décadas, no ha estado sujeto a análisis psicométricos.
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Modelo de cinco factores Durante un período de tiempo, y a pesar de los disidentes (Block, 1995; Cloninger, Svrakic & Przybeck, 1993), se ha asegurado que los cinco factores básicos robustos de personalidad han sido sistemáticamente extraídos de procedimientos de análisis factorial, a saber: neuroticismo, extraversión, apertura a la experiencia, tendencia al acuerdo y reponsabilidad (Costa & McCrae, 1990, 1992a, b; Widiger & Trull, 1997). Widiger, Costa y sus colaboradores (p.ej., Widiger, 1993; Widiger & Costa, 1994; Widiger & Frances, 1994; Widiger et al., 1994) han asegurado que los modelos dimensionales como el modelo de los cinco factores, pero también otros modelos (p.ej., Clark, 1993; Cloninger, Svrakic & Przybeck, 1993; Jackson et al., 1996) permiten la retención y la flexibilidad de la información. Esto, a su vez, nos capacita para determinar la posición del paciente en una dimensión estipulada o un rasgo relativo a sus propias puntuaciones en otras dimensiones y relativo a las puntuaciones de otras personas en las diversas dimensiones, siendo esto último facilitado a través de normas presentadas en manuales. El NEO-PI-R (Costa & McCrae, 1992b) es una medida del modelo de cinco factores. El Inventario de Personalidad de neuroticismo, extraversión, apertura – Revisado NEO-PI-R [Neuroticism, Extraversión, Openness Personality Inventory –Revised Measure] El NEO en su versión revisada (NEO-PI-R: Costa & McCrae, 1992b) contiene 240 ítems, cada uno de los cuales se puntúa en escalas de cinco puntos. Existen cinco factores que se presentan en la Tabla 16.1. Se han encontrado correlaciones alfa altas; del mismo modo también es importante la estabilidad en un período de 6 años, variando los valores entre 0.55 y 0.87 (véase McCrae & Costa, 1990, Tabla 10, p. 88). Los resultados han sido replicados por uno mismo, los compañeros, el cónyuge y las valoraciones de un observador, y entre grupos de edad y entre diferentes idiomas y culturas (McCrae & Costa, 1990, 1997). Widiger et al. (1994) y Widiger y Costa (1994) han demostrado que los trastornos de personalidad del DSM-III-R se adaptan a estas cinco dimensiones de personalidad y a sus subescalas constituyentes o facetas, salvan los problemas de superposición y co-morbilidad de los trastornos de personalidad y ofrecen a los profesionales descripciones más completas de los pacientes que las existentes hasta el momento. Se ha descubierto que los individuos con trastornos de personalidad diagnosticable difieren de un modo previsible en los
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cinco factores (Widiger & Costa, 1994; Widiger et al., 1994) y esto ha sido objeto de una importante línea de investigación (véase, p.ej., Costa & McCrae, 1990; Duijsens & Diekstra, 1996). En cierta medida, implícita en esta línea de investigación está la idea de que los trastornos de personalidad incluyen rasgos de “personalidad” más extremos que se producen en combinaciones y configuraciones sistemáticas entre sí (Widiger & Frances, 1994). Desde el punto de vista clínico, los instrumentos como el NEO-PI-R pueden ser más útiles para la práctica terapéutica o clínica porque aunque nos
Tabla 16.1. Los cinco factores y facetas constituyentes del NEO-PI-R (Costa & McCrae, 1992b). El NEO-PI-R contiene seis facetas por cada uno de los cinco factores. 1. Las facetas del neuroticismo incluyen: (i) Ansiedad: nerviosismo y ansiedad flotante; (ii) Ira-hostilidad-furia-frustración y amargura; (iii) Depresión- culpabilidad, tristeza, desesperación; (iv) Auto-conciencia, vergüenza, preocupación; (v) Impulsividad- baja frustración a la tolerancia; (vi) Vulnerabilidad –incapacidad de manejar el estrés, dependencia, indefensión ante el estrés. 2. Las facetas de la extraversión son: (i) Afectuoso- amigable, le gusta la gente; (ii) Gregario –prefiere la compañía de otras personas; (iii) Asertividad –dominante, agresivo y actividad socialmente ascendente; (iv) Energía –tempo rápido; (v) Búsqueda de excitación –anhela la excitación y la estimulación, colores brillantes y ruido; (vi) Emociones positivas – alegría, felicidad, amor y humor. 3. Las facetas correspondientes a la apertura a la experiencia son: (i) Fantasía – imaginación vívida y una fantasía vital activa; (ii) Estética – una apreciación profunda por el arte y la belleza; (iii) Sentimientos –experimenta estados emocionales más profundos y diferenciados; (iv) Acciones – voluntad de probar diferentes actividades, acudir a diferentes sitios o probar alimentos inusuales; (v) Ideas – curiosidad intelectual, voluntad de considerar ideas nuevas y también inconvencionales; (vi) Valores –apertura hacia valores implica la disponibilidad para reexaminar los valores sociales, políticos y religiosos. 4. Las facetas de tendencia al acuerdo incluyen: (i) Confianza – cree que los otros son honestos y bienintencionados; (ii) Honestidad –franqueza, sinceridad e ingeniosidad; (iii) Altruismo – preocupación por el bienestar ajeno, generosidad, consideración; (iv) Cumplimiento – adaptación a los otros, inhibición de la agresión, perdona y olvida; (v) Modestia y auto-eficacia; (vi) Ternura mental –simpatía y preocupación por los demás. 5. Las facetas relativas a la responsabilidad son: (i) Competencia –capaz, sensible, prudente y efectivo; (ii) Orden – ordenado, limpio, pulcro y bien organizado; (iii) Trabajador – “gobernado por la conciencia” del deber; (iv) Lucha por el logro – altos niveles de aspiración y trabaja mucho para lograr los objetivos; (v) Auto-disciplina – una capacidad para motivarse a sí mismo, independientemente de cuál sea el contenido; (vi) Deliberación – tendencia a pensar cuidadosamente antes de actuar.
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permitan ver cuán extrema es una persona en determinados rasgos “negativos”, no están comprometidos con el modelo de déficit de patología implícita en las nosologías psiquiátricas. En lugar de esto, nos permiten captar una imagen más global de la persona mediante la obtención de puntuaciones continuas junto con las de otras personas de la comunidad (aunque naturalmente, esa persona puede obtener una puntuación más alta o más baja en las mismas escalas y en diferentes combinaciones de rasgo o faceta que las restantes personas de la comunidad). Pongamos por caso que un terapeuta va a iniciar una terapia con un cliente. Este cliente presenta un trastorno obsesivo-compulsivo pero también padece un trastorno de personalidad obsesivo-compulsivo según el PDE. El terapeuta presenta el NEO-PI-R al cliente para que lo cumplimente. Este NEO-PI-R puede informarnos sobre el alto índice de responsabilidad del cliente, pero también puede añadir más información sobre el grado de su responsabilidad lo que nos permitiría compararlo con puntuaciones de responsabilidad normativas y esto facilitaría la disposición de información en el nivel constituyente de la faceta. Por ejemplo, ¿es el cliente extremo en las seis facetas de la responsabilidad o sólo en una o dos de esas facetas? Sin embargo, la principal ventaja del NEO-PI-R es que adicionalmente puede informarnos de características de personalidad potencialmente amortizantes o mitigadoras, como el alto grado de apertura a las ideas o valores o la cercanía y la confianza, con las que puede trabajar el terapeuta. La apertura a las ideas podría sugerir que el cliente es capaz y está dispuesto a considerar otros modos de pensar sobre sus problemas. Los altos grados de cercanía y confianza podrían indicar que el cliente es capaz de establecer una relación terapéutica con el terapeuta – un componente crítico para un resultado terapéutico efectivo (Binder & Strupp, 1997; Luborsky et al., 1997). Aunque no se han calculado los datos empíricos que defienden la validez predictiva del NEO-PI-R usado de un modo configurativo, dispone de cierto grado de validez aparente. Ejemplos de este enfoque han sido ofrecidos por Bruehl (1994) y Corbitt (1994). Inventario de Temperamento y Carácter (ITC) El ITC (Cloninger, Svrakic & Przybeck, 1993; Cloninger et al., 1994) puede ser considerado como una medida dimensional alternativa al NEO-PI-R que es fruto de la elaboración del trabajo teórico y empírico de Cloninger (1987; Cloninger, Svrakic & Przybeck, 1993). El ITC (Cloninger et al., 1994) aparece en diferentes versiones, pero la más importante y más habitual contiene 240 ítems que se valoran como verdaderos o falsos. Los ítems constitu-
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Tabla 16.2. Siete escalas y facetas constituyentes del Inventario de Temperamento y Carácter (Cloninger et al., 1994) 1. Facetas correspondientes a la búsqueda de la novedad: (i) Búsqueda exploratoria vs. Rigidez estoica; (ii) Impulsividad vs. Reflexión; (iii) Extravagancia vs. Reserva; (iv) Desorden vs. Regimentación. 2. Facetas correspondientes a la evitación del daño: (i) Preocupación anticipatoria vs. Optimismo desinhibido; (ii) Miedo a la incertidumbre vs. Seguridad; (iii) Vergüenza ante los extraños vs. Seguridad; (iv) Fatigabilidad y astenia vs. Vigor. 3. Facetas correspondientes a la dependencia de la recompensa: (i) Sentimentalismo vs. Insensibilidad; (ii) Vinculación vs. Desvinculación; (iii) Dependencia vs. Independencia. 4. Persistencia. (Esta es una escala de faceta única). 5. Facetas de la franqueza con uno mismo: (i) Responsabilidad vs. Culpabilización; (ii) Finalidad vs. Falta de dirección en los objetivos; (iii) Disposición de recursos; (iv) Auto-aceptación vs. Lucha consigo mismo; (v) Segunda naturaleza congruente. 6. Facetas de la cooperatividad: (i) Aceptación social vs. Intolerancia social; (ii) Empatía vs. Desinterés social; (iii) Disposición a la ayuda vs. No-disposición a la ayuda. 7. Facetas de la auto-trascendencia: (i) Olvidadizo consigo mismo vs. Experiencia autoconsciente; (ii) Identificación transpersonal vs. Auto-aislamiento; (iii) Aceptación espiritual vs. Materialismo racional.
yen un total de 25 escalas de facetas, que, a su vez, se agrupan en una de siete medidas dimensionales, cuatro de las cuales son dimensiones del temperamento (búsqueda de la novedad, evitación del daño, dependencia de la recompensa y persistencia) y tres dimensiones del carácter (franqueza con uno mismo, cooperatividad y auto-trascendencia). Las siete dimensiones con las 25 facetas se muestran en la Tabla 16.2. Las dimensiones del temperamento caracterizan rasgos hereditarios que se manifiestan en las primeras etapas de la vida y conllevan sesgos en la memoria perceptual y en la formación de hábitos. Las dimensiones del carácter representan las características de personalidad que maduran en la fase adulta e influyen sobre la efectividad social y personal, como el insight y el auto-concepto. Tanto el NEO-PI-R como el ITC comunican los reinos de la personalidad normal y anormal con sus enfoques dimensionales pero no deberíamos olvidar otros enfoques teóricos más complejos que pueden añadir “profundidad y amplitud conceptual” a la comprensión y medición de los trastornos de personalidad. Uno de estos enfoques es el propuesto por Millon (1990; Millon & Davis, 1997).
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Pensando en el futuro - Theodore Millon Theodore Millon (1986, 1990; Millon & Davis, 1996; Millon & Davis, 1997) es el teórico más eminente de nuestros tiempos respecto a los trastornos de personalidad. Su teoría integradora y de base evolutiva (Millon, 1986, 1990; Millon & Davis, 1996) es la alternativa más global y teóricamente convincente a los sistemas ateóricos del DSM y del ICD para conceptualizar y organizar los trastornos de personalidad. Uno de los aspectos más poderosos de su trabajo es su énfasis en la naturaleza de estratos múltiples de los trastornos de personalidad. Manifiesta que ningún instrumento mide todos los dominios de la personalidad, lo que también es válido para la personalidad normal. A su entender, tales instrumentos no deberían limitarse a conductas, cogniciones o conducta interpersonal, sino incluir la gama completa de todas las características personológicas relevantes o potencialmente relevantes. Millon, aunque no elaboró este instrumento, en su más reciente trabajo ha detallado el marco conceptual que podría aportar suficiente ímpetu para la realización de este objetivo (Millon & Davis, 1996; Millon & Davis, 1997). Las características de personalidad se reflejan en ocho “dominios diagnósticos prototípicos” (Millon & Davis, 1996; Millon & Davis, 1997) embebidos en una matriz de cuatro-por-dos. Como se representa en la Figura 16.1, cuatro niveles se corresponden a los “cuatro enfoques históricos que caracterizan al estudio de la psicopatología” (Millon & Davis, 1996, p. 138), siendo éstos el conductual, el fenomenológico, el intrapsíquico y el biofísico. Dos “sistemas” son clasificados como, uno “estructural” (equivalente a sistemas “anatómicos”) y el otro “funcional” (equivalente a sistemas “fisiológicos”). Esto produce ocho “dominios diagnósticos prototípicos” y como se observa en la Figura 16.1, tales dominios se corresponden con los diferentes sectores de la organización matriz. Por lo tanto, si cogemos por ejemplo el trastorno de personalidad esquizoide, se representa como: Actos expresivos = impasible Conducta interpersonal = desvinculado Estilo cognitivo = empobrecido Auto-imagen = satisfecho consigo mismo Representaciones de objetos = exiguo Mecanismos reguladores = intelectualización Organización morfológica = indiferenciación Estado anímico/temperamento = apático (Millon & Davis, 1996, p. 139)
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Figura 16.1 Los ocho “dominios diagnósticos prototípicos” de Millon (de Millon & Davis, 1996; Copyright © 1996 John Wiley & Sons Inc.; reproducido y adaptado con autorización). s re xp se to Ac
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Aunque este instrumento de medición no ha sido elaborado aún, hay algunos indicios de desarrollo de instrumentos y enfoques, útiles para el profesional de orientación cognitivo-conductual, respecto al dominio de los mecanismos reguladores (defensa) (Berman & McCann, 1995; Soldz et al., 1995) y al dominio cognitivo que, con un trabajo adicional de profundización y comprobación psicométrica, podría ser de incalculable valor en la evaluación de los esquemas cognitivos de los pacientes y en la selección de focos terapéuticos. Dos de estos enfoques cognitivos están representados en los trabajos de Beck, Freeman y colaboradores (1990) y de Jeffrey Young (1994). Un enfoque cognitivo Beck, Freeman y colaboradores (1990) han descrito estilos y atributos cognitivos que, a su entender, están asociados con trastornos de personalidad par-
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ticulares. Así, para el trastorno de personalidad evitante, Beck, Freeman y colaboradores (1990) aseguran que los esquemas nucleares podrían ser: “Soy socialmente inepto e indeseable”, “Otras personas son superiores a mí y me rechazarán o me criticarán si llegan a conocerme”, “No puedo manejar sentimientos intensos”, “Pensarás que soy débil”, “La mayoría de las personas no tienen sentimientos como éstos” (Beck, Freeman & Associates, 1990, p. 257) y “Soy inadecuado”, “No gusto” (p. 261). Beck elaboró su Cuestionario de Creencias [Belief Questionnaire (BQ: Beck, 1990)] sobre la base de que existen esquemas relativamente únicos para cada trastorno de personalidad, pero esto no había sido empíricamente probado hasta que Trull et al. (1993) examinaron las propiedades psicométricas del BQ, hallando altos índices de coherencia interna (0.77-0.93) y fiabilidad test-retest (0.63-0.82), pero escasa evidencia de validez discriminante. Un enfoque similar ha sido elaborado y enunciado por Young (1994), quien ha desarrollado una terapia cognitiva para personas con trastornos de personalidad. Young ha señalado la necesidad de identificar los esquemas maladaptativos tempranos, que él construye como creencias incondicionales sobre uno mismo con relación al medio y al mundo, que son implícitos, parte del self, y no son desafiados por la persona. A consecuencia de estos tres factores, con el trascurso el tiempo estos esquemas recurrentes y disfuncionales se hacen más resistentes al cambio. Existen cuatro criterios que definen los esquemas maladaptativos tempranos: provocan altos niveles de emoción (p.ej., ansiedad, depresión, culpabilidad); casi siempre están estrechamente vinculados a los problemas vitales más angustiosos, generalizados y duraderos experimentados por el paciente y normalmente están relacionados con los problemas evolutivos más serios de éste con sus progenitores, hermanos y compañeros durante los primeros años de vida. Normalmente, estos esquemas están provocados por acontecimientos del medio relevantes para los esquemas particulares. Se dice que son 18 esquemas y se presentan en la Tabla 16.3. Aunque se apunta que estos esquemas están vinculados con ciertos grupos de trastornos de personalidad, en el trabajo de Young (1994) no se especifica esto. De hecho, a la vista de los problemas que se derivan de los enfoques categoriales, y a los que nos hemos referido anteriormente, puede ser más plausible vincular los esquemas cognitivos identificados con los “superrasgos”, por ejemplo, estilo interpersonal evitante que podría subyacer a muchos de los denominados trastornos de personalidad, en lugar de pertenecer a un tipo específico de trastorno de personalidad, por ejemplo, trastorno de personalidad evitante. Se examinó una versión aparentemente anterior del cuestionario de esquemas de Young (1994) y se comprobó que presentaba propieda-
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Tabla 16.3. Esquemas Cognitivos Maladaptativos Tempranos de Young (1994) (agrupados en cinco áreas generales) Autonomía y ejecución deteriorada Dependencia/incompetencia; vulnerabilidad al peligro; enredo / self no desarrollado; fracaso Desconexión y rechazo Privación emocional; abandono / inestabilidad; desconfianza / abuso; aislamiento social / alineación; defensividad / vergüenza Límites deteriorados Insuficiente auto-control / auto-disciplina; autorización / dominación Honestidad con los otros Subyugación; auto-sacrificio; búsqueda de aprobación Supervigilancia e inhibición Vulnerabilidad al error / negatividad; exceso de control; niveles inexorables
des psicométricas adecuadas (Schmidt et al., 1995) pero la relación de cada esquema con un trastorno específico de personalidad o, alternativamente, “superrasgo”, no ha sido examinada. A pesar de la insuficiencia de datos empíricos, se puede recomendar el enfoque propuesto por Beck, Freeman y colaboradores y por Young. Parece establecer un vínculo potencial entre lo ideográfico y lo nomotético y potencialmente ofrece a los profesionales clínicos un instrumento útil para la evaluación de los trastornos de personalidad en el ámbito cognitivo –lo que también permite la identificación inmediata de objetivos de intervención por parte de los terapeutas. Se puede ver que este enfoque podría complementar la evaluación y el tratamiento de pacientes con trastornos de personalidad límite (p.ej., Linehan, 1993; Perris, 1994) identificando los esquemas maladaptativos nucleares tempranos.
Sugerencias para el terapeuta al evaluar a clientes con posibles trastornos de personalidad Hasta el momento se ha comentado la utilidad de los diversos instrumentos desde la perspectiva de su estandarización, provisión de normas, etc. Sin embargo, si consideramos que el terapeuta en servicio puede no tener acceso a los diversos instrumentos estandarizados o carecer del tiempo y/o del dinero necesarios para una evaluación detallada, es conveniente ofrecerle unas sugerencias basadas en el enfoque de la entrevista psiquiátrica estandarizada, que es el recurso al que más se recurre en la práctica clínica:
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1. Recoger un historial completo y detallado y no una síntesis cronológica (Jackson, Robinson & Pica, 1996). La información debe ser registrada bajo los encabezamiento habituales: problema presentado y fuente de derivación; historial del problema presentado; historial psiquiátrico/psicológico pasado; abuso de alcohol y drogas; historial forense; familia –incluyendo genograma de las distribuciones estructurales en la familia, historial de condiciones psiquiátricas, relaciones, atmósfera, calidad de la atención, etc.; personal –incluyendo historial evolutivo, educativo, ocupacional, social, sexual, íntimo, etc.; personalidad, que puede evaluarse menos formalmente a través de juicios del paciente/cliente, el entrevistador clínico y, si fuera posible, entrevistando a un informate; examen del estado mental y formulación. El historial completo es de suma importancia para clarificar la presencia de disfunción de personalidad, pero las relaciones sociales e íntimas, currículo laboral, expresión emocional y control y coherencia del self podrían ser focos claves para evaluar la presencia de la disfunción de personalidad. El examen del estado mental (incorporando una pantalla cognitiva) es particularmente importante para determinar las “condiciones que triunfan”, p.ej., desorden orgánico. 2. Tratar de asegurar que las condiciones del Eje I, sobre todo las condiciones depresivas y ansiosas, no están ocasionando un “pseudo trastorno de personalidad”. El uso de un inventario breve, p.ej., el Inventario de Depresión de Beck (Beck & Steer, 1987), podría ser útil para clarificar la situación o, por lo menos para alertar al profesional de la posibilidad de que la información sobre uno mismo puede ser sospechosa. 3. Siempre que sea posible, establecer una entrevista única con un “otro significativo”. La selección de este “otro significativo” es crítica; debería tratarse de alguien confiable que conozca bien al cliente, digamos un progenitor, un hermano mayor, el cónyuge o pareja –alguien que es capaz y tiene la voluntad de ofrecer material biográfico “fiable” sobre el cliente. 4. Gran parte de lo que hacemos en la psiquiatría se centra en lo negativo. Debemos “acentuar lo positivo” determinando los puntos fuertes (interpersonales u otros) del cliente, sobre la base de lo que el cliente informe al entrevistador, lo que el profesional capte durante la entrevista y las siguientes sesiones (es decir, durante las sesiones terapéuticas) y lo que extraigamos del informante, si se dispone del apropiado. 5. Se necesita hacer uso de la situación terapéutica no sólo para la terapia sino también para la evaluación continua (Beck, Freeman & Associates, 1990). La progresión de la terapia debería fomentar la comprensión que adquiere el terapeuta de los problemas del cliente. El trazado de los antecedentes evolutivos del trastorno y la profundización en la problemática del cliente
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puede lograrse a través de diversas técnicas, todas ellas adaptadas a las necesidades del cliente. Entre estas técnicas se encuentran los diarios, los registros, la imaginería guiada y la narración retrospectiva guiada. Se pueden elicitar pensamientos automáticos durante la sesión pidiendo al cliente que revele lo que piensa sobre el terapeuta en un momento particular o durante el comentario de un tema específico. ¿Cuáles son los afectos vinculados a un tema particular? ¿Qué seguridad tiene la persona sobre la veracidad de las creencias “temidas”?, etc.
Resumen y conclusiones La primera ola de investigación sobre los trastornos de personalidad y su evaluación fue promovida por el DSM-III y sus siguientes ediciones. Nos ha aportado cierta instrumentación y, en consecuencia, cierta información sobre la prevalencia de los trastornos de personalidad en los diferentes contextos, sobre las diferencias de género en los trastornos de personalidad y sobre la validez predictiva de los trastornos de personalidad al determinar los resultados de los tratamientos. Sin embargo deberíamos recordar que, en el mejor de los casos, los criterios de trastorno de personalidad del DSM-III/-R/IV ofrecen un simulacro de la realidad. Por lo tanto, no deberíamos sentirnos satisfechos con las conceptualizaciones existentes del DSM como si fueran las únicas y sine qua non de los trastornos de personalidad. El DSM presenta modelos de trabajo útiles pero existen alternativas potencialmente útiles a los instrumentos que se basan en el DSM. Por ejemplo, Parker et al. (1996) se han esforzado por elaborar la definición y clasificación de los trastornos de personalidad incluyendo tanto los descriptores del DSM-IV como los del ICD-10, pero añadiendo también otros ítems extraídos del trabajo de Millon (1986) e ítems de varias medidas de ansiedad, depresión y medidas atribucionales (Parker et al., 1996, p. 828). La comunidad científica espera los resultados con sumo interés. Aunque el interés es creciente por el trabajo de Cloninger, Svrakic y Przybeck (1993) y Widiger y Costa (1994), también es necesaria la vinculación de la base científica correspondiente a los trastornos de personalidad y la investigación y teorización correspondiente al llamado estudio de la “personalidad normal”. Un instrumento como el NEO-PI-R es un ejemplo de medida que se ha derivado del área de la personalidad “normal” y que puede ser útil para el terapeuta profesional. Entre los puntos fuertes del NEO-PI-R, y también del ITC, se encuentran la capacidad de identificar los atributos positivos del cliente –no sólo los negativos– porque ambos instrumentos ofrecen
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perfiles configurativos. El programa de tratamiento puede implementarse de un modo que sea inherentemente más atractivo para el terapeuta. Aún queda mucho que hacer en el apartado conceptual para la elucidación de una estructura de estratos múltiples de los trastornos de personalidad. Se requieren instrumentos de medición derivados de las líneas de teorización propuestas por Millon (Millon & Davis, 1996; Millon & Davis, 1997). Para los epistemólogos, y discutiblemente para los investigadores, puede ser suficiente con apuntar los superfactores o rasgos; pero para el terapeuta, será de más validez el desarrollo de instrumentos de medición precisos que permitan los análisis configurativos y que produzcan puntuaciones en los ocho dominios estipulados por Millon (Millon & Davis, 1996; Millon & Davis, 1997). Las puntuaciones en estos dominios podrían sugerir objetivos apropiados de intervención. El reto consiste en contemplar toda esta complejidad de constructos y elaborar un instrumento práctico y de fácil aplicación para los terapeutas. La investigación futura deberá contemplar qué dominios son los más apropiados para el tratamiento. Por último, debemos ampliar nuestros horizontes, no sólo en términos de los números y tipos de dimensiones, clases o “profundidad” de la personalidad / rasgos de trastorno, sino también en términos de los métodos que usaremos para medirlos. Block (1995) ha defendido que deberíamos incluir datos derivados de diferentes fuentes y metodologías epistemológicas, incluidas las recogidas mediante la autobiografía, las observaciones, la neuropsicología, los insight psiquiátricos, la introspección personal, así como de otras consideraciones teóricas. Coincido plenamente con él, a mi parecer sería demasiado prematuro dar por extinguida la conceptualización y la medición de los trastornos de personalidad.
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Estrategias y técnicas terapéuticas menos comunes en la psicoterapia cognitiva de pacientes con trastornos graves Hjördis Perris Instituto Sueco de Psicoterapia Cognitiva, Estocolmo, Suecia
Introducción Uno de los puntos fuertes de la psicoterapia cognitiva (PTC), subrayado hace mucho tiempo por Beck (1976) y otros autores (Arnkoff, 1981; Glass & Arnkoff, 1982; Perris H, 1985; Perris C, 1986/96) es su flexibilidad; otro es su capacidad integradora (Alford & Beck, 1997). Estas dos características permiten al terapeuta seleccionar las estrategias y técnicas apropiadas que se adapten particularmente a las necesidades de cada paciente individual, independientemente de si tales técnicas fueran o no fueran concebidas dentro del marco del PTC o si pertenecen a otros dominios psicoterapéuticos. Un prerrequisito subrayado por Beck, sin embargo, es que estas estrategias o técnicas han de ser usadas teniendo presentes los objetivos de la PTC. Arnkoff (1981) añade que “la flexibilidad en los procedimientos de combinación (de diferentes fuentes) no ha de conllevar la práctica de una terapia ateórica, de ensayo y error (p. 203)”. Como se ha señalado en otros artículos (Perris H, 1985; Perris & Perris, 1998) y que también ha sido manifestado por otros autores (p.ej., Vallis; Pretzer; Perris & Skagerlin, en este volumen), al trabajar con pacientes que presentan trastornos graves pueden ser necesarias las adaptaciones de la terapia de conducta estándar. Estas adaptaciones también implican el uso, en diferentes fases de la terapia (p.ej., en la fase inicial al trabajar con pacientes no comunicativos), de técnicas menos convencionales o, como señala Guidano (1987), de la creación de técnicas nuevas cada vez que surja la necesidad.
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PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD
En este capítulo se presentarán algunos ejemplos del modo de integrar fácilmente técnicas tales como los diarios, escritura de cartas, el uso de fotografías, tarjetas del Test de Apercepción Temática (TAT, Morgan & Murria, 1935), dibujos y pinturas creativas, metáforas, sueños y fábulas en la práctica de la psicoterapia cognitiva con pacientes que sufren trastornos graves. La finalidad particular de cada técnica también será comentada. Una observación más general, aplicable probablemente a todo el grupo de pacientes con trastornos de personalidad, es que la mayoría de ellos presentan pronunciadas dificultades emocionales. Algunos de ellos tienen dificultades para expresar sus emociones, mientras que otros se sienten sobrecargados de un modo incontrolable por sus emociones. Observando a estos pacientes desde la perspectiva de la teoría del vínculo (Bowlby, 1969-1980; Crittenden, 1994; Perris & Perris, 1998) podría decirse que los primeros están prominentemente dirigidos por la cognición, mientras que los últimos están dirigidos por la emoción. En la dirección de la PTC se hace hincapié en convertir al paciente en participante activo del trabajo terapéutico, representado en el concepto de empirismo colaborador (Beck et al., 1979). Un prerrequisito para su colaboración activa es que el paciente haya sido socializado para la terapia. El proceso de socialización implica que el terapeuta haga que la terapia sea tan comprensible como sea posible, ofreciendo explicaciones claras para cada paso del tratamiento con el fin de que el paciente llegue a ser capaz de participar activamente en la identificación de sus problemas. Estrategias para transmitir información teórica al paciente En este apartado se presentan algunos ejemplos de las posibles técnicas para transmitir información teórica al paciente con el fin de promover su participación activa en la identificación de sus problemas y en la búsqueda de formas apropiadas para enfocarlos. Cuando los pacientes, que al comienzo de la terapia parecen estar más dirigidos por las cogniciones (p.ej., pacientes con un patrón de vínculo ansioso-evitante y trastorno de personalidad del Eje II perteneciente al grupo A), logran experimentar la relación terapéutica como una base segura (Bowlby, 1988), también pueden comenzar a experimentar emociones de las que previamente han sido inconscientes. La intensidad de tales experiencias puede ser amedrentadora, incluso cuando las emociones experimentadas sean positivas. Cuando ocurre esto (p.ej., cuando el paciente experimenta seguridad y confianza en la unidad en la que tiene lugar el tratamiento), entonces el
ESTRATEGIAS Y TÉCNICAS TERAPÉUTICAS MENOS COMUNES
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terapeuta trata de explicar al paciente lo que ocurre para reducir su ansiedad sobre la pérdida de control. Una imagen similar a la presentada en la Figura 17.1 puede ser útil para establecer la base de la explicación. Tal explicación se presenta de un modo similar al siguiente: Todos nosotros nacemos con un instrumento de cognición y uno de emoción (señalando al mismo tiempo a la cabeza –cogniciones– de la persona A y al teclado del vientre de la persona B –emociones). Sin embargo, cuando nacemos, estos instrumentos no estaban afinados. El afinado de estos instrumentos se produce con la ayuda de nuestros progenitores o de otras personas que nos cuidan durante la infancia. Cuando el tono es perfecto, existe armonía entre el instrumento de cognición y emoción, como en el sujeto A. Parece estar feliz y seguro porque confía en que sus instrumentos le guiarán con seguridad a lo largo de la vida. Puede confiar en sus cogniciones y en sus emociones porque “sabe” que están en armonía entre sí. Pero en la persona B, no se produce armonía entre los instrumentos. Por alguna razón, no obtuvo la ayuda apropiada. Así, como los instrumentos están en desarmonía, decidió apagar uno de ellos –en su caso, el instrumento de la emoción. La persona B trata ahora de seguir un solo instrumento, confiando “en su cabeza”, por ejemplo, hace cualquier cosa que hagan los otros sin prestar atención a sus sentimientos. Las personas que le rodean pueden pensar que es extraño, y él mismo hace tiempo que ha vivido la experiencia del vacío y del desinterés. Al final podría suceder que solicite ayuda sin saber realmente qué es lo que necesita o qué problema tiene. Sólo siente el vacío. Lo que creo que le sucede a usted, es que se encuentra en la misma situación que la persona B. Una diferencia es que debido a la cercanía y atención emocional que usted recibe aquí en la unidad, su instrumento congelado de la emoción ha comenzado a derretirse. En consecuencia emite sonidos que le asustan porque no ha sido afinado aún y porque usted probablemente ha olvidado que realmente disponía del instrumento de la emoción. Nos ayudaremos entre sí para que su instrumento de la emoción vuelva a estar afinado y su calidad de vida sea similar a la de la persona A.
Una situación en la que pude hacer uso de esta técnica se produjo cuando un paciente, que aparentemente había excluido completamente sus emociones de la conciencia, volvía de un paseo a la unidad en la que había sido admitido y expresó con cierta sorpresa: “¡Qué extraño! He bajado al centro de la ciudad y las personas parecían tan felices. Ahora vuelvo aquí y todos parecen también felices” (durante la breve ausencia del paciente no se había producido ningún cambio en las emociones de la unidad y probablemente tampoco en la ciudad). Otro paciente del mismo tipo al anterior volvió un día extasiado a la unidad. Había visto a unos niños pequeños jugar en un montón de arena y “había sido la cosa más bonita que había visto nunca”.
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Figura 17.1. Una imagen que se ha demostrado útil para explicar al paciente la relación entre las emociones y las cogniciones
COGN.
TECLADO
Sin embargo, algunas veces parece que también se producen sentimientos amenazadores agresivos. En tales casos, la administración ocasional de pequeñas dosis de fármacos neurolépticos podría facilitar la contención de la “presión del instrumento emocional que amenaza con explotar”. Lo que se ha dicho hasta el momento ilustra el modo en que unos dibujos y metáforas elementales pueden permitir al terapeuta ayudar al paciente a afrontar los cambios emocionales repentinos que se experimentan como amenazadores. Los ejemplos previamente descritos se refieren a pacientes con un patrón de vínculo deteriorado del tipo A (dirigido a la cognición). Una estrategia similar podría ser usada incluso con pacientes con un patrón de vínculo ansioso-ambivalente –tipo C– que se sospecha están dirigidos por la emoción. La diferencia reside en que el énfasis para el último caso se coloca en ayudar al paciente a que utilice sus cogniciones para moderar sus emociones.
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Cuando es necesario transmitir al paciente ideas teóricas de la PTC que debe aprender para participar activamente en el trabajo terapéutico, se pueden aplicar múltiples técnicas. A un paciente intelectualmente desarrollado, por ejemplo, es posible ofrecerle como asignación de tareas para casa, la lectura de algún documento. Sin embargo, algunas veces sucede que, aunque el paciente sea capaz de ejecutar la asignación, el conocimiento que ha adquirido de ese modo, evidentemente, permanece en el nivel intelectual y el paciente es incapaz de asimilarlo. En otras palabras, podría decirse que no se ha logrado la armonía entre los dos instrumentos (persona B) de la Figura 17.1. Un paciente con un trastorno de personalidad obsesivo-compulsiva aseguraba que había comprendido plenamente cómo debía proceder el trabajo terapéutico para poder obtener la ayuda que deseaba. A pesar de esta afirmación, manifestó una pronunciada dificultad para seguir las explicaciones del terapeuta, que sistemáticamente respondía con contra-argumentos que había probado previamente sin ningún éxito. En términos metafóricos podía decirse que andaba con “una cabeza helada sin cuerpo”, es decir, sin contactar con sus emociones. Sin embargo se produjo un cambio cuando el terapeuta le contó un sueño que había escuchado a otro paciente. Este último había solicitado ayuda para una reacción depresiva colateral a un divorcio. Desde el comienzo del tratamiento, mencionaba que se sentía “deambular por la vida como un perdedor”. En el curso de la terapia, fue posible evidenciar que su actitud de perdedor había influido sobre toda la vida del paciente hasta convertirse en una profecía auto-cumplida. Manifestó, por ejemplo, que cuando se casó ya “sabía” que su matrimonio no duraría, porque su esposa era “superior” a él. De un modo similar, había comenzado con tres proyectos de investigación para poder doctorarse sin lograr acabar ninguno de ellos. En este mismo orden, él “ya sabía desde un comienzo que iba a ser incapaz de concluirlos”. En la última sesión contó el siguiente sueño: se encontraba sobre la superficie helada de un lago, llevando a un niño pequeño en brazos. El hielo se quebró y había riesgo de que se rompiera completamente en cualquier momento. Corrió hacia la orilla con el niño en sus brazos, bajo la constante amenaza de que se rompiera el hielo. En algún momento de su esfuerzo volvió la vista atrás y observó a tres hombres con sombreros de pico que patinaban y bailaban satisfechos sobre el hielo. En ese punto pensó: “Hubiera podido ser así para mí también si no llevara a este niño en mis brazos”. Con ayuda de la imagen ofrecida por el sueño, soñado por otra persona, el paciente pudo reconocer que sus propias dificultades estaban relacionadas con el niño que él transportaba en su interior, sin ser capaz de verlo. También reconoció que el niño del sueño del otro paciente simbolizaba la auto-imagen de un perdedor, es decir, su propia actitud disfuncional de desmerecimiento. El hielo, es decir, su vida, hubiera podido ser diferente si no estuviera obligado a transportar un niño, la auto-imagen negativa. Además, los tres hombres con sus sombreros de pico (en Suecia señal de grado de Doctor Universitario) hubieran podido ser él mismo.
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Tras este episodio cambió notablemente el curso de la terapia. El paciente comenzó a ser consciente de la necesidad de formarse activamente, con ayuda de las tareas apropiadas, para aprender el modo de dejar tras de sí la responsabilidad de llevar a un niño.
Un concepto recurrente en el contexto de psicoterapias de diferente orientación ideológica es la del “niño dentro de uno mismo”. En PTC ese “niño”, como en el ejemplo del sueño, se corresponde con un auto-esquema disfuncional, o un modelo interno de trabajo disfuncional de uno mismo y de los demás, según la terminología de Bowlby (Bowlby, 1969-1980), que informa negativamente sobre las propias actitudes hacia uno mismo, sobre las relaciones que tiene con los demás y sobre la vida en general. Una actitud disfuncional tan básica se halla, en la mayoría de los casos, fuera de la conciencia del individuo. Por lo tanto, influye automáticamente sobre todas nuestras acciones. Tal actitud es fácil de detectar a partir de los pensamientos automáticos del paciente, que muchas veces son del tipo a: “Soy incapaz de hacer nada”; “Todo lo que hago está mal”; “Otros son capaces de hacer cosas, yo no”; es decir, “Soy incapaz”;“Soy un perdedor”. En los estilos de expresión de otras personas, el terapeuta puede reconocer a un “Mesías”o a un “Batman”. En la superficie, se observa a una persona que alcanza objetivos imposibles o que es incapaz de negarse a hacer algo por temor a parecer una persona débil. Un paciente dijo, “Dentro de mí hay un coronel que critica todo lo que hago”. El objetivo final de la PTC es identificar los presupuestos disfuncionales básicos de los que el paciente es inconsciente y ayudarle a desarrollar otros más funcionales que le permitan cuestionar los patrones disfuncionales de pensamiento. Se supone que los presupuestos (o modelos de trabajo) disfuncionales se han desarrollado en el pasado como resultado de las interacciones que el paciente tuvo durante la infancia. Es la fuerza de tales modelos de trabajo disfuncionales lo que permite que sobreviva el niño interior. Un modo de hacer comprensibles tales conceptos al paciente consiste en usar dibujos como los presentados en la Figura 17.2. Las dos figuras del dibujo están agarradas de la mano, una más grande que la otra, divididas por un muro de separación. En el extremo superior izquierdo del papel el terapeuta traza un símbolo de sí mismo, y en el extremo derecho otro símbolo de los progenitores del paciente. Tras esto, el terapeuta pregunta al paciente si comprende el significado del dibujo. Si el paciente es incapaz de captar el sentido, el terapeuta le explica que las figuras simbolizan al paciente “adulto” y al niño con su auto-imagen. La línea entre las figuras simboliza un muro de división que es el responsable de que el niño haya permanecido invisible hasta el momento.
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Figura 17.2. Dibujo para ayudar al paciente a descubrir al “niño interior invisible”.
Antes
Ahora
Pero ahora (añade el terapeuta) debemos derribar el muro entre los dos (esto se representa con unas pocas cruces) porque juntamente hemos de examinar cómo el niño que ha permanecido dentro de ti desde el pasado influye sobre tu vida presente. Juntamente analizaremos varias situaciones de la vida cotidiana para descubrir si, cuando tropiezas en la calle, el “niño interior” es responsable de ello. De vez en cuando también revisaremos episodios de tu infancia y trataremos de comprender cómo tu vida presente ha llegado a ser lo que es. Tus progenitores (se señala el símbolo), que hubieran debido ayudarte cuando tuvieron esa oportunidad, trataron de hacer lo mejor con las posibilidades con que contaban. Aquí estoy yo (el terapeuta señala el símbolo que le representa). ¿Cuál crees que será mi función? ¿Quién crees que cuidará de ese niño pequeño ahora? Una respuesta frecuente de los pacientes tras una breve pausa suele ser: Tendré que hacerlo yo mismo. Efectivamente (añade el terapeuta), con mi ayuda lo lograrás.
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En el curso de la terapia se producen muchas ocasiones para retroceder a la metáfora y lograr así que la terapia sea más vital. El lenguaje formal de la terapia cognitiva puede traducirse en metafórico de muchas formas, por ejemplo “Los presupuestos disfuncionales básicos son en el niño lo que los funcionales en el adulto”. Cuando el paciente se siente angustiado, o tiene dificultades para afrontar los problemas cotidianos, se puede decir: “Ahora es el llanto del niño lo que oímos”. Se podría esperar que el paciente se sienta avergonzado u ofendido por el uso de un dibujo tan simple y por la imagen de un adulto con un niño pequeño. En mi experiencia de varias décadas, esto no sucede así. Muchos pacientes experimentan haber sido “vistos” por primera vez. Los terapeutas en formación, cuyos supervisores han recomendado que usen este ejercicio, muchas veces se han visto positivamente sorprendidos por el nuevo curso que ha adoptado la terapia tras el uso de la estrategia. Estrategias para la recogida de información relevante y para ayudar al paciente a manejar las experiencias emocionales y a lograr el control En el apartado anterior se han presentado algunas estrategias menos habituales para transmitir a los pacientes las claves de la PTC. En los próximos apartados se presentarán algunas estrategias útiles para el curso de la terapia. El principio básico de la PTC es la conceptualización del caso individual, que comienza con las primeras entrevistas. A menudo, una estrategia apropiada de entrevista es suficiente para recoger la información que permitirá la conceptualización del problema del paciente dentro del marco teórico cognitivo. El trabajo con pacientes que sufren trastornos graves y que en la mayoría de los casos no se muestran muy comunicativos, requiere el uso de otras estrategias para recoger información sobre los diversos presupuestos del paciente, información necesaria para programar las estrategias terapéuticas apropiadas. A este fin pueden ser muy útiles la pintura creativa o una tarjeta del TAT. El uso de la pintura creativa Con sólo pedir al paciente que pinte algo en acuarelas es posible acceder a información que puede ser útil para la conceptualización del caso individual y, por lo tanto, para la planificación del tratamiento. Por ejemplo, un árbol sin hojas o raíces bien marcadas puede revelar fácilmente que la imagen aparente de seguridad en sí mismo, trasmite realmente otro de sus lados. Una repetición posterior de la misma imagen a medida que transcurre el tratamiento nos permite monitorear los cambios que se producen codo con codo con los
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cambios sucesivos en la auto-imagen del paciente. Así, la pintura se convierte en una medida indirecta del progreso de la terapia. Lo que acaba de señalarse sugiere que la pintura creativa puede usarse para recoger información relativa al paciente, lo que éste es incapaz de transmitir mediante palabras, aunque lo quisiera. Sin embargo, la pintura creativa también puede usarse como técnica terapéutica, especialmente con pacientes con un trastorno de personalidad que presentan dificultades para verbalizar sus emociones. Un modo de usar esta técnica consiste en pedir al paciente que pinte, como tarea para casa, cualquier tema que haya surgido durante la terapia. El cuadro o dibujo que presenta el paciente en la siguiente sesión puede usarse como base para elaboraciones adicionales en futuras tareas y con relación a preguntas que formule el terapeuta, por ejemplo, “¿Cómo puedes ilustrar el modo de superar la pérdida?” De este modo, y especialmente en la primera fase del tratamiento, es posible ayudar al paciente a trabajar sobre sus problemas de forma simbólica, hasta que llegue a ser capaz de hacerlo verbalmente. El uso de las tarjetas del TAT Se muestran al paciente algunas tarjetas del TAT que el terapeuta considere apropiadas y se le pide que escriba una historia breve respondiendo a las siguientes preguntas: “¿Qué ha sucedido justo antes de la situación que se presenta en la tarjeta?”; “¿Qué sucede en este momento?”; “¿Qué pasará después?”; “¿Cuáles crees que son los pensamientos y sentimientos de la persona de la imagen?” La historia idiosincrásica narrada por el paciente sugiere una imagen de su forma específica de pensamiento y en la mayoría de los casos refleja su propio “dilema”. Así, la producción de comentarios inducidos por el TAT puede servir para dar al paciente una clave preliminar sobre sus propios problemas centrales. El terapeuta, a su vez, puede optar por confrontar abiertamente al paciente con tales problemas como hipótesis a demostrar o puede seguir elaborando esos problemas de modo simbólico durante más de tiempo. En este último caso, el terapeuta procede de forma similar a la descrita para el uso de la pintura creativa. Es decir, permite que el paciente verbalice y elabore sus pensamientos o fantasías alrededor del tema que ha narrado previamente. De este modo, puede producirse un trabajo indirecto de elaboración de los problemas del paciente con una mayor distancia, especialmente cuando la confrontación directa de los dilemas nucleares podría ser experimentada por el paciente como algo prohibido o amenazante. Incluso aunque inicialmente el paciente pueda ser inconsciente del significado de las historias que escribe o narra, en un momen-
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to suele darse cuenta de que, en realidad, la historia se refiere a sí mismo. Tal descubrimiento puede ser sorprendente, pero nunca es dramático. Escribir un diario Sugerir al paciente que escriba en lugar de o de forma paralela a que hable puede ser una técnica muy útil. En una ocasión previa (Perris H, 1985) me referí al uso del diario como base para el trabajo terapéutico con dos pacientes no comunicativos pertenecientes al grupo C. Durante meses la terapia transcurrió, casi exclusivamente, a través de documentos escritos de los pacientes, anotaciones y comentarios en los márgenes y formulación de preguntas que los pacientes respondían por escrito en casa. Otra paciente muy caótica con un trastorno de personalidad límite y problemas alimentarios graves, incapaz de comunicar si no era mediante un torrente de palabras, solicitó ayuda. Parecía que era imposible mantener el programa con ella y llegar a acuerdos sobre el tema a tratar durante la sesión. La estrategia adoptada en este caso consistió en pedirle que, como tarea para casa entre las sesiones, escribiera, en tan pocas palabras como fuera posible, un tema de la siguiente sesión. Además, otra tarea que se le asignó fue que limitara las molestias que ocasionaba al personal y a los restantes pacientes de la unidad con su incesante verborrea. La paciente reaccionó con humor a estas sugerencias y las aceptó a modo de reto. El reto funcionó y la paciente aprendió a ser más lógica y a ir antes al grano. En este caso el problema consistía en promover cierta estructura en el modo en que la paciente presentaba sus problemas. Un caso diferente es el del paciente al “que le ha comido la lengua el gato”. Con pacientes de este tipo se requiere mucho tiempo antes de acceder a sus pensamientos y sentimientos. Como se ha mencionado previamente, con este tipo de pacientes la estrategia de la escritura de lo que les hubiera gustado haber contado al terapeuta podría ser idónea. Se pide al paciente que escriba, en términos generales, qué hace y qué sucede a su alrededor durante los períodos entre sesiones terapéuticas, junto con sus reacciones, pensamientos y deliberaciones sobre tales acontecimientos. No sólo se deben incluir hechos sino también pensamientos y rumiaciones. En la siguiente sesión, el paciente entrega al terapeuta sus notas, quien las lee, hace comentarios y formula preguntas en los márgenes de un modo similar a como lo hubiera hecho en una entrevista convencional. Después, se devuelven las notas al paciente por correo. Éste responde a los comentarios, amplía la información o sigue las sugerencias del terapeuta. En la siguiente sesión el terapeuta y el paciente repasan juntamente algunos de los puntos que son confusos para el paciente. De este modo, el terapeuta pue-
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de juzgar si el paciente ha sido capaz de elaborar correctamente sus comentarios y, en consecuencia, decidir si se requieren comentarios adicionales. Con este enfoque es posible ampliar el progreso de la terapia con pacientes no comunicativos, favoreciendo así sus efectos a largo plazo de un modo que sea beneficioso para ellos. La desventaja de esta estrategia estriba en el trabajo extra que requiere del terapeuta. Sin embargo, esta desventaja puede reducirse de varias formas y en diferentes fases del tratamiento a medida que procede la terapia y haya ganado la confianza plena del paciente. Una ventaja particular de esta estrategia es que puede ser empleada para enseñar al paciente a ser su propio terapeuta. Por ejemplo, durante la época vacacional o en otras circunstancias en las que es inevitable la interrupción de la terapia, el terapeuta puede animar al paciente a seguir escribiendo notas para que pueda seguir elaborando los diversos aspectos de su desarrollo y de sus reacciones en esa fase de interrupción terapéutica. Escribir cartas En los ejemplos previos se observa que la estrategia de escribir puede ser usada para contener procesos de pensamiento. Otro contexto al que también puede aplicarse la estrategia de escribir es el de ayudar al paciente a clasificar sus pensamientos y sentimientos hacia alguien (muerto o vivo). Una paciente se veía a sí misma como una mujer asquerosa y, consecuentemente, se comportaba muy duramente con las personas de su entorno. Durante el curso de la terapia, surgió que había elaborado esa auto-imagen durante el divorcio de sus progenitores cuando ella tenía 8 años de edad. Estaba convencida de que el divorcio de sus progenitores se debía a ella. El padre había salido de la familia y nunca más se supo de él. Durante las sesiones, recordó que había meditado mucho sobre las razones del abandono de su padre, hasta que llegó a la conclusión de que debió ser culpa suya. Un factor que había contribuido a esta conclusión es que, de niña acostumbraba a ir a la habitación de sus progenitores cuando se despertaba de madrugada y solía pedir quedarse con ellos. En esas ocasiones, aparentemente su padre reaccionaba airado. Con el progreso de la terapia se observó que la paciente había echado mucho de menos a su padre al mismo tiempo que se dividía entre los sentimientos de culpabilidad e ira. El terapeuta sugirió que debería escribir una carta a su padre, contándole lo que pensaba. Sin embargo, no se pensó en enviar la carta porque la paciente desconocía la dirección actual de su padre. La paciente escribió multitud de cartas de diferente tono. Más tarde se le ocurrió que podría intentar localizar a su padre y enviarle una carta real. Esta carta fue rescrita repetidas veces antes de ser enviada al correo.
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En este caso la paciente fue capaz de comunicarse con su padre. Éste le explicó brevemente las circunstancias que rodearon al divorcio y fue capaz de tranquilizarla con respecto a que ella hubiera sido la culpable de la ruptura familiar. De este modo, la auto-imagen negativa que había desarrollado la paciente pudo ser reestructurada. Consecuentemente, también cambió su conducta hacia los demás. Escribir una carta a alguien que ya no viva puede ser el único modo de poder contactarlo y expresarle algo que nunca fuera dicho. Muchos pacientes con trastorno de personalidad presentan un historial de abusos o abandonos de sus progenitores o familiares cercanos. Les resulta difícil hablar sobre estos sucesos “porque sería un poco inútil, dado que están muertos”, por ello el hecho de escribir cartas puede ser un modo de hacer conscientes muchos sentimientos y ayudar al paciente a revisarlos. Uso de fotografías y álbumes fotográficos Las fotografías pueden utilizarse como método que permite al paciente y al terapeuta explorar sentimientos más inmediatos, elaborar conflictos y movilizar el afecto. El acceso al álbum familiar, o a fotografías de la infancia del paciente, puede proporcionar una gran cantidad de información inesperada. Puede servir para comprobar la veracidad de los recuerdos de acontecimientos familiares pasados (Meloche, 1973), o la reconstrucción de sucesos o situaciones que de otro modo pasarían desapercibidos. Éste es el caso particular de los pacientes que omiten hechos o experiencias pasadas porque les parece que son irrelevantes. Otros ejemplos de cómo pueden usarse las fotografías en la terapia son: con pacientes que han sido objeto de abusos en la infancia (Berman, 1993; Perris C, 1996; Perris & Perris, 1998); para establecer rapport con los pacientes de más edad (Gerace, 1989) o para promover el cambio a través del feedback y la autoconfrontación (Hunsberger, 1984).
Sueños y fábulas Incluso aunque fue el análisis del contenido de los sueños de pacientes depresivos lo que condujo a Beck (1967, 1971; Beck & Ward, 1961) a desarrollar la terapia cognitiva, el uso de los sueños rara vez se menciona en los manuales de la PTC, con algunas escasas excepciones (p.ej., Freeman, 1981; Perris 1986/96; Perris & Perris, 1998). Puede decirse que las metáforas, los sueños y las fábulas pertenecen a un tipo similar de estrategia. El paciente indudablemente dice algo de sí mismo
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al relatar sus sueños al terapeuta. Éste, a su vez, puede transmitir información importante al paciente con ayuda de metáforas o narrando el sueño que algún otro paciente ha podido contarle. Otra estrategia consiste en relatar alguna fácula ad hoc que se relacione, de algún modo, con los problemas presentes del paciente. A menudo, el uso de tales estrategias pone en movimiento un proceso que puede conducir a cambios radicales en la condición del paciente. El empleo de los sueños Muchos pacientes manifiestan no soñar nunca. Cuando uno de estos pacientes dice haber comenzado a soñar, suele deberse a que ha comenzado a experimentar sentimientos que le eran desconocidos. Los sueños recurrentes a menudo revelan un dilema al que se enfrenta el paciente en ese momento y que no puede resolver. Tal dilema puede tener por objeto alguna preocupación real por algo que podría suceder, o también puede reflejar ansiedad más difusa emparejada a sentimientos de desmerecimiento, o de estar atrapado en una relación, o de temor al rechazo. Ser padre o madre, por ejemplo, puede inducir tal ansiedad difusa en alguien que siente la necesidad de ser cuidado él mismo y que, por el contrario, ha de actuar como un base segura para otra persona cuya necesidad de cuidados para su supervivencia es mayor. Si la persona que siente ansiedad es incapaz de manejar esta experiencia, existe el riesgo de que una ansiedad con raíces tan profundas se vincule a algún problema secundario externo que la persona trata de resolver insatisfactoriamente. Como terapeuta, también existe el riesgo de centrarse exclusivamente en la sintomatología presentada sin ser consciente de lo que puede subyacer a los síntomas. En situaciones de este tipo, el uso de los sueños puede ser la clave que nos permita acceder al dilema del paciente. De acuerdo con otros autores (p.ej., Freeman, 1981), los sueños no deben ser interpretados. Pueden ser entendidos en términos temáticos pero no es términos simbólicos. Además, el paciente sabe a qué se refiere el sueño en la mayoría de los casos. El contenido del sueño puede ser usado en la terapia como metáfora, de un modo similar a como se usan las tarjetas TAT. Por ejemplo, se puede pedir al paciente que “continúe su sueño” ahora que está despierto en la terapia. Algunas preguntas como, “¿Cómo le hubiera gustado que siguiera el sueño si hubiera continuado?” sirven para provocar los pensamientos interiores del paciente. El informe de los sueños también puede servir para recoger información sobre el progreso de la terapia.
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El uso de fábulas Las historias, los cuentos de hadas y las fábulas son recursos de la terapia popular con los que las personas se ayudaban entre sí mucho antes del desarrollo de la psicoterapia. En la tradición psicoanalítica (p.ej., Bettelheim, 1975), el relato de fábulas y otros cuentos es un recurso importante en la práctica de terapia estratégica tal y como fue concebida por Milton Erickson (Gordon, 1978; Rosen, 1982). Los cuentos de hadas o las fábulas pueden ser terapéuticas porque ayudan al paciente a hallar sus propias soluciones mediante la contemplación de lo que la historia parece implicar sobre él y sobre sus problemas más profundos en ese momento de la vida. Además, las fábulas apropiadas pueden transmitir metafóricamente soluciones a problemas que el paciente considera irresolubles. La comprensión de dichos problemas y de su posible solución puede fomentarse mediante la imagen verbal. Peseschkian (1986) sugiere que, como las fábulas no están sujetas al mundo directo de la experiencia del paciente, no provocan su resistencia a descubrir su debilidad y pueden ayudarle a desarrollar una nueva actitud ante sus problemas. La flexibilidad en la terapia conlleva la adaptación de las intervenciones al modo en que el terapeuta comprende al paciente en cada momento. En otro documento (Perris & Perris, 1997) he subrayado que la mayoría de los pacientes con un trastorno de personalidad han vivido la experiencia de no haber sido vistos, o de haber sido indeseados o rechazados. Para ellos ha sido difícil seguir algún camino en la vida, y esto los ha atemorizado. Sentimientos como la frustración, la ira, el rechazo y la vergüenza se relacionan con esas experiencias. Lo que les queda es sólo una auto-imagen de no ser querido, de no ser querible o de ser una persona de quien se puede prescindir. Entre otras cosas, el objetivo de la tarea terapéutica con tales pacientes consiste en ayudarles a ser conscientes de los sentimientos dolorosos cuya impronta guardan. El paciente, ahora adulto, debe ser ayudado a comprender que los modelos internos de trabajo que ha desarrollado en la infancia dependen en gran medida de una perspectiva egocéntrica. En primer lugar puede ser conveniente dar inicio a un duelo voluntario. Las fábulas que se construyan a este fin deben incluir temas vinculados con la postura expuesta como niño si deseamos que sean fuente de alivio y de estímulo de desarrollo.
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Metacognición y sistemas motivacionales en psicoterapia: un enfoque cognitivo-evolutivo para el tratamiento de pacientes difíciles Giovanni Liotti y Bruno Intreccialagli SITCC, Roma Italia
Algunos pacientes son difíciles de tratar en psicoterapia individual a consecuencia de una capacidad metacognitiva defectiva. La metacognición podría definirse a grandes rasgos como la capacidad para monitorear los propios pensamientos y experiencias emocionales y de reflexionar sobre ellos (p.ej., como pensar sobre el pensamiento; para una definición más formal de metacognición, véase Eysenck, 1990). Los déficits graves en la capacidad metacognitiva –emparejados con una alta mutabilidad de los estados anímicos y de las actitudes así como con estilos interpersonales sorprendentemente inestables– son típicos del trastorno disociativo de identidad (también conocido como trastorno de personalidad múltiple, TPM) y del trastorno de personalidad límite (TPL), como han comentado Fonagy (1991, 1995) y Liotti (1994). Según muchos investigadores y terapeutas (p.ej., Ross, 1989), estas condiciones constituyen un continuo psicopatológico, denominado en ocasiones “continuo límite”. Constituyen un continuo porque comparten algunas características clínicas fundamentales y los procesos psicológicos subyacentes de disociación (Buck, 1983; Fink & Galinkoff, 1990; Horevitz & Braun, 1984; Ross, 1989). Comparten también algunas raíces etiológicas. El TPL y el TPM han sido interpretados como trastornos crónicos de estrés postraumático (Gunderson & Sabo, 1993; Ross, 1989). Ambos pueden enraizarse en la desorganización temprana de la conducta de vínculo (Cotugno & Benedetto, 1995; Fonagy, 1995; Liotti, 1992).
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Una capacidad metacognitiva defectiva, es decir, un déficit en la capacidad para monitorear y reflexionar sobre los propios pensamientos, es particularmente problemática para el proceso de la terapia cognitiva. La capacidad para monitorear los propios pensamientos y sentimientos es un prerrequisito necesario de las técnicas cognitivas clásicas. Al tratar a pacientes del continuo límite, por lo tanto, los terapeutas cognitivos afrontan, muchas veces, la necesidad de corregir el deterioro en los procesos metacognitivos, antes de tratar de ayudar a los pacientes a corregir las creencias irracionales, las cogniciones disfuncionales o los presupuestos básicos patogénicos. En este capítulo se describe un modo de usar la relación terapéutica para potenciar las capacidades metacognitivas. La justificación racional para el logro de cambios cognitivos y metacognitivos a través de las experiencias interpersonales ha sido expresada en muchos estudios evolutivos sobre procesos cognitivos y metacognitivos en contextos interpersonales. La teoría del vínculo se ha interesado particularmente por las interrelaciones de los procesos cognitivo, emocional e interpersonal en el desarrollo de la personalidad (Bowlby, 1985, 1988; Fonagy, 1995; Fonagy et al., 1995; Liotti, 1994). Guidano y Liotti (1983), Gilbert (1989, 1992) y Safran y Segal (1990) han estudiado, en contextos clínicos y teóricos, la posibilidad de vincular la epistemología evolutiva, las perspectivas cognitivo-evolutivas, los enfoques interpersonales y las estrategias terapéuticas. Todos estos estudios contribuyen a establecer las bases teóricas de nuestro enfoque para el análisis de la relación terapéutica.
Bases teóricas El concepto de “sistema motivacional interpersonal” es el armazón de nuestros cimientos teóricos. Las consideraciones del desarrollo y las etológicas defienden la hipótesis de que los humanos disponen de múltiples algoritmos innatos para el procesamiento de información socio-emocional (Cosmides, 1989). Los seres humanos, en otras palabras, están dotados de una disposición innata a establecer algunas formas básicas de interacción interpersonal (Gilbert, 1989, 1992). Las disposiciones innatas dan paso, como una función del aprendizaje en los contextos interpersonales, a complejos sistemas de control, cada uno de los cuales regula un dominio particular de la conducta interpersonal. El desarrollo de disposiciones relacionales innatas simples en sistemas de control conductual complejo, ha sido excelentemente ilustrado, en el caso del sistema de vínculo, por Bowlby (1982, 1988). Los sistemas de control con base innata están diri-
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gidos por objetivos, en el sentido de que cada uno de ellos orienta la conducta hacia un objetivo interpersonal particular (proximidad protectora de un cuidador potencial, emparejamiento sexual, rango social alto, cooperación con la expectativa de ventajas compartidas) mediante principios cibernéticos de feedback [retro-alimentación] y feed-forward [pro-alimentación]. Como los sistemas conductuales interpersonales se definen por su objetivo, es útil concebirlos como sistemas motivacionales interpersonales. La observación etológica, las consideraciones del dessarrollo y las comparaciones entre especies coinciden en identificar como mínimo cinco sistemas motivacionales interpersonales distintos (Gilbert, 1989): 1. El sistema de vínculo (Activado por sentimientos globales de vulnerabilidad y con el objetivo de lograr y mantener la proximidad de la persona que lo cuida). 2. El sistema de cuidados (activado por las señales emocionales de angustia emitidas por un miembro conocido del propio grupo social o familia, y con el objetivo de reducir tal angustia). 3. El agonista o sistema competitivo (dirigido a definir los rangos sociales de dominación recíproca y sumisión, implica varias sub-rutinas: agresión ritualizada, productividad, retirada, dominancia). 4. El sistema cooperativo (implica la capacidad para cooperar, sobre igualdad de bases, hacia el logro de un objetivo compartido; el juego social puede ser el precursor de la conducta cooperativa tanto en la filogénesis como en la ontogénesis). Para un psicoterapeuta cognitivo, es de particular interés considerar que el sistema cooperativo implica un modo de construir al self y a las otras personas sobre igualdad de condiciones, mientras que los sistemas de vínculo, de cuidados y agonista implican esquemas interpersonales asimétricos. El self, cuando el sistema de cuidado está operativo, se construye como más fuerte o más sabio que el de otra persona, y con voluntad de ofrecer ayuda, al tiempo que se percibe al otro como vulnerable. El sistema de vínculo trasmite una perspectiva del self como débil o en situación de peligro. El sistema agonista, en su sub-rutina productiva, facilita una construcción cognitiva del self como subyugado, defectivo o incluso servil, mientras que la sub-rutina dominante induce a ver el self como básicamente poderoso y orgulloso. La vida interpersonal puede concebirse como gobernada por la operación secuencial de cinco sistemas motivacionales. Cada sistema, cuando las actividades interpersonales apropiadas del contexto lo activan, sustituye a otro en el control de pensamientos, sentimientos y conducta. El cambio de un sistema motivacional al siguiente está regulado por:
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1. Las necesidades internas (p.ej., niveles ascendentes de hormonas sexuales facilitan el cambio de un sistema motivacional al sistema sexual). 2. Las contingencias ambientales (p.ej., la evaluación de que un recurso ambiental está disponible en cantidades limitadas facilita la activación del sistema agonista; la percepción de los peligros ambientales activa el sistema de vínculo). 3. Las emociones expresadas por otras personas (p.ej., las lágrimas de un niño activan el sistema de cuidado de los progenitores). Cada sistema interpersonal comprende un componente innato (una serie de reglas innatas de atribución de significado a las señales socio-emocionales y un valor a los objetivos interpersonales particulares) y un componente aprendido (esquemas cognitivos que sintetizan las experiencias pasadas en el ejercicio de ese sistema y que modela las expectativas sobre la probabilidad de éxito de los esfuerzos por el objetivo del sistema). Bowlby (1982) llamó al componente aprendido de un sistema interpersonal motivacional “modelo interno de trabajo”. Safran y Segal (1990), con el fin de subrayar su carácter de estructura cognitiva vinculada con la representación del self y de las otras personas, lo denominaron “esquemas interpersonales”. Los diversos esquemas interpersonales articulan y desarrollan la forma básica de construir al self y a las demás personas que están coordinadas por los diferentes sistemas motivacionales interpersonales. Por ejemplo, los esquemas desarrollados sobre la base de un vínculo seguro transmiten una perspectiva del self como algo vulnerable y confiable cuando el sistema de cuidado está activado. La vulnerabilidad del self, en otras palabras, es considerada como una confianza básica transitoria y sobre todo no debilitadora en el self y en las demás personas cuando el auto-conocimiento se ha construido sobre la base de relaciones positivas de vínculo. Los esquemas de un vínculo inseguro, por el contrario, pueden inducir a la representación del self como no merecedor de ayuda y del cuidador potencial como intrusivo, amenazador o rechazante (Bowlby, 1988; Guidano & Liotti, 1983). Los algoritmos innatos que constituyen la base de los sistemas motivacionales interpersonales procesan, al comienzo de la vida, sólo el conocimiento procedimental (implícito, no-verbal) (véase Eysenck, 1990, para una definición sobre el conocimiento procedimental y declarativo). El procesamiento del conocimiento procedimental se produce sobre todo en el ámbito inconsciente o preconsciente de las operaciones mentales. Las emociones –tal y como ha defendido Bowlby (1982) convincentemente– constituyen la primera fase del procesamiento de la información procedimental, gobernada por un algoritmo innato, que se convierte en consciente.
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El desarrollo de los modelos internos de trabajo, que normalmente comienza a partir del segundo año de vida, permite también el procesamiento de conocimiento declarativo (explícito o proposicional) dentro de las operaciones de un sistema motivacional interpersonal (el conocimiento declarativo será adicionalmente estudiado en las dos categorías de conocimiento semántico y episódico o autobiográfico: véase Eysenck, 1990). El progresivo desarrollo del conocimiento declarativo (“saber qué”) sobre la base y en relación con el correspondiente conocimiento procedimental (“saber cómo”), que incluye la capacidad innata de atribuir valor y significado a las emociones interpersonales básicas suele ser una condición para el crecimiento de las capacidades metacognitivas. Existe la posibilidad de que los tipos y contenidos del conocimiento declarativo implicado en las operaciones de un sistema interpersonal maduro estén en fuerte varianza con la estructura y con el sentido original del conocimiento procedimental del sistema (véase Bowlby, 1985; Gilbert, 1989; Liotti, 1991). Si las experiencias interpersonales producen tal disociación entre los aspectos procedimentales y los declarativos del procesamiento cognitivo de un sistema motivacional, entonces es probable que el sistema acabe siendo disfuncional. Las dificultades interpersonales, por lo tanto, pueden ser analizadas en términos de anormalidades cognitivas características de las operaciones de los diversos sistemas motivacionales interpersonales. Uno de los principales resultados evolutivos negativos de la disfunción de un sistema interpersonal puede ser el deterioro del monitoreo metacognitivo en el dominio del sentido de ese sistema. Las propias actitudes interpersonales, experiencias emocionales y motivos, así como los de las restantes personas con las que se interactúa, se convierten en temas cuya reflexión resulta difícil o imposible. Los hallazgos empíricos (Fonagy, 1995), las observaciones clínicas y las reflexiones teóricas (Liotti, 1994) coinciden en indicar que el vínculo seguro en la infancia y las relaciones cooperativas más tarde, son el contexto interpersonal ideal para desarrollar altas capacidades metacognitivas. Como el desarrollo metacognitivo se relaciona con el funcionamiento de los sistemas motivacionales interpersonales, en principio es posible potenciar las capacidades metacognitivas de un paciente mediante el modelado de una relación terapéutica apropiada. En el siguiente caso clínico se ilustra tal proceso. Descripción de caso Silvia Q, una mujer soltera de 30 años de edad, fue enviada a la consulta de un miembro de nuestro grupo (B.I.) por su anterior psiquiatra. El psiquiatra informó de lo siguiente:
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Silvia es la menor de tres hermanas. Su padre murió 15 años atrás. Silvia casi no lo conoció porque contaba con 4 años en el momento de la separación de sus progenitores. En ese tiempo, los progenitores de Silvia atravesaban una conflictiva separación conyugal, motivada por las dificultades emocionales del padre (se podía inferir una crisis psicótica). La madre de Silvia, que debía ganarse la vida, fue obligada a dejar a sus hijas bajo la tutela de los abuelos maternos. Crecer en tal ambiente pareció fomentar el deseo de autonomía de las tres chicas. Cuando contaban con unos 20 años, cada una de las chicas buscó un trabajo y se mudaron a vivir solas. Silvia recibió la oferta de una empresa de negocios internacional por su excelente conocimiento de un idioma extranjero que le permitía trabajar en el extranjero en determinados períodos. Lo que hizo con mucho éxito. A la edad de 27, Silvia, alcanzó tal nivel de experiencia en su trabajo que fue requerida en Italia para la sede que su compañía establecía allí. Su madre se jubiló en el mismo momento, y Silvia y su madre decidieron vivir juntas. Poco después, Silvia se enamoró de Giulio, un soltero de 35 años de edad que vivía aún con su madre viuda. En este contexto interpersonal –viviendo con su madre, lo que era relativamente nuevo, y comenzando una relación con Giulio– Silvia se sintió emocionalmente enferma. Comenzó a sentirse disfórica, se mostraba verbalmente agresiva hacia su madre y cada vez más celosa hacia Giulio. Entonces, por momentos era incoherente en su discurso y pensamiento y ocasionalmente presentía sospechosamente que las personas de su trabajo podían sentirse encubiertamente hostiles hacia ella. Sentía también que las cifras y los números con los que se encontraba cada día (números de teléfono, número de calles, matrículas, total de facturas, series que se hallaban en ropas o zapatos) podían contener significados secretos. Esto le condujo a la compulsión de rumiar durante horas sobre la posibilidad de las conexiones cabalísticas de estos números. En algunos momentos Silvia parecía profundamente absorta en sus pensamientos, como si se encontrara en trance: en esos momento era incapaz, incluso durante más de una hora, de responder a las invitaciones de su madre, de su hermana o de Giulio para que prestara atención a la realidad externa. Los familiares de Silvia también apreciaban cambios bruscos de estados de ánimo y de actitudes. Como es de esperar, su ejecución laboral, que había sido tan buena durante más de 7 años, comenzó a deteriorarse y Silvia recibió evaluaciones negativas de su jefe. En consecuencia, mencionó la idea de dejar su trabajo. Esta posibilidad alarmó a su madre, quien insistió para que Silvia consultara a un psiquiatra. Silvia reaccionó con miedo y manifestó su desconfianza en que un psiquiatra pudiera ayudarla. Tras un tiempo aceptó acudir a una entrevista, en compañía de su madre, con el psiquiatra. De este modo comenzó un intento de ayudar a Silvia a través de la terapia familiar conjunta. Sin embargo, dos años de terapia conjunta no produjeron beneficios significativos. El único resultado positivo de las sesiones familiares fue que Silvia aceptó nuevamente someterse a psicoterapia. En los dos años de tratamiento, se prescribieron diferentes psicotrópicos. Aunque el cumplimiento en la dosificación de los fármacos de Silvia no fue muy satisfactorio, en este período fue posible comprobar que ni los fármacos antidepresivos ni los neurolépticos, ni la combinación de ambos reducía significativamente las dolencias de Silvia.
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En lo que respecta a la diagnosis, el psiquiatra sospechaba primero la existencia de un trastorno esquizofrénico y después un síndrome límite con graves síntomas disociativos. Sin embargo, como Silvia algunas veces expresaba el sentimiento vago de que una voluntad o personalidad oculta, relacionada de algún modo con su mundo interno pero diferente de su persona, estaba compitiendo con su propia voluntad al determinar las alternativas y la dirección de sus propios pensamientos, no podía eliminarse la posibilidad del diagnóstico del trastorno de identidad disociativa (anteriormente denominado trastorno de personalidad múltiple: véase Asociación Americana de Psiquiatría, 1994).
La primera fase del tratamiento La primera vez que Silvia Q se sentó frente a su nuevo terapeuta, se observó casi inmediatamente que era difícil acceder a su sistema motivacional cooperativo. Silvia se sentaba a un metro de distancia de la mesa del terapeuta y comenzó a dudar mientras hablaba, su mirada solía estar fija algunas veces en el punto medio, y otras veces inexpresivamente fija en el rostro del terapeuta. Pronto comenzó a afirmar su escepticismo hacia la psicoterapia. Sin embargo, cuando el terapeuta sugirió que entre ambos podrían identificar conjuntamente un aspecto de su existencia que ambos consideraran como merecedor de exploración, Silvia no rechazó la propuesta. Tras una breve pausa de reflexión, comentó: “Me gustaría saber por qué siento tantos celos con respecto a mi novio”. Al final de la primera sesión, el terapeuta tenía motivos para creer que, por lo menos, Silvia entendía la situación entre ambos como personas que comparten un objetivo común y una tarea conjunta (examinar el significado de los celos). Esta observación, aunque sugería que no había un interés excesivo en el establecimiento de una alianza terapéutica, tampoco implicaba que el sistema cooperativo podría motivar establemente su conducta interpersonal y guiar la cognición interpersonal de Silvia. En lugar de esto, los problemas psicopatológicos de Silvia y su conducta durante la mayor parte de la sesión, sugerían claramente que la futura actitud de Silvia hacia el terapeuta estaría gobernada por un sistema motivacional que implicaba esquemas interpersonales asimétricos (es decir, bien el sistema de vínculo o el agonista). Durante las siguientes sesiones, Silvia siguió alejando su asiento de la mesa del terapeuta. El terapeuta creía que a ella le atemorizaba encontrarse y hablar con él. Su mirada expresaba miedo, su voz temblaba, sus palabras eran escasas, fragmentadas e incoherentes. Parecía incapaz de concentrar su atención, durante más de unos pocos minutos, en el tema de sus actitudes hacia Giulio o en algún otro tema. Su capacidad para referirse a emociones y a los pensamientos, por no mencionar su capacidad para reflexionar sobre ellos (meta-
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cognición) era inexistente. Confusamente, recurría una y otra vez a la idea de algún tipo de voluntad oculta y malévola –no sabía con claridad si la consideraba como algo extraño o como algo vinculado a su mundo interno– amenazaba su trabajo y su relación afectiva. Quizá –manifestaba en susurros con una expresión similar a quien está en trance– el significado oculto de los números y las cifras podría revelar las intenciones de esta voluntad maligna. Prestando atención tanto a sus propias emociones, evocadas por la conducta de Silvia durante la sesión, como a las actitudes interpersonales de Silvia en la relación terapéutica (de un modo muy similar al sugerido por Safran y Segal, 1990), el terapeuta supuso que un sistema motivacional de vínculo estaba guiando la conducta de la paciente en la relación terapéutica. La conducta interpersonal de Silvia (no-verbal) era tal que llevaba al terapeuta a sentirse protector (en lugar de cooperador, dominante, airado o seductor) hacia ella. Como las emociones expresadas en función del sistema de vínculo de una persona tienden a activar el sistema motivacional de cuidados en la pareja, los sentimientos protectores del terapeuta eran señal de que el sistema de vínculo estaba regulando la conducta de Silvia en la relación terapéutica. Además, la cualidad expresiva del miedo de Silvia en la relación terapéutica sugería un tipo de miedo que caracteriza más a un vínculo desorganizado-desorientado (Main & Hesse, 1990; Liotti, 1992, 1995) que a un tipo de miedo que podría expresarse en interacciones competitivas (es decir, interacciones motivadas por un sistema agonista y dirigido a definir rangos de dominancia y poder en la relación: Gilbert, 1989, 1992). Una metáfora sintetiza las impresiones y las hipótesis del terapeuta sobre los sistemas motivacionales que gobernaban la conducta de Silvia en la relación terapéutica: Silvia actuaba como una niña atemorizada que espera ser reconfortada en los brazos de sus progenitores, pero que también teme alguna amenaza oscura si se aferra a esta esperanza y se aproxima a la figura de vínculo. Esta forma de vínculo temeroso en un niño ha sido descrita por los evolucionistas como relacionada con las actitudes temerosas o temibles de los progenitores, que, a su vez, se deben muchas veces a procesos de duelo no resueltos o a reacciones de estrés postraumático que afectan a la vida emocional de los progenitores mientras cuidan del niño o niña (Main & Hesse, 1990; Liotti, 1992). Como consecuencia de que la misma persona que reconforta y protege también atemoriza, la conducta de vínculo del niño se convierte en desorganizada y desorientada. Muy probablemente, los modelos internos de trabajo relacionados con los vínculos desorganizados son múltiples, fragmentados y disociados. La predisposición a reacciones disociativas puede ponerse en marcha mediante el vínculo desorganizado-desorientado (Liotti, 1992, 1993, 1995).
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El terapeuta de Silvia era consciente de que un modelo de trabajo interno no examinado de vínculo temeroso y desorganizado podría ser el núcleo sobre el que la paciente construía inconscientemente a su propia persona o a las figuras de vínculo como amenazadoras, amedrentadoras o malévolas (Liotti, 1995). Si el terapeuta adoptaba en la relación terapéutica una actitud de fomento de la activación del sistema de vínculo de la paciente (p.ej., tratando de ofrecer explícitamente protección y seguridad), el resultado podría ser, paradójicamente, un aumento del temor de la paciente. Por otra parte, si el terapeuta adoptaba un rol directivo en la relación con un paciente atemorizado, podría inducir la activación de la sub-rutina de sumisión (Gilbert, 1992) del sistema agonista del paciente. Esto también podría ser contraproducente si el objetivo del terapeuta era reducir la probabilidad de que la paciente experimentara miedo y desprotección en la relación terapéutica. Sobre la base de estos presupuestos, el terapeuta de Silvia decidió limitarse a escuchar el discurso confuso de su paciente con una actitud interna empática. No trató de confrontar las creencias de Silvia relativas a las operaciones ocultas de una “voluntad” malévola, ni trató de reconfortarla explícitamente para convencerla de que no necesitaba temer la relación terapéutica. También se abstuvo de ofrecer comentarios, explicaciones, críticas o interpretaciones de cualquier tipo. Esperaba que Silvia pudiera reconocer gradual y espontáneamente que el terapeuta estaba dispuesto a escucharla y, siempre que fuera posible, a entenderla y ayudarla. Si surgía la oportunidad de que Silvia construyera la relación terapéutica como un vínculo seguro (en lugar de cómo temible o desorganizado), o como vínculo de cooperación, entonces se podría esperar que la relación terapéutica fomentara el ejercicio y el desarrollo de las capacidades metacognitivas de Silvia. La segunda fase del tratamiento Tras dos meses y nueve sesiones, Silvia Q abandonó el hábito de alejar su asiento de la mesa del terapeuta antes de comenzar a hablar. Durante la décima sesión, con apariencia más relajada, preguntó por primera vez si podía fumar un cigarrillo. El terapeuta no fumaba y no había cenicero en el despacho. El terapeuta pensó que la solicitud de Silvia podría significar que estaba probando (conscientemente o no) el modo en que éste estaba experimentando la relación terapéutica. El terapeuta supuso que alguna de las siguientes preguntas podía estar subyaciendo a los pensamientos de Silvia: “¿Eres tú tan rígidamente dominante como para prohibir cualquiera de mis solicitudes que pudieran molestarte aunque sólo un poco? ¿Me vas a juzgar negativamente si muestro un poco de conducta inapropiada?” Quizá en un nivel más profun-
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do (básicamente inconsciente) de los algoritmos innatos que gobiernan la construcción de sucesos interpersonales, el sistema de vínculo (funcionando en Silvia hasta entonces como un modelo de trabajo de vínculo temible y desorganizado) estaba dando paso a un sistema agonista. Era importante no permitir a Silvia la posibilidad de construir la relación terapéutica según la mentalidad que gobernaba el sistema agonista (es decir, de construir al terapeuta como agobiante y a sí misma como rebelde o como subyugada). El terapeuta extrajo un cenicero de un cajón de su mesa y respondió: “Sí puedes. Sin embargo yo no fumo. Si el humo comienza a molestarme, te lo haré saber”. Silvia encendió un cigarrillo y comenzó a hablar –y después respondió a los comentarios y preguntas del terapeuta– de un modo que era decididamente más sintónico y coherente que nunca antes. Desde esta décima sesión, Silvia aparentaba ser más capaz de concentrarse sobre el tema que había sido seleccionado en la primera sesión y el objetivo de examen conjunto, a saber, los celos hacia su novio. El terapeuta pensó (y monitoreando sus propias emociones sintió) que estaba atestiguando un cambio importante en la motivación hacia la relación terapéutica. Parecía estar produciéndose la alternancia de las actitudes iniciales de vínculo temeroso y desorganizado y agonistas de dominio y sumisión a una atmósfera interpersonal creada por los momentos de cooperación y los momentos de un vínculo más seguro. Consecuentemente –y siguiendo con la hipótesis relativa al desarrollo óptimo de la capacidad metacognitiva para los vínculos seguros y las interacciones cooperativas (Fonagy, 1995; Liotti, 1994)– los procesos de pensamiento de Silvia comenzaron a estar más orientados y a presentar un alcance más amplio. Advirtiendo este proceso, el terapeuta pensó que su paciente podía estar ahora preparada para examinar sus propios recuerdos. Silvia era aún incapaz de observar sus pensamientos automáticos, o de relacionar sus experiencias emocionales con su modo de construir los acontecimientos interpersonales. Sin embargo, quizá en una atmósfera más relajada de la relación terapéutica, la paciente podría aplicar su limitada capacidad metacognitiva a reflexionar sobre sus recuerdos de las experiencias de la infancia. El terapeuta invitó a Silvia a comentar sus interacciones familiares pasadas: “Creo que podría comprender mejor sus experiencias presentes si podría contarme algo sobre la historia pasada de su familia”. La paciente parecía estar deseando satisfacer esta invitación. Sin embargo, cada vez que trataba de ofrecer información relativa a sucesos familiares, sus procesos de pensamiento comenzaban a ser confusos, incoherentes y plenos de lapsos lógicos y temporales otra vez. Por ejemplo, Silvia narraba una interacción determinada con su madre de un modo que producía la impresión de tratarse de un acontecimiento reciente. Posteriormente en su relato aparecían señales que sugerían que el episodio podría
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haberse producido en la infancia. Parecía que o no estaba interesada en la necesidad de especificar la escala temporal para el receptor o que era incapaz de orientarse en tal escala temporal. En consecuencia, el terapeuta algunas veces experimentaba un estado equivalente al trance mientras trataba de dar sentido a los relatos de Silva. Estaba obligado a hacer un gran esfuerzo para evitar la desorientación. Debía preguntar las fechas, los períodos del año, los nombres de las personas implicadas, para dar sentido al flujo de los confusos recuerdos de Silvia. Su paciente no parecía preocupada ni molesta por estas preguntas. Más bien, parecía sentirse agradecida por las solicitudes de clarificación de éste. Gracias a los esfuerzos de otra persona para orientarse en la reconstrucción de su pasado, Silvia pareció comenzar a comprender, por primera vez, sus propios recuerdos personales. Es importante subrayar que el terapeuta de Silvia, aunque consciente de otros enfoques teóricos alternativos que pudieran explicar lo que sucedía en el proceso terapéutico, estaba comprometido con el modelo cognitivo, evolutivo e interpersonal previamente descrito. Sabía que la psicología del self de Kohut (véase p.ej., Wolf, 1988) podría explicar las dificultades del Silvia y su incierto proceso en psicoterapia en términos de empatía, falta de empatía y consecuente cohesión o pérdida de cohesión del self. Él, sin embargo, estaba decidido a interpretar las mismas observaciones en términos de sistemas motivacionales interpersonales activos en un momento determinado, esquemas interpersonales cognitivos vinculados a las operaciones de esos sistemas motivacionales e impedimentos y facilidades para el ejercicio y desarrollo de capacidades metacognitivas. Su objetivo, derivado de su orientación teórica, consistía en mantener el equipamiento motivacional sobre el registro de un vínculo seguro y/o cooperación, y consecuentemente facilitar el ejercicio de la capacidad metacognitiva de su paciente. Una vez que Silvia aprendiera a monitorear metacognitivamente sus propios pensamientos y sentimientos, podrían aplicarse las técnicas clásicas de terapia cognitiva. La tercera fase del tratamiento Con el fin de mantener el equipamiento motivacional de la relación terapéutica sobre el registro del vínculo seguro y de la cooperación, tuvo que hacerse uso de múltiples destrezas terapéuticas. Silvia a menudo mostraba la tendencia a los cambios motivacionales de la cooperación a la dominaciónsumisión y a la seducción sexual, o de un vínculo seguro a uno inseguro y desorganizado. Por ejemplo, en una ocasión (durante la vigésimo segunda sesión) pidió al terapeuta que no se dirigiera a ella como “Srta. Q” sino como “Silvia”. Ante esto el terapeuta replicó, con cercanía pero con firmeza, que
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podría aceptar esto siempre que ella: (a) estuviera preparada para recordar que su relación era cooperativa y profesional, dirigida al objetivo conjunto de clarificar las raíces de sus celos y (b) estuviera preparada para llamarle “Bruno” en lugar de “Doctor I”. Ante esto Silvia respondió que se sentía incapaz de llamarle “Bruno”. A continuación el terapeuta añadió que parecía más razonable rechazar su solicitud y seguir dirigiéndose entre sí como “Srta. Q” y “Doctor I”: esta forma de tratamiento permitía la posibilidad de recordar constantemente que los sentimientos positivos de aprecio mutuo que ambos podían experimentar legítimamente en su relación no les impedirían olvidar cuál era el principal objetivo de su tarea común. En momentos como el que se acaba de describir, el terapeuta era consciente de modelos teóricos alternativos que podrían guiar sus respuestas hacia los movimientos interpersonales de Silvia. La teoría psicoterapéutica de Weiss (Weiss, 1993) sugeriría que Silvia estaba probando inconscientemente la capacidad del terapeuta para desconfirmar una de sus creencias patogénicas irracionales. Por ejemplo, Silvia podía anidar tácitamente (inconscientemente) una creencia patogénica como: “Si me aproximo a otra persona y espero su aceptación, ayuda o alivio, entonces esta persona o me rechazará o me humillará merecidamente, y debería aceptar el hecho de ser humillada para evitar ser rechazada”. Si la solicitud de Silvia para que el terapeuta se dirija a ella por su nombre y para que ella siguiera llamándole “Doctor I”, hubiera sido aceptada, se hubiera confirmado esa creencia irracional y no se hubiera aprobado el examen inconsciente. Aprobar el examen, según Weiss, reduciría el nivel de ansiedad de Silvia con relación a la relación terapéutica y facilitaría su acceso consciente a la creencia irracional previa que le había conducido a solicitarlo. El terapeuta conocía y valoraba la teoría de Weiss. Sin embargo, basó su decisión de no aceptar la propuesta de Silvia sobre la simple idea de que la resistencia al cambio motivacional hacia la dominancia-sumisión y el fomento del sistema motivacional cooperativo facilitaría los recursos de metacognición de la paciente. El principal objetivo de la estrategia terapéutica era ayudar al desarrollo de las capacidades metacognitivas de Silvia. Silvia y el terapeuta dedicaron parte de cada una de las siguientes 50 sesiones a observar y comentar dos o tres fotografías de su familia, algunas viejas y otras nuevas. El resto de cada una de las sesiones se dedicaba a comentar las relaciones presentes de Silvia con su madre y con su novio, Giulio. En el proceso de examen de las fotografías, Silvia comenzó a mostrarse cada vez más clara, concisa y coherente en su discurso y se orientaba mejor en lo que respecta al espacio y al tiempo y a la atribución de sentido. Curiosamente, durante este proceso propuso un cambio en el objetivo del trabajo conjunto: en lugar de dedicarse básicamente al significado y a las causas de sus celos
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anormales, deseaba saber por qué costaba tanto a las otras personas entenderla, por qué se sentía “confusa” tan a menudo y por qué tal confusión había llegado a afectar su experiencia subjetiva de sí misma y de las restantes personas precisamente en ese período de su vida. Esta solicitud de cambio del objetivo establecido para los diálogos terapéuticos era una clara señal del crecimiento que se había producido en las capacidades metacognitivas de Silvia. Ser consciente de la propia confusión y desear restablecer un estado mental más lúcido, es posible sólo cuando está remitiendo el trastorno de las funciones integradoras superiores de la conciencia y de la memoria. Como es de esperar, las quejas de Silvia relativas a los sentimientos de despersonalización se redujeron drásticamente. Historial familiar de Silvia La ordenación de las fotografías familiares (había cientos, con retratos de tíos, tías, abuelos, primos, amigos de la familia además de los progenitores y hermanas de Silvia) en una secuencia temporal clara y la reflexión sobre cada una de las personas representadas en ellas, sobre la base de las preguntas y comentarios del terapeuta, restablecieron la continuidad y la coherencia de la memoria de Silvia sobre sí misma y sobre las personas significativas del pasado. Se destinó un cuidado especial al examen de los recuerdos relativos al padre de Silvia. Como se recordará, el padre había abandonado el hogar tras una dura discusión con su esposa, de lo que Silvia sólo guardaba un vago pero amedrentador recuerdo, de cuando tenía 4 años de edad. Después de eso sólo lo veía rara vez –teóricamente porque él se encontraba casi siempre física o emocionalmente muy enfermo– hasta su muerte a la edad de 14 años de Silvia. Independientemente del tiempo y del cuidado que el terapeuta dedicaba a la reconstrucción de los recuerdos del padre de Silvia, los comentarios de ésta seguían siendo lacónicos y fríos, en abierto contraste con el torrente de memorias emotivas que a menudo evocaban en ella las fotografías de otras personas. “Aquí seguía en casa”; “Aquí ya había enfermado”; “Aquí le estábamos visitando... yo probablemente tenía 6 ó 7 años... recuerdo que pasaba casi todo el día sobre sus hombros, porque yo era la más pequeña”; “Aquí Giulio, el hermano menor de mi madre, nos acompañaba a las tres (Silvia y sus dos hermanas) a visitarle”. Por lo tanto, en la vida de Silvia había otro Giulio además de su novio. Giulio, el hermano de la madre de Silvia, era de la misma edad que la mayor de las hermanas de Silvia. En la mayoría de las sesiones dedicadas a revisar fotografías, además del padre, él era la otra persona que no evocaba recuerdos emocionales, sino recuerdos ciertamente lacónicos. Un año después de haber
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comenzado la terapia, Silvia examinaba casualmente una foto que reflejaba a su padre estando aún en casa, justo después de haber revisado otra foto del “tío Giulio” (ahora ya un joven). En ese momento se dio cuenta del sorprendente parecido entre los dos hombres. El terapeuta ya había observado el parecido, que ciertamente era sorprendente entre dos personas supuestamente sin vínculos hereditarios como un hombre y su cuñado, pero se abstuvo de hacer comentarios sobre ello hasta que Silvia también lo reconociera explícitamente. Para Silvia reconocer el sorprendente parecido entre su padre y el “tío Giulio” llegó como un shock. El “tío Giulio” no sólo se parecía a su padre, también se parecía a Silvia y a sus hermanas, aunque no mostraba ninguna similitud de rasgos con el linaje de la madre de Silvia. Reflexionando sobre este parecido, Silvia expresó una secuencia de intensas emociones –sorpresa, vergüenza, miedo, ira y tristeza– al tiempo que produjo una hipótesis sobre las razones de tal similitud de rasgos: Giulio había sido el fruto de una relación sexual secreta entre el padre de Silvia y su abuela materna. Esta hipótesis, que posteriormente fue confirmada a través de diálogos entre Silvia y su madre, se convirtió en el nuevo principio organizador para la reconstrucción del historial evolutivo de la paciente. La relación sexual entre el padre de Silvia y su abuela materna se había mantenido en secreto. El secreto se reveló poco después del nacimiento de Silvia, cuando el parecido entre Giulio (que en ese momento contaba con 5 años de edad) y el padre de Silvia se hizo demasiado evidente. La madre de Silvia se sintió profundamente angustiada por este descubrimiento de la doble traición de su madre y de su marido. El torbellino emocional que siguió afectó a todas las personas que cuidaban de Silvia, quienes se sentían atemorizadas (y consecuentemente asustaban a la criatura) por las consecuencias del hecho. Sintiéndose atemorizada ante todos sus cuidadores, los primeros patrones de vínculo de Silvia –hacia su madre, su padre y sus abuelos– todos fueron desorganizados y desorientados (Main & Hesse, 1990). El vínculo desorganizado se relaciona con la construcción de un modelo interno de trabajo múltiple del self y de las restantes personas (Main, 1991) y es el antecedente de procesos disociativos que afectan a las funciones integradoras de la conciencia y de la memoria (Lichtenberg, Lachman & Fosshage, 1992, pp. 164-168, 1992, 1993, 1994, 1995). Otros factores negativos se añadieron después a la predisposición a disociar que había sido iniciada por la temprana experiencia del vínculo desorganizado. El prolongado y conflictivo proceso de separación entre los progenitores de Silvia supuso la existencia de múltiples experiencias traumáticas, a las que la joven niña reaccionaba con procesos disociativos ya facilitados por sus modelos de trabajo internos múltiples e incoherentes. El secreto familiar (que Giulio fuera hijo del padre y de la abuela materna de Silvia) se mantuvo entre
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los abuelos y los cuatro niños. La distorsionada comunicación familiar probablemente deterioró aún más las ya amenazadas funciones integradoras de la conciencia y de la memoria de Silvia. Su capacidad metacognitiva, en consecuencia, no pudo desarrollarse debidamente. Es probable que Giulio y las dos hermanas mayores, que no experimentaron desorganización en el establecimiento del primer vínculo (el terrible secreto fue descubierto por la madre de Silvia y la abuela materna cuando los demás niños tenían 3 o más años de edad, y Silvia era sólo una recién nacida), se vieran menos afectados en relación a la coherencia de los modelos internos de trabajo y al desarrollo de las capacidades metacognitivas. El sentido de los síntomas de Silvia Durante la reconstrucción del “secreto familiar”, Silvia y su terapeuta compartieron el sentimiento de lucha cooperativa hacia un objetivo común: comprender el sentido de las extrañas y angustiosas experiencias que habían comenzado a influir en la vida de la paciente poco después de mudarse a vivir con su madre. Como consecuencia de estas reflexiones, Silvia empezó a creer que, tan pronto como tuvo oportunidad de vivir con su madre tras haber vivido tantos años separada de ella, sentía que había un secreto que su madre le ocultaba. Sin embargo, Silvia era incapaz de reflexionar conscientemente sobre este sentimiento o intuición. Tenía la intuición semi-consciente de que el secreto estaba vinculado a la infidelidad en las relaciones amorosas. El hecho de que, en ese mismo período, ella estuviera iniciando una relación sentimental –además con un hombre que tenía el mismo nombre, Giulio, que el hombre a quien consideraba su tío y cuyo nacimiento era parte del secreto– creó la base de sus celos anormales, irracionales y ego-distónicos. Todo este proceso de auto-reflexión, que se produjo en el contexto de una relación terapéutica que ahora era de apoyo y cooperativa, fomentó visiblemente la capacidad metacognitiva de Silvia. La fuente metacognitiva recientemente desarrollada permitió solucionar sus problemas relacionales. La fase final del tratamiento Silvia llegó a ser capaz de monitorear atentamente sus pensamientos y sentimientos durante y después de interacciones, a menudo, decepcionantes con su nuevo Giulio. Derivado de tal monitoreo metacognitivo, el estado mental que durante un tiempo fue globalmente experimentado como de sentimientos de celos, se reveló bastante complejo.
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Silvia tenía muchos pensamientos y sentimientos negativos asociados a las actitudes de su novio. Giulio, que tenía 35 años de edad, nunca fue capaz de acabar sus estudios universitarios, de encontrar un trabajo y de vivir por su propia cuenta (seguía viviendo con su madre viuda, totalmente dependiente del apoyo financiero de ella). Era egocéntrico, propenso a soñar despierto y socialmente distante. Cuando Silvia reflexionaba sobre estos aspectos del estilo de vida de Giulio, a menudo llegaba a la conclusión de que debería terminar una relación tan poco prometedora. Se aproximó mucho a esa conclusión pero no acabó de formularla claramente en su mente, porque tan pronto como comenzaba a ver la representación mental de sí misma abandonando a Giulio sentía intensas emociones de miedo y tristeza. Tras esta experiencia emocional dolorosa, Silvia fantaseaba que Giulio le era infiel, abandonándola por otra mujer o traicionando su amor. Estas fantasías, que eran sólo el último eslabón de una cadena compleja de pensamientos y sentimientos, fueron los únicos contenidos mentales que había sido capaz de recuperar de su memoria cuando se le habían preguntado las razones de su agresiva conducta hacia Giulio. Sin embargo, cuando Silvia recuperó su capacidad metacognitiva, recuperó fácilmente toda la cadena de pensamientos y sentimientos. Entonces fue posible reflexionar por qué le acompañaban tan intensos pensamientos y sentimientos de angustia ante la idea de abandonar a Giulio. La última fase del tratamiento de Silvia consistió básicamente en la aplicación de las técnicas clásicas de la terapia cognitiva para su forma catastrofizante de construir la idea de separación de su compañero o marido. Ahora ya era capaz de detectar los pensamientos automáticos y de reflexionar críticamente sobre las creencias patogénicas. Como consecuencia de este proceso de revisión de las ideas irracionales vinculadas a los temas de soledad, Silvia decidió poner fin a la relación insatisfactoria con Giulio. Poco después también decidió vivir sola. Había perdonado a su madre por guardar en secreto durante tanto tiempo los sucesos que le habían conducido a la separación y a la identidad real del “tío Giulio”. Sin embargo, Silvia sentía ahora que era imposible crear una relación de confianza con su madre, y que agradecería más la libertad de vivir separada de su madre que el miedo a la consecuente soledad. También sentía que había restablecido la capacidad de seguir en la vida sin depender del apoyo de otras personas y que, por lo tanto, era posible dar por finalizada la terapia. Todo el proceso terapéutico había durado unos 2 años y medio. En la entrevista de seguimiento realizada un año después de concluir el tratamiento, Silvia manifestaba que se había readaptado satisfactoriamente al trabajo y que mantenía una relación sentimental nueva y mucho más feliz. Ninguno de sus síntomas previos reapareció.
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Un enfoque cognitivo-conductual para la comprensión y manejo del trastorno obsesivo-compulsivo de personalidad Michael Kyrios Departamentos de Psicología y Psiquiatría, Universidad de Melbourne, Hospital Real de Melbourne, Parkville, Victoria, Australia
Introducción Descripción de las presentaciones clínicas El trastorno de personalidad obsesivo-compulsivo (TPOC) es uno de los trastornos de personalidad más comunes que se presentan en la práctica clínica y cuyo tratamiento satisfactorio conlleva grandes dificultades, aunque casi no existen datos de resultados de tratamiento derivados de estudios controlados. Es amplio el debate existente sobre la naturaleza de la personalidad obsesivo-compulsiva, con una amplia gama de definiciones, cada una de ellas centrada en aspectos particulares del síndrome (Pfohl & Blum, 1991). Además, también hay debate relativo a la naturaleza dimensional frente a categorial del síndrome (Nestadt et al., 1991; Pitman & Jenike, 1989; Pollack, 1987), aunque en la literatura psiquiátrica se ha preferido el uso de un enfoque nosológico. A pesar de todo, Nestadt et al. (1994) descubrieron que el TPOC era el único trastorno de personalidad del DSM-III que soportaba un análisis factorial confirmatorio como factor simple. Desde el punto de vista epidemiológico, se halló una prevalencia del 1.7% para el trastorno de personalidad compulsiva DSM-III en una muestra de comunidad no paciente (Nestadt et al., 1991). El DSM-IV (APA, 1994) cita una prevalencia del 1% para el TPOC en muestras comunitarias y de entre el 3 y el 10% en las presentaciones de centros de salud mental. Se ha descubierto que el TPOC es más frecuente en individuos masculinos, casados y en situación de empleo (Nestadt et al., 1991).
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Desde mediados del siglo XIX se han empleado multitud de expresiones para describir el fenómeno clínico ahora denominado TPOC e, incluso ahora, los sistemas de clasificación del ICD-10 y del DSM-IV utilizan nomenclaturas distintas para describir patrones similares de disfunción de personalidad. A menudo se encuentran los términos “obsesivo”, “compulsivo”, “anacasta”, “anal”, “pasivo-ambivalente” para describir las variantes del síndrome de personalidad disfuncional caracterizado por la rigidez, la preocupación por el perfeccionismo, las exigencias excesivas en el ámbito personal y moral, la preocupación inflada por cuestiones de control y orden, los extremos en el control emocional y constricción, la reticencia interpersonal e indecisión “a costa de la flexibilidad, la apertura y la eficiencia” (Pfhol & Blum, 1991). Los patrones obsesivo-compulsivos pueden contemplarse en un continuo que oscila entre lo normal y adaptativo hasta lo patológico y maladaptativo, aunque los factores socioculturales suelen determinar qué es y qué no es disfunción (Pollack, 1987). Los individuos con TPOC, a menudo, presentan trastornos del Eje I, particularmente trastornos de ansiedad, síndromes y trastornos anímicos (distimia, depresión agitada e ira, sobre todo), trastornos de adaptación (particularmente en períodos estresantes que requieren un grado de flexibilidad), trastornos somatoformes (especialmente hipocrondriasis), síndromes disociativos y, algunas veces, breves psicosis reactivas y trastornos esquizofrénicos. Los estudios clínicos y comunitarios manifiestan sistemáticamente una relación diferente entre el TPOC y los problemas de depresión unipolar severa y los trastornos de ansiedad (Alnaes & Torgersen, 1988; Corruble, Ginestet & Guelfi, 1996; Gasperini et al., 1990; Nestadt et al., 1992; Sanderson et al., 1994; Tyrer et al., 1983). Con respecto al abuso de sustancias, los resultados son algo menos coherentes. Nestad et al. (1992) hallaban un riesgo reducido de abuso del alcohol en un estudio comunitario de TPOC, mientras que Rochman et al. (1995) hallaban que el 45% de los usuarios crónicos de alprazolam y lorazepam participantes en un programa de desintoxicación externo habían sido diagnosticados con TPOC. El TPOC no ha de confundirse con el trastorno obsesivo compulsivo (TOC), que durante un tiempo fue considerado como la forma más severa del síndrome de personalidad. Aunque las estimaciones de comorbidez entre el TPOC y el TOC varían considerablemente (Black et al., 1993), los índices de comorbidez entre el TPOC y otros trastornos de ansiedad o depresión son considerablemente superiores (Corruble, Ginestet & Guelfi, 1996; Nestadt et al., 1992; Sanderson et al., 1994). De hecho, Black et al. (1993) concluyeron que los datos no defienden una relación específica entre el TOC y el TPOC. A pesar de todo, existen similitudes en las características del TPOC y del TOC. Los sujetos TOC pueden mostrar rasgos de TPOC diferentes de los
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criterios plenos del TPOC, mientras que los sujetos TPOC pueden exhibir patrones cognitivos y conductuales habitualmente hallados en el TOC. Por lo tanto, el tratamiento cognitivo-conductual del TOC puede tener mucho que ofrecer en términos de técnicas y estrategias para el manejo del TPOC y viceversa (Guidano y Liotti, 1993). Teorías sobre la etiología Se han propuesto teorías neurobiológicas, etológicas o evolutivas, genéticas, del desarrollo, cognitivas, psicoanalíticas e interpersonales para el desarrollo de los trastornos de personalidad, en general, y para el TPOC en particular (Clarkin & Lenzenweger, 1996). Aunque la mayoría de las teorías no son incompatibles entre sí, cada teoría específica contiene elementos de las otras posturas teóricas y sus enfoques de manejo se integran relativamente fácil en la práctica clínica. La realidad de la práctica clínica con las dificultades presentadas por el TPOC es que los profesionales se ven obligados a incorporar diferentes tipos de formulaciones para diferentes individuos en los diversos estadios del tratamiento. Las teorías neurobiológicas sugieren que en la etiología del TPOC son importantes los defectos hereditarios o innatos en el procesamiento de información, regulación del afecto y/o conducta interpersonal. Aunque se ha hallado una mayor prevalencia en familiares de primer grado (para una revisión, véase Black et al., 1993), las estimaciones sobre la influencia genética varían (Nigg & Goldsmith, 1994; Pfohl, 1996). Con todo, las teorías neurobiológicas ofrecen valores heurísticos de un modo diferente a la presentación de argumentos y pruebas de la base genética del TPOC. Por ejemplo, Cloninger (1987) define la personalidad obsesiva en términos de una baja búsqueda de la novedad, alta evitación del daño y baja dependencia de la recompensa, que se asocian con rigidez, alineación y auto-modestia. La clase de segundo orden relativo a la rigidez, caracterizada por una baja búsqueda de lo novedoso y una alta evitación del daño, se asocia con la falta de asertividad y preocupación por el orden y la seguridad mediante el recurso excesivo a las reglas y a los detalles. Cloninger asocia la búsqueda de lo novedoso, la evitación del daño y la dependencia de la recompensa con los sistemas de dopamina, serotonina y noradrenalina, respectivamente. En este mismo orden, Depue (1996) propone que tres superfactores de personalidad (específicamente, emocionalidad positiva, emocionalidad negativa y constricción) interactúan en el desarrollo de la personalidad y, posiblemente, en los trastornos de personalidad. Se cree que la emocionalidad positiva (relacionada con la motivación incentivo-recompensa y activadora de la facilitación de obje-
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tivos) está mediada por el sistema dopaminérgico. Los estudios con animales han sugerido la relación entre la actividad de la noreprinefrina y el núcleo cerúleo y la emocionalidad negativa (conceptualizada como sistema de alarma que persigue facilitar la dirección de la atención bajo condiciones de incertidumbre o amenaza ambiental). Además, los estudios animales relativos a la serotonina sugieren su rol en el aumento de los umbrales para la facilitación de la respuesta conductual y emocional. Por lo tanto, se cree que el sistema serotonérgico desempeña un rol importante en la constricción. Se cree también que cada uno de estos sistemas desempeña un papel modulador, diferente del mediador, influyendo sobre el flujo de información a través de las redes neuronales. Tales enfoques pueden ser vistos como “importantes bloques de construcción para futuros modelados más complejos de los rasgos de personalidad” (Depue, 1996, p. 373); sin embargo, “al mismo tiempo, se desconoce aún si los mismos procesos neurobiológicos que supuestamente subyacen a la personalidad normal son funcional y estructuralmente similares a los implicados en la patología de la personalidad” (Depue, 1996, p. 379). Además, el grado de disfunción asociado con patrones de personalidad particulares dependerá en mayor grado de los criterios socioculturales para la adaptación y/o maladaptación. Cualquier deterioro neurobiológico que subyazca a un complejo conductual particular debe ser analizado dentro del contexto ambiental y evolutivo, lo que incluye no sólo la manifestación de la conducta sino también su interpretación. Por lo tanto, aunque muchos consideren que el enfoque neurobiológico aportará futuras direcciones para el tratamiento farmacológico de los trastornos de personalidad, como en el caso de los trastornos del Eje I, siempre será necesario disponer de un arsenal de estrategias psicosociales para manejar con efectividad al individuo dentro de su contexto. Consecuentemente, las conceptualizaciones psicológicas del trastorno de personalidad son necesarias para guiar las intervenciones clínicas individuales. Los teóricos de orientación psicológica difieren en el énfasis que atribuyen a las diferentes estructuras internas de personalidad, a la experiencia subjetiva del self y al efecto de las expectativas sociales y de otras influencias externas sobre el funcionamiento inter- e intra-personal. Sobre la base de estructuras internas de personalidad, Freud consideraba los síntomas compulsivos como el resultado de una crisis en los esfuerzos individuales por reprimir los impulsos y pensamientos prohibidos, mientras que el carácter anal reflejaba la represión satisfactoria con formaciones reactivas y sublimaciones complementarias. Los individuos obsesivo-compulsivos muestran excesos en el uso de estilos defensivos particulares (escrúpulos, procrastinación, evitación del afecto) y déficits en su capacidad cognitiva y conduc-
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tual para manejar con efectividad los impulsos y sentimientos, especialmente los relacionados con cuestiones morales (p.ej., ira, sexualidad). Kernberg (1996), un teórico psicoanalista contemporáneo que también contempla las estructuras internas de personalidad, considera que la organización neurótica de la personalidad, que incluye la personalidad obsesivocompulsiva, se caracteriza por: ... identidad normal del ego y la capacidad vinculada para relaciones objetales en profundidad, fuerza del ego reflejada en la tolerancia a la ansiedad, control de impulsos, funcionamiento sublimatorio, efectividad y creatividad en el trabajo, y la capacidad para el amor sexual y la intimidad sexual que se ve deteriorada por sentimientos inconscientes de culpabilidad reflejados en patrones patológicos específicos de interacción en relación a la intimidad sexual (Kernberg, 1996, p. 121).
En contraste con los teóricos psicoanalistas que hacen hincapié en las estructuras internas y en las experiencias del self, Millon se ha centrado en los aspectos externos de la etiología y presentación del obsesivo-compulsivo, adoptando una perspectiva evolutiva y del desarrollo en la emergencia de la personalidad. Millon y Davis (1996) diferencian varias polaridades relativas a los instintos humanos básicos: (a) objetivos existenciales (p.ej., fomento y preservación de la vida); (b) modos de adaptación (oscilan entre activos y pasivos); (c) estrategias de réplica (que oscilan entre la propagación de los cuidados a uno mismo y/o a los demás). El obsesivo-compulsivo es considerado como alguien interesado en la acomodación pasiva y orientación hacia las demás personas, donde los aspectos existenciales se manejan adecuadamente. Experimentan conflicto entre la hostilidad dirigida hacia los otros y el miedo a la desaprobación social. Las hostilidad hacia los otros se deriva de una coerción supuesta para aceptar los estándares impuestos por los otros, un presupuesto derivado de sus experiencias tempranas de constricción y disciplina pero sólo cuando contravinieron las normas parentales. El miedo a la desaprobación social se genera a partir de su directividad hacia los otros, y sus hipótesis de rechazo tras cualquier infracción posible de los estrictos y restrictivos códigos morales. Por lo tanto, los obsesivos-compulsivos se preocupan excesivamente por el perfeccionismo, el control del self y del entorno, el orden, las normas y las regulaciones con el fin de resolver su ambivalencia hacia los demás. La teoría del vínculo (Bowlby, 1969, 1973, 1980), sobre la base del principio de que la ansiedad sobre el vínculo y la dependencia de los otros significativos es una influencia evolutiva importante, ha sido usada por muchos teóricos para integrar varios enfoques biológicos y psicosociales sobre la etiología de los trastornos de personalidad. La interacción entre las disposiciones temperamentales y las prácticas de crianza de los niños influye sobre la cali-
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dad de los vínculos con implicaciones significativas para el desarrollo cognitivo, conductual y social (Ainsworth, 1979, 1989). Según Guidano y Liotti (1983), la personalidad obsesivo-compulsiva se caracteriza por los vínculos ambivalentes que se derivan de progenitores que muestran actitudes de rechazo camufladas por una máscara externa de devoción absoluta. Normalmente los progenitores de los individuos obsesivo-compulsivos son muy verbales, motóricamente hipoactivos, poco espontáneos y con tendencia a la inexpresividad emocional. A pesar de la excesiva indulgencia inicial, los progenitores establecen normas éticas muy altas, sus demandas de madurez y responsabilidad por parte del niño son irreales y prohíben no sólo la expresión sino también el sentimiento de emociones. Los teóricos constructivistas (Guidano, 1991; Guidano & Liotti, 1983; Mahoney, 1991) señalan la influencia del vínculo en el historial evolutivo del obsesivo-compulsivo típico, pero subrayan la importancia de contemplar en el tratamiento las construcciones relativas al self. Otros teóricos cognitivos, por su parte, han subrayado la necesidad de contemplar las construcciones relativas a los patrones del procesamiento de información. Tales construcciones, denominadas “esquemas” se refieren a complejos cognitivos y afectivos que proporcionan el sentido a los acontecimientos seleccionando e integrando los datos entrantes, y que dirigen las acciones y organizan los patrones de respuesta. A medida que se desarrollan, los “esquemas” tienden a ser más “cerrados” a la información o a los significados no relacionados o desconfirmatorios provenientes de los “otros”, por lo tanto, se mantienen a sí mismos y conservan su influencia sobre el funcionamiento individual. La personalidad, un constructo más amplio, puede ser considerada, por lo menos parcialmente, como una función de conglomerados de esquemas básicos (Beck & Freeman, 1990). Los teóricos cognitivos consideran la cognición, o más ampliamente, el procesamiento de la información como el componente básico de los esquemas y, por lo tanto, como la base para modelar las construcciones individuales del mundo y de uno mismo, así como sus respuestas emocionales y conductuales ante las situaciones ambientales (Beck, 1976). Las creencias o presupuestos falsos y los errores, los sesgos y las distorsiones sistemáticas en la percepción e interpretación de los acontecimientos generarán la disfunción y la psicopatología. Muchas veces se afirma que éstos se aprenden a través de la experiencia o de medios vicarios, aunque algunos teóricos sostienen la idea de las creencias como disposiciones hacia sesgos beneficiosos de base evolutiva y etológica en el procesamiento de la información. Independientemente de sus orígenes, las creencias falsas y los estilos distorsionados de procesamiento de la información producirán pensamientos automáticos negativos, muchas veces de forma inconsciente para el individuo, que dirigirán las respuestas emocionales y con-
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ductuales disfuncionales. También se defiende que el estado anímico influye sobre procesos cognitivos como el recuerdo, la percepción y la interpretación (Eysenck, 1992; Teasdale & Barnard, 1993) y que las conductas modificarán los acontecimientos mediante la elicitación de respuestas ambientales. Los terapeutas cognitivos han identificado determinadas creencias, distorsiones cognitivas y estrategias que caracterizan a los obsesivo-compulsivos. Por ejemplo, los obsesivo-compulsivos muestran rigidez de pensamiento, usando habitualmente un pensamiento dicotómico, exceso de atención al detalle y aplicación de reglas inflexibles. Muestran una intensa creencia en las soluciones correctas, demandando la evitación de errores y fallos a toda costa. Los “errores” y “fallos” se perciben erróneamente, son considerados como intolerables y manejados mediante el auto-castigo. Los obsesivo-compulsivos se preocupan inherentemente por la crítica, llegando a extremos de crítica personal, estableciendo expectativas irreales para sí mismos y para los demás en todos los dominios, y pensando en términos de “deberías” y de “debes”. Confían en la sobrecompensación de la baja auto-estima y de la posible crítica mediante el logro. Son perfeccionistas y muchas veces muestran un sentido de la responsabilidad personal excesivamente inflado generando extremos de preocupación, moralidad y escrúpulos. Si el curso de acción perfecto no es claro, prefieren no hacer nada, generando la procrastinación. Sobreestiman la cantidad de riesgo, particularmente en lo que respecta a la experiencia de la emoción, exagerando consecuentemente la necesidad de auto-control. Su necesidad de control se generaliza también al mundo externo, donde insisten en disponer de certezas, reglas y regulaciones o rituales bien practicados y, a menudo, son considerados como dogmáticos, de opinión fija e inflexibles. El modelo cognitivo, que es ecléctico en sus estrategias terapéuticas, también puede ser un modelo útil para la integración de diferentes formulaciones etiológicas. Nuestro propio enfoque, dirigido a identificar y modificar las falsas creencias o presunciones, las distorsiones cognitivas, los estilos inapropiados de procesamiento de información y los patrones conductuales asociados que mantienen tales procesos cognitivos maladaptativos (p.ej., procrastinación, evitación), incorpora varios marcos teóricos pero conserva su orientación “cognitiva”. En nuestro enfoque, consideramos que los vínculos tempranos, influidos por la interacción entre el temperamento y las disposiciones biológicas, conducen al desarrollo de creencias nucleares sobre uno mismo, sobre el mundo y sobre los otros. Estas creencias nucleares, que deben ser contempladas en el tratamiento, se relacionan, como mínimo, con cinco dominios cognitivos interrelacionados que contienen varias polaridades de creencia y sostienen intensas asociaciones afectivas (véase Figura 19.1).
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Figura 19.1. Modelo cognitivo del trastorno de personalidad obsesivo-compulsivo Impulsos y necesidades biológicas
Temperamento (incluye disposiciones afectivas)
Vínculos ambivalentes Merecimiento/ Defectividad Confianza Control
POLARIDADES COGNITIVAS
FACTORES INTERNOS
Sistema de Creencias TPOC UNO MISMO/ OTROS/MUNDO
FACTORES EXTERNOS
Rol/posición Moralidad
Refuerzo social
Aprendizaje temprano
Acontecimientos vitales: • Relación • Logros escolásticos • Logros ocupacionales • Expectativas evolutivas • Otros éxitos y fracasos
Merecimiento y defectividad La caracterización de este dominio ha sido extraída del trabajo teórico de Guidano y Liotti (1983). En el núcleo del individuo obsesivo-compulsivo se halla la incertidumbre sobre su propio valor y merecimiento inherente, y las constantes comprobaciones para determinar si es o no es válido, merecedor. El obsesivo-compulsivo cree, en el mejor de los casos, que el merecimiento debe ser ganado a través del esfuerzo. En el peor de los casos, cree que es inherentemente defectuoso y no merecedor de consideración o recompensa. Con referencia a los demás y al mundo, el obsesivo-compulsivo duda de su propia capacidad para ofrecer afecto y protección; sin embargo, a menudo trata de poner a prueba a los demás y al mundo. Estos esfuerzos por establecer si el
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mundo y los otros son defectuosos o no también pueden ser considerados como comprobaciones del merecimiento de confianza del medio que rodea al individuo. Tales comprobaciones establecen el contexto mediante el cual, a pesar de sus ventajas de servir como distracción de la propia sensación de ambivalencia o posible vacío, mantienen también la sensación de ambivalencia. Esta sensación de ambivalencia, a su vez, se usa como prueba de la defectividad inherente del individuo y del mundo externo. Los obsesivo-compulsivos que también son depresivos han desarrollado una sensación adicional de indefensión en sí mismos y en el mundo externo. En cierto grado, los fenómenos depresivos y obsesivo-compulsivos pueden ser considerados como reacciones diferentes a estructuras de creencias similares. Mientras que la depresión es quizá el resultado de un auto-concepto devaluado, los fenómenos obsesivo-compulsivos pueden ser el resultado del esfuerzo por rectificar la discrepancia entre el ideal y el self real o el ideal y el mundo real. Consecuentemente, los fenómenos obsesivo-compulsivos pueden conceptualizarse como medios maladaptativos para preservar un sentido del merecimiento propio, ante la hostilidad percibida en el mundo social que incluye una sensación de falta de merecimiento (Bhar & Kyrios, 1996). Confianza Si uno siente que es merecedor de amor y que los otros o el mundo pueden aportarle tal amor, entonces comienza a desarrollarse la capacidad de confianza entre el individuo y el mundo externo y, por lo tanto, dentro del individuo. Con referencia al mundo externo, la gratificación sistemática y apropiada de las necesidades individuales ayuda a construir la sensación de seguridad y protección, en contraste con la sensación de peligro y rechazo. El individuo puede empezar a sentir que se puede fiar del mundo externo para que le provea de sus necesidades biológicas y emocionales. Con referencia a uno mismo, la confianza en el mundo externo se internaliza a tiempo y además la confianza en la propia capacidad para provocar los cuidados del mundo externo es también importante en el desarrollo del sentido de la auto-eficacia. Los obsesivo-compulsivos tratan de compensar totalmente la falta de confianza en sí mismos y en el mundo externo mediante el uso de varias estrategias: mostrándose extremadamente dependientes o independientes, estableciendo ideales inalcanzables u objetivos irreales (es decir, siendo perfeccionistas), comprobando constantemente o probándose a sí mismos y a los demás, estableciendo y adheriéndose inflexiblemente a reglas y regulaciones. El resultado suele ser muchas veces la procrastinación y la carencia de libertad creativa para la resolución de problemas.
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Control Habiendo desarrollado una sensación de confianza en uno mismo y en el mundo externo, el individuo puede comenzar a explorar sus posibilidades y, por lo tanto, desarrollar una sensación de control sobre sí mismo y sobre el medio externo. Por ejemplo, los niños con vínculos seguros son más propensos a explorar su medio y a colaborar en el desarrollo de sus habilidades cognitivas y sociales. Pueden comenzar a ordenar el caos que les rodea sobre una base de seguridad firme. Aprenden que la falta de familiaridad no es necesariamente peligrosa e, incluso cuando exista incertidumbre, siempre pueden volver a la base segura. Con el tiempo y con cierta experimentación los individuos aprenden a manejar con efectividad grados cada vez mayores de dificultad, complejidad e incertidumbre. El obsesivo-compulsivo, que rara vez ha experimentado la sensación de seguridad interna o externa, por otra parte, teme la desorganización o incluso la incertidumbre, y las sobrecompensa estableciendo estrategias de control irreales, inalcanzables y/o inciertas para sí mismo y para el mundo. Los obsesivo-compulsivos deben aprender que no es posible el control perfecto y que esa falta de control perfecto no es catastrófica. Deben sentirse menos amenazados y manejar con mayor flexibilidad las situaciones cada vez más caóticas o imprevisibles, así como confiar en su capacidad para el manejo de situaciones en las que el control está fuera de sus manos. En cualquier situación determinada, deben aprender a centrarse menos en los aspectos relativos al control y prestar más atención a los factores relevantes a la situación y específicos de la situación, con menor énfasis en los aspectos relativos al control auto-referente. Rol/posición Uno de los resultados de la exploración de las propias posibilidades es la adquisición eventual de una variedad de roles satisfactorios y estimuladores dentro del propio entorno que aportan al individuo una estructura, recompensas, apoyo y posibilidades continuas. La adquisición de varios roles proporciona también cierto equilibrio entre la autonomía y la dependencia que puede permitir la sensación de seguridad en lo social y confianza en la propia capacidad para manejar situaciones en las que uno pueda sentirse inseguro. Sin embargo, se necesita cierta flexibilidad en los roles que uno adquiere para manejar circunstancias ambientales, evolutivas y personales cambiantes. En consecuencia, como afirma Erikson (1950, 1959), los extremos de la cohesión de roles y de la difusión de roles no son adaptativos. A través de su procrastinación, los obsesivo-compulsivos llegan a garantizar su difusión de roles.
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Alternativamente, mediante su obsesión por el control, pueden desarrollar extremos de cohesión de rol adoptando roles inflexibles. Moralidad Los individuos que no han sido capaces de alcanzar roles o posiciones satisfactorias podrían adquirir un sentido, vulnerable e inestable del self a través de su adherencia a normas y regulaciones, particularmente aquellas relativas a la moralidad y a la responsabilidad, que generalizan a los otros y al mundo. Tal adherencia simplifica la vida para el obsesivo-compulsivo desviando la necesidad de contemplar la realidad confusa y compleja. Los individuos obsesivo-compulsivos, con su ambivalente sentido del self, son propensos a adherencias inflexibles y perfeccionistas que sistemáticamente producen dudas sobre uno mismo y, consecuentemente, mantienen un sentido ambivalente del self. La inflexible adherencia a códigos éticos, religiosos o morales se establece muchas veces en la infancia temprana a través de interacciones con los progenitores que, por una parte, manifiestan abiertamente devoción sobre la base de obligaciones morales pero, por otra, no muestran emoción en ningún sentido inmediato, prefiriendo las formas verbales de comunicación (Guidano & Liotti, 1983; Guidano, 1991). La alta base moral también puede compensar una auto-imagen ambivalente, porque permite la identificación con una autoridad externa que es concebida como desprovista de la necesidad de defensas a las que se aferra el obsesivo-compulsivo. En suma, los instintos etológicamente importantes, las disposiciones biológicas y el temperamento, y las experiencias vitales (acontecimientos particularmente significativos o recurrentes), quizá en estadios evolutivos estratégicos, desempeñan un rol importante en el desarrollo de esquemas disfuncionales sobre el self, los otros y el mundo. Al planificar las intervenciones, el terapeuta deberá considerar las construcciones que tiene el obsesivo-compulsivo sobre el self y el mundo externo, sus defensas maladaptativas y las estrategias cognitivas, conductuales e interpersonales usadas para garantizar su seguridad y para combatir de la experiencia de la emoción.
Estrategias cognitivo-conductuales en el manejo del TPOC Filosofía Los contactos con los obsesivo-compulsivos deberán caracterizarse por la coherencia en el propio enfoque que alcance los dominios cognitivos nucleares descritos anteriormente. Los pacientes obsesivo-compulsivos requieren
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ayuda para sentirse comprendidos y seguros, merecedores de consideración positiva incondicional y confianza, y para desarrollar un sentido de seguridad al manejar la posible pérdida de control. La importancia de sus diversos roles y posiciones debe ser reconocida pero no hasta el grado de minar su merecimiento incondicional. Deben sentirse merecedores sólo por el hecho de existir y no porque cumplen los códigos morales y sociales percibidos. Sus emociones e impulsos, que ellos mismos consideran aborrecibles o intolerables, deben ser reconocidos, normalizados y aceptados. Requieren el tiempo y la atención que a menudo manifiestan haber perdido en sus primeros años. Deben sentir que, si transgreden las reglas, pueden aprender a manejar el caos percibido, el peligro potencial o el posible rechazo. Deben reconocer que el auto-rechazo y la obligación de satisfacer al mundo externo con el fin de evitar el rechazo sólo les conducirá a continuas dificultades consigo mismos. Sobre todo, deben reconocer, en el contexto de la auto-aceptación, las limitaciones de sus actuales estrategias de afrontamiento y la necesidad de adoptar estrategias caracterizadas por la auto-eficacia, por el refuerzo y por la responsabilidad realista. Diagnóstico, evaluación y manejo inicial Con respecto al diagnóstico, los esfuerzos por elaborar medidas de evaluación para el TPOC no han sido particularmente satisfactorios. El MMPI no ha logrado diferenciar el TPOC de otros pacientes no obsesivo-compulsivos (Schotte et al., 1991), ni las entrevistas clínicas estructuradas han producido un diagnóstico fiable del TPOC (First et al., 1995). Aunque tanto el MMPI como el Inventario Clínico Multiaxial de Millon, revisado (MCMI-II; Millon, 1987) contienen escalas obsesivo-compulsivas, son escasas las pruebas de su validez convergente (McCann, 1992), y las dos escalas parecen evaluar diferentes aspectos del TPOC. Sin embargo, puede ser útil administrar varios inventarios de auto-informe, particularmente los relativos a síntomas que, a menudo, precipitan la derivación al tratamiento (p.ej., Inventario de Depresión de Beck; Inventario de Ansiedad Estado-Rasgo; Listado de Síntomas de Derogatis-revisado). También es útil administrar medidas de creencias y presupuestos generales o específicos como el Inventario de Creencias y la Escala de Actitudes Disfuncionales, el Cuestionario de Esquemas (Schmidt et al., 1995; Young, 1990), o el recientemente elaborado Cuestionario de Creencias Obsesivas. El Registro Diario de Pensamientos Disfuncionales se aplica durante las últimas fases de la evaluación para examinar las valoraciones que hacen los pacientes de los acontecimientos y de las situaciones cotidianas, aunque muchos terapeutas prefieren
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diseñar hojas de monitoreo que se adapten a la situación del individuo o a los problemas que presenta. Cualquier intervención efectiva comienza con un completo historial y análisis de las dificultades presentes. Al recoger el historial, es importante adoptar una perspectiva evolutiva que permita la identificación de los esquemas maladaptativos tempranos, particularmente ésos relacionados con los vínculos y el self. La calidad de los vínculos y el cuidado del niño, los sucesos traumáticos durante la infancia, la socialización temprana, el proceso de escolarización, los historiales laborales y relacionales son también focos particularmente útiles. Una estrategia recomendable consiste en pedir al paciente que escriba una historia “de su vida”, señalando cualquier acontecimiento significativo positivo o traumático desde su nacimiento hasta su situación presente. Otra estrategia es la identificación y la descripción detallada de los otros significativos en la vida del obsesivo-compulsivo, incluyendo las reacciones pasadas y presentes a los otros significativos. También es importante recordar que aunque el obsesivo-compulsivo se presente como un paciente motivado, diligente y cumplidor, en algún momento se revelarán las idiosincrasias disfuncionales del obsesivo-compulsivo (p.ej., inflexibilidad, rigidez). En todo momento de la fase de evaluación y de tratamiento conviene diferenciar entre manifestaciones adaptativas y maladaptativas del síndrome. Por ejemplo, muchas de las características pronósticas positivas asociadas con el éxito de la terapia cognitivo-conductual son las mismas características que, obviamente en una forma más extrema, son indicativas del TPOC (véase Safran & Segal, 1990). También se ha descubierto que el TPOC es un factor pronóstico positivo en pacientes depresivos externos que completan una intervención farmacológica secuencial (Hoecamp et al., 1994). Además, en muchos pacientes psicóticos, los patrones obsesivo-compulsivos se asocian con la contención del síndrome clínico, y su alivio va seguido de un deterioro del estado psicológico del paciente. Con respecto a la intervención, como la mayoría de los obsesivo-compulsivos se presentan al tratamiento con dificultades o síntomas específicos (p.ej., estados de ansiedad, consumo abusivo de sustancias, trastorno de adaptación, depresión) el foco más inmediato suele ser la reducción de síntomas mediante técnicas conductuales prescriptivas (técnicas de relajación y de respiración; programación de actividades, incluyendo actividades de ocio y de dominio, ejercicio físico y manejo de contingencias). Aunque es un elemento necesario, conviene recordar que, a medida que los síntomas se resuelven o el terapeuta comienza a ser más consciente de las manifestaciones obsesivo-compulsivas maladaptativas, se requiere la ampliación del alcance de la terapia a los restantes elementos vinculados al TPOC.
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Terapia cognitivo-conductual (TCC) Objetivos de tratamiento Desde una perspectiva más amplia, el tratamiento efectivo de cualquier trastorno psicológico debe contemplar las disposiciones neurobiológicas asociadas, los patrones conductuales y los estilos cognitivos disfuncionales. En el caso del TPOC las disposiciones neurobiológicas y afectivas como la escasa búsqueda de lo novedoso, la alta evitación del daño, la baja dependencia de la recompensa, la restringida expresión emocional y los estados anímicos negativos pueden ser modificados mediante el uso de varias técnicas conductuales que pueden ser adicionalmente facilitadas mediante estrategias cognitivas. Los objetivos de tales intervenciones son: 1. Aumentar el uso de recompensas y la tolerancia a la novedad ampliando gradualmente la gama de actividades del individuo, particularmente ésas que el obsesivo-compulsivo considera como “no-productivas” (p.ej., actividades recreativas, ejercicio físico, relajación). Esto puede ser considerado como objetivo a corto y a largo plazo. 2. Reducir las tendencias de evitación mediante un programa de exposición gradual que puede aplicarse igualmente a situaciones específicas y a catalizadores psicofisiológicos (p.ej., emoción). Las estrategias de relación son útiles para el manejo del componente físico de la ansiedad, mientras que las estrategias cognitivas pueden servir para manejar el componente cognitivo. 3. Aumentar la conciencia emocional y las destrezas expresivas mediante un marco de trabajo de modelado de destrezas y monitoreo de estrategias (p.ej., empleo de diarios). Los aspectos relativos al proceso en el desarrollo de la terapia también pueden servir como contexto valioso para el trabajo de los aspectos interpersonales y afectivos. 4. Reducir los estados anímicos como la irritabilidad y la distimia mediante el uso de estrategias cognitivas, de relajación o de visualización, así como programación de actividades y monitoreo del estado anímico mediante el uso de diarios. Teasdale, Segal y Williams (1995) describen una técnica de focalización atencional para el manejo y la prevención de la depresión que puede constituir la base para motivar a los pacientes a exponerse a sentimientos negativos moderados, como forma de generar más tolerancia a los estados afectivos negativos y de reducir los estados afectivos negativos más intensos. La base de necesidades de recompensa de los obsesivo-compulsivos debe ampliarse mediante una construcción gradual de su repertorio de actividades lúdicas, espontáneas y recompensantes. Las actividades deben ser programa-
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das, reguladas y desarrolladas progresiva y lentamente. Para evitar la procrastinación relativa a la ambivalencia sobre la toma de decisiones, las actividades deberán ser estructuradas y prescritas suavemente por el terapeuta. Esto es particularmente importante para las estrategias de relajación que el obsesivo-compulsivo considera, a menudo, innecesarias e “improductivas”. Generalmente es preferible introducir inicialmente una explicación psico-educativa que incluya información sobre la actividad del sistema nervioso simpático y parasimpático, la respuesta de “lucha-huida” y la necesidad de un estilo de vida equilibrado. Tal paquete establece la justificación racional para muchas de las intervenciones prescriptivas que el obsesivo-compulsivo deberá cumplir inicialmente A medida que el paciente construye y amplia su repertorio de actividades y recompensas, comenzará a encontrarse con situaciones previamente evitadas o provocadoras de miedo. Es recomendable manejar éstas de un modo estructurado y gradual mediante el uso de la exposición in vivo o imaginaria. Los conceptos conductuales de exposición gradual y de modelado son particularmente importantes para el manejo de condiciones neuróticas (Barlow & Lehman, 1996; Zimbarg et al., 1992). Para facilitar el régimen de exposición, es útil fomentar estrategias cognitivas simples que contrarresten las justificaciones obsesivo-compulsivas para continuar con las estrategias de evitación y, por lo tanto, que mantengan su motivación para seguir con el marco activo de “exposición” o “enfoque” en oposición a sus tendencias de “evitación” o “alejamiento”. También pueden requerirse estrategias cognitivas más avanzadas para el manejo del bajo umbral del obsesivo-compulsivo al daño o a la amenaza. Específicamente, el paciente identifica una gama de situaciones que considera “arriesgadas”. A continuación se examinan en detalle los riesgos asociados y se estima la probabilidad y gravedad de los resultados negativos para cada riesgo. El paciente aprende a ser consciente de su tendencia a focalizarse sólo en los posibles resultados negativos y se le ayuda gradualmente a desarrollar la conciencia de los posibles resultados positivos. La posibilidad de resultados positivos aumenta la tolerancia del obsesivo-compulsivo a las situaciones “amenazantes”. En este orden, también es importante examinar las inconsistencias en los patrones de evitación del paciente. El conocimiento de su preparación para afrontar los resultados negativos más probables y la gravedad aumenta la sensación de auto-eficacia del paciente y aumenta también su motivación a encarar situaciones temidas. Este tipo de enfoque puede usarse incluso para aumentar la conciencia emocional y las destrezas expresivas. Las falsas creencias que rodean a la expresión de emociones (p.ej., “Las emociones deben guardarse muy bien controladas”) pueden trabajarse mediante el uso de experimentos conductuales graduales.
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Con frecuencia algunas técnicas gestalt (p.ej., técnica de la “silla vacía”) pueden ser útiles para provocar las emociones del paciente en el aquí y ahora y pueden programarse de forma modelada y gradual. A consecuencia de la rígida compartimentación de los diversos elementos de su personalidad, los obsesivo-compulsivos carecen de la conciencia de las incoherencias de su funcionamiento cognitivo. Las distorsiones cognitivas y los presupuestos irracionales pueden ser inicialmente contemplados de un modo didáctico y estructurado, con propuestas iniciales de ejercicios de lectura y de monitoreo por parte del terapeuta. La autoridad que el paciente obsesivo-compulsivo proyecta sobre el terapeuta suele ser inicialmente suficiente para garantizar la adherencia a las directrices del tratamiento, siempre que el terapeuta las justifique coherentemente. El terapeuta guía al paciente a identificar patrones de pensamiento maladaptativos, mediante el diálogo socrático descrito por numerosos terapeutas cognitivos (Beck, 1976; Safran & Segal, 1990), y a desarrollar pensamientos alternativos adaptativos y racionales. Cooperativamente se establecen asignaciones relevantes como tareas para casa que se correspondan con el nivel apropiado de dificultad, lo que permitirá al individuo aplicar los nuevos pensamientos racionales en situaciones planificadas. Gradualmente puede provocarse un examen más espontáneo y flexible de los patrones cognitivos del paciente, con una perspectiva más flexible de las tareas para casa. El progreso hacia unas sesiones terapéuticas más espontáneas mediante la implicación establece el escenario idóneo para el examen de las dinámicas interpersonales. En cualquier caso, es importante recordar la difícil situación a la que se enfrenta el terapeuta. La adopción de excesivo o excesivamente poco control de las sesiones amenaza la posible implicación del paciente en la terapia. Aunque la relación terapeuta-paciente ha sido considerada tradicionalmente como el reino del terapeuta interpersonal, se puede emplear un enfoque cognitivo para contemplar directamente la estructura cognitiva del obsesivo-compulsivo relativa a los aspectos interpersonales del self y del otro. Tales procesos serán examinados más adelante. Contenido de las sesiones TCC Como se ha manifestado anteriormente, se pueden requerir estrategias específicas para los patrones conductuales y cognitivos específicos. Por ejemplo, la responsabilidad inflada, los extremos de moralidad y los escrúpulos pueden ser trabajados mediante el uso de un “gráfico de sectores de responsabilidad”, frecuentemente usada en el tratamiento del TOC (van Oppen & Arnzt, 1994). Los pacientes identifican un resultado negativo del que se creen
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personalmente responsables. A continuación se inicia un comentario o la investigación que les conducirá a identificar todas las posibles causas del resultado negativo, comenzando por el paciente como agente causal. A continuación se elabora un gráfico de sectores en el que a cada causa identificada se le atribuye una proporción de la contribución total del resultado negativo. Es recomendable valorar en último lugar la contribución causal del paciente. La técnica del gráfico de sectores de responsabilidad también puede combinarse con otras estrategias que incluyen adicionalmente tres cuestiones: (a) la probabilidad de que se produzca el resultado negativo; (b) la identificación de otros resultados que podrían ser más realistas y (c) la probabilidad de que el paciente no logre afrontar los resultados negativos previstos. Cualquier acontecimiento negativo conllevará una serie de pasos, cada uno de los cuales se asocia con una probabilidad. La probabilidad de que ocurra el suceso negativo es el producto de cada probabilidad individual que, en la mayoría de los casos, será trivial y menor que la probabilidad de ganar un premio importante en la lotería. Además, como los individuos neuróticos tienden a predecir los acontecimientos sobre la base de distorsiones cognitivas (p.ej., usando la catastrofización, el pensamiento dicotómico y el razonamiento emocional) y no de pruebas realistas, muchas veces es más probable que se produzcan otros resultados alternativos (p.ej., diferentes de los identificados). Con respecto al afrontamiento de resultados negativos, se pregunta a los pacientes cómo han manejado otros acontecimientos estresantes de sus vidas. La realidad es que la mayoría de las personas encuentra modos para manejar la adversidad (p.ej., muerte de un ser querido, guerras, desempleo, ruptura de relaciones, otras pérdidas, etc.) y que el paciente ha manejado en el pasado situaciones difíciles. En este mismo orden, es muy probable que el paciente se haya expuesto continuamente a situaciones en las que la probabilidad de peligro era alta pero que supone que todo irá bien. Es conveniente y útil subrayar tales incoherencias de un modo que confiera al paciente sensación de auto-eficacia, control y auto-confianza. Se puede elaborar un listado de los mecanismos de afrontamiento adaptativos ya existentes para mejorar la autoeficacia y confianza en sí mismo del paciente. Sin embargo, esto debe ser ejecutado en el contexto de que todas las personas nos enfrentamos a la adversidad y en algunos momentos experimentamos estrés, altibajos o ambivalencias emocionales. Por lo tanto, debe subrayarse la normalización del “control imperfecto”. El perfeccionismo puede ser contemplado mediante los errores intencionales graduales o tratando de ser “más perfecto”. El objetivo de tales intervenciones es mostrar al paciente que los errores intencionados no conducen a la catástrofe y que esforzarse excesivamente tampoco garantiza una mejor eje-
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cución o una superioridad moral. Los ejercicios de supresión del pensamiento ilustran la imposibilidad del control mental total y que los esfuerzos por aumentar el control mental precisamente lo reducen (Wegner, 1992; Wegner & Pennebaker, 1993). La tendencia general a rumiar o preocuparse puede trabajarse mediante las técnicas de bloqueo del pensamiento, la distracción y la refocalización o mediante la técnica de “posposición” usándola en combinación con “preocupación/rumiación durante un tiempo establecido”. Se puede usar la analogía de las dietas para explicar al paciente, por ejemplo, que la preocupación (como la comida) se puede posponer durante un tiempo, aunque en algún momento todos necesitamos preocuparnos (o comer). Sin embargo, podemos limitar la cantidad de preocupación (o comida) que tenemos. Se instruye a los pacientes a “posponer” su preocupación durante un período de tiempo cada vez mayor, hasta llegar a establecer un “tiempo de preocupación” al día, pongamos por caso, al comienzo del atardecer, que se reduzca gradualmente de 1 ó 2 horas a 5 ó 10 minutos. En este mismo orden, se puede mejorar la calidad de la “preocupación” con instrucciones relativas a los enfoques de resolución de problemas. También es útil rumiar sobre un aspecto no personal, inicialmente sin un enfoque de resolución de problemas. Una vez enseñado y practicado el enfoque de resolución de problemas, se comentan las experiencias del paciente. ¿Se ha hallado una solución mejor al problema y con más rapidez que mediante la preocupación? En este momento se puede promover el análisis de la relación coste-beneficio. Los aspectos con más elementos personales o de más carga emocional pueden trabajarse de forma jerárquica. Los obsesivo-compulsivos manifiestan también experiencias de pensamientos intrusivos, urgencias o imágenes que son valoradas de un modo conducente a la angustia y/o a los esfuerzos por neutralizar las respuestas (p.ej., supresión). Tales intrusiones suelen relacionarse con temas de agresión, sexualidad, responsabilidad personal, seguridad y moralidad. En el caso del TPOC, es probable que sea una angustia que no se experimenta de un modo enteramente consciente, aunque la aversión a tales intrusiones es evidente, como también lo será la aversión o las defensas contra la expresión de la angustia. Antes de trabajar sobre las intrusiones mismas, puede ser necesario manejar en primer lugar la extrema aversión a la angustia, específicamente, y a la emoción en general. Freeston, Rheaume y Ladouceur (1996) han identificado varias estrategias que pueden usarse satisfactoriamente para revalorar tales intrusiones de un modo más racional. Freeston et al. (1997) han ilustrado adicionalmente la utilidad de tales técnicas para la reducción de síntomas obsesivo-compulsivos en el TOC.
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El cambio cognitivo también puede favorecerse mediante la aplicación de técnicas experienciales. Una de estas técnicas es la ya mencionada “técnica de la silla vacía”, usada para manejar los patrones de pensamiento dicotómico y la sensación de ambivalencia del individuo (Hyer, Brandsma & Shealy, 1995), aunque esta técnica debe ser usada cautelosamente con pacientes que muestren escasa regulación emocional (p.ej., pacientes límites o psicóticos). Uno de los objetivos de esta técnica consiste en identificar y expresar el afecto asociado con la dicotomía. Tal afecto suele estar asociado con los dominios de creencia identificados previamente (p.ej., sentimientos de defectividad y falta de merecimiento, miedo al rechazo, a la soledad y a la pérdida de control, etc.) Al igual que con cualquier problema o “fracaso” percibido que se produzca en el contexto de la psicoterapia con el paciente obsesivo-compulsivo, un enfoque que combine el aporte de información veraz, la resolución de problemas, el interés incondicional positivo y el informe de las respuestas afectivas permitirá construir respuestas más adaptativas. Sin embargo, los terapeutas deberán aceptar que los pacientes obsesivo-compulsivos experimenten dificultad para construir un pensamiento adaptativo por su tendencia a usar respuestas del tipo “sí...pero” y por su característica inflexibilidad. Por lo tanto, se pueden emplear estrategias cognitivas en combinación con estrategias conductuales para alcanzar los objetivos a largo plazo y para manejar los aspectos psicológicos subyacentes que se consideren básicos en el desarrollo y mantenimiento de los fenómenos obsesivo-compulsivos. Juntamente con el paciente, el terapeuta efectivo logrará diseñar e implementar un programa individualizado. Sin embargo, un tratamiento satisfactorio depende tanto de las técnicas efectivas (es decir, el “qué” de la terapia) como de la temporalización, proceso y desarrollo de una alianza terapéutica beneficiosa (es decir, el “cómo” de la terapia). Progreso, proceso y alianza terapéutica Como los pacientes obsesivo-compulsivos padecen una inseguridad básica en su percepción del mundo externo, en su valoración del self y en su relativa capacidad para manejar las emociones, particularmente en las fases iniciales del tratamiento es importante ofrecer al paciente un entorno interpersonal caracterizado por la seguridad y la estructura. Esto, (a) ayudará al obsesivocompulsivo a permanecer con los sentimientos e impulsos hasta que se alcance una nueva conciencia y la aceptación y (b) le ayudará a desarrollar la expresión, la experiencia y la elaboración de los sentimientos incómodos. Hyer, Brandsma y Shealy (1995, p. 231) apuntan la importancia de “hacer real y
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sentido lo inefable”. En definitiva, tal conciencia y expresión motivará la regresión adaptativa que permita el desarrollo de defensas más beneficiosas. Inicialmente, los pacientes obsesivo-compulsivos sólo suelen revelar actitudes, impulsos y conductas socialmente aceptables hasta el extremo de llevar al terapeuta a preguntarse por los motivos de su derivación. El temor sobre los impulsos agresivos y sexuales conduce a un estrecho control de toda emoción e impulsos. Tales miedos y sus defensas asociadas requieren que el terapeuta comience con material relativamente “seguro” (p.ej., la explicación del paciente de las razones de su derivación y sus problemas presentes), llevándolo gradualmente a la exploración de material cada vez más emocional. Este último proceso puede facilitarse mediante medios estructurados (p.ej., listados que elabora el paciente de sucesos o personas importantes desde su nacimiento hasta la actualidad). Una vez que el terapeuta disponga de una comprensión plena del historial de aprendizaje temprano del paciente y de los aspectos de personalidad subyacentes, se puede elaborar e implementar un programa estructurado de exposición gradual a situaciones cada vez más confusas o amenazantes y a posibles riesgos. El uso inicial de la autoridad del terapeuta puede emplearse para explicar las razones del tratamiento y para prescribir tareas para casa, con un contrato gradual relativo a la responsabilidad compartida para el progreso, responsabilidad que fue iniciada por el paciente. Las tareas iniciales que el paciente deberá ejecutar fuera de la sesión terapéutica pueden consistir en lecturas de textos psicoeducativos, en la cumplimentación de hojas de control y en la práctica del entrenamiento en relajación. En las fases iniciales, el paciente puede solicitar continuamente la confirmación del terapeuta sobre el pronóstico, las molestias somáticas o cualquier otro aspecto. Aunque el terapeuta se sienta tentado a ignorar o a ceder ante estas solicitudes, es importante que reconozca que, independientemente de lo que decida tendrá cierto impacto sobre el rapport y sobre el progreso. No existe una solución correcta con respecto a que el terapeuta responda o no responda a las demandas de confirmación del cliente. Desde una perspectiva terapéutica, lo importante es que las preocupaciones intrapsíquicas del paciente sean traídas a la conciencia dentro de un marco jerárquico y sean manejadas dentro de un marco de modelado. Muchas veces es útil elaborar el sentido que subyace a las demandas obsesivas. A través de sus demostraciones de necesidad de confirmación, los pacientes expresan su ansiedad sobre su participación en la terapia, sus preocupaciones sobre la evaluación social negativa, sus temores a perder el control y/o su relativa incapacidad para manejar el ritmo establecido en las sesiones. Las afirmaciones empáticas y la educación sobre los procesos normales en psicoterapia aliviarán la ansiedad y permitirán la reducción de esta búsqueda de confirmación.
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Además de la necesidad inicial de ofrecer organización y control sobre el proceso de terapia, el terapeuta también debe transmitir interés positivo incondicional como elemento importante para facilitar la auto-aceptación y la auto-confianza del obsesivo-compulsivo. Además, la actitud de adaptación a las defensas presentes sin necesidad del cambio drástico suele ser menos amedrentadora y más útil para este paciente. Por ello es importante utilizar estrategias corrientes y adaptarlas para que sean más flexibles (es decir, la tendencia a usar listados, reglas, agendas, etc.). Una vez establecido el rapport, es importante que el terapeuta introduzca elementos más humanizantes (p.ej., fomento de una vida de fantasía, uso de sueños para decodificar las auténticas relaciones objetales subyacentes, uso del humor) antes de recurrir a la confrontación de forma efectiva. La confrontación no crítica, mediante el empleo del diálogo socrático, puede usarse primeramente para vincular las incoherencias entre el afecto y el pensamiento. Sin embargo, los terapeutas deberán evitar responder a las defensas de intelectualización. En definitiva, lo que se cuestiona es la utilidad adaptativa de la defensa obsesivo-compulsiva, no la racionalización misma. La relación paciente-terapeuta y, en particular, el análisis de la transferencia han sido los elementos centrales de los enfoques psicoanalíticos. Esto conlleva el análisis de las reactivaciones (en el aquí y ahora) de las relaciones objetales pasadas e internalizadas, bien sean internalizaciones reales, fantasiosas o distorsionadas. Desde la perspectiva cognitivo-conductual, es lógico ayudar al paciente a comprender e integrar los componentes de sus disposiciones, destrezas disponibles, defensas y creencias/actitudes derivadas de los sucesos evolutivos tempranos y de sus conflictos inter- e intra-personales. Además, la transferencia puede ser concebida como la generalización al terapeuta de las creencias y actitudes preexistentes del paciente, particularmente las relativas al dominio interpersonal, de sus relaciones pasadas significativas. Dada la sensibilidad del paciente obsesivo-compulsivo hacia cuestiones relativas al dominio interpersonal, es imprescindible que el terapeuta cognitivo-conductual maneje de forma efectiva cualquier aspecto de la transferencia que produzca emociones negativas intensas. Es fundamental no trivializar ni criticar las reacciones emocionales del paciente. Los terapeutas también deben de ser conscientes de la contratransferencia cuando se sientan irritados o furiosos por las defensas del paciente, cuando se identifiquen con las formaciones reactivas y la intelectualización de sus pacientes o cuando se sientan cautivados por la presión de ser terapeutas “perfectos”. Los terapeutas también han de ser conscientes de sus propios “puntos ciegos” (es decir, distorsiones cognitivas especialmente asociadas a las creencias o patrones obsesivo-compulsivos).
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De particular importancia es la necesidad de que el terapeuta maneje su propia frustración por el lento progreso y por la necesidad de repetición. Esto sólo es posible si el terapeuta recuerda que el progreso debe ser gradual, sobre todo en las fases iniciales del tratamiento, porque el paciente manifestará fácilmente ansiedad, evitación u hostilidad en respuesta a los cambios rápidos o al rechazo percibido. El rechazo es percibido por el paciente inmediatamente cuando el terapeuta trata de establecer un control excesivo mediante el establecimiento de demandas irreales. Aunque éste puede ser el origen de una transferencia importante con gran potencial para el cambio significativo, no es recomendable moverse demasiado rápido en los estadios iniciales porque ello arriesgaría una oportunidad excelente para el establecimiento de una implicación adecuada con el paciente. Para concluir, conviene insistir en que el enfoque de TCC para el tratamiento psicológico no se compone de técnicas, tácticas y métodos específicos de una teoría; la TCC incluye técnicas de diferentes enfoques teóricos. En un enfoque cognitivo, lo común entre las diferentes técnicas es que son guiadas por la teoría cognitiva, según la cual, lo importante es la construcción que hace un paciente de una técnica particular y los procesos cognitivos a los que se dirige ésta más que la base teórica inicial de tal técnica. Por ello, en cualquier enfoque “constructivista” de la terapia, el terapeuta debe ser constantemente consciente de las construcciones que alcanzan los pacientes en el proceso terapéutico, las técnicas a utilizar y el impacto de tales técnicas sobre las distorsiones cognitivas y sobre las valoraciones falsas. Como el dominio interpersonal es un contexto importante de las distorsiones cognitivas y de las falsas valoraciones del obsesivo-compulsivo, es imprescindible que el terapeuta contemple también las construcciones interpersonales del paciente, independientemente del enfoque teórico que emplee para el manejo del trastorno obsesivo-compulsivo.
Conclusión El TPOC se asocia con diversas patrones disfuncionales en los dominios afectivo, cognitivo y conductual, con énfasis en el desarrollo de defensas rígidas que protegen al individuo de la experiencia del conflicto o angustia inter– e intra-personal. El TPOC se presenta habitualmente con trastornos de ansiedad y del estado anímico, aunque es visto con una gama de condiciones del Eje I y Eje II. Aunque las evaluaciones psicológicas formales del TPOC requieren un mayor desarrollo, su diagnóstico precoz es de singular importancia dado su efecto negativo sobre los resultados del tratamiento. Es probable
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que los patrones del obsesivo-compulsivo aparezcan en el curso del tratamiento, especialmente una vez resueltos los problemas clínicos agudos o mediante la recogida del historial evolutivo. La etiología del TPOC no se comprende en su totalidad, aunque se hayan propuesto varios modelos. Un enfoque integrado ofrece el mayor valor heurístico, particularmente con respecto al manejo continuo. Las opciones de tratamiento incluyen el trabajo sobre las cogniciones disfuncionales, los repertorios conductuales restrictivos, la falta de contingencias apropiadas, las disposiciones afectivas negativas y los aspectos relativos al vínculo y a la identidad. Aunque el enfoque cognitivo-conductual es especialmente útil para lograr estos fines, el tratamiento debe implementarse dentro del contexto de un ambiente interpersonal seguro caracterizado por la aceptación, la confianza, la coherencia y la motivación de la auto-eficacia y el valor de uno mismo. Por lo tanto, los terapeutas deberán disponer de mucha experiencia en los aspectos interpersonales del tratamiento psicológico y ser conscientes de las trampas derivadas de la transferencia y de la contratransferencia.
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Proceso interpersonal en el tratamiento de trastornos narcisistas de personalidad Elizabeth Peyton Nueva Escuela para la Investigación Social, Nueva York, EE.UU. Jeremy D. Safran Nueva Escuela de Investigación Social y Centro Médico Beth Israel, Nueva York, EE.UU.
Al individuo no le costaría modificar su estilo “inauténtico” temprano si, de algún modo, pudiera eliminar su propio compromiso con él. Pero las reglas, los objetos y el auto-sentimiento están fusionados –en conjunto constituyen el propio “mundo”. ¿Cómo va a prescindir uno de su mundo si antes no ha adquirido otro? Éste es el problema básico del cambio de personalidad (Becker, 1964, pp. 179). El tratamiento de los trastornos de personalidad formula una paradoja. En la medida en que el sentido del self del individuo está constituido por su propia personalidad, cualquier intento por modificar ésta será experimentado como una amenaza para su self. La creación se produce en el contexto de la destrucción. Lo que se destruye no es menos que las mismas estructuras, esquemas y auto-experiencia en las que uno ha confiado, por muy maladaptativas que sean, durante toda su vida. Así pues, al tratar a una persona con trastorno de personalidad, el terapeuta debe respetar el sentido de riesgo subjetivo del individuo y la necesidad de negociar un equilibrio entre la continuidad y el cambio. La personalidad se refiere a las estructuras de la experiencia de una persona. Conceptualizadas como sistemas de organización de principios o esquemas cognitivo-afectivos, estas estructuras sirven para generar las formas y los significados de la propia experiencia del self y de los otros (Atwood & Stolorow, 1984). Evolutivamente, estas estructuras se forman en el contexto interpersonal mediante patrones de interacción entre el infante y las figuras de vínculo.
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Los esquemas interpersonales (Safran, 1990a) comprenden el núcleo de lo que llegarán a ser las variadas y complejas dimensiones del funcionamiento de personalidad. Basándose en Bowlby (1969, 1973, 1980) y en Stern (1985), Safran ha conceptualizado los esquemas interpersonales como representaciones generalizadas de las interacciones entre el self y los otros que han sido abstraídas a partir de los repetidos intercambios con las figuras de vínculo y que organizan las expectativas individuales sobre las posibles formas de relación. Formados por las propias experiencias tempranas, estos esquemas siguen modelando la propia experiencia del self con relación a otros, tanto la interna como la externa, así como los patrones de vínculo interpersonal. En los individuos sanos, los esquemas están sujetos a la expansión, diferenciación y revisión continua en respuesta a experiencias nuevas y variadas con los otros. Los procesos de acomodación y asimilación están relativamente equilibrados. Los esquemas de las personas con trastornos de personalidad, sin embargo, son extremadamente rígidos, de forma que gran parte de lo que experimentan es asimilado por las estructuras preexistentes, a menudo maladaptativas. Las criaturas llegan al mundo con dos series de necesidades básicas, las necesidades del self y las necesidades relacionales, que funcionan como los polos motivacionales gemelos del desarrollo de la personalidad. Estas necesidades reflejan, de hecho, las capacidades humanas básicas que, cuando se potencian debidamente, evolucionan a través de diferentes estadios madurativos. La investigación evolutiva (Stern, 1985; Trevarthen, 1993) ha documentado la capacidad innata del neonato para la interacción social. Las necesidades de vínculo son las necesidades relacionales más fundamentales, constituyendo la base sobre la que se desarrollan y despliegan las restantes necesidades relacionales (es decir, sintonía, mutualidad, intimidad). Las necesidades del self contemplan las necesidades de auto-cohesión, individuación y autonomía. Aunque estas dos series de necesidades son interdependientes, se pueden producir, y de hecho se producen, tensiones entre ellas. El infante y el niño son totalmente dependientes de las figuras de sus progenitores para responder a sus necesidades evolutivas. Cuando no se satisfacen estas necesidades, el niño no sólo experimenta dolor y frustración, sino también miedo a perder su conexión vital con los progenitores. En tales casos, pueden sacrificarse las necesidades del self a favor de seguir manteniendo la conexión. Por ejemplo, el niño incapaz de alcanzar una sintonización positiva de las figuras parentales para su auto-expresión espontánea, puede adaptarse a la imagen que estas figuras requieren para sus propias necesidades y satisfacción. El niño sacrifica sus sentimientos e impulsos naturales con el fin de obtener parte de la sintonía que busca. Al gratificar a sus progenitores, garantiza la conexión. También puede funcionar en el sentido contrario, cuando los progeni-
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tores estimulan excesivamente o se inmiscuyen en la capacidad de auto-regulación del niño, éste puede recurrir a cierta forma de alejamiento, deteriorando así la calidad de su relación. Los esquemas se forman mediante estos patrones interactivos de necesidades del self y necesidades relacionales, las respuestas de sus figuras de vínculo y las contra-respuestas y experiencias del niño. Con el tiempo se representarán muchas configuraciones diferentes entre el self y los otros, con relación a varias necesidades apropiadas para cada estadio. Éstos no son registros meramente pasivos de los sucesos interaccionales, reflejan las características reales de estas interacciones y de las interpretaciones que el individuo hace de ellas. Desde este punto de vista, es concebible que un niño pueda establecer representaciones competitivas de la misma experiencia. Por ejemplo, si la expresión de un niño de una necesidad de ayuda se encuentra con el rechazo, el ridículo o el alejamiento, el niño puede codificar dos versiones diferentes de la interacción. En una, el niño puede representar al progenitor como duro pero bueno, respondiendo como lo hizo porque su conducta ha sido errónea o mala. Las expresiones de necesidad se interpretarán como malas. En el otro, el niño puede representar al progenitor como cruel y despreocupado, y a sí mismo como dolido, molesto y odioso. Como la sensación de seguridad de un niño es tan dependiente de su vínculo con las figuras parentales, considerarlas negativamente puede conducirle a sentirse muy amenazado. Por lo tanto, las representaciones de tono más negativo pueden ser codificadas con menor elaboración –y desvanecerse de la conciencia. Otra posibilidad es que la conducta parental de rechazo sea codificada, pero los sentimientos dolorosos originalmente vinculados con el rechazo serán disociados. Lo que permanece es una representación truncada, carente de afecto. Las formas de codificar las diferentes interacciones interpersonales pueden considerarse como una función de la ansiedad. Los altos niveles de ansiedad pueden interferir con la capacidad del individuo para codificar plenamente un suceso interpersonal en todas sus diferentes dimensiones. La ansiedad, que se extiende a todo el sistema diádico (entre el progenitor y el niño), es particularmente nociva y discapacitante. Los bebés y los niños son extremadamente sensibles a las reacciones de ansiedad en las figuras parentales, sintiendo ellos mismos el reflejo de esa ansiedad (Sullivan, 1953). El grado en que las figuras de vínculo son capaces de tolerar las interacciones difíciles y de aceptar la gama de experiencias del niño influirá significativamente sobre el grado en que se codifiquen, vinculen o disocien estas diferentes representaciones. El niño, cuyas expresiones de desánimo o ira en respuesta al rechazo o asintonía parental produce una restauración satisfactoria de preocupación o sintonización, es capaz de representar más elaborada y consciente-
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mente al otro como rechazante y a sí mismo como furioso (al otro como responsivo y al self como efectivo). La reparación afectiva desintoxica el dolor y la ansiedad, permitiendo al individuo establecer una matriz representacional que genera experiencias múltiples, cambiantes y no-exclusivas del self y de los otros. En otras palabras, cuanta mayor sea la recepción y la reflexión no ansiosa de los diversos afectos del niño y de las experiencias entre él mismo y los otros que le proporcione el progenitor, menos confiará el niño en la exclusión o disociación defensiva. Henry Stack Sullivan (1953, 1956) subrayaba el rol de la disociación con relación a la ansiedad interpersonal y al desarrollo de la personalidad. Según sus teorías, la auto-experiencia que crea ansiedad en las propias figuras de vínculo se siente como amenazante de la relación y de la seguridad del self. La disociación de tal experiencia funciona para restablecer la conexión vital y el sentido de auto-coherencia. Aunque Sullivan consideró la disociación como el proceso a través del cual se organiza la psique en “yo” y “no yo”, nosotros lo conceptualizamos como un fenómeno de espectro que genera varios grados y calidades de “yo” y “no yo”1. Si la mente es inherentemente compleja y consiste en representaciones múltiples del self y del otro, la disociación afecta al grado en que cada una de éstas está simbólicamente elaborada e interrelacionada. Una tensión inherente existe entre los procesos asociativos y disociativos. Un niño puede tener múltiples experiencias interaccionales con las figuras de vínculo, algunas de las cuales se organizan en esquemas relativamente estables y disponibles del self y de los otros, mientras que otras pueden disociarse defensivamente. En nuestra opinión, los esquemas interpersonales de un individuo consisten en esas representaciones que pueden ser asociadas, generalizadas y moduladas afectivamente. Más elaboradamente codificadas y vinculadas, constituyen el medio a través del cual el individuo experimenta una sensación de continuidad e integridad psicológica. Las representaciones disociadas self-otros, aunque no contribuyan directamente a los modos en que la persona construye, experimenta y se relaciona con el mundo interpersonal, ejercen una considerable influencia. Paradójicamente, es su mismo silencio lo que crea “ruido” en el sistema. El fenómeno de la disociación, entendido como un proceso intrínseco para la esquematización de las representaciones del self-otros, añade una mayor dimensionalidad a nuestra comprensión del funcionamiento de la personali1.
Recientemente, Irwin Hirsch (1994) ha manifestado que también para Sullivan, la disociación existía en grados a lo largo de un continuo. Aunque la ansiedad extrema conduce a la experiencia del “no yo”, menores grados de ansiedad conducen a integraciones de “yo malo” (p. 779).
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dad. Permite una visión de la personalidad que incluye tanto su presencia como su ausencia. Del mismo modo que el espacio negativo es esencial para la calidad de la composición pictórica de un cuadro, la experiencia disociada es intrínseca a las estructuras y a los procesos de la personalidad (Stern, 1983). Lejos de ser meras ausencias, estos intervalos en la codificación o vínculo de la experiencia se convierten en partes esenciales del auto-funcionamiento propio. Los medios mediante los cuales permanecen ciertos deseos, necesidades y sentimientos no simbolizados y desconectados, en cierto grado, de las otras áreas de la auto-experiencia, la disociación funciona a lo largo de un continuo de intensidad y generalidad. En el extremo final del continuo, la disociación funciona como un principio organizador negativo que inhibe la aparición en la conciencia de ciertas configuraciones de experiencia. Por lo tanto niega el acceso a estados cognitivos y afectivos que serían experimentados como disruptivos y destructivos del propio sentido continuo del self. En la medida en que la disociación inhibe la simbolización y la conciencia, la experiencia estará constreñida y la propia vida emocional empobrecida. Sin embargo es crucial mantener esta estructura disociativa, para la integridad experienciada del self. Como se comentará posteriormente, la necesidad de perpetuar las estructuras disociativas explica, en parte, las dificultades para atender al trabajo del cambio de personalidad. El grado en que las estructuras psicológicas propias generan formas de experiencia y conductas rígidas y redundantes es lo que diferencia al trastorno de personalidad del funcionamiento normal de la personalidad. Tal y como se define en el DSM-IV, un trastorno de personalidad es un “patrón de experiencia interna y conducta que... es inflexible y generalizado a lo largo de una amplia gama de situaciones sociales” (APA, 1994). Atribuimos esta redundancia e inflexibilidad a dos dimensiones interrelacionadas del funcionamiento de la personalidad: la presencia de esquemas interpersonales disfuncionales y la confianza extrema en los procesos disociativos. Estas dos dimensiones trabajan concertadamente. Los esquemas interpersonales estructuran la propia experiencia y la interacción con los otros a lo largo de líneas establecidas, líneas que durante un tiempo constituían medios importantes para mantener el vínculo y un sentido estable del self. En otras palabras, originalmente fueron muy adaptativas. Consecuentemente, si son excesivamente fijas e inflexibles, se convierten en extremadamente maladaptativas. Por definición, la experiencia disociada no será generada por estos esquemas y, como tal, sigue sin formular, por ello nunca se logra revisarla de forma adaptativa. Así, la disociación trabaja reforzando los esquemas existentes mediante la prevención del acceso a las experiencias perceptuales y emocionales que podrían conducir a su modificación.
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El concepto de ciclo cognitivo-interpersonal (Safran, 1984; Safran & Segal, 1990) se refiere al fenómeno mediante el cual los procesos constructivos típicos de un individuo conducen a conductas y comunicaciones características que elicitan respuestas previsibles. Aunque los pensamientos y los sentimientos disociados permanezcan fuera de la conciencia del individuo, se expresan a través de formas no verbales. Tal comunicación incongruente tiende a generar respuestas características de los otros que confirman las expectativas subyacentes que tiene la persona sobre las interacciones self-otros. En otras palabras, los esquemas interpersonales activan y, a su vez, son mantenidos por ciclos cognitivos-interpersonales en los que el individuo evoca las respuestas coherentes con los esquemas que recibe de los otros. Cuanto más rígidas sean las expectativas y las conductas asociadas del individuo, más probable es que extraiga respuestas complementarias y confirmatorias de sus esquemas a partir de diversas personas. Este fenómeno cíclico explica, en gran medida, la calidad auto-perpetuante de los trastornos de personalidad. Las motivaciones originales de conexión y auto-regulación que informaron a la creación de esquemas interpersonales siguen desempeñando un papel importante en su mantenimiento. La resistencia al cambio refleja el miedo a prescindir de esas formas que, aunque maladaptativas desde múltiples perspectivas, uno lleva tiempo asociándolas con los sentimientos de seguridad e integridad. Las experiencias que amenazan la propia sensación de relación interpersonal amenazan también con perjudicar y fragmentar la propia sensación del self. La paradoja de la disociación es que mediante la división de la auto-experiencia en partes relativamente desvinculadas, se mantiene una sensación de auto-continuidad y coherencia (Bromberg, 1993).
Tratamiento: un enfoque de tratamiento interpersonal Nuestro enfoque para el tratamiento de los trastornos de personalidad subraya las calidades relacionales de la situación terapéutica. La relación terapéutica no es sólo una mera precondición del cambio sino un elemento integral. Aunque conceptualmente diferentes, las técnicas y factores relacionales no pueden diferenciarse en la práctica clínica (Butler & Strupp, 1986). El impacto interpersonal de una intervención es siempre tan significativo, o más, que su contenido manifiesto. El principal objetivo del tratamiento es crear un contexto relacional en el que puedan surgir las nuevas experiencias del self y de los otros. Mediante un proceso colaborador, el paciente y el terapeuta trabajan para elaborar simbólicamente estas experiencias y para permitirles
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entrar en un diálogo productivo con otras partes de la personalidad del paciente. Al hacerlo se modifican gradualmente las estructuras cognitivo-afectivas nucleares del paciente, a saber, sus esquemas interpersonales disfuncionales. En la base de este enfoque de tratamiento se halla el papel que desempeña el terapeuta como participante-observador. Nunca plenamente objetivo, las observaciones del terapeuta surgen a partir de una posición embebida dentro de un proceso interpersonal. Es crucial que él reconozca sus contribuciones al campo interpersonal y reconozca el valor de sus propios sentimientos e impulsos en la generación de hipótesis sobre los ciclos interpersonales que son típicos para el paciente. Como las personas con trastornos de personalidad son particularmente rígidas en sus estilos interpersonales, los terapeutas se sienten muchas veces empujados a estas configuraciones relacionales características. Con el fin de comprender y aclarar este proceso, el terapeuta debe ser capaz, en primer lugar, de observar su propia participación. Esto permite una exploración honesta de los propios sentimientos, actitudes y acciones, muchas de las cuales pueden ser desagradables o de mal gusto. La identificación de los sentimientos y respuestas repetidamente evocadas por el paciente es la primera parte esencial de los esfuerzos del terapeuta por comprender los, a menudo, sutiles procesos interpersonales que caracterizan a la interacción terapéutica. La conciencia de la propia experiencia con el paciente permite al terapeuta reflexionar sobre la naturaleza de los procesos informantes. Una actitud de genuina curiosidad guía al terapeuta en su consideración de las conductas y comunicaciones del paciente y en el modo en que engendran ciertas respuestas. Estas comunicaciones, que suelen ser conductas no verbales y sutiles, pueden ser consideradas como señaladores interpersonales (Safran, 1990b). Un señalador interpersonal constituye un punto del proceso interpersonal y la exploración mutua de la propia experiencia en ese momento puede conducir a fomentar la comprensión de las creencias y los sentimientos que subyacen a las conductas típicas y al estilo interpersonal del paciente. Son coyunturas ideales para la exploración profunda porque es más probable que los procesos cognitivo-afectivos relevantes del paciente estén más abiertos a la conciencia reflexiva. La exploración mutua puede conducir a alcanzar importantes insights y también un sentido más amplio de la relación entre el terapeuta y el paciente. Esta experiencia relacional es crucial para el proceso de cambio. Al comunicar la propia experiencia, el terapeuta debe mostrarse genuinamente abierto a escuchar cualquier cantidad de posibles respuestas del paciente. El hecho de atravesar las complejidades del proceso interpersonal conllevará invariablemente el acceso a muchas vías no anticipadas de cuestiona-
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miento. Por esta razón, subrayamos la importancia de la actitud abierta y de la voluntad para aceptar las sorpresas. En nuestro enfoque subrayamos el valor de permanecer sintonizados con cualquier cosa que pueda producirse. Es muy fácil pasar por alto señales de experiencia emergente . Hacemos hincapié en dos medios básicos para facilitar el cambio. El primero es de naturaleza interpersonal y conlleva la desconfirmación de los esquemas disfuncionales. En la medida en que el terapeuta es consciente del empuje interpersonal a actuar de formas que confirmen esquemas y en la medida en que se “desembaraza” del ciclo optando por la metacomunicación de su experiencia, sin actuar sobre ella, crea la oportunidad para que el paciente experimente un tipo de respuesta diferente del esperado. Por ejemplo, si en respuesta al estilo de hablar pedante, intelectualizado y abstracto del paciente el terapeuta es capaz de comunicar su experiencia de distancia y desconexión, al mismo tiempo que expresa un interés genuino en la experiencia del paciente, el terapeuta iniciará un proceso de desconfirmación. El terapeuta puede aprender que antes de que el paciente cambiara a este estilo intelectualizado de hablar, había estado experimentando sentimientos de cercanía hacia el terapeuta. Había sentido ansiedad ante la posibilidad de que estos sentimientos no fueran recíprocos o que fueran rechazados, y esto le condujo a sentimientos de humillación y dolor. Entonces el terapeuta es capaz de ayudar al paciente a ver el modo en que su anticipación de rechazo le ha conducido a la conducta de distanciamiento. Igualmente importante es la capacidad del terapeuta para transmitir interés y aceptación por los sentimientos de cercanía del paciente. El segundo medio para facilitar el cambio, aunque relacionado con el primero, es de naturaleza más intrapersonal. Conlleva ayudar al paciente a acceder, simbolizar e integrar afectos y auto-afirmaciones que siempre han permanecido fuera de la conciencia. El fracaso en la integración de la experiencia emocional priva al individuo de información que potencialmente puede motivar la conducta adaptativa (Safran & Segal, 1990). Además, restringe y disminuye el propio sentido del self y de la auto-agencia. Mediante la ampliación de su gama de experiencia emocional, el paciente amplía esta sensación del self. La ampliación del self es un aspecto crucial del proceso de cambio, porque conduce a una mayor libertad y flexibilidad de la propia conducta y a formas más directas de comunicación interpersonal (Levenson, 1983; Muran, 1997). Sin embargo, este proceso suele experimentarse como amenazante. La aparición de afectos normalmente disociados puede sentirse como una invasión de fuerzas extrañas y disruptivas. La renuncia a las propias estructuras disociativas pone en riesgo el sentido de la fragmentación y de la desorientación psíquica.
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Por ello, el proceso de ayuda al paciente para que acceda a la experiencia emocional disociada requiere una sensibilidad exquisita por parte del paciente. El terapeuta debe sintonizar no sólo con las señales sutiles de los sentimientos no expresados, sino también con la ansiedad y la evitación atendiendo a sus intentos por explorarlos. Muchas veces, los indicadores son no verbales: expresiones faciales, postura corporal, tono de voz o cambios repentinos de atención. Con el fin de advertir estas señales, el terapeuta deberá centrarse todo lo posible en “la acción de decir” (Schafer, 1983, p. 228) así como en lo que se está diciendo. La sonrisa triunfante de un paciente mientras se refiere a la excesiva dificultad de ser ayudado ilustra la, a menudo, discrepante relación entre lo que se comunica mediante los canales verbal y no verbal. Aunque inicialmente incapaz o reacio a articular el significado de la sonrisa, el paciente es posteriormente capaz de acceder a su placer en el contexto de la actitud interesada y aceptante del terapeuta. La relativa facilidad con que algunas veces son capaces de acceder a algunos aspectos de su persona sugiere que pueden estar sólo moderadamente disociados, formando parte de lo que Sullivan llamaba el “yo malo” (frente al “no yo”). En otros momentos el individuo puede ser incapaz de reconocer inmediatamente los sentimientos y las actitudes de los que ha renegado. El mismo paciente previamente mencionado presentaba dificultades para permitir en la terapia la aparición del sentimiento de ira. La ira disociada solía ser palpable para el terapeuta en forma del tono de voz del paciente y de su mirada confrontativa. El comentario de estas características no lingüísticas, sin embargo, solía conducir a la negación, a la minimización o a la afirmación de estar furioso consigo mismo. En nuestro enfoque de tratamiento las medidas de evitación se respetan como medidas necesarias –maladaptativas– mediante las cuales el paciente mantiene su seguridad y su sentido del self. El terapeuta señala el cambio, preguntando al paciente si ha sentido cómo se ha producido. El examen de las dificultades y de las ansiedades y la atención a la exploración de los sentimientos disociados se convierte así en el foco relevante, y no exclusivamente los sentimientos repudiados. A medida que se sienten y se articulan las ansiedades dentro de un contexto relacional de aceptación, se desarrolla una mayor tolerancia hacia los aspectos disociados de la experiencia. Obviamente las dimensiones interpersonales e intrapersonales para facilitar el cambio trabajan conjuntamente. Al examinar una interacción interpersonal, el terapeuta y el paciente pueden descubrir procesos intrapersonales que inhiben formas más adaptativas de relación. Por ejemplo, un paciente que repetidamente responde de forma despectiva ante las observaciones del terapeuta, comunicando efectivamente “Sí, ya lo sabía”, puede estar repudiando una experiencia de placer o gratitud en respuesta a ser empáticamente com-
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prendido. Un examen de las dinámicas interpersonales mediante las que el terapeuta se siente devaluado y distanciado, podría conducir a un examen de la auto-experiencia del paciente. Podría ser que los sentimientos de aprecio generen una sensación de dependencia o vulnerabilidad que mina, a su vez, la auto-imagen que el paciente tiene de sí mismo como persona fuerte con mucha confianza en sí mismo. La necesidad de un individuo de experimentarse de formas rígidamente prescritas obviamente modela sus relaciones interpersonales. En la medida en que una persona puede comenzar a experimentarse de una forma más plena y con mayor flexibilidad, sus restantes relaciones también se verán transformadas. A medida que el paciente amplia la conciencia de su propia persona, alcanza simultáneamente una conciencia más rica y más real de los demás. Este cambio en el funcionamiento intrapersonal, sin embargo, requiere un nuevo contexto interpersonal para su facilitación. Tanto la voluntad del terapeuta para responder de formas nuevas al paciente como su interés y aceptación de afectos y auto-afirmaciones previamente repudiadas, crea el campo relacional en el que el paciente puede sentirse cada vez más seguro para experimentarse de formas más auténticas. El proceso de cambio es siempre eso, un proceso. Requiere tiempo, paciencia y muy probablemente la repetición de secuencias e interacciones similares. Los esquemas existentes no se reestructuran en respuesta a una experiencia desconfirmatoria única. Ni los afectos ni otras experiencias a las que se ha accedido recientemente suelen integrarse como resultado de una única sesión “catártica”. La permanencia de la atención y del interés del terapeuta en el punto en que se encuentra el paciente en un momento determinado, es decir, la fuente continua de su experiencia, más que el punto en el que nos gustaría que estuviera, transmite la aceptación implícita de quién y cómo es el paciente en ese momento al tiempo que favorece que se siga produciendo el proceso mismo del cambio. Paradójicamente, cuanto más consciente, aceptante y comprensivo llegue a ser el paciente de sus propias formas de ser, más libre y capaz será de cambiarlas.
Tratamiento de la personalidad narcisista En este apartado nos referimos al modo de aplicar nuestro enfoque terapéutico para el tratamiento de individuos que han sido diagnosticados con trastorno de personalidad narcisista. En lugar de proponer estrategias o técnicas específicas para trabajar con las personalidades narcisistas, mantenemos que nuestro enfoque contempla inherentemente las características más sobre-
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salientes y problemáticas del funcionamiento de la personalidad del individuo, independientemente de qué constelación formen con respecto a las categorías diagnósticas. La atención y responsividad terapéutica a las dinámicas interpersonales e intrapersonales en sí mismas facilita la aparición de un proceso terapéutico únicamente adaptado a las necesidades específicas del paciente. En ciertos respectos, las preconcepciones relativas a una categoría diagnóstica pueden interferir con la propia capacidad para prestar atención precisamente a lo que se despliega en el aquí y ahora de la terapia. A pesar de todo, creemos que una visión de la patología narcisista y de sus orígenes relacionales es útil en la medida en que sensibiliza al terapeuta a características cruciales y complejas del proceso terapéutico. El trastorno de personalidad narcisista, tal y como se define en el DSMIV, constituye una variante de lo que muchos consideran el espectro de los trastornos narcisistas (Bach, 1985; Fiscalini, 1994; Gabbard, 1990). Desde un punto de vista general, el narcisismo patológico consiste en varios patrones de las siguientes dinámicas: “grandiosidad, idealización cíclica y desprecio por uno mismo y por los demás; centración en uno mismo y carencia de empatía hacia los demás; vulnerabilidad anormal de la auto-estima; inaccesibilidad psicológica e impenetrabilidad, actitudes de autorización –derechos o privilegios asumidos; tendencia al control y a la coerción y dirección de los otros– la incesante búsqueda de la atención, aprobación y admiración de los otros” (Fiscalini, 1994, pp. 748-49). Estas características reflejan generalmente un trastorno fundamental en la sensación que tiene el individuo de sí mismo y en sus continuos esfuerzos por regularla y consolidarla. Aunque el espectro ha sido dividido y clasificado de formas diferentes, sobresalen dos prototipos principales. Los denominados narcisistas “abiertos” o “encubiertos” (Gabbard, 1990) o “inflados” y “desinflados” (Bach, 1985), los dos se distinguen por el grado en que la grandiosidad y el egocentrismo del individuo se experimenta y se expresa conscientemente. El tipo abierto se aproxima mucho a la imagen clínica descrita por los criterios del DSM-IV. Arrogante, insensible y exigente de atención, el narcisista abierto se aferra a su sentido inflado de autorización y omnipotencia, manteniendo al margen su sentido disociado de la vulnerabilidad y de la inadecuación. Por contraste, los esfuerzos grandiosos del narcisista encubierto son más disfrazados. Inhibido y modesto, sensible y propenso a los sentimientos de vergüenza y humillación, el anhelo del narcisista encubierto por el reflejo y la admiración se disocian en gran medida, muchas veces son vividos mediante vínculos con otros idealizados con los que puede identificarse. Cada prototipo refleja un profundo trastorno en las primeras relaciones a través de las cuales el individuo fue obligado a perder las dimensiones completas de sus necesidades y sentimien-
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tos reales. A pesar de sus manifiestas diferencias, ambos tipos de personalidad narcisista sufren una profunda alineación de su experiencia real y una sensación deteriorada de su valor intrínseco. El desarrollo de una sensación resistente y sana del self requiere un medio empático de respuestas “ilusionantes” y “desilusionantes” óptimas a la ingenua grandiosidad del niño. Heinz Kohut (1971) identificó dos tipos fundamentales de necesidades evolutivas –“reflejo” e “idealización”– que, si se satisfacen inadecuadamente, conducen a deterioros del self. La adoración y la aprobación incondicional del infante o niño, junto con el disfrute y aceptación que hacen los progenitores de la idealización recíproca del niño, crean el núcleo no verbal del self interpersonal. Siempre que este reflejo temprano de aprobación sea una respuesta al niño real –en oposición a lo que los progenitores quieren que sea– el niño internaliza las valoraciones reflejadas como una sensación sólida del merecimiento propio. El desilusionamiento apropiado y empático también es necesario a medida que madura el niño. El progenitor que puede ayudar al niño a confrontar sus limitaciones reales, al mismo tiempo que responde empáticamente a las inevitables frustraciones y decepciones del niño, facilita en éste la emergente aceptación de sus vulnerabilidades y de sus virtudes. Fiscalini (1993) describe muchos patrones de interacción progenitor-niño que informan del desarrollo de personalidades narcisistas, entre ellas el niño vergonzoso y especial. El patrón etiológico del niño especial caracteriza a muchos de estos individuos típicamente diagnosticados como personalidades narcisistas. El niño especial es aquel que ha sido selectivamente premiado y admirado por sus atributos o capacidades especiales reales o ilusorias, al mismo tiempo que ha sido abandonado u olvidado por sus cualidades y necesidades más ordinarias. Tal niño siente que la conexión es contingente con el hecho de su superioridad y omnipotencia. En otras palabras, el “falso” self inflado es recompensado, mientras que el self “real” del niño –su realidad más multidimensional– sigue siendo no-querido ni admirado. Tal persona acaba sintiéndose especial, sin embargo ese carácter único y esa brillantez establece las sombras de un self intolerablemente inadecuado y mermado. Ansioso y avergonzado de sus cualidades humanas “ordinarias”, el narcisista especial confía en defensas como la ira, la reserva, el control y el desprecio para protegerse y reforzar su self superior. Por contraste, el niño avergonzado experimenta desaprobación crónica y una desilusión prematura de muchas de las necesidades evolutivas apropiadas. Las necesidades de vínculo, de dependencia y de individuación pueden verse rechazadas y ridiculizadas a consecuencia de la ansiedad, la envidia o el odio parental. Incluso las necesidades fundamentales del niño de reflejar y de idea-
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lizar pueden llegar a ser vergonzosamente inaceptables. Estas necesidades y sentimientos que producen vergüenza son disociadas y se convierten en la experiencia del “no yo”. A menudo se desarrolla una forma precoz de pseudoindependencia y auto-suficiencia para defenderse de los intolerables sentimientos de necesidad. Esta experiencia describe la etiología del narcisista encubierto, el individuo que tiende a cumplir con las expectativas de los demás, mientras acumula un resentimiento inconsciente por no ser suficientemente reconocido, querido y admirado. En suma, los trastornos narcisistas se derivan de un daño prolongado o severo ante la aparición de la sensación del self en el niño, que para su normal desarrollo requiere respeto y responsividad a una gama de estados experienciales. Tanto el niño especial como el avergonzado sufren los efectos relacionales de unos progenitores más investidos en sus propias necesidades e intereses que en los del niño. La responsividad óptima a las necesidades de cada fase y a las experiencias se ve impedida por la preocupación de los progenitores por motivaciones más orientadas en su propio self (Rothstein, 1986). Para el niño que atraviesa el proceso de separación-individuación, esta falta de empatía crea una experiencia de intensa ansiedad de separación; está privado de las funciones reflexivas básicas necesarias para la formación de una identidad nuclear estable. Se persiguen (consciente o inconscientemente) ilusiones de perfección y auto-suficiencia para proteger un self frágil y pobremente diferenciado. La aguda sensibilidad del narcisista refleja su intensa necesidad para regular su experiencia del self de formas muy rígidas y controladoras. Esta sensibilidad característica (observada diferentemente a modo de distanciamiento, vergüenza o ira) es lo que muchos clínicos consideran como el principal obstáculo para el trabajo con personalidades narcisistas. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, constituye el límite para la relación y la exploración terapéutica. La sensibilidad del paciente y las reacciones del terapeuta a dicha sensibilidad definen las características fundamentales de una relación interpersonal que, antes de ser explorada, comprendida y quizá transformada, debe ser vivenciada entre ambos. Independientemente del empuje que sienta el terapeuta a responder de un modo circunscrito, cauteloso y empático, constituye una dimensión crucial del proceso interpersonal. Tanto si responde, se resiste o se metacomunica al respecto, la participación del terapeuta reflejará y modelará adicionalmente el proceso continuo en el que están mutuamente vinculados. Como en el caso del tratamiento con todos los trastornos de personalidad, el terapeuta que trabaja con individuos narcisistas debe permanecer siempre alerta ante las necesidades del paciente para equilibrar la continuidad y el cambio. En el caso del narcisista, sin embargo, lo que debe mantenerse suele
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ser, muchas veces, la experiencia subjetiva. No se limita a que ciertos tipos de auto-experiencia permanezcan disociados (que también es verdad), además no puede tolerarse cualquier expresión de un punto de vista diferente a la propia experiencia subjetiva del paciente– porque amenaza la omnisciencia e integridad experimentada del self. En otras palabras, tanto la forma como el contenido de las intervenciones terapéuticas se perciben como amenazantes. La presentación al paciente narcisista de una observación que difiera de su propia experiencia puede engendrar intensos sentimientos de vergüenza, ira y/o envidia. La terapia con personalidades narcisistas requiere frecuentemente períodos prolongados de responsividad empática a cuestiones de auto-estima. Por responsividad empática no entendemos el reflejo total del paciente, sino la sintonía del terapeuta con los cambios sutiles que se producen en él mismo y en el paciente, particularmente ésos que parecen reflejar una ansiedad creciente y una auto-estima amenazada. El cuestionamiento directo de tales cambios puede conducirnos a la exploración mutua, aunque no siempre suceda esto. Cuando la capacidad de un paciente para la conciencia reflexiva es limitada (a muchos narcisistas les cuesta mucho separarse de su propia subjetividad), el terapeuta puede necesitar confiar en las conjeturas empáticas. Los comentarios que reconocen las dificultades o incomodidad del paciente por estar en una posición vulnerable de necesidad de ayuda, por ejemplo, contribuyen a que el paciente se sienta comprendido y también a que comience a verse desde una perspectiva externa interpersonal. En general, la primera fase del tratamiento conlleva la vinculación del paciente en un proceso en el que se mantiene un grado tolerable de ansiedad y frustración mediante “la responsividad verbal y no-verbal máxima a su necesidad de ser aceptado y comprendido en sus propios términos” (Bromberg, 1983, p. 380), al mismo tiempo que se fomenta la curiosidad del paciente respecto a la necesidad de control. Respondiendo a la “necesidad del paciente de ser aceptado y comprendido en sus propios términos”, el terapeuta ha iniciado ya el proceso interpersonal de desconfirmación de los esquemas disfuncionales. El paciente narcisista espera, a menudo, que su propia experiencia genuina (es decir, no defensiva) sea rechazada o invalidada por los demás. Evidentemente, lo irónicamente doloroso es que son sus actitudes compensatorias de reserva, grandiosidad y auto-suficiencia, de hecho, las que tienden a irritar y distanciar a los demás. El terapeuta que responde críticamente a estas actitudes confirmará y reforzará los esquemas subyacentes. Si el terapeuta advierte pero evita actuar sobre la base de su urgencia a punzar la auto-imagen inflada del paciente y, en lugar de esto, reconoce sus necesidades de aceptación, entonces logrará establecer las condiciones de una nueva experiencia relacional.
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Es crucial la conciencia del terapeuta de sus propios sentimientos e inclinaciones. Las respuestas típicas oscilan entre sentirse irritado y deseando pinchar la grandiosa “burbuja” del paciente y sentirse distanciado y con deseos de romper las barreras del paciente para poder establecer contacto. Se requiere un trabajo de base suficiente para establecer la alianza terapéutica antes de que el terapeuta comience a metacomunicar su experiencia. Incluso así, la alianza terapéutica será probada una y otra vez mediante los esfuerzos por introducir en los diálogos las reacciones subjetivas del terapeuta. La capacidad de trabajar bajo estas condiciones resultantes de tensión o ruptura de la alianza, sin embargo, es en sí misma de un enorme valor terapéutico (Safran & Muran, 1995). De hecho, una de las funciones más críticas del terapeuta es precisamente prestar atención a las dificultades de la relación terapéutica. Aunque la metacomunicación pueda parecer que genera tensión entre el terapeuta y el paciente, también puede ser considerada como el medio a través del cual se manifiesta una tensión previamente existente pero no reconocida. La metacognición es más efectiva cuando se realiza en referencia a un señalador interpersonal específico. Por ejemplo, si en respuesta a un comentario del terapeuta, “Suena como si usted se sintiera sólo y confuso”, el paciente replica, “Ésas son buenas palabras” con un todo de voz plano y distante, el terapeuta puede sentirse paradójicamente felicitado y devaluado, reconocido y distanciado. Al atraer la atención del paciente a su respuesta y a la reacción del terapeuta, al mismo tiempo que expresa su interés por la experiencia del paciente, el terapeuta puede profundizar en el proceso de la desconfirmación de esquemas. El paciente puede manifestar que ha comenzado a sentirse triste o lloroso, pero que elimina estos sentimientos por miedo a ser considerado débil o patético. También puede comenzar a sentirse furioso porque el terapeuta elicita estos sentimientos vulnerables, pero preocupado de que su ira le lleve a ser expulsado de la terapia. La respuesta del paciente refleja tanto un esfuerzo por enmascarar estos sentimientos como su expresión inconsciente. Evidentemente, y sobre todo en las fases iniciales de la terapia, es muy probable que el paciente responda a las preguntas del terapeuta bien con una comprensión muy concreta (es decir, no reflexiva) de la interacción, con irritación o con disgusto. La capacidad para mantenerse distanciado de la interacción interpersonal, reflejando la propia mente y la mente de la otra persona no es algo que llega de forma natural a muchos individuos narcisistas (Bach, 1985). La facilitación del crecimiento de esta capacidad es, de hecho, uno de los principales objetivos del tratamiento con tales pacientes. En el momento en que el narcisista sea capaz de vincularse en una exploración mutua de una interacción con interés y presencia emocional, gran parte del trabajo terapéutico ya habrá sido alcanzado.
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El reconocimiento y la reclamación de los aspectos repudiados de la autoexperiencia desempeña un papel central en el desarrollo de esta capacidad por parte del narcisista para relacionarse más plenamente con las demás personas. Las experiencias y afectos vinculados a la pérdida, la privación, la dependencia y la vulnerabilidad suelen ser ésas cuya aceptación más cuesta al narcisista. El rol del terapeuta no se limita a reintroducir al individuo en sus sentimientos más vulnerables, sino también a ayudarle a comprender cómo y por qué los evita. Los tipos de cambio que el paciente narcisista y su terapeuta contemplan mentalmente al comienzo de la terapia pueden ser muy diferentes. Las personas narcisistas suelen iniciar el tratamiento cuando sus estrategias narcisistas les han fallado. La depresión, las molestias somáticas y las dificultades relacionales se encuentran entre las razones más habituales que conducen al narcisista a solicitar ayuda. Desmoralizado y desesperado, el narcisista considera al terapeuta como alguien que le ayudará a restablecer y perfeccionar su postura, y no como alguien que le ayude a vivir y a relacionarse más plena y genuinamente. Aunque para el terapeuta una mayor conciencia de la experiencia interna significa una mayor vitalidad y potencial para la intimidad, para el paciente esto mismo amenaza con generar más vergüenza y debilidad. El mismo hecho de solicitar ayuda equivale al reconocimiento de derrota; para ocultar este humillación inherente, el narcisista se presenta, a menudo, con unas demandas muy irreales para que el terapeuta le convierta en una persona perfecta, poderosa y exitosa –nada de lo que realmente es. La negociación de la inevitable tensión entre estos objetivos disparatados es una cuestión de considerable delicadeza. El terapeuta debe respetar los deseos manifiestos del paciente, mientras facilita gradualmente nuevos tipos de experiencia que abran los ojos del narcisista a posibilidades previamente inimaginables de ser y de relacionarse. Pero la tensión no es algo que deba ser inteligentemente manejada, también debe ser experimentada, vivida y examinada entre el paciente y el terapeuta. Las expectativas del paciente respecto del terapeuta, que éste le transformará mágicamente, y la incapacidad del terapeuta para lograrlo, conducen inevitablemente a sentimientos de frustración, ira y decepción. Con el examen y la identificación compartida de estos sentimientos y con un espíritu genuino y de interés empático, el terapeuta crea los medios mediante los cuales el individuo logra vivir sus patrones narcisistas de un modo nuevo y terapéuticamente reconstructivo (Fiscalini, 1994). La relación entre el paciente y el terapeuta constituye el núcleo del proceso de cambio. Los esquemas narcisistas del paciente deben ser representados en la misma relación terapéutica para que puedan ser articulados, comprendidos y reelaborados. La voluntad del terapeuta para experimentar colaboradora-
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mente y para cuestionar el sentido de los patrones narcisistas del paciente crea el contexto apropiado para la aparición de nuevas experiencias relacionales. La actitud de apertura, curiosidad y humildad por parte del terapeuta –de no presumir saber lo que sólo puede ser descubierto mutuamente– guiará el proceso y los modelos de nuevas formas de ser no narcisistas. Colaboradoramente, el terapeuta y el paciente crean un rico “mundo” relacional que, con el tiempo, adquiere suficiente valor como para que el paciente prescinda de su viejo “mundo” –el único que ha conocido– y viva más plenamente en el nuevo.
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Psicoterapia cognitiva en el tratamiento de trastornos de personalidad en ancianos Lucio Bizzini Departamento de Psiquiatría, Hospital Universitario de Ginebra, Ginebra, Suiza
Personalidad, duración de la vida y trastornos mentales Envejecimiento y personalidad Allport (1937) define la personalidad como la organización dinámica interna de los sistemas psicológicos individuales que determinan su adaptación real al contexto. Como Vézina, Cappeliez y Landreville (1994) afirmaron correctamente, este punto de vista de la personalidad se desmorona inmediatamente respecto a la estabilidad en el desarrollo de la personalidad adulta. Por lo tanto, la personalidad de cualquier individuo se mantendría estable con el transcurso del tiempo si se considera desde el punto de vista de sus características o, como se describe habitualmente, de su carácter. Sin embargo, Costa et al. (1986) demostraron una caída leve pero significativa en los rasgos de personalidad de neuroticismo, extraversión y apertura hacia la experiencia. Estos resultados, adquiridos a partir de un amplio estudio en el que los efectos de la edad, del período de tiempo y de la cohorte podrían conducir a conclusiones confusas, han sido aparentemente confirmados, sobre todo en lo que respecta a la extraversión, por un reciente estudio longitudinal desarrollado por Spiro et al. (citado en Sadavoy et al., 1996). Sería más interaccionista considerar la personalidad como un proceso dinámico que evoluciona en términos de adaptación y que es satisfactorio cuando las demandas externas coinciden con los recursos internos o, como dice Piaget
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(1967), cuando la asimilación y la acomodación se encuentran en un estado de cooperación y equilibrio. En este mismo sentido, Jung (véase Spagnoli, 1995) adopta una perspectiva más evolutiva de la personalidad, considerando que evoluciona a lo largo de la vida, sugiriendo que cuanto más envejecemos más se equilibran entre sí los dos polos (interno y externo). Por una parte, avanzamos progresivamente hacia el mundo externo y, al mismo tiempo, se reducen los modos de pensamiento y conducta propios de cada sexo (debido a demandas sociales menos estridentes). Con la madurez, el individuo llega a ser menos impulsivo, todo su sistema emocional es más complejo y más sutil que durante su infancia, sus sentimientos se interiorizan más en la línea de lo que Erickson, Erickson y Kivnick (1986) denominan desenvolvimiento envuelto, una forma de sabiduría que nos prepara para el final de la vida. La investigación sobre el curso de la vida y de la personalidad por su parte ha subrayado la importancia de los factores de cohorte y de sexo. Algunos autores han concluido que las personas nacidas a comienzos del siglo XX tienden a ser más comedidas y reservadas pero también menos asertivas. Otros autores han señalado que los hombres mantienen una mayor estabilidad de la personalidad a lo largo de la vida, mientras que las mujeres reorganizan más sus vidas. Determinados estudios relativos al envejecimiento muestran que las mujeres llegan a ser más afirmativas e independientes y los hombres más afectivos y sensibles (véase Vézina, Cappeliez & Landreville, 1994). Una contribución importante al estudio de la personalidad en el proceso de envejecimiento es la de Hans Thomae (1980), quien, desde una perspectiva cognitiva, presenta la idea de que el motor responsable del cambio de personalidad reside en la percepción que tiene el individuo de la necesidad y de la posibilidad de cambio. Como resultado de un estudio longitudinal (Estudio Longitudinal de Bonn), Thomae plantea tres postulados básicos para el desarrollo de la personalidad y la adaptación del propio envejecimiento. Señala la importancia de las creencias personales así como de las preocupaciones que dominan cada período de la vida, y manifiesta la necesidad de equilibrio entre los componentes cognitivos y motivacionales de la personalidad como factor decisivo en la adaptación. Por lo tanto, este estudio sugiere la decisiva influencia de la propia percepción de la necesidad de cambio para la modificación de ciertos rasgos de personalidad. Subraya adicionalmente la importancia de la representación que tiene el individuo de su propio proceso de envejecimiento. Mediante este proceso de articulación sujeto-entorno, determinado por un deseo continuo de cambio, Thomae ofrece las posibles explicaciones de un envejecimiento satisfactorio.
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En conclusión, el desarrollo de la personalidad puede considerarse como un proceso dialéctico entre la estabilidad y el cambio. La estabilidad prevalece cuando la adaptación a las circunstancias vitales no es excesivamente costosa, mientras que el cambio de personalidad se produce bajo la presión de los acontecimientos vitales difíciles. El proceso de envejecimiento aumenta la individualización del propio curso vital, no sólo desde el punto de vista profesional sino también del familiar y relacional. Parte ya del medio social, las diferencias interpersonales llegan a ser cada vez más profundas. Aumenta la probabilidad de problemas somáticos, constituyendo el elemento más dominante que pueda hacer peligrar el bienestar. Incluso más que en el adulto joven, todo depende de cómo se articulen los mundos externo e interno y de mantener un curso vital coherente donde se equilibren las creencias, los deseos y los conflictos. La tarea de adaptación puede llegar a ser muy difícil para la persona de edad. Envejecimiento y trastorno de personalidad No es mucha la investigación existente sobre la prevalencia de los trastornos de personalidad en la vejez. Fogel y Sadavoy (1996) consideran que los “problemas nosológicos asociados con los diagnósticos de trastorno de personalidad son peores incluso cuando se estudia a las personas de avanzada edad, porque el recuerdo puede ser peor, porque quedan menos informantes disponibles y porque los criterios diagnósticos conductuales son menos típicos de las manifestaciones de trastorno de personalidad observadas en estadios más avanzados de la vida” (p. 646). Además, los autores insisten en que el diagnóstico de trastornos orgánicos reduce considerablemente las posibilidades de que el diagnóstico de personalidad se desarrolle a lo largo del Eje II. Los datos epistemológicos disponibles parecen indicar que la persona con más edad presenta una menor tendencia al trastorno de personalidad que podría parecer al adulto joven. Además, se ha descubierto que existen más consultas psiquiátricas para los ancianos con trastorno de personalidad que para ésos que no la padecen (Ames & Molinari, 1994). En este mismo orden, Vine y Steingart (1994) han comprobado que el diagnóstico de trastorno de personalidad se asocia frecuentemente con la depresión crónica en personas ancianas y concluyen que la personalidad es un factor decisivo en la aparición de la depresión crónica con la edad. Por último, Abrams et al. (1994) en su estudio de grupos de pacientes geriátricos con aparición tardía o temprana de depresión, muestran que los últimos pacientes han superado más episodios de disfuncionamiento de la personalidad. También debe señalarse que, con la
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edad, se produce cierto efecto de “enfriamiento” de los síntomas psiquiátricos clásicos (esquizofrenia, psicosis maniaco-depresiva), tanto en términos de un mejor afrontamiento cotidiano (mayor destreza para adaptarse al mundo externo) como en términos de la exacerbación de uno de los polos afectivos y la adopción de un modo monopolar. Esta tendencia también se observa en los trastornos de personalidad, trastornos que muchas veces se reducen a medida que envejece el sujeto. En este mismo orden, algunos criterios diagnósticos de personalidad parecen empeorar mediante rasgos conductuales comunes en los ancianos (Léger & Clément, 1990). Desde nuestra experiencia clínica, los trastornos de personalidad en los ancianos son muy comunes y observamos ciertas características del Eje II. Esta impresión parecería estar confirmada tanto por los datos recogidos por Molinari y Marmion (1993), que hallaron que el 58% de todos los trastornos de personalidad de su muestra fueron hallados en pacientes psiquiátricos ancianos en régimen externo, como en los de Fogel y Westlake (1990) quienes hallaron trastornos obsesivocompulsivos en el 46% de sus pacientes ancianos depresivos. Un alto porcentaje de pacientes ancianos que atendemos presenta trastornos de personalidad o, como mínimo, ciertos aspectos patológicos en sus personalidades. Éstos bien podrían ser pacientes psiquiátricos crónicos o víctimas de recaídas depresivas regulares. En lo que respecta al tratamiento, Thompson, Gallagher y Czirr (1988) subrayan el hecho de que los pacientes ancianos con trastornos de personalidad son menos propensos a reducir sus síntomas depresivos tras una psicoterapia breve, que Kunik et al. (1993) no hallaron en su estudio con pacientes depresivos. Nos parece erróneo considerar la modificación del funcionamiento psicológico de tales pacientes, especialmente dentro del contexto cognitivo. Por el contrario, parecería más realista y apropiado ayudar a los pacientes ancianos a reemplear los recursos que previamente han utilizado de forma satisfactoria, por lo menos en períodos en los que han cedido los síntomas. En otras palabras, recomendamos al terapeuta que maximice el potencial adaptativo del esquema (por definición, disfuncional) que el individuo ha construido a lo largo de su existencia, en lugar de optar por establecer un nuevo esquema para manejar el mundo externo. Sin embargo, existe otro grupo de pacientes que acude regularmente a nuestras consultas. No cuentan con historial psiquiátrico anterior pero se les ha atribuido algún trastorno de personalidad. Este fenómeno puede explicarse por el hecho de que la adaptación a los cambios en el estilo de vida generada por la edad requiere cada vez más recursos. En este esfuerzo por adaptarse, pueden desarrollarse ciertos mecanismos del disfuncionamiento psico-
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lógico y pueden originarse pseudo-trastornos de personalidad. Por eso, nos parece que el principal problema no es la influencia de los trastornos de personalidad sobre el proceso de adaptación. El anciano tiene más posibilidad de disponer de una personalidad equilibrada si su repertorio de afrontamiento (permitiéndole integrar el self, los otros y el mundo externo) es suficientemente amplio. Considerando la importancia de la crisis de la media vida, durante la cual el individuo está obligado a afrontar los procesos subjetivos y/o objetivos de cambio derivados del envejecimiento, Guidano (1992) insiste en que la experiencia de la vida es un proceso constante de crecimiento personal en el que muchos aspectos del self deben ser integrados en todo momento. Sadavoy et al. (1996), en su estudio del tratamiento psicoterapéutico de los trastornos de personalidad con ancianos, nos recuerda que, incluso antes de atribuir ciertos síntomas del Eje II, el terapeuta debe evaluar atentamente los trastornos del Eje I para los que el pronóstico es más favorable, porque las depresiones tratables y las psicosis pueden enmascararse fácilmente mediante señales aparentes de trastorno de personalidad. Esta visión de las cosas corrobora nuestra idea de que los principales elementos a considerar al trabajar con los ancianos son el curso de la vida y el estilo de adaptación que ha desarrollado el individuo a lo largo de su existencia en el contexto de su vulnerabilidad personal (Perris, este mismo volumen). El objetivo de este capítulo es, en primer lugar, presentar un marco conceptual y clínico y mostrar, después, las diferentes características del tratamiento psicológico que ofrecemos a los pacientes de edad con trastornos emocionales que surgen en un momento crítico de sus cursos vitales (a saber, la pérdida de un familiar cercano, un conflicto en la pareja, la jubilación o la aparición de graves problemas de salud), y cuyas estrategias de adaptación están no sabiendo cómo reaccionar.
Marco conceptual y clínico para el tratamiento de pacientes geropsiquiátricos Curso vital y desarrollo Con el fin de lograr una mejor comprensión de los principios de la psicoterapia para las personas de más edad, debemos ser conscientes de las condiciones psicológicas y sociológicas del proceso de envejecimiento. ¿Cómo se ha desarrollado el anciano a lo largo de su vida? ¿Qué modelos describen su curso? Éstas son algunas de las cuestiones que tratamos de responder desde la perspectiva de la literatura científica.
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Aspectos psicológicos Debe decirse que el estudio del desarrollo evolutivo de los adultos no ha recibido la misma atención que otros períodos de la vida. Esto puede atribuirse a ciertas ideas que han dominado la psicología del siglo XX: las de Freud, por ejemplo, para quien todo está determinado antes de la edad de 6 años y para quien la rigidificación de las estructuras con el transcurso de la edad imposibilita la cura y el cambio; las de Binet, que defendía con buenas razones que “el niño no es un adulto en miniatura”, fomentando así que la investigación se centrara en el mundo infantil. Por último, las ideas de Piaget, que, en el contexto de su proyecto epistemológico, estudió el modo en que los niños adquirían conocimiento construyéndolo. Además, las ideas preconcebidas según las cuales el desarrollo del ser humano concluía a los 18 años de edad, la idea de la importancia de la educación de los jóvenes así como las dificultades metodológicas para la investigación, han reducido el interés psicológico por los adultos y por las personas de más edad. En los últimos 25 años se han propuesto más enfoques para el estudio del desarrollo cognitivo del adulto (véase Sternber & Berg, 1992, para una revisión de la bibliografía): • El llamado enfoque psicométrico, que se centra en la idea del CI, indicando que ciertas capacidades declinan con la edad mientras que otras no lo hacen. Este enfoque favorece un método cuantitativo que, a pesar de las modificaciones relativas a las categorías de edad, no puede explicar los cambios que se producen con el envejecimiento. • El llamado enfoque del procesamiento de la información. Centrado en la metáfora computacional, se basa en la capacidad para la resolución de problemas y en la memoria. Este enfoque carece de validez ecológica siendo el funcionamiento humano más complejo, como ha afirmado Baddeley (1981). Además no existe ninguna perspectiva evolutiva, como es la dimensión metacognitiva (a saber, el modo en que piensan las personas). La comparación entre los estudiantes de más y de menos edad es, como mínimo, inadecuada, porque se basa en material dirigido a los últimos. • El enfoque basado en la noción del aprendizaje, centrado en la acumulación de conocimiento, es puramente descriptivo. Este enfoque mantiene, correctamente, que el aprendizaje es un proceso largo, pero su interés se dirige exclusivamente hacia el contenido y no hacia el proceso mismo. Ningún marco teórico correspondiente a este enfoque puede explicar los mecanismos del desarrollo postadolescente. • El enfoque de Piaget (Piaget, 1972), según el cual en la fase adulta no aparecen nuevos estadios evolutivos. El adulto aplica las operaciones mentales construidas durante la adolescencia a los diferentes entornos. La impor-
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tancia reside, por lo tanto, en la adquisición de experiencia a través de la noción de la maestría. Los errores en el razonamiento y en la lógica hallados en los niños y en los adolescentes también pueden encontrarse en los adultos. Este enfoque sobreestima la importancia del aspecto lógico del razonamiento. Además, el concepto relativamente vago de horizontal décalage que usa Piaget para explicar las aplicaciones diferenciadas de las operaciones no parece convincente, dada la complejidad del problema. • El enfoque neo-piagetiano, según el cual existe un quinto estadio en el desarrollo intelectual que los autores denominan “post-formal” (Labouvie-Vief, 1992). Se define, dependiendo del contexto, como un estadio “metasistemático, dialéctico o epistémico” que integra emociones y cogniciones. El acento se coloca en las prioridades de resolución de problemas con los que se confronta el adulto. Evidentemente es la naturaleza excesivamente contextual de los aspectos del crecimiento la que restringe este enfoque. Además, el acuerdo existente sobre este estadio tampoco es muy notorio. • El denominado enfoque de la duración de la vida, que estudia la gama completa de desarrollo psicosocial en la última fase de la vida, nos aporta información útil, tanto desde el punto de vista sensorial (el estudio del efecto de la reducción de la capacidad sensorial sobre el aprendizaje, el estudio de las estrategias compensatorias, la implementación de nuevas estrategias), como del punto de vista cognitivo (el análisis del procesamiento de información con la edad; Salthouse, 1985), el estudio del desarrollo de nociones como la sabiduría (Baltes & Smith, 1990; Baltes et al., 1995), la creatividad (Ruth & Birren, 1985) o la curiosidad (Zinetti, 1989), y también desde el punto de vista conativo (estudios sobre las consecuencias de los cambios vitales o acontecimientos vitales indeseados; Holmes & Rahe, 1967; Norris & Murrel, 1987), y desde la perspectiva interaccionista (descripción de las características de un estresor –las tareas de adaptación son más frecuentes con la edad– y de las características de la persona –evaluación cognitiva, repertorio de estrategias disponibles, estilo adaptativo). Aspectos sociológicos La literatura correspondiente a la perspectiva sociológica sobre el envejecimiento y la vejez se centra, en primer lugar y sobre todo, en el contexto generacional real. Evidentemente, al estudiar el fenómeno del envejecimiento y de la vejez, no se debería olvidar que algunas de las diferencias observadas entre clases de edad pueden explicarse mediante los hábitos de la vida, el sistema educativo en el que fueron educados los sujetos y el nivel educativo alcanzado, o incluso el grado de familiaridad con una situación de prueba,
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más que por el mero factor de la edad (véanse los estudios de Schaie, 1974, 1980, o de Baltes, 1987). Vivimos en un período de envejecimiento de la población (que continuará, a juzgar por las previsiones demográficas según las cuales en el 2020 un cuarto de la población superará los 65 años de edad). También vivimos en una época en la que las mujeres están sobrerrepresentadas y en la que las expectativas de vida aumentan constantemente (en el momento presente, en los países occidentales, se corresponde con 80 para las mujeres y 73 para los hombres; Vieillir en Suiza, 1995). Las teorías psicológicas (véase Mishara & Riedel, 1984) en un contexto de bienestar tratan de explicar el envejecimiento óptimo mediante diferentes teorías: la teoría de la desvinculación, en la que es inevitable, sano y universal que las personas mayores se adhieran a los modelos de retiro y preparación para la muerte y a comprometerse a establecer nuevas relaciones con más distancia; la teoría de la actividad, según la cual la vejez es satisfactoria siempre que uno mantenga o sustituya las actividades y los roles; la teoría de la continuidad, según las cual existe una búsqueda del equilibrio caracterizada por los cambios que coinciden con las capacidades adaptativas de la persona. Otros estudios sociológicos han subrayado el papel del contexto sociocultural, económico y cultural (para una revisión, véase Baltes & Brim, 1983). En suma, la investigación sobre el desarrollo del adulto y de las personas de más edad y la descripción de un curso vital explican la gran complejidad cognitiva (pensamiento relativista y dialéctico) y emocional (internalización progresiva de los sentimientos) y proponen la integración de ambas dimensiones. Este desarrollo y complejidad puede observarse particularmente cuando la persona se ve obligada a adaptarse a las diferentes tareas de la vida adulta, como la opción de la carrera profesional, el manejo de una o más relaciones íntimas, la asunción de complejos roles sociales, la aceptación de posibles desilusiones en el trabajo, en la pareja, en la educación de los hijos, en la reorientación de las prioridades que considera los cambios sensoriales y cognitivos y en la capacidad para afrontar los problemas de salud. Estas tareas son más numerosas en la vejez. Entre estos estudios, desearíamos mencionar que la idea de la sabiduría se destina a representar un concepto clave al explicar el desarrollo de la vejez. La sabiduría se refiere a los aspectos humanos (elementos filosóficos y existenciales), pero también al manejo de las relaciones humanas y de la sociedad. Conlleva un componente cognitivo (en la vejez se ha observado un aumento del pensamiento relativista o reflexivo) y un componente afectivo (la distinción entre las necesidades de los otros y las de uno mismo son evidentes, los mecanismos de defensa más elaborados). Permite la integración de los com-
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ponentes racional y emocional, la resolución de conflictos entre la “desesperación” y la “integridad”, en términos de Erickson (1959), y trata de justificar los mecanismos adaptativos de la última fase del ciclo vital. Psicoterapia cognitiva con las personas de más edad La psicoterapia con las personas de más edad se está convirtiendo en una práctica, tanto institucional como privada, cada vez más común y muchos autores han defendido la lógica de tal tratamiento. Tal y como sugerían Vézina, Cappeliez y Landreville (1994) en el tema de la depresión, “El conocimiento actual parece indicar que la psicoterapia puede ser beneficiosa para los ancianos depresivos, bien como tratamiento completo o en combinación con farmacoterapia” (p.340). El tratamiento del enfoque psicoterapéutico con los ancianos se ha beneficiado recientemente con la aparición de terapia breve centrada en problemas reales y considerada como más efectiva para el afrontamiento de problemas cotidianos. De éstas, la terapia cognitiva es la que más ha contribuido, sin ninguna duda, a la aceptación de la atención psicológica para las personas de más edad: Beck et al. (1979) definen la terapia cognitiva como: ... un enfoque activo, directivo de tiempo limitado, usado para tratar diversos trastornos psiquiátricos ... Las técnicas terapéuticas se diseñan para identificar, comprobar a través de la realidad y corregir la conceptualización distorsionada y las creencias disfuncionales (esquemas) que subyacen a estas cogniciones... El terapeuta cognitivo ayuda al paciente a pensar y a actuar de forma más realista y adaptada sobre los problemas psicológicos y logra así la reducción de los síntomas (pp. 3-4).
Este tipo de tratamiento se ha mostrado particularmente efectivo con pacientes depresivos, ansiosos, fóbicos y obsesivos. El terapeuta cognitivo recurre, por una parte, a las técnicas conductuales (es decir, a la asignación de tareas graduadas, a los programas de resolución de problemas, a los planes de actividades, a la relajación muscular, etc.) y, por otra, a las técnicas cognitivas (es decir, identificación de pensamientos automáticos, auto-observación escrita, ampliación de las interpretaciones, explicación de modelos cognitivos, etc.). En la terapia se genera un tipo de colaboración “científica” entre el paciente y el terapeuta, un tipo de cooperación donde la participación de ambas partes es necesaria y activa, centrada en la reestructuración cognitiva y en los cambios adaptativos. En el caso de la población de más edad, algunos estudios centrados sobre todo en la depresión han demostrado la eficacia de la psicoterapia cognitiva
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frente a otros tratamientos psicoterapéuticos y biológicos (Bleutler et al., 1987; Gallagher-Thompson, Hanley-Peterson & Thompson, 1990; Thompson, Gallagher & Steinmentz Breckenridge, 1987; Thompson et al., 1991; para una revisión véase Cappeliez, 1993). Además, debería señalarse que el tratamiento cognitivo-conductual de los ancianos depresivos ha sido tan satisfactorio como el de los jóvenes (60-80% de índices de éxito) y los esquemas y postulados básicos sobre los que se basa todo el trabajo cognitivo son idénticos a los de los pacientes jóvenes (Vézina & Bourque, 1984). Las fases de la psicoterapia cognitiva, así como las técnicas y los estilos terapéuticos, son igualmente similares a las de los pacientes más jóvenes. Sin embargo, el terapeuta que trabaja con ancianos debe tener en cuenta los cambios sensoriales y de procesamiento de información que se producen en la vejez, el contenido específico de los patrones disfuncionales de pensamiento así como sus propias representaciones sobre la vejez. En otras palabras, el terapeuta que trabaja en psicoterapia con ancianos debe estar familiarizado con los datos específicos de la evaluación neuropsicológica y de la rehabilitación, así como con los modelos psicogerontológicos usados para describir el proceso del envejecimiento y de la vejez. Punto de vista neuropsicológico El terapeuta debe prestar atención particular al retardo en el procesamiento de información (en el sentido de Salthouse, 1985), al aumento de probabilidad de un deterioro orgánico intelectual así como a una mayor frecuencia de crisis entre los ancianos. Además, también debe ser capaz de distinguir entre la senectud y la senilidad, y entre las modificaciones mnemónicas y las pérdidas mnemónicas, y comprender las características específicas de la tercera y de la cuarta edad (Bizzini, 1990). Por lo tanto, debe disponer de los instrumentos de evaluación necesarios y seleccionar el tratamiento más apropiado entre la rehabilitación psicológica y neuropsicológica. El terapeuta se enfrenta, a menudo, a pacientes que se quejan de incapacidad cognitiva. Las dificultades en el procesamiento de la información (percepción, memoria, alcance de la atención, concentración, representación, etc.) se encuentran en las situaciones cotidianas y están estrechamente vinculadas con las emociones y con la conducta. Las incapacidades cognitivas son así responsables de estrategias de inhibición de la adaptación y de la resolución de problemas así como de la comprensión de nuevas situaciones. Tan pronto como aparecen las primeras señales, el terapeuta debe examinar qué hay tras la queja:
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¿Es un bloqueo cognitivo-emocional asociado con un episodio depresivo? ¿Es la incapacidad de afrontar los cambios debidos a la edad? ¿Nos hallamos ante otros problemas somáticos o conductuales? ¿Es la aparición del deterioro intelectual en el contexto de una etiología orgánica?
Dentro de estos diferentes contextos, las estrategias de tratamiento no serán idénticas obviamente. El problema debe ser configurado dentro de un marco nosográfico y debemos estar seguros de no pasar por alto la terapia más relevante para el caso. Por ejemplo, a menudo nos encontramos con un paciente anciano que padece una depresión en el contexto de un trastorno neuropsicológico (ataque cerebral, aparición de demencia) para lo que es imprescindible adaptar cualquier propuesta de psicoterapia (Hibbard et al., 1990; Teri & Gallagher-Thompson, 1991; Myers-Arrázola & Bizzini, 1995). Punto de vista psicogerontológico El terapeuta debe estar familiarizado con diferentes modelos: modelo del declive de Wechsler (1985) y las críticas formuladas por Horn y Cattell, y Schaie y Baltes (véase Vézina, Cappeliez & Landreville, 1994) así como el modelo del envejecimiento satisfactorio de Baltes (1987, Baltes & Baltes, 1990) que subraya la importancia de los procesos de selección, optimización y compensación que favorecen la adaptación de la persona mayor a su entorno. El terapeuta también ha de ser consciente de sus propios estereotipos negativos relativos a la edad y revisar su enfoque terapéutico cuando se halla con un anciano-anciano o con un anciano-joven. Diversos autores (Emery, 1981, Steuer & Hammen, 1983; Thompson et al., 1986; Perris, 1990) han propuesto modificaciones de la psicoterapia cognitiva aplicada a la vejez. Estos autores recomiendan a los terapeutas que consideren el modo particular que tiene el paciente anciano de procesar la información, las transiciones que debe afrontar en lo que le queda de vida (jubilación, traslado de domicilio, enfermedad física...), así como el escaso nivel de cultura psicoterapéutica que puede tener su cohorte, y considerar las expectativas que el paciente anciano tiene de cara a la terapia. Muchas veces suele ser la primera vez que el paciente prueba la psicoterapia y, por esta razón, por nuestro propio interés debemos explicarle desde el comienzo “las reglas del juego” con el fin de evitar, por ejemplo, la pasividad o los sentimientos de inferioridad (Latour & Cappeliez, 1994). Lo poco que los ancianos actuales saben sobre la psicoterapia ha llevado a los terapeutas a dirigir sesiones de psicoterapia (Cappeliez, 1991) y a sugerir tratamientos grupales. Tal es así que este
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tipo de enfoque se ha extendido en las instituciones hospitalarias y también en situaciones de pacientes externos. El contexto grupal constituye una alternativa a la soledad y sirve también para reinstaurar sentimientos de solidaridad e intercambio entre los participantes (Bizzini, Droz & Richard, 1990). El concepto UTCA Tras trabajar más de 15 años con población anciana estamos convencidos de que, sin integrar los enfoques neuropsicológico y psicogerontológico, el terapeuta tiende a sobreestimar o subestimar el deterioro intelectual o a olvidar que probablemente la percepción del paciente y los valores relativos al mundo no se corresponden. Sugerimos que los terapeutas se familiaricen con los modelos psicogerontológicos y neuropsicológicos con el fin de adquirir conciencia de ciertas características especiales de los adultos de más edad. Creado en 1993, el UTCA (Unidad de Terapia Cognitiva del Anciano), está compuesto por cinco psicólogos y un psiquiatra y fue diseñado para ofrecer un tratamiento psicológico apropiado a la edad a pacientes internos y externos que padezcan depresión, ansiedad, trastornos de personalidad o aparición de encefalopatía, para todos los cuales se recomienda la psicoterapia cognitiva. Nuestro principal objetivo es integrar y articular conocimiento derivado de la psicogerontología, de la neuropsicología, de la psicopatología y de la psiquiatría dentro del modelo cognitivo (véase Tabla 21.1). Desde el punto de vista epistemológico, el enfoque piagetiano nos permite –entre otras cosas– evitar el reduccionismo en lo que respecta a la conducta humana, a la que la terapia cognitiva ha sido muy propensa, así como evitar la simplista metáfora del hombre como una computadora. Piaget considera que cualquier teoría de la mente es, sobre todo, constructiva, lo que equivale a decir que el individuo evoluciona y se desarrolla mediante su influencia activa sobre su medio, generada a partir de la confrontación de las resistencias internas y externas, mediante el equilibrio de sus tendencias de asimilación y acomodación y mediante la superación de conflictos evolutivos y con la aparición de un mayor nivel de conocimiento. Así disponemos de una marco conceptual evolutivo e interaccionista particularmente adaptable a la integración del curso vital y a las tareas de adaptación, que son ideas centrales para el trabajo con población anciana y para la comprensión plena de los mecanismos psicológicos y de los procesos de cambio. Los aspectos teóricos, neuropsicológicos y psicogerontológicos, a los que nos hemos referido anteriormente, han sido elaborados en otros documentos de la literatura desde el punto de vista clínico (Richard, Droz & Bizzini, 1984; Bizzini, 1990).
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Tabla 21.1. Modelo teórico de la intervención UTCA • • • •
Base epistemológica (Piaget): constructivismo e interaccionismo Neuropsicológica: evaluación y rehabilitación Psicogerontológica: duración de la vida y cohortes Psicoterapéutica: conceptualización de caso y entornos
Tabla 21.2. Protocolo UTAC 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Diagnóstico psiquiátrico (DSM-III-R/ICD 10) Evaluación de la competencia cognitiva del paciente (examen neuropsicológico) Evaluación de idoneidad (Escala SSCT de Safran & Segal, 1990) Evaluación cuantitativa (cuestionarios de auto-evaluación) Síntesis de datos (conceptualización de caso) Psicoterapia cognitiva individual o grupal (terapia cognitiva con estrategias de descentración, CTDS)
Ofrecemos psicoterapias grupales o individuales y todos nuestros pacientes reciben el mismo protocolo (Tabla 21.2). Este protocolo es esencial para todo nuestro trabajo psicoterapéutico. Esto nos permite estar seguros desde el mismo comienzo del marco nosográfico (diagnóstico psiquiátrico) y de la competencia cognitiva del paciente (examen neuropsicológico). A continuación, tras el examen de la entrevista semiestructurada basada en la Escala de la Conveniencia de la Terapia Breve y la evaluación cuantitativa, los miembros de UTCA elaboran una síntesis de los datos (conceptualización de caso) y proponen una estrategia de intervención (terapia individual o grupal). La conceptualización del caso nos permite determinar los principales objetivos terapéuticos para cada paciente, así como seleccionar las estrategias más relevantes para cada caso. Seguidamente, deberemos descubrir, mediante la colaboración con el paciente, el contenido y la forma más apropiada para la terapia. La adaptación de la terapia cognitiva a la vejez requiere, además de las características habituales de la terapia cognitiva, un uso más amplio de los modelos psicoeducativos y de resolución de problemas, el recurso frecuente a la redundancia y a la multimodalidad, el uso del encerado así como de un cuaderno de terapia. Este enfoque terapéutico es especialmente idóneo para los tratamientos combinados.
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Tratamiento grupal TCED (17 sesiones durante 5 meses) TCED equivale a “terapia cognitiva con estrategias de descentración”, un tipo de tratamiento que aplicamos dentro del marco del Programa de Investigación Nacional de la Fundación Suiza de Investigación Científica. Los objetivos de tratamiento consisten en ayudar al paciente a desarrollar estrategias de descentración específicas que aumenten la probabilidad de reconstruir visiones más adaptativas del self, del mundo y del futuro. En lo que respecta al aspecto terapéutico, se enriquece el grupo de terapia cognitiva tradicional mediante la introducción de sesiones específicamente destinadas a las estrategias de descentración. Las sesiones persiguen la elaboración tanto de una definición como de un modelo de descentración y el establecimiento y entrenamiento de estrategias de descentración. La TCED es un tratamiento grupal que incluye a entre tres y seis pacientes depresivos de edades comprendidas entre 60-80 años, los cuales acuden a nuestras consultas como pacientes externos o nos han sido derivados por el Hospital de Día. El tratamiento comprende 17 sesiones de 90 minutos cada una, dos veces por semana durante las primeras 8 sesiones, y, después, una vez por semana durante las 9 restantes. Tratamiento individual (17 sesiones durante 8 meses) En la TCED en el contexto grupal se aplican además de las estrategias habituales de esta forma de terapia (actividad, conciencia del vínculo entre la emoción y el pensamiento, comprensión del modelo cognitivo de depresión, implementación de pensamiento alternativo, búsqueda de esquemas básicos), la definición y el uso de estrategias explícitas de descentración. Concluida la intervención grupal, algunas veces se ofrece al paciente una serie de sesiones individuales (17) para que disponga de la oportunidad de lograr cierta estabilidad para los cambios que se observan durante la terapia grupal y para examinar en mayor profundidad las creencias básicas. Éste es un proceso que permite al paciente ser capaz de reinvertir sus motivaciones y modificar sus relaciones disfuncionales o difíciles. Lograr un modelo de actividades e intereses que le permita reintegrarse en la red social, juzgarse menos severamente y, en definitiva, disfrutar de la vida que le queda.
Conclusiones En nuestro trabajo psicoterapéutico en la UTCA, nuestro tratamiento específico de las personas de más edad puede considerarse como similar al desa-
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rrollado con los adultos jóvenes. En cualquier caso, se hacen necesarias algunas adaptaciones con el fin de maximizar el potencial de cambio de los ancianos. La fase de conceptualización es básica como también lo es el tiempo destinado al establecimiento de la alianza terapéutica. También hacemos un esfuerzo adicional en los trastornos de personalidad, porque en los ancianos los acontecimientos vitales indeseables constituyen la principal fuente de estrés y de maladaptación. Consecuentemente, consideramos que es necesario que el paciente reinvierta sus motivaciones e impulsos vitales. Hemos aumentado la validez ecológica de nuestro tratamiento con una evaluación adaptada al paciente, con la conciencia de la temporalización de cada sesión y con el nivel apropiado del lenguaje. Hemos logrado confirmar los hallazgos de un estudio previo (Bizzini, Droz & Richard, 1990), a saber, que el paciente ilumina su estado anímico depresivo, aumenta su nivel de actividad, encuentra nuevos recursos personales, se reintegra en círculos sociales y se embarca en nuevos proyectos. La psicoterapia cognitiva requiere normalmente entre 15 y 25 sesiones, aunque ésta no sea una regla definitiva (Freeman & Dattilio, 1992). Sin embargo, al tratar a una persona de más edad que padece trastornos anímicos, con o sin trastornos de personalidad, esperamos que la terapia dure incluso más tiempo. La tarea del terapeuta cognitivo consiste en ayudar continuamente al paciente en la reestructuración cognitiva y en ofrecerle apoyo a la actividad. La terapia con este tipo de pacientes suele ser necesariamente más prolongada, por una parte, debido al posible carácter crónico del problema, y, por la otra, debido a ciertos esquemas personales que puedan ser particularmente resistentes al cambio. Además, con la depresión, el hecho de que el paciente se haya tenido que enfrentar a períodos previos de depresión aumenta su vulnerabilidad personal a la misma, con lo cual posteriormente requiere un trabajo aún mayor sobre los auto-esquemas (Teasdale, 1988). A nuestro parecer, en la vejez el trabajo psicoterapéutico no sólo es posible sino también beneficioso para el paciente y constituye un reto para el terapeuta. La cantidad de adaptación a la que se enfrenta la persona de más edad en su vida hace que su equilibrio cognitivo-emocional sea incluso más frágil y que requiera una ayuda psicológica apropiada. La psicoterapia cognitiva es una de estas ayudas. Tras varios años de trabajo con esta forma de psicoterapia y con población anciana, hemos llegado a la conclusión de que es plenamente relevante para la realidad de la vejez. Su aplicación en la psiquiatría geriátrica exige ciertas adaptaciones específicas a la cultura y a la naturaleza de la vejez. Su efectividad ha sido demostrada mediante la metodología científica y ahora se requiere más investigación sobre los mecanismos responsables de los cambios terapéuticos particulares de esta fase de la vida.
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En suma, el terapeuta clínico que trabaja con ancianos se enfrenta, en primer lugar, con su propio envejecimiento así como con el elemento del respeto debido a las diferentes generaciones. Debe estar familiarizado con el conocimiento psicogerontológico específico, que es indispensable para superar algunos conceptos erróneos sobre el proceso de envejecimiento. También deberá estar preparado para adaptar sus métodos de evaluación y de terapia a la realidad psicológica de la persona de más edad. Para concluir, quisiera citar a Bob Knight (1996) quien defiende que “trabajar con clientes de más edad en terapia es al mismo tiempo retador y recompensante para el terapeuta, quien puede descubrir que el aprendizaje sobre las últimas fases de la vida en el contexto íntimo de la psicoterapia es una experiencia que le ayuda a madurar” (p. 177).
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BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA (Dirigida por José M. Gondra) 2. PSICOTERAPIA POR INHIBICIÓN RECÍPROCA, por Joceph Wolpe. 3. MOTIVACIÓN Y EMOCIÓN, por Charles N. Cofer. 4. PERSONALIDAD Y PSICOTERAPIA, por John Dollard y Neal E. Miller. 5. AUTOCONSISTENCIA: UNA TEORÍA DE LA PERSONALIDAD. por Prescott Leky. 9. OBEDIENCIA A LA AUTORIDAD. UN PUNTO DE VISTA EXPERIMENTAL, por Stanley Milgram. 10. RAZÓN Y EMOCIÓN EN PSICOTERAPIA. por Albert Ellis. 12. GENERALIZACIÓN Y TRANSFER EN PSICOTERAPIA, por Goldstein-Kanfer. 13. LA PSICOLOGÍA MODERNA, Textos, por José M. Gondra. 16. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y R. Grieger. 17. EL BEHAVIORISMO Y LOS LÍMITES DEL MÉTODO CIENTÍFICO, por B. D. Mackenzie. 18. CONDICIONAMIENTO ENCUBIERTO, por Upper-Cautela. 19. ENTRENAMIENTO EN RELAJACIÓN PROGRESIVA, por Berstein-Berkovec. 20. HISTORIA DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA, por A. E. Kazdin. 21. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN, por A. T. Beck, A. J. Rush y B. F. Shawn. 22. LOS MODELOS FACTORIALES-BIOLÓGICOS EN EL ESTUDIO DE LA PERSONALIDAD, por F. J. Labrador. 24. EL CAMBIO A TRAVÉS DE LA INTERACCIÓN, por S. R. Strong y Ch. D. Claiborn. 27. EVALUACIÓN NEUROPSICOLÓGICA, por M.ª Jesús Benedet. 28. TERAPÉUTICA DEL HOMBRE. EL PROCESO RADICAL DE CAMBIO, por J. Rof Carballo y J. del Amo. 29. LECCIONES SOBRE PSICOANÁLISIS Y PSICOLOGÍA DINÁMICA, por Enrique Freijo. 30. CÓMO AYUDAR AL CAMBIO EN PSICOTERAPIA, por F. Kanfer y A. Goldstein. 31. FORMAS BREVES DE CONSEJO, por Irving L. Janis. 32. PREVENCIÓN Y REDUCCIÓN DEL ESTRÉS, por Donald Meichenbaum y Matt E. Jaremko. 33. ENTRENAMIENTO DE LAS HABILIDADES SOCIALES, por Jeffrey A. Kelly. 34. MANUAL DE TERAPIA DE PAREJA, por R. P. Liberman, E. G. Wheeler, L. A. J. M. de visser. 35. PSICOLOGÍA DE LOS CONSTRUCTOS PERSONALES, Psicoterapia y personalidad, por Alvin W. Landfìeld y Larry M. Leiner. 37. PSICOTERAPIAS CONTEMPORÁNEAS, Modelos y métodos, por S. Lynn y J. P. Garske. 38. LIBERTAD Y DESTINO EN PSICOTERAPIA, por Rollo May. 39. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. I. Fundamentos teóricos, por Murray Bowen. 40. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. II. Aplicaciones, por Murray Bowen. 41. MÉTODOS DE INVESTIGACIÓN EN PSICOLOGÍA CLÍNICA, por Bellack y Harsen. 42. CASOS DE TERAPIA DE CONSTRUCTOS PERSONALES, por R. A. Neimeyer y G. J. Neimeyer. BIOLOGÍA Y PSICOANÁLISIS, por J. Rof Carballo. 43. PRÁCTICA DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y W. Dryden. 44. APLICACIONES CLÍNICAS DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por Albert Ellis y Michael E. Bernard. 45. ÁMBITOS DE APLICACIÓN DE LA PSICOLOGÍA MOTIVACIONAL, por Luis Mayor y Francisco Tortosa. 46. MÁS ALLÁ DEL COCIENTE INTELECTUAL, por Robert. J. Sternberg. 47. EXPLORACIÓN DEL DETERIORO ORGÁNICO CEREBRAL, por R. Berg, M. Franzen y D. Wedding. 48. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, Volumen II, por Albert Ellis y Russell M. Grieger. 49. EL COMPORTAMIENTO AGRESIVO. Evaluación e intervención por Arnold P. Goldstein y Harold R. Keller. 50. CÓMO FACILITAR EL SEGUIMIENTO DE LOS TRATAMIENTOS TERAPÉUTICOS, Guía práctica para los profesionales de la salud, por Donald Meichenbaum y Dennis C. Turk. 51. ENVEJECIMIENTO CEREBRAL, por Gene D. Cohen. 52. PSICOLOGÍA SOCIAL SOCIOCOGNITIVA, por Agustín Echebarría Echabe. 53. ENTRENAMIENTO COGNITIVO-CONDUCTUAL PARA LA RELAJACIÓN, por J. C. Smith.
54. EXPLORACIONES EN TERAPIA FAMILIAR Y MATRIMONIAL, por James L. Framo. 55. TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA CON ALCOHÓLICOS Y TOXICÓMANOS, por Albert Ellis y otros. 56. LA EMPATÍA Y SU DESARROLLO, por N. Eisenberg y J. Strayer. 57. PSICOSOCIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA EN EL HOGAR, por S. M. Stith, M. B. Williams y K. Rosen. 58. PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO MORAL, por Lawrence Kohlberg. 59. TERAPIA DE LA RESOLUCIÓN DE CONFICTOS, por Thomas J. D´Zurilla. 60. UNA NUEVA PERSPECTIVA EN PSICOTERAPIA, Guía para la psicoterapia psicodinámica de tiempo limitado, por Hans H. Strupp y Jeffrey L. Binder. 61. MANUAL DE CASOS DE TERAPIA DE CONDUCTA, por Michel Hersen y Cynthia G. Last. 62. MANUAL DEL TERAPEUTA PARA LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL EN GRUPOS, por Lawrence I. Sank y Carolyn S. Shaffer. 63. TRATAMIENTO DEL COMPORTAMIENTO CONTRA EL INSOMNIO PERSISTENTE, por Patricia Lacks. 64. ENTRENAMIENTO EN MANEJO DE ANSIEDAD, por Richard M. Suinn. 65. MANUAL PRÁCTICO DE EVALUACIÓN DE CONDUCTA, por Aland S. Bellak y Michael Hersen. 66. LA SABIDURÍA, Su Naturaleza, orígenes y desarrollo, por Robert J. Sternberg. 67. CONDUCTISMO Y POSITIVISMO LÓGICO, por Laurence D. Smith. 68. ESTRATEGIAS DE ENTREVISTA PARA TERAPEUTAS, por William H. Cormier y L. Sherilyn Cormier. 69. PSICOLOGÍA APLICADA AL TRABAJO, por Paul M Muchinsky. 70. MÉTODOS PSICOLÓGICOS EN LA INVESTIGACIÓN Y PRUEBAS CRIMINALES, por David L. Raskin. 71. TERAPIA COGNITIVA APLICADA A LA CONDUCTA SUICIDA, por A. Freemann y M. A. Reinecke. 72. MOTIVACIÓN EN EL DEPORTE Y EL EJERCICIO, por Glynn C. Roberts. 73. TERAPIA COGNITIVA CON PAREJAS, por Frank M. Datillio y Christine A. Padesky. 74. DESARROLLO DE LA TEORÍA DEL PENSAMIENTO EN LOS NIÑOS, por Henry M. Wellman. 75. PSICOLOGÍA PARA EL DESARROLLO DE LA COOPERACIÓN Y DE LA CREATIVIDAD, por Maite Garaigordobil. 76. TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA TERAPIA GRUPAL, por Gerald Corey. 77. TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO. LOS HECHOS, por Padmal de Silva y Stanley Rachman. 78. PRINCIPIOS COMUNES EN PSICOTERAPIA, por Chris L. Kleinke. 79. PSICOLOGÍA Y SALUD, por Donald A. Bakal. 80. AGRESIÓN. CAUSAS, CONSECUENCIAS Y CONTROL, por Leonard Berkowitz. 81. ÉTICA PARA PSICÓLOGOS. INTRODUCCIÓN A LA PSICOÉTICA, por Omar França-Tarragó. 82. LA COMUNICACIÓN TERAPÉUTICA. PRINCIPIOS Y PRÁCTICA EFICAZ, por Paul L. Wachtel. 83. DE LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL A LA PSICOTERAPIA DE INTEGRACIÓN, por Marvin R. Goldfried. 84. MANUAL PARA LA PRÁCTICA DE LA INVESTIGACIÓN SOCIAL, por Earl Babbie. 85. PSICOTERAPIA EXPERIENCIAL Y FOCUSING. LA APORTACIÓN DE E. T. GENDLIN, por Carlos Alemany (Ed.). 86. LA PREOCUPACIÓN POR LOS DEMÁS. UNA NUEVA PSICOLOGÍA DE LA CONCIENCIA Y LA MORALIDAD, por Tom Kitwood. 87. MÁS ALLÁ DE CARL ROGERS, por David Brazier (Ed.). 88. PSICOTERAPIAS COGNITIVAS Y CONSTRUCTIVISTAS, Teoría, Investigación y Práctica, por Michael J. Mahoney (Ed.). 89. GUÍA PRÁCTICA PARA UNA NUEVA TERAPIA DE TIEMPO LIMITADO, por Hanna Levenson. 90. PSICOLOGÍA. MENTE Y CONDUCTA, por Mª Luisa Sanz de Acedo. 91. CONDUCTA Y PERSONALIDAD, por Arthur W. Staats. 92. AUTO-ESTIMA. Investigación, teoría y práctica, por Chris Mruk. 93. LOGOTERAPIA PARA PROFESIONALES. Trabajo social significativo, por David Guttmann. 94. EXPERIENCIA ÓPTIMA. Estudios psicológicos del flujo en la conciencia, por Mihaly Csikszentmihalyi e Isabella Selega Csikszentmihalyi. 95. LA PRÁCTICA DE LA TERAPIA DE FAMILIA. Elementos clave en diferentes modelos, por Suzanne Midori Hanna y Joseph H. Brown.
96. NUEVAS PERSPECTIVAS SOBRE LA RELAJACIÓN, por Alberto Amutio Kareaga. 97. INTELIGENCIA Y PERSONALIDAD EN LAS INTERFASES EDUCATIVAS, por Mª Luisa Sanz de Acedo Lizarraga. 98. TRASTORNO OBSESIVO COMPULSIVO. Una perspectiva cognitiva y neuropsicológica, por Frank Tallis. 99. EXPRESIÓN FACIAL HUMANA. Una visión evolucionista, por Alan J. Fridlund. 100. CÓMO VENCER LA ANSIEDAD. Un programa revolucionario para eliminarla definitivamente, por Reneau Z. Peurifoy. 101. AUTO-EFICACIA: CÓMO AFRONTAMOS LOS CAMBIOS DE LA SOCIEDAD ACTUAL, por Albert Bandura (Ed.). 102. EL ENFOQUE MULTIMODAL. Una psicoterapia breve pero completa, por Arnold A. Lazarus. 103. TERAPIA CONDUCTUAL RACIONAL EMOTIVA (REBT). Casos ilustrativos, por Joseph Yankura y Windy Dryden. 104. TRATAMIENTO DEL DOLOR MEDIANTE HIPNOSIS Y SUGESTIÓN. Una guía clínica, por Joseph Barber. 105. CONSTRUCTIVISMO Y PSICOTERAPIA, por Guillem Feixas Viaplana y Manuel Villegas Besora. 106. ESTRÉS Y EMOCIÓN. Manejo e implicaciones en nuestra salud, por Richard S. Lazarus. 107. INTERVENCIÓN EN CRISIS Y RESPUESTA AL TRAUMA. Teoría y práctica, por Barbara Rubin Wainrib y Ellin L. Bloch. 108. LA PRÁCTICA DE LA PSICOTERAPIA. La construcción de narrativas terapéuticas, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 109. ENFOQUES TEÓRICOS DEL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO, por Ian Jakes. 110. LA PSICOTERA DE CARL ROGERS. Casos y comentarios, por Barry A. Farber, Debora C. Brink y Patricia M. Raskin. 111. APEGO ADULTO, por Judith Feeney y Patricia Noller. 112. ENTRENAMIENTO ABC EN RELAJACIÓN. Una guía práctica para los profesionales de la salud, por Jonathan C. Smith. 113. EL MODELO COGNITIVO POSTRACIONALISTA. Hacia una reconceptualización teórica y clínica, por Vittorio F. Guidano, compilación y notas por Álvaro Quiñones Bergeret. 114. TERAPIA FAMILIAR DE LOS TRASTORNOS NEUROCONDUCTUALES. Integración de la neuropsicología y la terapia familiar, por Judith Johnson y William McCown. 115. PSICOTERAPIA COGNITIVA NARRATIVA. Manual de terapia breve, por Óscar F. Gonçalves. 116. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA DE APOYO, por Henry Pinsker. 117. EL CONSTRUCTIVISMO EN LA PSICOLOGÍA EDUCATIVA, por Tom Revenette. 118. HABILIDADES DE ENTREVISTA PARA PSICOTERAPEUTAS Vol 1. Con ejercicios del profesor Vol 2. Cuaderno de ejercicios para el alumno, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 119. GUIONES Y ESTRATEGIAS EN HIPNOTERAPIA, por Roger P. Allen. 120. PSICOTERAPIA COGNITIVA DEL PACIENTE GRAVE. Metacognición y relación terapéutica, por Antonio Semerari (Ed.). 121. DOLOR CRÓNICO. Procedimientos de evaluación e intervención psicológica, por Jordi Miró. 122. DESBORDADOS. Cómo afrontar las exigencias de la vida contemporánea, por Robert Kegan. 123. PREVENCIÓN DE LOS CONFLICTOS DE PAREJA, por José Díaz Morfa. 124. EL PSICÓLOGO EN EL ÁMBITO HOSPITALARIO, por Eduardo Remor, Pilar Arranz y Sara Ulla. 125. MECANISMOS PSICO-BIOLÓGICOS DE LA CREATIVIDAD ARTÍSTICA, por José Guimón. 126. PSICOLOGÍA MÉDICO-FORENSE. La investigación del delito, por Javier Burón (Ed.). 127. TERAPIA BREVE INTEGRADORA. Enfoques cognitivo, psicodinámico, humanista y neuroconductual, por John Preston (Ed.). 128. COGNICIÓN Y EMOCIÓN, por E. Eich, J. F. Kihlstrom, G. H. Bower, J. P. Forgas y P. M. Niedenthal. 129. TERAPIA SISTÉMICA DE PAREJA Y DEPRESIÓN, por Elsa Jones y Eia Asen. 130. PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD, Manual teórico-práctico, por Elsa Jones y Eia Asen.
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Bilbao, el 8 de enero de 2004.