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John Katzenbach
—Creo que me tomaré esa pastilla —dijo—. Y mañana podemos llamar a tu
hermano. Le haremos preguntas sobre los asesinos. Quizás él sepa por qué esos soldados franceses obedecieron la orden de disparar. Seguro que tendrá alguna teoría. Eso será divertido. —La madre tosió al soltar una carcajada. —Estaría bien. —La hija alargó la mano hacia una bandeja y abrió un frasco de cápsulas. —Quizá dos —apuntó la madre. La hija vaciló y acto seguido dejó caer dos píldoras sobre su mano. La madre abrió la boca, y ella le colocó con delicadeza las pastillas en la lengua. A continuación, la ayudó a incorporarse y acercó su propio vaso de agua a los labios de la mujer mayor. —Sabe a rayos —comentó la madre —. ¿Sabes que cuando yo era joven podíamos beber directamente de los arroyos de las Adirondack? Nos agachábamos y recogíamos con la mano el agua más transparente y fresca a nuestros pies para llevárnosla a los labios. Era espesa y pesada; beberla era como comer. Estaba fría; preciosa, clara y muy fría. —Ya. Me lo has contado muchas veces —respondió la hija con suavidad —. Eso ha cambiado. Como todo. Ahora, intenta dormir. Necesitas descansar. —Aquí todo es tan caliente... Siempre hace calor. ¿Sabes?, a veces no distingo entre la temperatura de mi cuerpo y la del aire que nos rodea. —Hizo una pausa y al cabo añadió —: Sólo por una vez me encantaría volver a probar esa agua. La hija le bajó la cabeza hasta apoyársela sobre la almohada y esperó mientras los párpados le temblaban y finalmente se le cerraban. Apagó la lámpara de la mesita de noche y regresó a su habitación. Miró en torno a sí por un momento, deseando que hubiera en ella objetos que no fueran sólo corrientes, de uso práctico o tan inhumanos como la pistola que la esperaba sobre la mesa de su ordenador. Le habría gustado que hubiese algo revelador de quién era ella o quién quería ser. Pero no encontraba nada. En cambio, la nota atrajo su mirada. LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ. «Sólo estás cansada —se dijo—. Has estado trabajando duro, y hace mucho calor para esta época tan tardía de la temporada de huracanes. Demasiado calor. Y todavía hay tormentas grandes girando sobre el Atlántico, alejándose de la costa de África, absorbiendo energía de las aguas del océano, con vistas a tomar tierra en el Caribe o, peor aún, en Florida —pensó—. Quizá llegue hasta aquí una tormenta de final de temporada, una tormenta devastadora. Los más veteranos habitantes de los Cayos siempre dicen que ésas son las peores, pero en realidad no hay ninguna diferencia. Una tormenta es una tormenta.» Se quedó mirando la nota de nuevo. «No hay razón para inquietarse por un anónimo —insistió para sí — , aunque sea tan críptico críptico como éste.» Por un momento dedicó energía a convencerse de esa mentira, luego se sentó frente a su escritorio y cogió un bloc de papel tamaño oficio amarillo. «La primera persona...» Podía tratarse de Adán. Quizás el tema fuera bíblico. bíbl ico. Empezó a pensar de manera más transversal. La «primera familia»... bueno, era la del presidente, pero ella no sacaba nada en limpio de eso. Entonces le vino a la mente el famoso panegírico a George Washington —«el primero en la guerra, el primero en la paz...» — y encaminó 6